Capítulo 20

– Os dije que un asesino rondaba los cargos recién nombrados -dijo el caballero Matsudaira cuando Sano informó de la muerte del coronel Ibe. Paseó una mirada de triunfo por el sogún y Yoritomo, sentados en la tarima por encima de él, y los dos ancianos que se hallaban de rodillas a un lado-. ¿Me creéis ahora?

– Sí. Teníais razón -reconoció Ihara. El descontento arrugaba sus rasgos simiescos.

Kato asintió con una renuencia que la máscara de su rostro no acertaba a disimular. Sano, sentado junto a Hirata en el suelo, cerca de la derecha del sogún, observó la mirada consternada que intercambiaron ambos ancianos: estaban preocupados porque el último asesinato daba más peso a la teoría de Matsudaira de que existía una conspiración contra su régimen.

El primo del sogún lanzó una mirada furibunda a Sano.

– Se suponía que debíais atrapar al asesino. -Sus ojos se desplazaron hacia los ancianos, insinuando que debería haberlos implicado en el complot-. En cambio, me decís que el asesino ha vuelto a golpear. ¿Cómo osáis fallarme después de que yo depositara mi confianza en vos?

– Mil perdones, mi señor. -Sano estaba abochornado, pero aceptó el reproche con el estoicismo propio de un samurái-. No hay excusa.

Los ancianos parecían complacidos por su deshonra y satisfechos de que fuera él, y no ellos, el blanco de las iras del caballero. Hirata y Yoritomo parecían preocupados.

– Lamento, aah, discrepar -dijo el sogún, rebelándose contra su primo como en otras ocasiones-. Sano-san ciertamente cuenta con una, aah, excusa legítima. Fue sólo, aah, anteayer cuando empezó a investigar los asesinatos. No deberías ser tan impaciente, primo.

Sano pensó en lo irónico que resultaba que el sogún, que siempre había esperado de él resultados inmediatos, lo defendiera en ese punto. Saltaba a la vista que lo soliviantaba el control que ejercía sobre él Matsudaira, y aprovechaba cualquier oportunidad de plantarle cara. A lo mejor Yoritomo lo había inducido a que abogara por Sano.

– Su excelencia tiene razón -dijo Matsudaira, disimulando el descontento y fingiendo contrición-. Disculpadme, chambelán Sano. Este último asesinato no es culpa vuestra. -Su torva mirada a los ancianos proclamaba dónde colocaba él la culpa-. Contadnos qué avances habéis realizado en la captura del asesino.

– He identificado a un sospechoso. El caballero se inclinó hacia delante.

– ¿Quién es?

Sano observó que Kato e Ihara se preparaban para una acusación contra su camarilla.

– El capitán Nakai.

La sorpresa afloró a los rostros de Matsudaira, los ancianos y Yoritomo. El sogún arrugó la frente como si tratara de recordar quién era el aludido.

– Pero el capitán Nakai… -empezó Ihara, y se calló. «Luchó en el bando del caballero Matsudaira en la guerra de las facciones. ¿Cómo puede ser él quien trata de socavar el nuevo régimen?» Las palabras no pronunciadas resonaron en la sala.

– ¿Por qué sospecháis del capitán Nakai? -preguntó el primo del sogún.

Sano explicó que Nakai había tenido contacto con el jefe Ejima y el ministro Moriwaki durante los días previos a sus muertes.

– Y está contrariado porque no lo han compensado por sus recientes méritos.

Matsudaira entrecerró los ojos y se acarició la barbilla mientras asimilaba lo que Sano estaba dando a entender. Los ancianos eran incapaces de ocultar del todo su alivio al ver que el incriminado era uno de los hombres de su rival, en lugar de ellos.

– Oigamos lo que tiene que decir el capitán en su defensa -dijo Matsudaira-. ¿Dónde está?

Sano hubiese preferido interrogar a Nakai en privado, pero su posición ya era lo bastante débil.

– Debería estar de servicio en el puesto de mando de la guardia del castillo.

– Traedlo -ordenó el caballero a un sirviente.

Al cabo de poco, el capitán Nakai entraba con paso firme en la sala de audiencias. Resplandecía de orgullo cuando se postró e hizo las reverencias de rigor.

– Excelencia; caballero Matsudaira; es un honor. -Sano intuyó que creía que iba a recibir, después de tanto tiempo, la recompensa que anhelaba. Pero al ver la expresión sombría del primo del sogún y reparar en Sano, el capitán se cargó de aprensión-. ¿Puedo preguntar por qué se me ha convocado?

– El coronel Ibe ha sido asesinado. ¿Has sido tú? -inquirió Matsudaira, saltándose las formalidades para ir directo al grano.

– ¿Qué? -El capitán se quedó boquiabierto de un asombro que a Sano le pareció genuino.

– ¿Mataste también al jefe de la metsuke Ejima, el ministro del Tesoro Moriwaki, el inspector de la corte Ono y el comisario de carreteras Sasamura? -preguntó el caballero.

– ¡No! -El capitán Nakai miró a Sano y su desconcierto dio paso al ultraje-. Os dije que era inocente. Juro que lo soy. -Una horrorizada comprensión le demudó las facciones-. Le habéis dicho a su excelencia y al caballero Matsudaira que soy culpable.

– ¿Y bien? -La intensa mirada del primo del sogún desafió a Sano-. ¿Es o no es el culpable?

– Sólo hay un modo de resolver la cuestión. Debo rogaros que esperéis un momento. -Y susurró al detective Marume-: Si el detective Tachibana está haciendo su trabajo, debería andar por aquí cerca. Ve a buscarlo y tráelo aquí.

Marume salió. Pasó un breve lapso de tiempo, durante el cual el caballero y los ancianos esperaron en malcarado silencio. Yoritomo le explicó con un murmullo al sogún lo que había pasado. El capitán Nakai miraba de uno a otro, como si buscara que lo rescatasen. Abrió la boca para hablar y luego se mordió el labio. Meneaba las manos y tensaba los músculos. Toda la fuerza física que había hecho de él un héroe en el campo de batalla no iba a servirle de nada allí. Su miedo a la ruina y la muerte impregnaba el aire como un hedor. Sano sintió que la tensión de la sala se acumulaba hasta un punto intolerable. En el último momento llegaron los detectives Marume y Tachibana.

– Lo más probable es que el asesino tocara al coronel Ibe ayer, en el festival del templo de Asakusa -explicó Sano, y se dirigió al capitán Nakai-: ¿Dónde estuvisteis anoche?

Algo parecido al alivio, combinado con el desafío, surcó la expresión de Nakai.

– En casa.

Sano se volvió hacia el detective Tachibana.

– ¿Es eso cierto?

– Sí, honorable chambelán -contestó su hombre, nervioso en presencia de sus superiores, pero seguro de su respuesta-. Pasó allí toda la noche. No se movió de su casa en ningún momento.

– Puse al capitán Nakai bajo vigilancia -explicó Sano a los presentes-. La declaración de mi detective confirma su coartada.

– ¿Hicisteis que un hombre me siguiera? -Nakai miró a Sano con indignación y asombro redoblados.

– Deberíais darle las gracias -observó Kato-. Os ha exculpado.

– Ciertamente. -Matsudaira lanzó a Sano una mirada especulativa y reprobatoria.

Yoritomo susurró al oído del sogún, que asintió y dijo:

– Capitán Nakai, aah, parece que no eres el asesino que buscamos. Regresa a tu puesto.

Estupefacto, el aludido no movió un músculo.

– ¿Eso es todo? -preguntó a Sano-. ¿Me acusáis delante de todos, arrastráis mi honor por el fango y luego se me despacha como si no hubiera pasado nada? -Tenía la cara roja de ira-. ¿Cómo se supone que debo mantener la cabeza alta en público?

Sano lamentaba haber dañado la reputación de un inocente, También tenía motivos para sentir que Nakai no fuera el asesino.

– Os ruego que aceptéis mis disculpas. Me encargaré de que todo el mundo sepa que vuestro honor está intacto y de que os compensen cualquier molestia que hayáis sufrido.

Nakai, ciego de ira, estalló contra el caballero Matsudaira:

– Después de todo lo que he hecho por vos, ¿consentís que me deshonren cuando deberíais recompensarme?

– Sugiero que obedezcáis la orden de su excelencia y salgáis antes de que vuestra lengua os meta en problemas -repuso el primo del sogún con frialdad.

El capitán se puso en pie, bufando de orgullo herido.

– Nunca habéis olvidado que tengo conexiones con el clan de vuestro enemigo. ¡Siempre me lo habéis echado en cara aunque no sea culpa mía! -Y salió de la sala hecho una furia.

Los reunidos esperaron un instante en silencio a que se despejara el ambiente emponzoñado. Sano sabía que se avecinaban más problemas. Detectó un temor similar al suyo en los rostros impasibles que lo rodeaban. Sólo el sogún estaba tranquilo en su ignorancia.

– Debo decir que no me sorprende que el capitán Nakai sea inocente -comentó Matsudaira. Tampoco parecía contrariado-. Nakai ha sido bendecido por la buena suerte. Otros no son tan afortunados. -Su mirada, preñada de acusación, atravesó a los dos ancianos.

Kato e Ihara intentaron disimular su desazón al ver las sospechas apuntadas de nuevo hacia su facción. El sogún le pidió con un codazo a Yoritomo una explicación de lo que acababa de suceder, pero los ojos luminosos y asustados del muchacho estaban fijos en Sano.

– Vos también tenéis un problema, honorable chambelán -prosiguió el caballero Matsudaira con el mismo tono amenazante-. Ahora que vuestro principal sospechoso ha quedado libre de culpa, la investigación se encuentra de vuelta donde empezó: sin ninguna idea de quién es el asesino.

Aunque el revés lo angustiaba, Sano no podía permitirse que Matsudaira creyera que la situación era tan aciaga como parecía.

– Hay varias líneas de investigación más -empezó.

El caballero lo atajó con un gesto de impaciencia.

– No me hagáis perder el tiempo hasta que se demuestren más válidas que lo que habéis descubierto hasta ahora. -Miró a los dos ancianos y luego a Sano, con un claro sentido: más valía que cualquier nueva vía que explorase apuntara a sus enemigos-. Si el asesino golpea de nuevo, habrá algunos cambios en el escalafón superior del régimen. ¿No os parece que la isla de Hachijo tiene sitio para más de un chambelán exiliado?

– Sí, mi señor. -Sano mantuvo la serenidad de tono y expresión. Por alto que hubiera llegado en el bakufu, nada había cambiado en realidad; su rango no lo eximía del Camino del Guerrero. Aún debía aceptar los abusos, por inmerecidos que fueran. Un cruel regodeo centelleó en los ojos de Matsudaira al percibir la lucha interior de Sano.

– Pero no temáis que la isla de Hachijo sea un lugar solitario. Tendréis compañía de sobra. -Atravesó con la mirada a Hirata, que dio un respingo involuntario-. Donde va el señor, va el vasallo.

La cara de Hirata adquirió la expresión del ciervo que ha visto apuntar al cazador una flecha directa hacia él. Matsudaira se volvió hacia el sogún.

– Creo que podemos levantar esta sesión, honorable primo.

El sogún asintió, demasiado confuso para objetar. Mientras él, sus hombres y los ancianos se levantaban y hacían una reverencia, Sano sintió la perdición en el aire como una tormenta en ciernes. El caballero Matsudaira dijo:

– Confío en que mañana sea un día más satisfactorio.


Fuera del palacio, Sano cruzó los jardines con Hirata. El ocaso pintaba una triste franja carmesí en el cielo por encima de las colinas de poniente; nubes como un muro de humo ocultaban la luna y las estrellas. Crecían las sombras y los insectos chirriaban bajo unos árboles que condensaban la noche en su follaje. En las linternas de piedra ardían las llamas; las antorchas de las patrullas de guardias destellaban en el paisaje oscurecido.

– Lamento no haber sido capaz de identificar al asesino -dijo Hirata, que parecía dispuesto a asumir toda la culpa.

– Yo lamento haberte metido en esta investigación. -Si le causaba a Hirata más perjuicios de los que ya había padecido, Sano nunca se lo perdonaría-. Pero no desesperemos todavía. Tenemos suerte de que el caballero Matsudaira nos haya concedido otra oportunidad. Es posible que las otras pistas nos conduzcan al asesino. Y el último crimen tal vez nos proporcione nuevos indicios.

– ¿Cuáles son vuestras órdenes para mañana? -preguntó Hirata.

Sano deseó una vez más poder excusar a su vasallo. Sin embargo, tanto el destino de Hirata como el suyo dependían del resultado, y no podía negarle la oportunidad de salvar su honor y su posición.

– Localiza al sacerdote que chocó con el jefe Ejima y al aguador que merodeaba cerca del comisario de carreteras Sasamura.

Hirata asintió, aceptando sin inmutarse la agotadora tarea de perseguir testigos por toda la ciudad.

– También me enteraré de si alguien vio al asesino acechando al coronel Ibe.

– Un incidente cualquiera podría proporcionar el empujón crítico que necesitamos -dijo Sano, si bien con más esperanza de la que sentía. Indicó a los detectives Marume y Fukida que se unieran a ellos-. En cuanto lleguemos a casa, organizad una búsqueda del sacerdote Ozuno. Tomad prestadas tropas del Ejército. Quiero todos los templos registrados. Si lo encontráis, retenedlo en algún sitio del que no pueda escapar y notificádnoslo a mí o a Hirata-san de inmediato.

Cruzaron la puerta que daba a los terrenos del palacio. Después de desearse las buenas noches, Hirata enfiló con Arai e Inoue el pasaje que llevaba al barrio administrativo. Sano se dirigió con Marume y Fukida a su complejo. Allí debía cribar la información sobre los contactos de las víctimas, buscar nuevos sospechosos y confiar en que tuvieran relaciones con los enemigos de Matsudaira. La sola idea lo agotaba. Probablemente se pasaría la noche en vela otra vez.

Cuando llegó a la mansión, se encontró el camino vacío salvo por sus guardias, que holgazaneaban ante la puerta. La visión era tan extraordinaria que él, Marume y Fukida se pararon en seco. Aunque Sano había cancelado todas sus citas, todavía era lo bastante temprano para que hubiera funcionarios prestos a enredarlo en cuanto apareciera. Dentro del patio, sus pasos resonaron en el fantasmagórico silencio.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Fukida.

– Es una buena pregunta. -Sano tuvo la inquietante sensación de que algo andaba mal. Se encontraron a su asesor rondando por la entrada a la residencia, y Sano le preguntó-: ¿Qué sucede?

– No lo sé. -Kozawa parecía tan desconcertado como ellos.

– ¿Ha sido así todo el día?

– No, honorable chambelán. A primera hora de la mañana había el gentío de costumbre. Pero hacia mediodía ha empezado a decaer. No ha habido visitas desde entrada la tarde… hasta ahora mismo.

El instinto agudizó el desasosiego de Sano.

– ¿Quién es?

– El comisario de policía Hoshina. El y dos de sus comandantes esperan en la antesala.

Sano vio cómo un día malo de repente giraba a peor.

– ¿Queréis que lo eche? -se ofreció Marume.

Aunque estaba tentado, Sano recordó la advertencia de Hirata. Le convenía enterarse de qué nueva jugarreta tramaba Hoshina contra él.

– No -dijo, y se dirigió a Kozawa-. Veré al comisario en mi despacho.

Sus detectives lo escoltaron hasta allí. Les ordenó que no perdieran de vista a los hombres de Hoshina y se sentó ante su escritorio, respirando hondo y tratando de sacudirse la tensión de su encuentro con Matsudaira. Al poco Kozawa abrió la puerta, y entró Hoshina.

– Saludos, honorable chambelán -dijo con una sonrisita insolente. Se había quitado las espadas, como mandaba la norma para los visitantes, pero aun así se movía con orgullo fanfarrón.

– Bienvenido. -Sano adoptó un tono lacónico para indicar que la visita sería corta-. ¿Qué os trae por aquí?

Hoshina le dedicó una superficial reverencia. Al arrodillarse ante Sano, paseó la mirada por la habitación. Una amarga nostalgia le tiñó la expresión y Sano supo que recordaba los tiempos en que había sido amante y vasallo mayor de su anterior ocupante.

– Bah, se me ha ocurrido pasarme a ver qué tal os iba todo.

– No creo que hayáis venido por el placer de una charla intrascendente -repuso Sano.

Hoshina se sonrió e hizo caso omiso de la invitación de Sano a que declarara el motivo de su visita.

– Qué tranquilo está todo. ¿No es asombroso que cuatro palabras dejadas caer en una charla informal puedan tener un efecto tan drástico?

Sano sintió un vuelco en el estómago al percibir una conexión entre su oficina desierta y Hoshina.

– ¿De qué estáis hablando? -Hoy he topado por casualidad con varios conocidos mutuos. -Hoshina arrastraba las palabras, recreándose, disfrutando de la turbación de Sano-. Les he mencionado que os está costando resolver este caso, y que la muerte del coronel Ibe no ha ayudado. Les ha interesado descubrir que el caballero Matsudaira está sumamente insatisfecho con vos y que eso ha puesto en peligro la consideración en que os tiene. -Hoshina sacudió la cabeza con falsa compasión; los ojos le centelleaban de malicia-. Las ratas siempre abandonan el barco que se hunde.

Sano se dio cuenta de lo sucedido. Hoshina, que tenía espías por todas partes, había estado siguiendo su investigación, advirtiendo a la gente que era probable que no lograra resolver el caso y que más le valía limitar su contacto con él o compartirían su castigo. Si la estratagema de Hoshina daba resultado, Sano perdería su influencia ante los altos funcionarios Tokugawa y los señores feudales. Su miedo a quedar aislado y perder el control del gobierno y la nación asumió una nueva y angustiosa realidad. Debería haber previsto que su enemigo lo atacaría con malas artes cuando más vulnerable era. Lanzó una mirada furibunda a Hoshina, que esperaba sonriente su reacción.

– No puedo decir que me sorprendan vuestras noticias -dijo con disciplinada calma-. Vuestro comportamiento en el pasado ha demostrado que nunca dejaréis de intentar destruirme, por mucho que me esfuerce en hacer las paces entre nosotros. Lo que sí me sorprende es el método que habéis elegido esta vez.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Hoshina, orgulloso de su ingenio.

– Interferir en mis asuntos saboteará el funcionamiento del nuevo régimen del caballero Matsudaira. Vuestro juego podría ser más peligroso para vos que para mí. Y hablarme de él me concede la ocasión de contraatacar.

Hoshina rió.

– Correré el riesgo. -Sano supuso que tenía tanta confianza en sí mismo que se había arriesgado a ponerlo sobre aviso sólo para ver su reacción. Hoshina no era el hombre más listo del bakufu, pero desde luego se contaba entre los más temerarios, y preferiría morir antes que renunciar a la esperanza de llegar a lo más alto por cualquier medio. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación-. Siempre me ha gustado este despacho -dijo mientras apreciaba sus generosas proporciones, su alto techo artesonado, las paredes cubiertas de libros y mapas, las elaboradas lámparas de metal-. Cuando lo desalojéis, el sogún necesitará un nuevo chambelán. Y yo estaré preparado. -Miró a Sano con regodeo-. Debería mencionar que muchos funcionarios y daimios han prometido apoyarme ante el caballero Matsudaira a cambio de favores cuando vuestro puesto sea mío.

Sano notó que el comisario tenía otros motivos, más personales que la mera ambición, para organizar ese golpe contra él. Desparecido Yanagisawa, Hoshina necesitaba un objetivo para su ira contra el que fuera su amante. Atacando a Sano y ganando el puesto que había pertenecido a Yanagisawa, podía satisfacer su sed de venganza.

– Ahora que os habéis explayado, escuchadme un momento -dijo Sano-. Si creéis que saldréis victorioso en vuestro empeño, cometéis un triste error. -Lo satisfizo ver que la expresión de su adversario vacilaba-. En cuanto a este despacho, podéis iros olvidando de heredarlo en el futuro inmediato.

Miró con intención hacia la puerta. Hoshina captó la indirecta, pero antes de marcharse:

– Disfrutadlo ahora que todavía es vuestro. -E hizo una reverencia con exagerada cortesía. Una chispa de astucia alumbró sus ojos-. Ah, por cierto, me ha llegado una noticia interesante. Sobre la dama Reiko.

– ¿Mi mujer? -Sano sintió una punzada de sorpresa.

– La misma. Ha sido vista por el poblado hinin y el distrito del ocio de Riogoku Hirokoji. Mis fuentes en el tribunal cuentan que está investigando a una paria acusada de asesinato. Dicen que anda rebuscando indicios para absolverla, aunque resulta obvio que es culpable. La dama Reiko no sólo está interfiriendo con la justicia, sino que además lo está haciendo por orden vuestra porque creéis que la ley debería ser más blanda con los criminales.

Sano a duras penas logró disimular su consternación. ¡Que las andanzas de Reiko hubieran llegado a oídos de su enemigo! Sin embargo, habló con tono contenido:

– Deberías tener cuidado al elegir vuestras fuentes. No creáis todo lo que oís.

Con una mirada, Hoshina se mofó de sus palabras.

– El humo es un indicio cierto del fuego, como han dicho mis nuevos amigos al mencionarles las dudosas actividades de la dama Reiko. También se han mostrado de acuerdo en que un chambelán que adultera la ley a su antojo y manda a su mujer a hacerle el trabajo sucio no se merece su puesto. Eso los ha convencido de cortar sus relaciones con vos. -Y antes de que Sano diera con una respuesta, añadió-: La dama Reiko me ha hecho un favor. Os ruego que le transmitáis mi agradecimiento… y mis mejores deseos para vuestro hijo.

Y abandonó el despacho soltando una carcajada sardónica.

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