Capítulo 12

El día se puso cálido y bochornoso mientras Reiko y sus escoltas recorrían el poblado hinin. Una película de humo y sudor le cubría la piel; las cenizas le irritaban los ojos y le secaban la garganta; se sentía como si estuviera absorbiendo la contaminación de los parias. Sus visitas a las casas vecinas a la de Yugao no le habían procurado sospechosos ni testigos.

– Si queréis encontrar a la asesina, no tenéis más que buscar en la cárcel de Edo -dijo el jefe mientras sorteaban un montón de basura en un callejón.

Reiko empezaba a pensar que Kanai tenía razón. El aumento de la temperatura exacerbaba el hedor; estaba más que tentada de rendirse. La insolente Yugao a duras penas le parecía merecedora de ese esfuerzo. Con todo, dijo:

– Todavía no he terminado.

Avanzaron por las callejuelas, sorteando el agua que rebosaba de las alcantarillas alimentada por el goteo de las astrosas prendas puestas a tender, hasta la casucha situada detrás de la de Yugao. Un patio lleno de tinas, herramientas rotas y otros trastos separaba las dos viviendas. El paria que vivía en la choza era un anciano que estaba sentado a su entrada fabricando unas sandalias con paja y cordel. Cuando Reiko le preguntó si había visto a alguien en casa de Yugao aparte de su familia la noche del asesinato, él respondió:

– Estaba el alcaide.

– ¿El de la cárcel de Edo? -inquirió Reiko.

El viejo zapatero asintió; alisó la paja con manos nudosas y expertas y añadió:

– Era el jefe de Taruya.

– Es un antiguo mañoso -explicó el jefe del poblado-. Lo degradaron por extorsionar a los comerciantes del mercado de verduras y darles palizas cuando no pagaban.

– ¿Cuándo lo viste? -preguntó Reiko, emocionada por haber descubierto un nuevo sospechoso, y además propenso a la violencia.

– No lo vi -aclaró el zapatero-, pero oí su voz. Estaba discutiendo con Taruya. Fue justo al ponerse el sol.

– ¿Cuándo se fue?

– Los gritos pararon un poco más tarde. Debía de haberse ido.

Reiko se llevó un leve chasco, porque el momento de la visita no coincidía con el crimen. Aun así, quizá el alcaide había regresado más tarde para ajustar cuentas.

– ¿Dónde puedo encontrar al alcaide? -preguntó.

– Por donde al final acaban pasando todos los de aquí. -La expresión de Kanai indicaba que estaba perdiendo la paciencia con ella, pero dijo-: Acompañadme; os llevaré.

Reemprendieron la marcha por el poblado. Reiko abordó a los transeúntes y los habitantes de las casuchas que se iba encontrando, sin resultados. Sus escoltas parecían aburridos y cabizbajos. Apareció un aguador, cargado de cubos suspendidos de una gruesa vara que llevaba sobre los hombros; Reiko tenía sed, pero no soportaba la idea de beber agua de ese lugar inmundo. Se secó la cara con la manga y alzó la vista bizqueando hacia el sol que lucía alto y brillante a través del humo. Contra el cielo se recortaba la esquelética estructura de madera de una torre de incendios. Sobre la plataforma, debajo de la campana que colgaba de la punta, había un muchacho.

Reiko lo llamó.

– Eh, chico, ¿estabas de servicio la noche en que asesinaron a la familia Taruya?

El muchacho bajo la vista hacia ella y asintió.

– ¿Puedes bajar un momento?

El muchacho se deslizó escalerilla abajo, ágil como un mono. Tenía unos doce años, cara de muñeco y cuerpo huesudo. Reiko pidió que le describiera lo que recordara de esa noche.

– Oí gritos -explicó él-. Vi salir corriendo a Ihei de la casa.

– ¿Quién es Ihei? -preguntó Reiko. El interés reavivó sus energías.

– Vive cerca del río. Solía visitar a Umeko.

– Fue ladrón en su existencia previa -explicó Kanai-. Ahora es barrendero.

Reiko alzó la vista hacia la atalaya, calculó la distancia hasta la casa de Yugao e imaginó el aspecto que debía de tener el poblado a medianoche.

– ¿Cómo lo reconociste? -le preguntó al niño-. ¿No estaba oscuro?

– Había rayos. Además, Ihei camina así. -Encorvó la espalda y arrastró los pies.

Reiko no sabía si alegrarse o lamentar que ya tenía dos sospechosos situados en el escenario del crimen además de Yugao. Le dio las gracias al muchacho, que le hizo una reverencia y salió disparado entre los guardias.

Kanai gritó:

– ¡Espera un momento! -Salió corriendo en pos del chico y lo agarró del cuello de la camisa-. Devuélvelo.

El muchacho se sacó a regañadientes del bolsillo una bolsita de cuero cerrada a cordón. Era de las que usaban los hombres para llevar dinero, medicinas, artículos religiosos y otros pequeños objetos valiosos.

– Oye, eso es mío -dijo el teniente Asukai, palpando el vacío donde antes le había colgado la bolsa de la faja. Se la arrebató al chico.

– Tenéis que ir con cuidado cerca de él, sus padres, sus hermanos y sus hermanas -dijo Kanai-. Son rateros expertos, todos y cada uno de ellos. -Soltó al chico y le dio un azote en el trasero-. Pórtate bien, o haré que añadan otro año a vuestras condenas.


Al poco, Reiko y sus acompañantes llegaron a su destino: un salón de té instalado en una cabana grande, cerrada por un techo de juncos y paredes de tablones, a la orilla del río. Tenía las puertas de delante y detrás abiertas para que la corriente refrescara a los hombres repantigados en el suelo elevado. El dueño servía licor de toscas jarras de cerámica. El local parecía el centro social del mundo de los parias. Río abajo había embarcaciones que albergaban burdeles y teterías para ciudadanos ordinarios; unos puentes cruzaban hacia los barrios de la orilla opuesta.

El jefe llamó a uno de los parroquianos:

– ¿Qué haces aquí tan temprano, alcaide? ¿Han cerrado la cárcel de Edo, o es que te has tomado el día libre?

– ¿Y a ti que más te da si me lo he tomado? -repuso el alcaide. Era un hombre bajo y musculoso, de unos cuarenta años. Llevaba la cabeza rapada y ceñida por una sucia cinta de algodón blanco. Tenía las cejas pobladas y morenas, sombra de barba y la tez maltratada por marcas, poros hinchados y viejas cicatrices. Llevaba los brazos cubiertos de tatuajes.

El jefe de la aldea hizo caso omiso de sus malos modos.

– Esta dama es la hija del magistrado Ueda. La ha mandado a investigar el asesinato de Taruya y su familia. Quiere hablar contigo.

El alcaide miró hacia Reiko sin parpadear. Los puntitos de luz reflejados en ellos parecían anormalmente brillantes.

– Sé quién es vuestro padre. -Su sonrisilla mostró unos dientes medio podridos-. No es que hayamos coincidido nunca, pero trabajo para él.

Reiko se fijó en las manchas de su quimono azul y sus sandalias de paja y en la mugre que tenía bajo las uñas. ¿Sería sangre de los criminales a los que había torturado en la prisión? La recorrió un escalofrío. Esa investigación le estaba mostrando el lado oscuro del trabajo de su padre, además de los bajos fondos de Edo.

– ¿Fuiste a visitar a Taruya esa noche? -preguntó.

– ¿Y qué si fui?

– ¿Para qué?

– Tenía negocios con él. -El alcaide repasó a Reiko con la mirada y se relamió.

– ¿Qué clase de negocios? -preguntó ella, tratando de no encogerse.

– Taruya había puesto en marcha una red de juego en la cárcel. Estafaba a los que trabajaban allí. -La ira de su voz dejaba claro que él mismo había sido una víctima de Taruya-. Fui a ordenarle que devolviera el dinero que había robado. Me dijo que lo había ganado honradamente y que ya se lo había gastado. Nos enzarzamos en una pelea. Lo molí a palos hasta que su mujer empezó a pegarme con una sartén de hierro y me echó a empujones.

Esbozó una mueca de asco y luego se sonrió.

– Pero ahora Taruya está muerto. Ya no timará a nadie más. Su hija le hizo un favor al mundo cuando lo acuchilló.

Su hija no era la única persona con motivos para matarlo, pensó Reiko.

– ¿Dónde fuiste al salir de la casa?

– A ver a mi amiga.

– Es una fulana -aclaró el jefe.

Los puntitos brillantes de los ojos del alcaide se encogieron de lascivia.

– Si por casualidad el magistrado Ueda está pensando en endosarme los asesinatos en lugar de a Yugao, decidle que yo no fui. No hubiese podido. Pasé toda la noche con mi señorita. Ella puede jurarlo.

Aun así, Reiko sabía que un hombre que había extorsionado y apaleado a mercaderes por dinero no tendría reparos en asesinar, y le parecía capaz de intimidar a una mujer para que mintiera por él.

– ¿Hay más preguntas? -Su sonrisa era de mofa y su mirada se paseaba por el cuerpo de Reiko.

– De momento no -respondió ella. A menos que pudiera encontrar indicios en su contra.

– Entonces, si me disculpáis… -El alcaide se dirigió a la puerta de atrás con andares chulescos, se metió la mano bajo el quimono y se sacó el miembro del taparrabos. Después de ofrecer a Reiko una buena panorámica de él, orinó en una escupidera que había junto a la puerta-. Dadle recuerdos al magistrado Ueda.

Reiko ardía de ultraje y vergüenza. El jefe le dijo:

– Mis disculpas por sus malos modales. -Echó un vistazo calle abajo-. Si queréis otra oportunidad de salvar a Yugao, por ahí se acerca.

Un joven caminaba hacia el salón de té, con los hombros encorvados y arrastrando los pies. Llevaba ropa descolorida y raída; un sombrero de mimbre le sombreaba la cara, arrugada en un ceño que parecía permanente. Llevaba una escoba, una pala y una cesta de basura.

– Ése es Ihei -dijo Nakai.

El barrendero alzó la vista cuando Reiko y sus guardias avanzaron hacia él. Alarmado, dio media vuelta y echó a correr.

– ¡Detenedlo! -ordenó Reiko a sus guardias.

Los hombres se lanzaron detrás del joven. Este soltó sus herramientas y apretó el paso, pero cojeaba y los guardias lo atraparon con facilidad. Lo llevaron a empujones ante Reiko.

– ¡Soltadme! -gritaba él, revolviéndose-. ¡No he hecho nada malo! -Tenía voz débil y aguda, y la mugrienta cara tensa de pánico.

– Si no has hecho nada malo, ¿por qué huías? -preguntó Reiko.

Se le marcó más aun el ceño de sorpresa al ver a una dama de su clase en el poblado. Echó un vistazo a sus guardias.

– Yo… tenía miedo de que me hicieran daño.

– Unos matones samuráis le dieron una paliza -explicó Kanai-. Le rompieron varios huesos. Por eso está deformado.

A Reiko la consternó esa nueva muestra de la cruel existencia de los hinin.

– Nadie va a hacerte daño. Sólo quiero hablar. Si prometes no salir corriendo te soltarán.

Su expresión decía que no confiaba en ella, pero asintió. Los guardias lo soltaron y quedaron prestos a agarrarlo otra vez si era necesario.

– ¿Hablar de qué?

– De la noche en que asesinaron a Umeko y sus padres -respondió Reiko.

A los ojos de Ihei asomó un destello de pánico. Dio un paso atrás. Kanai exclamó:

– ¡Quieto!

Los guardias aferraron a Ihei, que gritó:

– ¡No sé nada sobre eso!

– Te vieron alejarte corriendo de la casa -dijo Reiko.

Al muchacho se le demudaron las facciones.

– Yo no tuve nada que ver. -Se le tiñó la voz de bravuconería culpable-. ¡Lo… lo juro!

– Entonces ¿qué hacías allí?

– Fui a ver a Umeko.

– ¿Para qué? -Cabía la posibilidad de que la víctima buscada hubiera sido Umeko, a pesar de las pruebas que indicaban que a su padre lo habían matado primero. Recordó que la hermana de Yugao era prostituta. Al ver que Ihei vacilaba, dijo-: ¿Eras uno de sus clientes?

– ¡No! -exclamó Ihei, ofendido.

– Sí que lo eras -dijo Kanai-. No mientas o te meterás en un buen lío.

Ihei suspiró con resignación.

– De acuerdo: era cliente de Umeko. Pero era algo más que lo normal. Yo la amaba. -Le tembló la voz y las lágrimas trazaron surcos en la mugre de sus mejillas-. ¡Y ahora se ha ido!

Su dolor parecía genuino, pero a veces los asesinos lloraban de verdad la pérdida de los seres queridos que habían matado. Reiko los había visto sollozar durante sus juicios en el tribunal de su padre.

– ¿Por qué fuiste a verla?

– Esa mañana le había pedido que se casara conmigo. Me dijo que no y se burló de mí. -Los ojos de Ihei ardían de humillación-. Me dijo que jamás se rebajaría a casarse con un paria jiboso. Yo le dije que ya sabía que por nacimiento era más noble que yo, pero que ahora los dos éramos hinin. El destino nos había juntado aquí. Le dije que la quería mucho, que la haría feliz. Gano dinero suficiente para que hubiera podido mudarse a mi cabana y dejar de vender su cuerpo. Pero entonces se enfadó.

Su tono reflejaba el dolor y la sorpresa que debió de sentir.

– Me dijo que no iba a vivir aquí para siempre. Estaba furiosa conmigo por sugerirlo. Me dijo que iba a esperar a que su padre cumpliera su condena y recuperase su negocio y su casa, y entonces se casaría con algún rico. Y que la dejara en paz, que no quería volver a verme.

La chica parecía lo bastante insensible y brusca para provocar un asesinato.

– Pero tú no la dejaste en paz-dedujo Reiko-. Volviste esa noche. ¿Qué pasó?

– Tenía que verla. Creía que podría hacerla cambiar de opinión. Esa noche fui a su casa y llamé al marco de la puerta. Cuando me respondió, traté de razonar con ella. Me dijo que me callara, que su familia dormía. Y añadió que podía entrar, por el precio de costumbre. Lo único que quería de mí era dinero. -El barrendero agachó la cabeza, desconsolado-. La deseaba tanto que accedí. Me llevó a su cuarto e hice el amor con ella.

Reiko se los imaginó en el cobertizo de la casa. Mientras Umeko lo atendía, ¿el despecho por su rechazo había avivado la pasión de él? ¿Su amor se había convertido en odio?

– Cuando acabamos, nos quedamos dormidos. No sé cuánto tiempo. Me despertaron unos gritos y ruidos. Su madre chilló: «¿Qué haces?» y luego «¡Para!». Estaba llorando. Se oían golpes y fragor como de pelea en la otra habitación. -Ihei pareció confundido al recordarlo-. Umeko se levantó de un salto y fue a ver qué pasaba. La oí decir: «¿Qué ocurre?» Luego empezó a gritar «¡No!» y pedirme ayuda a voces. Aparté la cortina y vi que alguien perseguía a Umeko, dándole puñaladas. -Alzó el puño e imitó los frenéticos cuchillazos hacia abajo-. Umeko cayó a mis pies y los gritos cesaron. Olía a sangre.

Ihei contuvo una arcada; los ojos le brillaban de miedo recordado.

– Lo único que se oía era el sonido de alguien jadeando. Entonces, de repente, una sombra se abalanzó sobre mí. Vi el resplandor del cuchillo en su mano. -Retrocedió un paso, imitando su reacción-. Di media vuelta y salí corriendo por la puerta. No paré de correr hasta llegar a casa.

Le tembló el cuerpo quebrantado; se tapó la cara con las manos y sollozó.

– Umeko está muerta. ¡Ojalá hubiera podido salvarla! Pero lo único que hice fue correr como un cobarde.

Reiko se imaginó la escena; vio su terror al darse cuenta de que su amada había sido asesinada con su familia y que él sería el siguiente en morir a menos que huyera. También se imaginó una escena muy distinta. Después de yacer con Umeko, tal vez había vuelto a proponerle matrimonio y ella lo había rechazado de nuevo. Tal vez habían discutido y él se había enfadado tanto que la había apuñalado; y cuando sus padres intentaron intervenir, él volvió el cuchillo contra ellos.

– ¿Reconociste a quien la apuñaló? -preguntó Reiko.

– No. -Dejó caer las manos y alzó hacia ella unos ojos enrojecidos por el llanto-. Estaba oscuro; no veía casi nada. En ese momento pensé que un loco había entrado en la casa mientras yo dormía. Pero debió de ser Yugao. Vamos, la arrestaron a ella, ¿no?

– Así es -dijo Reiko. Si ella era la asesina, eso explicaría que fuera la única superviviente de la familia, e ilesa. Los asesinatos podrían haber sucedido como los había descrito el barrendero; a lo mejor había sorprendido a Yugao con las manos en la masa. Sin embargo, Ihei no era lo que se dice un testigo fiable: tenía causa sobrada y la oportunidad perfecta para haber cometido los asesinatos.

– Os lo he contado todo -dijo-. ¿Puedo irme ya?

Reiko vaciló. Era tan buen sospechoso como Yugao; había suficientes indicios para condenarlo en un tribunal. Se sintió tentada de hacerlo conducir a la cárcel, pero recordó lo que Sano había dicho sobre interferir con la ley. No era competencia suya arrestar sospechosos. Además, no estaba especialmente ansiosa por exonerar a Yugao, ya que todavía no había llegado a una conclusión acerca de la inocencia o culpabilidad de la muchacha.

– Puedes irte -dijo-, siempre que te quedes en Edo. Es posible que te necesite para hacerte más preguntas.

– No os preocupéis -respondió el jefe-. No irá a ninguna parte. No tiene adonde ir.

El barrendero se alejó con su paso desigual, tras recoger escoba, cesta y pala. Reiko se dirigió a Kanai:

– ¿Sigues convencido de que Yugao mató a su familia?

Él arrugó la nariz y se rascó la cabeza.

– Ya no estoy tan seguro. Habéis perforado dos vías de agua en mi confianza. Ahora es evidente que esa noche se cocían más cosas de las que yo suponía. -Reflexionó un momento-. Pero supongamos que Ihei, el alcaide o algún otro mató a esas personas. Entonces, ¿por qué confesó Yugao?

– Buena pregunta -repuso Reiko.

Yugao era un misterio que debía resolver si quería solucionar el crimen. A lo mejor los secretos de aquella mujer se escondían en la vida que había llevado antes de llegar al poblado hinin.

– ¿Cómo pensáis responderla? -preguntó Kanai.

– Creo que emprenderé un viaje al pasado -contestó Reiko.

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