Capítulo 30

Unas formas humanas brotaron de la oscuridad y rodearon a Reiko y sus escoltas. Ella se vio apresada por unas manos fuertes que le inmovilizaron los brazos a la espalda con cruel firmeza. Se retorció, gritó y lanzó patadas. Alrededor se produjo una violenta refriega mientras sus escoltas se defendían.

– ¡Lo tengo! -gritó una voz masculina emocionada.

El hombre que sujetaba a Reiko dijo:

– Lo mío es una mujer. Parece que hemos capturado a Kobori y su amorcito.

Para su sorpresa, Reiko reconoció la voz, aunque no podía situarla. Otra voz familiar preguntó:

– Si tú tienes a Kobori, ¿a quién he pillado yo?

Hubo un coro de voces confusas. Prendieron unas linternas que deslumhraron a Reiko por un instante. Eran soldados, al parecer decenas, un pequeño ejército que abarrotaba la carretera, rodeando a Reiko. Algunos llevaban arcos y flechas además de espadas. En el suelo, cerca de ella, el detective Fukida estaba sentado sobre el teniente Asukai. El resto de los guardias de Reiko se debatían con otros soldados. Reiko volvió la cabeza y vio que el hombre que la sujetaba era el detective Marume. Se miraron un momento en mutuo y anonadado reconocimiento.

– Lo siento -dijo Marume, abochornado. La soltó y dijo a sus camaradas-: Son la esposa del chambelán Sano y sus escoltas. Soltadlos.

El teniente Asukai y los demás guardias se levantaron y se sacudieron el polvo. Reiko vio que Sano avanzaba a zancadas a través de las tropas, que se apartaban para abrirle paso. Hirata lo seguía cojeando. Los dos llevaban casco y armadura, como preparados para la batalla. Sus caras evidenciaban el mismo asombro que sentía Reiko.

Hablaron los dos a la vez:

– ¿Qué haces aquí?

– He seguido a la amiga de Yugao, Tama -explicó Reiko-. Están en una casa a la que se llega por ahí. -Mientras señalaba el sendero, sintió una gran alegría por haberse encontrado, con Sano. Seguía vivo. No sólo la había encontrado, sino que además había traído las tropas necesarias para capturar a los fugitivos. Se habría lanzado a sus brazos si hubieran estado a solas-. Yugao y Kobori están allí.

– Lo sé -dijo Sano-. Venimos a prenderlos.

Se miraron los dos, pasmados de que sus respectivas indagaciones los hubieran llevado al mismo destino.

– Pero ¿cómo lo has sabido tú? -preguntó Reiko, estupefacta por su milagrosa llegada.

– Me lo dijo el capitán Nakai. -Sano hizo un gesto hacia un samurái grande y apuesto que estaba allí cerca.

– ¿El capitán Nakai? -preguntó Reiko, perpleja-. ¿No fue ése tu primer sospechoso?

– Lo fue. Ahora es mi flamante vasallo. Pero ya te lo explico luego. Ahora tenemos que allanar esa casa.

Sano impartió órdenes a sus hombres. Tomaron el sendero, encabezados por el capitán Nakai y desplazándose casi en absoluto silencio. Sólo las linternas, que parpadeaban entre los árboles, delataban su presencia.

– Esperad -exclamó Reiko, alarmada-. Yugao y el Fantasma no están solos. Tama se encuentra con ellos.

A Sano le cambió la cara.

– ¿Estás segura?

– Sí. La he visto entrar en la casa. -Y añadió-: Creo que Yugao pretende matarla. ¡Tenemos quo salvarla!

– Lo intentaré. Pero no puedo prometerlo. Mi misión es capturar al Fantasma.

Reiko estaba transida de pavor, pero asintió. Las órdenes del sogún y el caballero Matsudaira tenían precedencia sobre todo lo demás, incluida la seguridad de los civiles. Si Tama se convertía en otra víctima de Yugao o caía durante la redada, Reiko debería aceptarlo como su destino. Aun así, deseaba hacer algo que pudiese salvar a Tama, ¡que no estaría en peligro de no ser por ella!

– Ahora quiero que regreses a casa -le dijo Sano, y se volvió hacia el teniente Asukai-. Asegúrate de que llega a salvo.

– Deja que me quede, por favor -exclamó Reiko-. Quiero ver lo que pasa. ¡Y no puedo dejarte!

– De acuerdo -concedió Sano, en parte porque no quería perder más tiempo discutiendo, pero también porque él tampoco tenía ninguna gana de separarse de ella. Esa noche quizá fuera la última que pasaran juntos, aunque la dedicase a cazar a un asesino mientras ella observaba a distancia-. Pero tienes que prometerme que no interferirás.

– Lo prometo -dijo ella con vehemente sinceridad.

Los recuerdos de su pasado en común despertaban en Sano serias dudas. Tan sólo esperaba que cumpliera su promesa esta vez y no se acercara ni de lejos al Fantasma. Lo último que necesitaba era tener que preocuparse por su seguridad.

– Entonces, vamos.

Siguieron al ejército por el sendero. Los soldados apagaron sus linternas antes de llegar al linde del bosque. La luna les alumbró el camino mientras bordeaban el valle en fila y en silencio. Sano percibió latidos de emoción en él y en sus hombres, como si compartieran un solo corazón volcado en la batalla. Recordó lo que el sacerdote Ozuno había dicho a Hirata sobre el Fantasma: «Lo mejor es llevar tantos soldados como puedas. Y prepárate para que muchos mueran mientras él se resista al arresto.»

Aun así, Sano tenía confianza en sus hombres y en sí mismo; era imposible que un solo hombre los derrotase a todos. Puede que él ya estuviera condenado, pero esa noche ganaría la batalla. Sintió el roce de la mano de Reiko en la suya al caminar, y reprimió el pensamiento de que ése podía ser su último viaje juntos. En ese momento avistó la casa y la ventana iluminada, pero ninguna otra señal de que estuviera ocupada. Se unió a los soldados entre los árboles, a unos cincuenta pasos de la escalera. El, Hirata y los detectives contemplaron los tres niveles de la casa.

– Es un edificio complicado -comentó Hirata en voz baja.

– Ofrece demasiados sitios donde esconderse -dijo Fukida-. ¿Cómo vamos a encontrarlo ahí dentro?

– Podríamos darle un grito para que saliera y, cuando lo haga, lo arrestamos; fácil -bromeó Marume.

– Tiene infinitas vías para escapar sin que lo veamos -dijo Hirata, estudiando los numerosos balcones y ventanas.

– Eso obra en nuestro favor además del suyo. Usaremos esas vías para caer sobre él sin que se dé cuenta. -Sano dividió sus fuerzas en grupos de tres-. Primero rodearemos la casa para que, aunque Kobori escape del edificio, no pueda salir del terreno. Luego entraremos. -Asignó las diferentes posiciones y cometidos-. Recordad que Kobori es más peligroso que cualquier guerrero que hayáis conocido. No os separéis de vuestro equipo. No peleéis con él a solas.

Mientras un grupo mantenía vigilado el frente de la casa, los demás partieron colina arriba y se confundieron con la oscuridad. Sano dijo:

– Marume-san y Fukida-san, estáis en mi grupo. Hirata-san, tú quédate aquí.

– No, yo os acompaño -replicó Hirata, consternado por la perspectiva de que lo dejaran atrás.

Sano reconocía cuánto se había esforzado Hirata para mantener el ritmo de la investigación y lo mucho que le molestaría perderse el desenlace, pero los dos sabían que no estaba en condiciones de trepar por un terreno abrupto y a oscuras, por no hablar ya de enfrentarse con un asesino implacable. Si los acompañaba, frenaría al resto de los hombres o los pondría en peligro. Sano se aferró a la única excusa capaz de salvar el orgullo de Hirata.

– Cuento con que supervises a estos hombres y protejas a mi esposa -dijo.

Los ojos de Hirata destellaron de humillación a la vez que asentía. Estaba claro que sabía que esos hombres podían supervisarse solos y que los guardias de Reiko la protegerían mejor que él.

– ¿Recordáis las técnicas del viejo sacerdote que os enseñé para combatir a Kobori? -les preguntó a Sano, Marume y Fukida.

Ellos asintieron. Hirata les había dado una breve lección antes de que partieran de Edo. Sano tenía dudas sobre la utilidad de aquello, pero al menos Hirata sentiría que había contribuido en algo a la misión.

– Bueno, pues, buena suerte -dijo Hirata.

Marume le puso una mano en el hombro.

– Cuando acabemos con esto, iremos todos a emborracharnos.

El y Fukida avanzaron hasta el linde del bosque. Sano se volvió hacia Reiko. La luz de la luna le plateaba las facciones. Las siguió con la mirada, guardándolas en la memoria aunque ya tuviera su imagen grabada en el espíritu. Ella le dedicó una trémula sonrisa.

– Ten cuidado -le dijo.

La belleza de Reiko y su propio miedo a que pronto se separasen para siempre lo llenaron de dolor.

– Te quiero -susurró.

– No -dijo ella, con la voz quebrada y apenas audible.

Él sabía que no se refería a que rechazara su amor. Reiko sabía que él lo había dicho por si no sobrevivía a la misión o no tenía tiempo suficiente para decírselo después. Aquellas palabras equivalían a una despedida que ella no quería oír. Sano le tocó la mejilla. Intercambiaron una sentida mirada que los sostuviera hasta su regreso… o hasta que se reunieran en la muerte. Luego Sano dio media vuelta y partió hacia la noche con Marume y Fukida para vengarse del hombre que tal vez lo había asesinado.

Reiko se quedó sentada junto a Hirata en el bosque; sus guardias y los soldados vigilaban en cuclillas allí cerca. Nadie hablaba. Todos estaban absortos contemplando la mansión por entre los árboles y aguzando el oído por si algún sonido les revelaba qué estaba sucediendo. Reiko proyectó su mente hacia Sano a través de la distancia. Poseían una conexión espiritual única que les permitía detectar la presencia, los pensamientos y las sensaciones del otro aunque estuvieran separados. Estaba segura de que se enteraría si él estaba en peligro, herido… o muerto. Sin embargo, esa noche no sentía nada salvo su creciente temor por él. Una terrible soledad se abatió sobre su corazón. Cerró los ojos para escuchar mejor.

La noche tejía un tapiz de sonidos que apagaban los de Sano y sus hombres. Los lobos aullaban y el viento gemía entre los árboles. Reiko oyó el chillido de las aves de presa y el borboteo del arroyo en el valle. Las campanas de los templos tocaron a medianoche. Cuando abrió los ojos, vio la mansión, tan quieta como siempre. La ventana iluminada titiló, como si la linterna de dentro se estuviera quedando sin aceite. La luna alcanzó su cénit y las estrellas giraron en la rueda del firmamento mientras Reiko se preguntaba qué estaría haciendo Sano. El aire se volvió invernal, pero ella no se dio cuenta de que temblaba de frío hasta que Hirata le cubrió los hombros con su capa. Pasó el tiempo, lento como el agua que erosiona la piedra, y la espera se tiñó de tensa incertidumbre.

De repente una voz lejana gritó:

– ¿Quién anda ahí?

Reiko se puso rígida y el pulso se le desbocó. Hirata, sus escoltas y los soldados se pusieron en guardia.

– ¡Responded! -ordenó la voz.

El pánico la hacía estridente, y procedía de la casa.

– Esa es Yugao -dijo Reiko con aprensión-. ¿Qué estará sucediendo?

– Debe de haber oído llegar a nuestros hombres -respondió Hirata con el corazón en un puño-. Ella y el Fantasma saben que están bajo asedio.

– ¡Marchaos! -chilló Yugao, cuya voz sonaba más cercana y nítida-. ¡Dejadnos en paz!

Entonces Reiko oyó el sonido de la puerta al abrirse. Yugao salió a la galería. Tenía la espalda encorvada y semejaba una bestia salvaje acorralada. Se paseó por detrás del pasamanos y gritó:

– ¡Escuchadme, quienquiera que seáis!

Incluso a distancia y con la poca luz disponible, Reiko vio que la chica tenía la cara desencajada de odio y terror. Escrutaba frenética la oscuridad, en busca de enemigos.

– No permitiremos que nos atrapéis. ¡Marchaos o lo lamentaréis!

– Las órdenes del chambelán Sano son que llevemos a los fugitivos vivos o muertos -dijo Hirata-. Aquí tenemos a tiro a uno de ellos. -Los soldados ya habían preparado sus arcos y apuntaban hacia Yugao-. Disparad en cuanto tengáis buen ángulo.

Por más que Reiko supiera que Yugao era una asesina que merecía la muerte, se encogió ante la perspectiva de derramar la sangre de una joven. Además, si Yugao moría, se llevaría sus secretos a la tumba.

La chica se detuvo. Se oyó el susurro de tres arcos. Tres flechas surcaron la oscuridad con un silbido. Se clavaron contra el pasamanos de la galería y la pared de madera de la mansión. Yugao soltó un chillido. Se llevó las manos a la cabeza para protegerse mientras se agachaba y miraba a un lado y otro para ver quién la atacaba. Los arqueros dispararon más flechas. Yugao aulló y cayó de bruces. Reiko pensó que la habían alcanzado, pero luego la vio reptar rápidamente hacia la puerta. Entró arrastrándose y la puerta se cerró tras ella, acribillada por otra descarga de flechas.

Los arqueros bajaron sus armas y farfullaron maldiciones. Hirata sacudió la cabeza. Reiko oscilaba entre la decepción porque Yugao hubiera escapado y el alivio de no ver segada otra vida por la violencia.

Yugao gritó a través de la puerta:

– ¡No podéis matarme! Si lo intentáis siquiera… -salió un paso fuera con Tama agarrada por delante, apretada contra su cuerpo como un escudo- ¡ella morirá!

Tama estaba rígida, con su cara de muñeca convertida en una máscara de terror. Agarraba con las manos el brazo con que Yugao la sujetaba por el pecho. Reiko se horrorizó al ver que ésta blandía un cuchillo cuya hoja centelleó a la luz de la linterna. Los arqueros apuntaron.

– ¡No! -susurró Reiko. El pánico la hizo levantarse.

Los soldados miraron a Hirata en busca de órdenes. Uno dijo:

– Si disparamos a Yugao, alcanzaremos a la otra chica, seguro.

Pasó un instante antes de que Hirata hablase:

– No disparéis. Hablaré con ella.

Mientras Reiko respiraba aliviada, Hirata salió de los árboles. Cojeó por el sendero que llevaba a la mansión.

– ¡Yugao! -llamó.

La chica se volvió precipitadamente en la dirección de la voz, desplazando a Tama con ella. Su mirada hostil recorrió la oscuridad, y gritó:

– ¿Quién eres?

– Soy el sosakan-sama del sogún.

– No des ni un paso más. ¡O ésta muere!

Yugao llevó el cuchillo al cuello de Tama con un movimiento brusco. Tama chilló. Reiko ahogó un grito y se tocó su propia garganta. Hirata se paró en seco sobre la senda, a medio camino de las escaleras.

– De acuerdo -dijo con tono calmo-. Me quedaré aquí… si tú sueltas a Tama y vienes conmigo pacíficamente.

– ¡No! -La voz alarmada de Yugao sonó más estridente-. ¡Vete o le rebano la garganta, te lo juro!

– Matarla no te servirá de nada -dijo Hirata-. La casa está rodeada de soldados.

– ¡Retíralos!

– No puedo. Rendirte es tu única oportunidad de vivir.

– ¡Nunca me rendiré! ¡Nunca!

– Entonces suelta a Tama -insistió Hirata. Reiko notó que se le acababa la paciencia-. Si me haces caso no te haremos daño, te lo prometo.

– ¡Mentiroso! ¡No te creo! -chilló Yugao.

Ansiosa por ayudar, Reiko le dijo a Hirata en voz baja:

– Dile que Tama es su amiga. Tama no se merece morir.

Hirata repitió las palabras en alto para Yugao. Ella respondió a gritos:

– Tama ya no es mi amiga. Se ha chivado a la policía y me ha traicionado. -Tenía la voz amarga de ira y rencor-. Tiene la culpa de que estéis aquí.

– No es verdad -gimoteó Tama, sollozando mientras intentaba alejarse del cuchillo-. ¡Tienes que creerme!

– Sí que es verdad. -Yugao la agarró con más fuerza. La crueldad le retorcía las facciones-. Eres una traidora. ¡Te mereces un castigo!

Reiko perdió toda esperanza de que Hirata pudiera hacerla entrar en razón o salvar a Tama. Yugao estaba desquiciada. Aunque le había prometido a Sano que no interferiría, no podía quedarse de brazos cruzados. Salió corriendo del bosque y remontó el sendero hasta situarse delante de Hirata.

– ¡Yugao! -llamó, a la vez que lamentaba faltar a la palabra dada a Sano.

– ¿Qué hacéis? -dijo Hirata, consternado-. ¡Volved atrás! -Y le dio un tirón del brazo.

Ella se lo sacudió de encima.

– Por favor, deja que lo intente. -Su mirada se encontró con la de Yugao a través de la penumbra.

– Bueno, bueno, pero si es la dama Reiko -dijo Yugao-. ¿Habéis venido a presenciar la diversión? ¿No tenéis nada mejor que hacer?

– Tama no ha traído el ejército hasta ti -dijo Reiko-. No la culpes. He sido yo, que la seguí hasta aquí.

– Vos. -La palabra brotó como un saco de veneno reventado de la boca de Yugao-. Tendría que haberlo imaginado. Todo el rato que fingíais querer ayudarme estabais tramando cómo acabar conmigo.

– Sí quería ayudarte -dijo Reiko con su tono más sincero y persuasivo. Yugao nunca se había fiado de ella, pero la vida de Tama dependía de que en ese momento se ganara su confianza-. Y todavía quiero.

Yugao sacudió la cabeza con desdeñosa incredulidad.

– Entonces, demostradlo. Sacad a esos soldados de aquí.

– De acuerdo -dijo Reiko, aunque no pudiera hacer semejante cosa-. Pero antes tendrás que soltar a Tama. -Avanzó hasta el pie de las escaleras. Hirata y sus guardias la siguieron. Le tendió una mano a Yugao.

– ¡Quieta! -Yugao cerró el brazo con más fuerza en torno a Tama, que chillaba y lloraba-. Debéis de creer que soy tonta de remate. -Soltó un bufido de asco-. Pues bien, sé que, en cuanto suelte a Tama, subirán aquí y me matarán. Ella es mi única protección.

Reiko sabía que tenía razón, pero dijo:

– No te matarán. No si colaboras. Suelta a Tama.

– ¡Callaos! ¡Largaos o la rajo ahora mismo!

Pasó el filo por la garganta de su rehén. Apareció un hilillo de sangre. Tama chilló más alto, con los ojos cerrados, mientras arañaba el brazo de Yugao. Reiko estaba desesperada.

– No servirá de nada -dijo Hirata-. No va a rendirse. Y no puedo permitirle que nos obligue a retroceder. Voy a ordenar que suban por ella.

– Espera -rogó Reiko, aunque sabía que la decisión de Hirata estaba justificada. Tama era una simple plebeya cuya muerte quizá fuera un precio pequeño por la captura de una asesina y un magnicida; aun así, Reiko era incapaz de desentenderse de la dulce e inocente chica. La información de Tama había llevado a Sano hasta la identidad del Fantasma. Reiko le debía algo más que sacrificarla en aras de cazar a Kobori-. Dame otra oportunidad.

– Sólo una más -concedió Hirata a regañadientes.

Reiko se dirigió a Yugao:

– No creo que seas tonta. Sé que eres lo bastante lista para entender que tener a Tama de rehén no protegerá a tu amante. Mi marido está aquí y su deber es atrapar a Kobori. Sacrificaría gustoso a Tama con tal de capturarlo. Con que suéltala. -Respiró hondo y pronunció las únicas palabras capaces de salvar a la chica-. Tómame a mí en su lugar.

– ¿Qué? -exclamó Hirata. Miró a Reiko.

El recelo unió las cejas de Yugao en un ceño.

– ¿Para qué iba a quereros a vos?

– Porque si me tienes de rehén, los soldados no te tocarán. Soy la esposa de su señor. Si me matan mientras intentan arrestaros a ti o a tu amante, se meterán en un buen lío.

Yugao sopesó la propuesta un mero instante, antes de decir:

– Vale. -Al parecer creía en la lógica de Reiko aunque no se fiara de ella-. Subid aquí y soltaré a Tama.

Mientras Reiko se adelantaba, Hirata le dijo en un furioso susurro:

– ¡No podéis hacerlo!

– Debo hacerlo. -Reiko se volvió hacia él. En voz baja para que la fugitiva no la oyera, añadió-: Capturar a Yugao es mi responsabilidad. Si vuelve a matar, la sangre me manchará las manos.

– ¡Será vuestra propia sangre! -Hirata la miró como si se hubiera vuelto loca-. ¡Os matará!

– No, no lo hará. Puedo manejarla. -Se las había visto con asesinos sanguinarios en el pasado y había sobrevivido. La confianza la sostuvo firme contra el pavor que corría, frío y descorazonador, por sus venas. La daga que llevaba sujeta al brazo le dio valor mientras empezaba a subir las escaleras.

– ¡Alto! -dijo Yugao-. Alzaos la falda y luego levantad los brazos. Y daos la vuelta. Quiero asegurarme de que no lleváis ninguna arma.

Reiko había subestimado la inteligencia de Yugao. Tras un momento de vacilación, obedeció a la vez que agarraba el puño de sus mangas para intentar esconder la daga.

– Abrid las manos -ordenó Yugao-. Arremangaos. -Cuando Reiko lo hizo, añadió-: Tirad ese cuchillo.

Mientras Reiko desataba a regañadientes la daga, Hirata le dijo:

– El chambelán Sano me ha ordenado que os proteja. No os lo permitiré. -Reiko lanzó la daga. El la agarró del brazo-. Os detendré por la fuerza si hace falta. Es mi deber.

Sin embargo, su mirada de súplica le decía a Reiko que hablaba de farol; jamás podría recurrir a la fuerza con ella. Reiko se soltó con dulzura.

– Si me niego a dejarme proteger, mi marido no te culpará. No te preocupes.

– Ahora podéis subir -dijo Yugao.

– ¿Qué hay de vuestro deber hacia vuestro marido? ¿No os parece que deberíais respetar sus deseos? -inquirió Hirata. Reiko sabía que, en otras circunstancias, jamás se hubiera atrevido a dirigirse a ella con tanto descaro, y mucho menos para hacerle reproches. Pero el pobre estaba desesperado-. ¡Manteneos al margen de esto!

– Es mi deber ayudar a mi marido, y yendo allí lo ayudaré mejor que quedándome aquí abajo. -Reiko lo creía aunque supiera que Sano no estaría de acuerdo-. Si logro mantener ocupada a Yugao, será un problema menos para él.

– ¿Y vuestro hijo? Si os sucede algo malo, ¿quién lo criará?

En la cabeza de Reiko se formó una imagen de Masahiro, tan real que casi podía sentir su piel suave y fragante y oír su risa. Su determinación vaciló, pero sólo un momento. La paternidad no excusaba a un guerrero de la batalla ni a Reiko de entregar a Yugao a la justicia. Cualquier previsión de fracaso no haría sino entorpecerla.

– No me pasará nada -dijo-. Estáte preparado para enviar tus hombres si pido ayuda.

– ¿Por qué tardáis tanto? -preguntó Yugao-. Si no os dais prisa, a lo mejor cambio de idea.

Reiko dio la espalda a Hirata. Al emprender la subida de los escalones, notó que él le daba un tironcillo de la faja. Pensó que intentaba retenerla, pero luego notó el contorno corto, duro y aguzado de un cuchillo que le había escondido bajo la ropa, pegado a la columna, donde Yugao no pudiera verlo.

– Que los dioses os protejan -susurró Hirata-. ¡Y que Sano-san no me mate por dejaros marchar en este empeño descabellado!

Con cada escalón que ascendía, el corazón de Reiko latía más rápido. Yugao y Tama la observaban en silencio. La mirada firme y amenazadora de la fugitiva tiraba de ella hacia arriba. Los ojos de Tama rebosaban de lágrimas y esperanza de salvación al verla acercarse. Reiko avanzó hasta situarse al alcance del brazo de Yugao. De repente la chica sonrió y, sin otra advertencia, cercenó la garganta de Tama.

– ¡¡No!! -gritó Reiko.

Tama emitió un espantoso aullido borboteante. Un borbotón de sangre surgió como una fuente roja y caliente y empapó a Reiko, que lanzó una exclamación de horrorizada incredulidad. Yugao empujó a Tama hacia ella. La joven se derrumbó sobre el suelo, donde se retorció una vez, gimió y murió ante los ojos de Reiko. Su sangre formó un charco alrededor de ellas. Reiko oyó que Hirata y sus escoltas lanzaban un grito y subían corriendo por las escaleras.

– ¡Quietos! -les ordenó Yugao. Agarró a Reiko por el brazo y sostuvo el cuchillo contra su cuello-. ¡Un movimiento más y también me la cargo a ella!

Reiko sintió el frío acero sobre la piel. Vio que los hombres se detenían impotentes en las escaleras. Sin aliento, al borde del desmayo por la impresión y goteando sangre, apenas logró hacer acopio de la serenidad suficiente para retorcer el cuerpo y ocultarle el cuchillo a Yugao.

La chica la arrastró por delante del cadáver de Tama y a través de la puerta. Habló con tono de vengativa satisfacción:

– Ahora pagaréis por todos los problemas que me habéis causado.

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