Capítulo 18

El sol de la tarde caía sobre una cola de soldados, funcionarios y criados que atestaban el paseo delante del castillo y avanzaba hasta sus puertas. Los centinelas examinaban las credenciales de cada persona, que consistían en un pergamino con su nombre, cargo y el sello con la firma del sogún, antes de dejarla pasar. Cacheaban y registraban a todos los visitantes en busca de mensajes o explosivos ocultos. En la sala del guardia que remataba los enormes portales remachados de hierro, más centinelas, armados con arcabuces, supervisaban a través de los barrotes el tráfico de la calle. En los pasadizos cubiertos que coronaban los muros de piedra que rodeaban los edificios del castillo y serpenteaban ladera arriba hasta el palacio, otros guardias ojeaban la ciudad con sus catalejos. El caballero Matsudaira, espoleado por su miedo a un atentado, había aumentado las precauciones habituales de seguridad y convertido el castillo de Edo en el lugar más seguro de Japón.

Sano cabalgó con sus detectives hasta la cabeza de la cola. Los hombres que la conformaban le hicieron reverencias y le cedieron el puesto con educación. Oyó que alguien lo llamaba por su nombre y se volvió. Era Hirata, que galopaba hacia él, acompañado por Inoue y Arai. Sano indicó a sus hombres que esperaran. Hirata y los detectives se les unieron.

– Traemos noticias -dijo el recién llegado. A las puertas, los centinelas reconocieron a Sano y sus acompañantes y los dejaron pasar sin inspeccionar sus documentos. Pasaron por delante de los soldados que cacheaban a todo el mundo y abrían cofres y alforjas en la garita y cabalgaron colina arriba por los pasajes.

– Hemos reconstruido los movimientos de todas las víctimas salvo el ministro Moriwaki -explicó Hirata-. Su hábito de andar a solas lo ha hecho imposible. En cuanto al supervisor Ono, los vasallos que lo acompañaron fuera del castillo no vieron que nadie lo tocara ni a ningún desconocido que se comportara de forma sospechosa cerca de él.

– ¿Qué hay del comisario de carreteras Sasamura y el jefe Ejima? -preguntó Sano.

– Ahí hemos tenido suerte. Ejima fue a una tienda de incienso dos días antes de morir. Uno de sus guardaespaldas dice que un sacerdote que pasaba por ahí tropezó con Ejima y le hizo caer el paquete de incienso de las manos. Ejima se agachó para recogerlo. El sacerdote podría haberlo tocado en ese momento.

– ¿El guardaespaldas no se fijó?

– El trajín de la calle le impidió verlo.

– ¿Has conseguido una descripción del sacerdote? -preguntó Sano.

– Llevaba una túnica color azafrán, sombrero de mimbre y un cuenco para pedir limosna. -Hirata sacudió la cabeza con pesadumbre-. Igual que cualquier sacerdote de Japón. En un momento estaba allí y al siguiente había desaparecido.

– ¿Tuvo también el comisario un encontronazo con un sacerdote poco antes de su muerte?

– No, pero sí con otra persona, en el local de un prestamista. -Aunque los funcionarios del grado de Sasamura cobraban abultados estipendios, muchos los derrochaban en un estilo de vida lujoso y acababan endeudados con los mercaderes banqueros-. Un guardia apostado delante del establecimiento vio que un aguador deambulaba por las inmediaciones mientras Sasamura estaba dentro. Eso no hubiera tenido nada de raro, si no fuera porque el guardia reparó en que los cubos de agua estaban vacíos. Pensó que se trataba de un bandido disfrazado que pretendía atracar a quienes sacaran dinero prestado de local. Lo ahuyentó de la zona.

– A lo mejor el aguador y el sacerdote eran el asesino disfrazado, que acechaba a Ejima y Sasamura para matarlos -reflexionó Sano-. Y esos encuentros «casuales» fueron deliberados.

– Yo creo lo mismo -corroboró Hirata-.Por desgracia, el guardia ha sido incapaz de describir al aguador, salvo para decir que parecía como todos los demás.

– Me gustaría saber dónde estaba el capitán Nakai cuando Ejima fue a la tienda de incienso y Sasamura visitó al prestamista. Por cierto, tenemos una nueva línea potencial de investigación. -Y le habló a Hirata del sacerdote Ozuno.

Sonó un rápido ruido de cascos sobre el pavimento a sus espaldas. Una voz gritó:

– ¡Honorable chambelán!

Sano y su grupo se volvieron para ver acercarse dos hombres a caballo. Uno era un guardia del castillo, el otro un samurái adolescente, vestido con un recargado quimono de satén negro con estampado de ramas de sauce verde y olas plateadas, como si fuera a algún fasto. Los dos detuvieron sus monturas e hicieron reverencias a Sano. El guardia tomó la palabra:

– Disculpad la interrupción, pero éste es Daikichi, paje del coronel Ibe del Ejército. Trae un mensaje importante para vos.

El paje habló atropelladamente, casi sin aliento:

– Vengo con motivo de vuestra orden de informaros directamente de cualquier muerte repentina.

– ¿Se ha producido otra? -preguntó Sano, intercambiando una mirada de alarma con Hirata.

– Sí. -Al paje le tembló la voz, y sus nítidos y jóvenes ojos se humedecieron-. Mi señor acaba de morir.

Sano sintió una oleada de consternación.

– ¿Dónde?

– En Yoshiwara.


El famoso barrio del placer de Edo se encontraba en la periferia septentrional de la ciudad. Muchos hombres encaminados a Yoshiwara, único lugar de la capital donde era legal la prostitución, viajaban allí por trasbordador remontando el río Sumida, pero Sano, Hirata y los detectives tomaron el camino más rápido por tierra, a caballo. Más allá del dique de Japón, el largo paso elevado por el que cabalgaban, se extendían los arrozales inundados, verdes y lozanos. Por ellos andaban medio sumergidos los campesinos, arrancando malas hierbas y pescando anguilas con redes. Lirios y azucenas florecían en el canal Sanya, bordeado de sauces, donde las garzas se posaban en aguas crecidas por las lluvias de primavera. Las gaviotas planeaban y graznaban – en el límpido cielo turquesa. Sin embargo, Sano observó que la lucha política había contaminado hasta ese entorno bucólico.

Escuadrones de jinetes armados escoltaban a funcionarios samuráis. Los mercaderes que viajaban en palanquín iban protegidos por guardaespaldas ronin a sueldo. Al pasar por delante de los salones de té que jalonaban el acceso a las puertas de Yoshiwara, Sano vio deambulando entre ellos a soldados con el emblema de los Matsudaira, en busca de rebeldes fugitivos. Yoshiwara era un lugar de mucha elegancia, lujoso entretenimiento y sofisticación, pero Sano sabía que no estaba exento de violencia. Hacía dos inviernos había investigado un homicidio en la zona; seis años atrás había frustrado un intento de asesinato. Ahora era el escenario de otra muerte en circunstancias sospechosas.

Dejaron los caballos en un establo cercano al foso que rodeaba Yoshiwara y cruzaron el puente. Unos centinelas civiles los dejaron pasar por la puerta roja y con tejado abierta en el alto muro que impedía que las cortesanas salieran. Dentro, pasaron por delante de las casas de placer que bordeaban Nakanocho, la calle principal. De los salones de té abarrotados de hombres surgían estallidos de risas; la música de samisén flotaba en el aire. Los clientes paseaban y miraban alelados a las mujeres expuestas en los escaparates con barrotes de todos los burdeles salvo uno, el Mitsuba. Estaba situado en el extremo más alejado y menos prestigioso de la calle, y estaba especializado en clientes que buscaban mujeres de precio más asequible o entretenimientos más agitados que los ofrecidos en los mejores locales. Allí, según su paje, había muerto el coronel Ibe. Unas persianas de bambú tapaban las ventanas. Un vacío fúnebre amortajaba el edificio.

El detective Marume levantó la cortina de la entrada y llamó:

– ¡Hola! ¿Hay alguien?

Salió un samurái. Era un hombre canoso de rasgos finos y definidos, con un aire de dignidad puesto en entredicho por el rubor de sus mejillas, resultado de un exceso de bebida. Saludó a Sano con cortesía y dijo:

– Soy el teniente Oda, asesor principal del coronel Ibe. Debéis de haber recibido el mensaje que os envié.

– Sí -confirmó Sano-. Gracias por avisarme con tanta prontitud. -El y sus camaradas entraron en el vestíbulo, donde esperaba el vigilante. Se oían murmullos dentro del edificio-. ¿Dónde está el coronel Ibe?

– Os lo enseñaré.

El teniente los condujo por un pasillo. A la izquierda había dos habitaciones. En una había un grupo de samuráis; en la otra, un grupo de mujeres, vestidas con vistosos quimonos y maquilladas con carmín y polvo blanco de arroz, formaba corro con un puñado de hombres y mujeres mayores, seguramente el dueño y las criadas del burdel. Sano detectó resignación e impaciencia en algunas caras, temor en otras.

– He retenido a todo aquel que se encontraba en la casa cuando ha muerto el coronel Ibe y no he dejado entrar a nadie más -explicó el teniente Oda.

– Agradezco vuestra cooperación -dijo Sano. Oda descorrió una puerta del otro lado del pasillo. Sano entró en un salón. El suelo estaba cubierto de cojines, instrumentos musicales, decantadores de sake y vasos. Bandejas laqueadas contenían platos a medio comer que sugerían un banquete interrumpido. El coronel Ibe estaba de rodillas, con la parte superior del cuerpo caída sobre una bandeja. Sano, Hirata y sus detectives contemplaron el cuerpo. El coronel Ibe pasaba de los cincuenta años, como revelaba su moño veteado de gris. Sano lo había conocido unos meses atrás, en una reunión, pero en ese momento le resultó casi irreconocible. Tenía el cuello torcido de lado y los ojos abiertos pero vidriosos; en su cara de luna había una congelada expresión de sorpresa. Se le veía comida masticada en la boca abierta. Su cuerpo recio estaba desnudo a excepción de una bata a rayas rojas y doradas que llevaba ceñida a la cintura, con el torso a la vista.

– Menuda juerga. -El detective Marume recogió del suelo un taparrabos de hombre y el quimono interior blanco de una mujer. Había más ropa desperdigada.

– Lo que es una suerte para nosotros -dijo Sano, consciente de que Oda los escuchaba desde la puerta y satisfecho de que sus hombres no tuvieran que examinar el cadáver quebrantando la ley-. Aquí mismo tenemos la marca del dim-mak. Señaló la espalda del coronel. Se apreciaba un leve cardenal con forma de huella dactilar, entre dos vértebras. El teniente Oda se acercó y contempló desolado la contusión. -¿Entonces lo han matado del mismo modo que al jefe de la metsuke?

– Por desgracia, sí -respondió Sano.

– Luego es verdad. Existe alguien que posee el poder de matar con un simple roce. -Asombrado, el teniente echó un vistazo alrededor, como si temiera por su propia seguridad-. ¿Quién puede ser?

– Eso es lo que debo averiguar -dijo Sano. Después de cinco asesinatos, su misión era más urgente que nunca: otro hombre había muerto porque él no había atrapado al asesino. Hundido por la sensación de responsabilidad fallida, ocultó sus emociones tras una expresión impasible. El olor de la muerte se entremezclaba con el aroma del vino y la comida rancia. Sano sintió la presencia del mal, aunque el asesino se hallara muy lejos en el espacio y el tiempo. Fue a la puerta exterior y la abrió de par en par, para que entrara el aire fresco del jardín, y luego se volvió hacia Oda-. Necesito vuestra ayuda.

– Por supuesto. -Daba la impresión de que el impacto había devuelto la sobriedad de golpe al teniente; el rubor de sus mejillas había palidecido.

– Decidme quién ha tenido contacto con el coronel Ibe en estos últimos dos días.

– Sé de algunas personas, pero no todas… Yo no lo acompañaba a todas partes -dijo Oda-, pero sus guardaespaldas sí. Están en la habitación del otro lado del pasillo. ¿Los llamo?

Sano asintió y el teniente hizo pasar a dos jóvenes samuráis al salón. Recitaron una larga lista de parientes, colegas y subordinados que se habían cruzado con el coronel Ibe durante ese periodo. Cuando terminaron, Sano e Hirata sacudieron la cabeza: por lo que recordaban, ninguna de las personas mencionadas coincidía con las que habían tenido contacto con las anteriores víctimas.

Sano se dirigió a los guardaespaldas:

– ¿Perdisteis de vista en algún momento al coronel Ibe?

Los hombres se miraron, avergonzados de haber descuidado la vigilancia y de que ese descuido pudiera haber propiciado la muerte de su señor. Uno farfulló:

– Fue sólo un momento.

– Anoche, en el Sanja Matsuri -aclaró el otro-. Lo perdimos entre la multitud.

Sano les dio las gracias a ellos y al teniente Oda por su información, les autorizó a llevarse a casa el cuerpo de su señor y les dijo que permitieran que el burdel reabriera sus puertas. Él, Hirata y sus hombres avanzaron por la calle hacia la entrada del barrio.

– Ese festival convierte el templo de Asakusa en una olla de grillos -dijo Hirata-. Parece el sitio ideal para que el asesino haya acechado al coronel Ibe hasta asestarle el toque de la muerte.

– Sin que nadie se enterara -añadió Sano.

Hizo un alto ante la puerta, se volvió y miró calle abajo por Nakanocho. Vio a los guardaespaldas transportando el cadáver amortajado del coronel Ibe en una camilla. Mientras la gente se congregaba para curiosear, oyó el zumbido de las conversaciones emocionadas y vio que el gentío de la calle se agrupaba en corros, para comentar la noticia. Las cortesanas apretaban la cara contra los barrotes de sus escaparates y los juerguistas salían en tropel de los salones de té, ansiosos por enterarse del motivo de la conmoción.

– ¿Creéis que fue el capitán Nakai? -preguntó Hirata.

– Tenemos que descubrir dónde estuvo anoche. Y más nos vale regresar al castillo e informar de este último asesinato al caballero Matsudaira. -Sintió un repentino temor al imaginarse cómo reaccionaría el primo del sogún.

Загрузка...