Las campanas de los templos resonaron por todo Edo en una música disonante que anunciaba el mediodía. Unas vistosas cometas salpicaban el cielo soleado por encima de los tejados. Por la calle, los niños jugaban con las lanzas rotas de los guerreros caídos durante una escaramuza entre rebeldes y el ejército. Dentro del castillo de Edo, Sano entrevistaba en su despacho a las personas que habían estado con el jefe Ejima en los dos días previos a su muerte. Ya había hablado con los invitados del banquete y con los subordinados de Ejima en el cuartel general de la metsuke. En ese momento despedía al último de los que habían tenido citas privadas con él. Se volvió hacia los detectives Marume y Fukida, que estaban de rodillas junto a su escritorio.
– Bueno, no cabe duda de que hemos sacado bastantes sospechosos potenciales -comentó.
Fukida consultó las notas que había tomado durante las entrevistas.
– Tenemos subordinados que estaban enfadados con Ejima porque lo habían ascendido antes que a ellos. Tenemos al nuevo jefe de la metsuke, que se ha beneficiado de su muerte. Tenemos nombres de personas degradadas o ejecutadas por indicios poco consistentes que él presentó contra ellos, que dejaron hijos y vasallos sedientos de venganza.
– Tenía muchos enemigos -constató Marume-, aunque ninguno reconocerá conocer el dim-mak. Cualquiera podría haberse acercado a escondidas a Ejima y tocarlo.
– Todos afirman ser inocentes, como era de prever -dijo Fukida-. Casi todos han dejado caer pistas que incriminaban a algún otro. La guerra ha dejado tantas cuentas por saldar que no me sorprende oír a la gente acusarse mutuamente.
Sano estaba inquieto, porque el asesinato ya estaba avivando un enfrentamiento político susceptible de conducir a otra guerra, y no había avanzado nada en la resolución del caso.
– Tener muchos sospechosos es tan malo como tener muy pocos. Y no sabemos nada del capitán Nakai, nuestro mejor candidato.
– Me pregunto por qué está costando tanto localizarlo -dijo Fukida-. Debería estar de servicio en su puesto del destacamento principal de guardia en el castillo.
– ¿Empezamos a buscar la pista de los informadores de Ejima? -preguntó Marume.
El asesor principal de Sano se asomó por la puerta.
– Disculpad, honorable chambelán. Ha venido a veros el sosakan-sama.
Cuando Hirata entró en el despacho, Sano volvió a angustiarse al ver lo enfermo que parecía. Detectó compasión, rápidamente disimulada, en las caras de Marume y Fukida, mientras el recién llegado se arrodillaba con torpeza y hacía una reverencia. Sin embargo, lo máximo que podían hacer todos era simular que Hirata no tenía ningún problema.
– ¿Qué información traes? -preguntó Sano.
– Buenas noticias -dijo Hirata, cansado pero satisfecho-. He investigado las muertes del supervisor de la corte Ono, el comisario de carreteras Sasamura Tomoya y el ministro del Tesoro Moriwaki. Y tengo un sospechoso. -Relató su visita a la casa de baños donde había muerto Moriwaki.
Sano se inclinó hacia delante, encantado.
– Ahora sabemos que al menos uno de esos hombres murió víctima del dim-mak.
– No es muy descabellado creer que lo mismo sucedió con los demás -observó Fukida.
– Y el nombre del capitán Nakai ha salido a relucir otra vez -Sano le contó a Hirata que el soldado había tenido una cita privada con Ejima-. Ahora sabemos que tuvo contacto con dos víctimas.
– También podría haberse acercado a los demás por la calle. -Hirata parecía orgulloso de haber conectado los casos y revelado indicios contra el sospechoso primario.
A Sano lo conmovía y apenaba ver lo mucho que Hirata anhelaba todavía su aprobación, después de todo lo que había sufrido por el bien del chambelán.
– Debemos encontrar al capitán Nakai.
– Ha surgido otro asunto que he de mencionar -anunció Hirata-. El comisario de policía Hoshina quiere vuestra sangre.
Sano arrugó la frente.
– ¿Otra vez?
Hirata contó su encuentro con él en la casa de baños.
– Gracias por la advertencia -dijo Sano.
– ¿Qué hacemos con ese sinvergüenza? -preguntó Marume.
– Si fuera como mi predecesor, haría que le cortaran la cabeza. Pero no lo soy, de modo que no hay gran cosa que hacer hasta que él mueva ficha, pero debemos resolver este caso rápidamente. En caso contrario, Hoshina dispondrá de más munición contra mí.
El joven detective Tachibana irrumpió en la habitación.
– Disculpad, honorable chambelán. He descubierto dónde está el capitán Nakai. Hoy no se ha presentado en su puesto, de modo que he ido a su casa. Su esposa dice que fue al torneo de sumo. ¿Voy a buscarlo?
– Buen trabajo. Pero iré en persona. -Sano se puso en pie, estirando los músculos entumecidos de estar sentado-. Ahorraremos tiempo.
Hirata, Marume y Fukida se pusieron en pie para acompañarlo. Sano reparó en la rigidez de movimientos de Hirata.
– Si tienes otros asuntos importantes, estás excusado -dijo, para concederle una salida elegante de una cabalgata larga e incómoda.
– No tengo nada tan importante como esto -replicó el incondicional Hirata-. Y quiero ver lo que tiene que decir el capitán Nakai.
Aunque se alegraba de contar con su compañía, Sano experimentó un renacer de los remordimientos.
– Muy bien.
Los torneos de sumo se celebraban en el templo de Ekoin en el distrito de Honjo, al otro lado del río Sumida. Sano e Hirata cabalgaban con los detectives Marume, Fukida, Arai, Inoue y Tachibana a lo largo de los canales que surcaban Honjo como venas. Pasaron por delante de mercados de verduras, residencias de funcionarios samuráis de segunda fila, un puñado de almacenes Tokugawa y las villas de los daimio, los señores feudales. El calor de los hornos donde se cocían las tejas enrarecía el aire cargado de humo. Por las calles desfilaban hombres tocando un enorme tambor para anunciar el torneo de sumo. Sano oyó un redoble más sonoro y grave procedente de un elevado andamio enfrente del templo. Una muchedumbre avanzaba en tropel hacia sus altas puertas.
El templo de Ekoin había sido construido treinta y ocho años atrás, después del Gran Incendio de Meireki, en memoria de las cien mil personas muertas en el desastre. Sus terrenos constituían el recinto oficial de la ciudad para las competiciones de lucha. El sumo había evolucionado hasta convertirse en un entretenimiento popular a partir de un rito sintoísta de fertilidad. Desde los inicios del régimen Tokugawa, hacía casi un siglo, habían surgido periódicos edictos que lo prohibían porque era violento, sangriento y a menudo mortal. Sin embargo, las autoridades se habían dado cuenta de que el sumo tenía su utilidad. Concedía a los ronin un sitio en la sociedad, y los torneos con su sanción oficial y su estricto reglamento, ofrecían a la sociedad una vía de desahogo para las pasiones. Sano observó que el público parecía más nutrido de lo normal después de la guerra.
El y sus hombres dejaron los caballos en un establo y entraron en el estadio, un enorme recinto al aire Ubre, rodeado por gradas dobles de palcos cubiertos por toldos de bambú. Las filas de abajo ya estaban llenas de gente; los recién llegados subían a los niveles superiores por unas escalerillas. En el centro estaba el círculo, definido por cuatro pilastras unidas por cordones. Había miles de espectadores sentados en el suelo, apiñados hacia el centro. Lo habían rodeado con bolsas de paja llenas de arcilla para mantener despejada la zona de lucha. Los arbitros y jueces esperaban de rodillas en el borde. Los vendedores de golosinas se abrían paso entre la multitud.
– ¿Cómo vamos a encontrar al capitán Nakai aquí dentro? -preguntó Hirata mientras él y Sano ojeaban el bullicioso y caótico estadio.
– A lo mejor tenemos suerte -dijo Sano.
El redoble de tambor se aceleró. Los luchadores salieron desfilando hacia el círculo. Sus pechos y extremidades desnudos eran masas de músculo y grasa. Llevaban cuerdas ceremoniales de seda con flecos alrededor de la cintura, y unos delantales de brocado que lucían los emblemas familiares de los señores de Kishu, Izumo, Sanuki, Awa, Karima, Sendai o Nambu. Esos señores reclutaban luchadores para sus escuderías privadas. Sano se fijó en que los equipos eran más nutridos de lo normal: la guerra había creado más ronin, que a su vez habían incrementado las filas de los luchadores de sumo.
El público vitoreó cuando éstos esparcieron sal para purificar su campo de batalla sagrado. Dieron pisotones y palmadas para hacer alarde de su fuerza y ahuyentar los malos espíritus. Un arbitro sostuvo en alto un cartel con sus nombres. Al alzar la vista hacia los palcos, Sano reparó en que las filas superiores estaban abarrotadas salvo por un hueco directamente enfrente del círculo. En su centro se sentaba un samurái solitario.
– Allí está -dijo, señalando.
Él y sus hombres se abrieron paso a codazos entre la multitud y subieron por una escalerilla. Mientras se acercaban por el borde del palco, un grupo de plebeyos se sentó en el espacio vacío que rodeaba al capitán Nakai.
– Estáis demasiado cerca -dijo él-. Moveos. -Tenía la voz beligerante, amenazadora. Los plebeyos levantaron el campamento a toda prisa.
Sano sólo había visto a Nakai una vez -en una ceremonia después de la guerra, cuando el ejército victorioso había desfilado ante el caballero Matsudaira, exhibiendo las cabezas cortadas de los soldados enemigos derrotados-, pero el capitán le había causado una impresión duradera. Con su talle alto y atlético y sus nobles modales, era la raza guerrera personificada.
Aunque Nakai pasaba de los treinta años y ya no estaba en la flor de la vida, a Sano no le había costado imaginarlo matando en batalla a cuarenta y ocho hombres con sus propias manos. Sin embargo ese día estaba ocioso, vestido con ropajes de seda marrón, pantalones y sobreveste en lugar de armadura; repantigado en lugar de sentado con la espalda recta y orgullosa. El descontento ensombrecía sus facciones marcadas y fuertes mientras contemplaba a los luchadores.
– ¿Capitán Nakai? -dijo Sano.
El samurái se volvió. Al reconocer a Sano e Hirata se le despejó el malhumor de la cara.
– Honorable chambelán. Sosakan-sama. -Hizo una reverencia, atento y animado-. Sentaos, por favor. -Con una sonrisa que reveló unos dientes anchos y blancos, les ofreció el espacio que había mantenido libre.
– Muchas gracias -dijo Sano. El grupo se sentó.
– ¿Sois aficionado al sumo? -preguntó Nakai.
– Sí -respondió Sano-, pero no estamos aquí por eso. Hemos venido a hablar con vos.
– ¿Conmigo? -Nakai pareció desconcertado. Al verlo de cerca, Sano reparó en un defecto en su perfección: sus ojos. A su expresión le faltaba algo… quizá no tanto inteligencia como serenidad-. Pero ¿por qué? ¿Cómo sabíais que me encontraríais aquí?
Cuando Sano se lo dijo, se ruborizó.
– Bueno, sé que debería estar en mi puesto, pero no es que allí me necesiten de verdad. Además, preparar turnos de servicio e inspeccionar tropas es un trabajo aburrido comparado con librar una batalla.
Sano sabía que a muchos militares les costaba adaptarse a la vida ordinaria después de la guerra; estaban inquietos, propensos a pelear entre ellos y beber demasiado. Sin embargo, no veía con buenos ojos la actitud de Nakai. Hirata y los detectives lo miraron con recelo: en teoría, los samuráis acataban las órdenes sin quejarse.
– Después de todo lo que he hecho por el caballero Matsudaira, me merezco más. -Era obvio que Nakai pensaba que sus logros lo hacían merecedor de una recompensa, aunque su señor no le debiera nada por cumplir con su deber-. Han ascendido a muchos hombres que mataron a menos soldados enemigos, pero a mí no. -Su tono se tiñó de amargura-. Mi familia tiene primos lejanos que lucharon por, el bando de Yanagisawa. Estoy contaminado por la mala sangre, aunque no sea culpa mía.
A Sano le parecía posible, pues los lazos políticos importaban. Sin embargo, era más probable que los superiores de Nakai lo hubieran pasado por alto en favor de otros hombres menos diestros en el combate pero con más tacto social, hombres que tuvieran la prudencia de no ponerse en evidencia delante del brazo derecho del sogún.
– He sido un fiel servidor del caballero Matsudaira. Lo único que quiero es que lo reconozca. No busco un mayor estipendio. -Nakai adoptó un noble aire de mártir-. Lo único que pido es una oportunidad de servir al caballero Matsudaira con mayor responsabilidad, donde pueda hacer más por él incluso de lo que ya he hecho.
Sano aprovechó la pausa en su diatriba.
– Ahora es la vuestra. El caballero Matsudaira me ha ordenado que investigue la muerte del jefe Ejima. Agradecería vuestra ayuda.
– Por supuesto -dijo Nakai, sorprendido; era evidente que no había esperado ver cumplido su deseo de ese modo-. ¿Qué puedo hacer por vos?
Por debajo del palco, al otro lado del público que cubría el suelo, los luchadores terminaron su ritual y abandonaron el círculo en fila. El presentador anunció a gritos los nombres de los que se enfrentarían en el primer encuentro. Los tambores atronaron. Dos enormes luchadores, vestidos sólo con el taparrabos, se acuclillaron uno en cada extremo del círculo. El público se estremeció de expectación.
– Estoy interrogando a todos los que tuvieron contacto con Ejima poco antes de que muriera -empezó Sano-. Los registros muestran que tuvisteis una cita privada con él.
Nakai frunció el entrecejo como si intentara deducir el objeto de la conversación.
– Sí, le pedí a Ejima que me ayudara a conseguir un ascenso. Tenía una relación estrecha con el caballero Matsudaira, y pensé que podía hablarle bien de mí.
– ¿Qué sucedió?
A Nakai le destellaron los ojos de ira.
– Ejima me dijo que no. Era sólo un pequeño favor y podría habérmelo hecho sin que le supusiera ninguna molestia. La gente usa continuamente su influencia a favor de otras personas: así es como se abre uno camino en el bakufu. Pero Ejima me dijo que no me conocía lo bastante bien para recomendarme al caballero Matsudaira. Y que si quería llegar más alto en el mundo, tenía mucho que aprender. Luego me echó.
Sano había conocido a muchos hombres como Nakai, buenos en su trabajo pero estancados en los escalafones inferiores por su ineptitud para la política. No entendían las sutiles técnicas del cortejo de amistades y la prestación de favores. Debían aprender que si uno quería favores de extraños, más le valía tener algo que recordarles.
– Ejima me dijo lo mismo que el resto -explicó Nakai con rencor-. ¡Todos me trataron como si fuera un perro que les meara en los zapatos!
Hirata preguntó:
– Fue uno de ellos el ministro Moriwaki?
– Sí, hablé con él, en efecto.
– Eh.
– ¿En la casa de baños?
Nakai asintió con cara de pocos amigos.
– Ni quiso concederme una cita. Tuve que seguirlo hasta pillarlo desprevenido.
– ¿Qué pasó? -preguntó Hirata.
– Dijo que no podía ayudarme; ascenderme era decisión de mi oficial superior. -Nakai perdió los nervios y dio un fuerte golpe en el palco-. ¡Qué desfachatez la de esos viejos arribistas! Todos consíguieron sus nuevos cargos de campanillas después de que el caballero Matsudaira derrotara a Yanagisawa. Ninguno estaría donde está si no fuera por hombres como yo. -Se dio una palmada en el pecho-. Yo combatí en la batalla mientras ellos se escondían en sus casas. ¡Y ahora ni siquiera quieren tirarme una migaja de su banquete!
Sano admitía que Nakai tenía motivos para quejarse. Centenares de soldados habían muerto, y los beneficios los habían cosechado hombres que jamás habían manchado sus espadas. Sano pensó en más hombres aparte de Ejima y Moriwaki -y él mismo- que encajaban con esa descripción.
– ¿Pedisteis ayuda al supervisor de la corte Ono y el comisario de carreteras Sasamura?
Nakai soltó un bufido.
– Para lo que me sirvió…
– ¿Cuándo fue?
– No lo recuerdo exactamente. No mucho antes de que murieran.
Nakai seguramente sabía que un hombre en particular era quien más se había beneficiado de sus esfuerzos y además disponía de autoridad para conceder recompensas.
– ¿Le habéis pedido un ascenso al caballero Matsudaira?
Nakai sacudió la cabeza, rebosando resentimiento.
– Lo haría si pudiera. He solicitado audiencia con él. Me jugué la vida para que alcanzara el poder, ¡y ni siquiera me concede el detalle de una respuesta!
Sano e Hirata intercambiaron una mirada; el rencor de Nakai incluía al caballero Matsudaira además de a las víctimas con que había tenido contacto. Poseía motivos sobrados para atacar el nuevo régimen de Matsudaira. Sano siguió con las preguntas:
– ¿Qué hicisteis cuando Ono, Sasamura, Moriwaki y Ejima os negaron su ayuda?
Nakai hizo una mueca.
– Me fui cabizbajo. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
– ¿No os vengasteis de ellos? -preguntó Hirata.
El recelo asomó a los ojos de Nakai.
– ¿De qué estáis hablando?
De repente los luchadores del círculo cargaron. Sus voluminosos cuerpos temblaron con el impacto. El público prorrumpió en vítores. Los luchadores se atizaron sin compasión, entre agarrones y empujones para intentar sacar al otro del círculo.
– Sois uno de los mejores guerreros del país -dijo Hirata-. ¿Conocéis el dim-mak?
– Qué va. Nadie lo conoce. Es sólo una leyenda. ¿Qué…? -El desconcierto de Nakai dio paso a una asombrada comprensión-. Creéis que a esos hombres los mataron con el toque de la muerte. Y me estáis preguntando si lo hice yo.
– ¿Lo hicisteis? -inquirió Sano.
Nakai soltó una carcajada que no ocultaba su consternación.
– Jamás les puse la mano encima.
– Bastó con un dedo -señaló Hirata, dándose un toquecito con el índice en la cabeza-. Y adiós a cuatro hombres que no sólo os habían negado lo que queríais, sino que además habían insultado vuestro orgullo.
Nakai lo miró indignado.
– Soy un soldado, no un asesino. Las únicas personas a las que he matado en mi vida eran enemigos en el campo de batalla. -Una furiosa intuición le iluminó los ojos-. Ah, ya veo lo que pasa. Necesitáis a un culpable. Y habéis pensado: «¿Qué hay de ese desgraciado de Nakai? Con lo ansioso que estaba por sacrificarse por el caballero Matsudaira. Tomémoslo de chivo expiatorio y nos libraremos de él.» -Se le puso la voz ronca de animosidad-. Pues bien, no pienso quedarme de brazos cruzados. -Cuadró los hombros y desenvainó la espada con un movimiento brusco.
Todos se apartaron instintivamente de un salto y desenvainaron sus armas. Los espectadores que los rodeaban chillaron y se alejaron gateando, no queriendo verse atrapados en una pelea. Sin embargo, Nakai volvió su espada hacia sí mismo, con la empuñadura agarrada con las dos manos y la punta apretada contra el abdomen.
– Me haré el seppuku antes de permitiros deshonrar mi nombre. -En sus ojos centelleaba una seria determinación.
Sano soltó un suspiro de alivio al ver que no tendría que luchar contra Nakai. Matar a su principal sospechoso no beneficiaría a su investigación, y no podía evitar compadecer a ese hombre.
– Guardad la espada, capitán -dijo.
Nakai lo fulminó con la mirada, pero envainó su acero: era la orden directa de un superior. Sano no supo discernir si se alegraba o apenaba de que hubieran impedido su harakiri. A lo mejor ni el propio Nakai lo sabía. En el círculo, los luchadores se separaron y luego cargaron de nuevo. Se tambalearon juntos. Uno perdió el equilibrio, y el otro lo agarró del taparrabos y de un tirón lo mandó dando tumbos al otro lado del círculo, donde tropezó con las balas del borde y cayó entre el público, que aplaudía, vitoreaba y abucheaba. Los espectadores de los palcos lanzaron monedas y prendas caras de ropa al ganador, que se pavoneaba y alzaba los puños.
– No estoy buscando un chivo expiatorio -dijo Sano a Nakai-. Si sois tan inocente como afirmáis, no tenéis nada que temer de mí… Pero será mejor que permanezcáis vivo y en la ciudad hasta que haya concluido mi investigación.
Con un gesto indicó a sus acompañantes que de momento habían acabado con Nakai. Salieron del palco y bajaron por la escalerilla. Cuando se reunieron abajo, Sano echó un vistazo hacia arriba. El capitan estaba de pie en el palco, mirándolos con expresión tan agraviada como hostil.
– ¿Creéis que ha sido un farol? -preguntó Hirata.
– Si lo era, lo ha representado muy bien -dijo Sano.
El detective inquirió:
– ¿Creéis que es culpable?
– Sigue siendo nuestro mejor sospechoso. -Sano se volvió hacia Tachibana-. Sigúelo. No dejes que te vea, pero no lo pierdas de vista. Quiero saber a qué sitios va, con qué gente se relaciona y todo lo que hace.
– ¿Qué hago si intenta tocar a alguien? -preguntó el joven detective.
– Impídeselo -dijo Sano-, si puedes. Si es el asesino, es posible que no podamos impedir otro crimen, pero al menos lo pillaremos con las manos en la masa.
– Sí, honorable chambelán. -El joven se alejó y se perdió entre la multitud.
– Entretanto, volvamos a mi residencia -le dijo Sano a Hirata y los demás-. A lo mejor han llevado a los informadores de Ejima y encontramos más sospechosos entre ellos. -Además, tenía un país que gobernar.
Mientras cruzaban entre el público y en el círculo empezaba otra pelea, se preguntó si a Reiko le iría mejor con su investigación. Esperaba que se hubiera limitado al poblado hinin y acabara pronto.