Capítulo 2

Los centinelas de la entrada principal del castillo de Edo abrieron los enormes portales remachados en hierro. Por ellos salió una comitiva de samuráis a caballo escoltando un palanquín a hombros de fornidos porteadores. Lo ocupaba, visible por su ventanilla, la dama Reiko, esposa del chambelán Sano. Su delicado y bello rostro juvenil reflejaba ansiosa expectación.

Esa mañana había recibido un mensaje de su padre que rezaba: «Te ruego vengas hoy al Tribunal de Justicia a la hora de la oveja. Hay un juicio que me gustaría que presenciases.»

A Reiko la alegraba la perspectiva de algo que animara su existencia. Desde que Sano se había convertido en chambelán tenía poco que hacer, aparte de cuidar de su hijo Masahiro. Antes, cuando Sano era sosakan-sama, lo ayudaba a resolver sus casos, buscando pistas en lugares vedados para él, utilizando sus contactos en el mundo de las mujeres. Sin embargo, no podía ayudarlo a manejar el gobierno, y él andaba tan ocupado que rara vez lo veía, salvo cuando llegaba a casa agotado por las noches. Reiko echaba de menos los viejos tiempos, aunque estaba orgullosa del importante cargo de su marido. Afrontar el peligro y la muerte se le antojaba preferible a ir dejando que se le fuera la vida como al resto de las mujeres de su clase. No mejoraba las cosas el hecho de que lo peligroso de los tiempos la hubiese mantenido encerrada en el castillo de Edo durante la mayor parte de los últimos seis meses.

Su comitiva atravesó el distrito administrativo de Hibiya, donde vivían y trabajaban los altos funcionarios del régimen en señoriales mansiones rodeadas de elevados muros. Por las calles patrullaban más soldados de lo normal, a la búsqueda de fugitivos de la facción de Yanagisawa. Reiko divisó una mansión que había ardido; solo quedaba una montaña de cascotes. El incendio era el arma favorita de los forajidos.

Un vendedor de noticias pregonaba sus gacetas paseando entre los funcionarios, oficinistas y criados que abarrotaban el distrito.

– ¡Los forajidos asaltaron ayer a un rico mercader y su familia que viajaban por la carretera del mar del Este! -gritaba-. ¡Lo mataron y violaron a su mujer!

Los fugitivos estaban desesperados por conseguir dinero para su subsistencia y su causa, y a menudo cometían atrocidades contra los ciudadanos que tenían la mala suerte de toparse con ellos. Reiko llevaba una daga bajo la manga, presta para defenderse si era necesario.

La comitiva se detuvo ante la mansión del magistrado Ueda, que albergaba el Tribunal de Justicia. Los guardias de la puerta salieron presurosos.

– Declarad vuestros nombres -ordenaron-. Mostrad vuestras credenciales.

Mientras los escoltas lo hacían, otros guardias se asomaron con aire receloso al palanquín. Hacía poco un forajido había entrado en una mansión disfrazado de porteador, y con una daga que llevaba en la caja que transportaba había matado a cinco personas antes de que lo redujeran. La seguridad se había reforzado en todas partes. En ese momento el guardia reconoció a Reiko y dejó que la comitiva pasara por la puerta. En el patio se apeó del palanquín. Más policías de lo normal vigilaban a más prisioneros de lo normal a la espera de juicio. Los reos eran mayormente samuráis que parecían soldados del ejército de Yanagisawa. Cargados de pesadas cadenas, se los veía desastrados y manchados de sangre, como si hubieran luchado con uñas y dientes para resistirse a su captura. Auque Yanagisawa había sido un señor cruel y malvado, el bushido -el código de honor de los samuráis- les exigía una lealtad inquebrantable a él. Los guardaespaldas de Reiko la acompañaron por delante de ellos y otros prisioneros, plebeyos malcarados. La delincuencia proliferaba en la ciudad; muchos se aprovechaban del desorden generalizado y la sobrecarga de trabajo de la policía.

En la mansión baja con entramado de madera, Reiko entró en la sala del tribunal y se encontró con el juicio a punto de empezar. Sobre la tarima del fondo de la larga sala distinguió a su padre, el magistrado Ueda, corpulento y digno con sus vestiduras negras ceremoniales, uno de los dos magistrados que mantenían la ley y el orden y resolvían las disputas en Edo. A cado lado tenía un secretario, equipado con una mesita y recado de escribir. Aparte de los guardias, sólo había presentes dos personas más. Una era un doshin, un agente de calle de la policía. Vestido con quimono corto y calzas de algodón, estaba de rodillas cerca de la tarima. A la cintura llevaba una sola espada corta y un jitte: una vara de acero con dos puntas curvadas por encima de la empuñadura que se usaba para detener y atrapar la hoja de la espada de un atacante. La otra era la acusada, una mujer vestida con un sayo de arpillera. Estaba de rodillas ante el magistrado sobre una esterilla de paja situada en el shirasu, un tramo del suelo cubierto de arena blanca, símbolo de la verdad. Llevaba las manos encadenadas a la espalda; su larga cabellera negra le caía desgreñada por debajo de los hombros.

El magistrado reconoció la presencia de su hija con un leve asentimiento de la cabeza. Le hizo una seña a uno de sus secretarios, que anunció:

– La acusada es Yugao, del distrito de Kanda.

Reiko se arrodilló en un lado de la sala, desde donde veía la cara de la mujer. Poseía una belleza severa, frente y pómulos altos, nariz larga y elegante y labios marcados. Yugao parecía tener un par de años menos que los veinticinco de Reiko. Tenía la cabeza gacha y la mirada fija en la arena blanca. Su esbelto cuerpo se adivinaba rígido bajo los pliegues del sayo.

– Yugao está acusada de los asesinatos de su padre, su madre y su hermana -dijo el secretario.

Reiko se quedó boquiabierta. Asesinar a la propia familia era un crimen abyecto que repudiaba la moral de la sociedad. ¿Podía haberlo cometido en realidad esa joven? Se preguntó por qué su padre había querido que presenciara ese juicio.

– Oiré las pruebas en contra de Yugao -dijo el magistrado Ueda.

El doshin se adelantó. Era un hombre bajito de treinta y tantos años, de facciones toscas y ajadas.

– Encontramos a las víctimas muertas en su casa -explicó-. Todas habían sido apuñaladas numerosas veces. Hallamos a Yugao sentada cerca de los cuerpos, con el cuchillo en las manos y cubierta de sangre.

¡Que una hija cometiera semejante atrocidad contra sus padres, a los que debía el máximo respeto y afecto! ¡Que una hermana matara a otra! Reiko había visto y oído muchas cosas terribles, pero aquello lo superaba todo. Yugao no se movió ni cambió de expresión en ningún momento; no daba muestra alguna de culpabilidad o inocencia. Parecía no importarle que la acusaran de un crimen cuyo castigo era la muerte y que la mayoría de los juicios terminaran en un veredicto de culpabilidad.

– ¿Dijo algo Yugao cuando la arrestaron? -preguntó el magistrado.

– Dijo: «He sido yo» -respondió el doshin.

– ¿Hay alguna prueba de lo contrario? -preguntó el magistrado.

– Ninguna que yo haya visto.

– ¿Tienes algún testigo en condiciones de demostrar que Yugao en efecto cometió el crimen?

– No, honorable magistrado.

– ¿Has buscado o identificado a algún otro sospechoso?

– No, honorable magistrado.

Reiko empezó a notar una extraña sensación sobre ese juicio: algo no cuadraba.

– La ley permite que las personas acusadas hablen en su propia defensa -le dijo a Yugao el magistrado-. ¿Qué tienes que decir en tu favor?

La mujer respondió con voz inexpresiva y apenas audible:

– Yo los maté.

– ¿Hay algo más que quieras decir?

La chica sacudió la cabeza, en apariencia indiferente al hecho de que era su última oportunidad de salvar la vida. El doshin parecía aburrido, a la espera de que el magistrado declarara culpable a Yugao y la mandara al campo de ejecución.

Un ceño ensombreció las facciones de Ueda. Contempló a la acusada durante un momento y luego dijo:

– Pospongo mi veredicto. Guardias, llevaos a Yugao a una sala de audiencias. -Se volvió hacia sus secretarios-. Habrá un aplazamiento antes de la sentencia. Se levanta la sesión.

Entonces Reiko supo que ocurría algo inusual. Su padre era un hombre resuelto, tan rápido en la administración de justicia como exigía la ley. Había presenciado muchos de sus juicios y jamás lo había visto aplazar un veredicto. También era una novedad para los secretarios y el doshin, que lo miraron sorprendidos. Yugao alzó la cabeza de golpe. Por vez primera Reiko pudo verle bien los ojos. Eran de un negro de pedernal, bajo párpados lisos. Pestañeaban confusos. Cuando los guardias acudieron a sacarla del tribunal, los acompañó con docilidad. Los secretarios se marcharon; el magistrado bajó de la tarima. Reiko se puso en pie, rebosante de curiosidad, y fue a su encuentro.

– Gracias por venir, hija -dijo él con una sonrisa afectuosa. Siempre habían tenido una relación más estrecha que la mayoría de los padres e hijas, y no sólo porque Reiko fuera su única descendencia. Su madre había muerto cuando ella era sólo un bebé, y el magistrado la quería como lo único que quedaba de la mujer a la que había adorado. Ya cuando era muy joven había reparado en su inteligencia y le había concedido una educación que por lo general se reservaba a los hijos varones. Había contratado tutores para que le enseñaran lectura, caligrafía, historia, matemáticas, filosofía y los clásicos chinos. Había empleado incluso a maestros de artes marciales para que la instruyeran en esgrima y combate sin armas. Ahora compartían el interés por el crimen.

– ¿Qué te ha parecido el juicio?

– Desde luego ha sido diferente de la mayoría -respondió su hija.

El magistrado asintió.

– ¿En qué sentido?

– Para empezar, Yugao ha confesado sin vacilar -dijo Reiko-. Muchos acusados se declaran inocentes aunque no lo sean, para eludir el castigo. Yugao ni siquiera ha hablado en su defensa. A lo mejor es demasiado tímida o estaba demasiado asustada, como pasa a veces con las mujeres, pero no lo he notado. Daba muy pocas muestras de emoción. -La mayoría de los acusados eran pasto de los remordimientos, la histeria o cualquier otro tipo de alteración-. No parecía sentir nada en absoluto, hasta que has pospuesto la sentencia. Me ha dado la sensación de que no agradecía exactamente el aplazamiento, lo que también es extraño.

– Sigue -dijo el magistrado Ueda, complacido por las sagaces observaciones de Reiko.

– Yugao no ha explicado en ningún momento por qué mató a su familia, si es que en realidad lo hizo. Los criminales confesos suelen argüir excusas para justificar lo que han hecho. Es el primer juicio que veo en el que no se presenta ningún móvil para el crimen. La policía no parece haberlo buscado. -Perpleja e inquieta, sacudió la cabeza-. Parecen haber arrestado a Yugao porque era la sospechosa evidente, a pesar de que los indicios contra ella no sean prueba de su culpabilidad. En realidad, da la impresión de que no han realizado investigación alguna. ¿Tan negligentes se han vuelto de un tiempo a esta parte?

– Es un caso especial. Yugao es una hinin.

– Ah. -Reiko entendió muchas cosas de golpe.

Los hinin eran «no humanos»: ciudadanos degradados a una casta proscrita en lo más bajo del orden social como castigo por delitos graves pero no lo bastante para acarrear la pena de muerte. Entre ellos se contaban el robo y diversas transgresiones morales. Los hinin tenían prohibido el trato con el resto de los ciudadanos; los pocos millares que había en Edo vivían en poblados en las afueras de la ciudad. Los únicos peor considerados eran los eta, parias hereditarios a causa de su relación con ocupaciones relacionadas con la muerte, como la carnicería, que los volvían espiritualmente impuros. Una gran distinción separaba a los hinin de los eta: los primeros podían cumplir sus sentencias o ser indultados, obtener la amnistía y recobrar su condición anterior, mientras que los eta eran proscritos de por vida. De todas formas, ambas clases eran rehuidas por los estratos superiores de la sociedad.

– Supongo que la policía no pierde su tiempo investigando crímenes entre los hinin -dijo Reiko.

Su padre asintió.

– No cuando un caso parece tan evidente como éste. Sobre todo en los tiempos que corren, cuando la policía anda ocupada haciendo batidas contra renegados y sofocando disturbios. -La preocupación le acentuó las arrugas de la cara-. Mis veredictos dependen de la información que me aportan. Cuando me ofrecen tan poca, me resulta difícil llegar a una decisión justa.

– Y no tienes más elementos que yo para decidir si Yugao es culpable o inocente a partir de su testimonio en el juicio -dedujo Reiko.

– Correcto. Tampoco me ayuda lo que he podido descubrir de antemano. Al enterarme del caso, supe que la policía no habría efectuado una investigación concienzuda, de modo que me impuse interrogar a Yugao en persona. Lo único que le sonsaqué fue que había matado a sus padres y su hermana. Se negó a explicarse. Su comportamiento fue el mismo que has visto. -Resopló de frustración-. No puedo dejar que una asesina confesa quede en libertad sólo porque no me convencen las pruebas en su contra. Mis superiores no lo aprobarían.

Y su posición dependía de la buena voluntad de esos superiores, como bien sabía Reiko. Si lo tomaban por indulgente con los delincuentes, lo cesarían de su cargo, una deshonra calamitosa.

– Aun así, no puedo declarar culpable a una joven y condenarla a muerte en base a una información tan incompleta -concluyó.

Reiko sabía que su padre tenía debilidad por las mujeres jóvenes, en las que suponía que la veía a ella. Además, a diferencia de muchos funcionarios, le importaba hacer justicia aun cuando hubiese una paria de por medio.

– Eso me lleva al motivo por el que te he invitado al juicio -prosiguió el magistrado-. Presiento que en este caso hay más de lo que se ve a simple vista. Quiero saber la verdad sobre esos asesinatos, pero no estoy en condiciones de buscarla por mi cuenta. Tengo el calendario repleto de juicios y mi personal no da abasto. En consecuencia, debo pedirte un favor: ¿investigarás el crimen y determinarás si Yugao lo cometió?

Reiko sintió un fogonazo de júbilo y emoción.

– ¡Sí! -exclamó-. ¡Me encantaría!

Ahí tenía una nueva oportunidad sin precedentes: todo un misterio para que lo resolviera ella sola, y no una mera parte en un caso de Sano.

El magistrado sonrió ante su entusiasmo.

– Gracias, hija. Sé que últimamente andas sobrada de tiempo, y decidí que eras la persona adecuada para la tarea.

– Gracias, padre -dijo Reiko, ilusionada por el respeto que implicaban sus palabras. En un tiempo el magistrado había menospreciado sus habilidades como detective y había creído que su lugar estaba en casa cuidando de los asuntos domésticos; en aquel entonces no le hubiese permitido acometer un trabajo reservado por lo común a los hombres. Ningún funcionario normal le pediría algo así a su hija. nadie salvo su padre, que comprendía su necesidad de aventuras y de probar su valía, esperaría semejante favor de la esposa del chambelán-. Empezaré de inmediato -añadió-. Primero me gustaría hablar con Yugao. A lo mejor consigo que a mí me cuente lo que pasó de verdad la noche de los asesinatos.

Quizá Reiko también se llevaría la satisfacción de demostrar la inocencia y salvar la vida de una joven.

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