Capítulo 1

Por encima del hipódromo, más allá de las lomas boscosas surcadas por pasajes de paredes de piedra que rodeaban y remontaban la colina, se erguía un complejo separado de las mansiones donde vivían los altos funcionarios del régimen Tokugawa. Lo protegían unos altos muros rematados por pinchos metálicos; sus tejados asomaban entre pinos. A su entrada formaban cola funcionarios samuráis, ataviados con las vestiduras formales de seda y las dos espadas, con la coronilla rapada y los moños propios de su clase. Escoltados por los guardias, entraban por la doble puerta, cruzaban el patio y pasaban a la mansión, que se multiplicaba en un laberinto de alas conectadas por pasillos cubiertos. Luego se congregaban en una antesala, donde esperaban para ver al chambelán Sano Ichiro, segundo del sogún y primer administrador del bakufu, el gobierno militar que regía los destinos de Japón. Entretenían la espera con chismes políticos, produciendo un rumor constante y creciente con sus voces. En las habitaciones contiguas reinaba un torbellino de actividad: los asesores del chambelán se insultaban entre ellos; los oficinistas registraban los negocios realizados por el régimen, recopilaban informes y los archivaban; los mensajeros iban y venían a toda prisa.

Encerrado en su despacho privado interior, el chambelán Sano se hallaba reunido con el general Isogai, comandante supremo del Ejército, para ponerse al día de los asuntos militares. A su alrededor, coloridos mapas de Japón colgaban de los gruesos tabiques de madera que amortiguaban el bullicio exterior. Las estanterías y los cofres de hierro a prueba de incendios estaban llenos de libros de registros. La ventana abierta ofrecía una vista del jardín, donde resplandecía a la luz vespertina la arena rastrillada en líneas paralelas alrededor de unas rocas musgosas.

– Hay buenas y malas noticias -dijo el general Isogai. Era un hombre bulboso con una cabeza achaparrada que parecía brotarle directamente de los hombros. Sus ojos centelleaban de inteligencia y jovialidad. Hablaba con una voz sonora acostumbrada a impartir órdenes-. La buena noticia es que las cosas se han calmado en los últimos seis meses.

Seis meses atrás, la capital se había visto envuelta en una contienda política.

– Demos gracias de que se haya reinstaurado el orden y evitado la guerra civil -dijo Sano, que recordaba la sangrienta batalla en que se habían enfrentado las tropas de dos facciones rivales a las afueras de Edo, saldada con 346 soldados muertos.

– Podemos agradecer a los dioses que el caballero Matsudaira tenga el poder y haya desaparecido Yanagisawa -añadió el general.

El caballero Matsudaira -primo del sogún- y el ex chambelán Yanagisawa habían competido con encono por hacerse con el poder. Su lucha había dividido el bakufu, hasta que Matsudaira había logrado ganarse más aliados, derrotar al ejército de su rival y desalojar a Yanagisawa. En ese momento controlaba al sogún y, por ende, la dictadura.

– La mala noticia es que no han acabado los problemas -prosiguió Isogai-. Se han producido más incidentes desafortunados. Dos de mis soldados fueron emboscados y asesinados en la carretera, y otros cuatro mientras patrullaban por la ciudad. Ayer pusieron una bomba en la guarnición militar de Hodogaya; cuatro soldados resultaron muertos, ocho heridos.

Sano arrugó la frente, consternado.

– ¿Han atrapado a los responsables?

– Todavía no -respondió Isogai con expresión agria-. Pero por supuesto sabemos quiénes son.

Tras el derrocamiento de Yanagisawa, docenas de soldados de su ejército se las habían ingeniado para frustrar los denodados esfuerzos del caballero Matsudaira por capturarlos. Edo, hogar de un millón de personas e incontables casas, tiendas, templos y santuarios, ofrecía muchos escondrijos a los fugitivos. Decididos a vengar la derrota de su señor, libraban la guerra contra el caballero Matsudaira en forma de atentados y sabotajes. Así pues, Yanagisawa todavía proyectaba una sombra, aunque en ese momento viviera exiliado en la isla de Hachijo, en medio del océano.

– He oído informes de combates entre el Ejército y los rebeldes en las provincias -dijo Sano. Los rebeldes estaban fomentando la insurrección en las zonas donde los Tokugawa tenían menos presencia militar-. ¿Sabéis ya quién dirige los ataques?

– He interrogado a los fugitivos capturados y les he sonsacado algunos nombres. Todos son altos mandos del ejército de Yanagisawa pasados a la clandestinidad.

– ¿Podrían estar recibiendo órdenes de alguien nada clandestino?

– ¿Del interior del bakufu, queréis decir? -Isogai se encogió de hombros-. Quizá. Aunque el caballero Matsudaira se ha desembarazado de la mayor parte de la oposición, no puede eliminarlos a todos.

Matsudaira había purgado el gobierno de muchos funcionarios que habían apoyado a su rival. Los destierros, degradaciones y ejecuciones probablemente se prolongarían una temporada. Sin embargo, todavía había en el bakufu restos de la facción de Yanagisawa. Se trataba de hombres demasiado poderosos para que Matsudaira pudiera defenestrarlos. Suponían un desafío modesto pero creciente para él. -Con el tiempo aplastaremos a los rebeldes -dijo el general-. Sólo nos cabe rogar que un ejército extranjero no invada Japón mientras andamos enfrascados en ello.

Terminada su reunión, ambos se levantaron e intercambiaron reverencias.

– Mantenedme informado -pidió Sano. El general lo observó un momento.

– Estos tiempos han sido desastrosos para muchas personas -comentó-, pero beneficiosos para otras. -Su sonrisa cómplice y traviesa era un guiño para Sano-. Si Yanagisawa y el caballero Matsudaira no se hubieran enfrentado, cierto antiguo detective jamás se habría elevado a cotas muy por encima de sus expectativas… ¿no es así, honorable chambelán?

Recalcó el título de Sano, concedido seis meses atrás a resultas de una investigación de asesinato que había precipitado la caída de Yanagisawa. Sano, que en un tiempo fuera sosakan-sama del sogún -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, había sido elegido como sustituto del anterior chambelán.

Isogai soltó una risita.

– Jamás pensé que respondería ante un antiguo ronin. -Antes de incorporarse al gobierno, Sano había sido un samurái sin señor que malvivía como tutor e instructor de artes marciales-. Aposté con varios de mis oficiales que no duraríais ni un mes.

– Gracias por vuestro voto de confianza -repuso Sano con una sonrisa irónica, al recordar lo que le había costado aprender cómo funcionaba el gobierno, mantener bien engrasada su enorme y esotérica burocracia y entablar una buena relación con los subalternos que le echaban en cara su ascenso por encima de ellos.

En cuanto hubo partido el general, el torbellino exterior al despacho de Sano irrumpió por la puerta. Los asesores se le echaron encima, luchando a voces por su atención:

– ¡Aquí están los últimos informes sobre rentas públicas!

– ¡Aquí están vuestros memorandos para que los firméis!

– ¡Los consejeros judiciales esperan para veros!

Los asesores apilaron una montaña de documentos sobre el escritorio y desenrollaron pergaminos ante él. Impartió órdenes mientras repasaba los papeles y los estampaba con el sello de su firma. Esa había sido su rutina cotidiana desde que lo nombraran chambelán. Para mantenerse al día de todo lo que pasaba en la nación, leía y escuchaba un sinfín de informes y celebraba una reunión tras otra. Su vida se había convertido en un frenesí incesante. Reflexionó sobre que el régimen Tokugawa, fundado por el acero de la espada, marchaba a esas alturas sobre el papel y la charla. Lamentaba la costumbre que había instaurado al asumir su nuevo cargo.

En su afán por tomar las riendas, había querido entrevistarse con todo el mundo y oír todas las noticias y problemas sin el filtro de quienes pudieran ocultarle la verdad. Había pretendido tomar las decisiones por su cuenta, en lugar de confiarlas a los doscientos hombres que formaban su personal. Como no quería acabar manipulado y en la ignorancia, Sano había abierto sus puertas a un enjambre de funcionarios. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que se había excedido. Los asuntos de poca monta y la gente ansiosa por ganarse su favor le consumían demasiado tiempo. A menudo se sentía como si flotara precariamente en constante peligro de ahogarse. Había cometido muchos errores y herido muchas susceptibilidades.

Con independencia de sus dificultades, Sano se enorgullecía de sus logros. Había mantenido de una pieza el régimen Tokugawa a pesar de su inexperiencia. Había alcanzado la cumbre de la carrera de un samurái, el más alto honor. Con todo, a menudo se sentía aprisionado en su despacho. Su espíritu de guerrero se impacientaba; ni siquiera tenía tiempo para practicar las artes marciales. Sentarse, hablar y manosear papel mientras la espada criaba herrumbre no era trabajo para un samurái. No podía evitar la añoranza de sus días de detective, el desafío intelectual de resolver crímenes y la emoción de cazar malhechores. Deseaba usar su nuevo poder para hacer el bien, mas no parecía haber muchas ocasiones para ello.

Un mensajero del castillo de Edo esperaba indeciso a su lado.

– Disculpad, honorable chambelán -dijo-, pero el sogún desea veros en palacio ahora mismo.

Además de todo, Sano estaba a las órdenes del sogún día y noche. Su deber más importante era mantener contento a su señor. No podía rehusar un llamamiento, por frivolos que solieran demostrarse los motivos.

Salió de sus aposentos acompañado por sus dos vasallos, Marume y Fukida. Los dos habían pertenecido a su cuerpo de detectives cuando era sosakan-sama, en ese momento le servían en calidad de guardaespaldas y ayudantes. Atravesaron con paso ligero la antesala, donde los funcionarios ansiosos por verlo revolotearon a su alrededor suplicando un instante de su atención. Sano se disculpó y se apartó mentalmente de todo el trabajo que tenía pendiente, mientras Marume y Fukida lo sacaban por la puerta.

Dentro del palacio, Sano y sus escoltas avanzaron por la larga sala de audiencias, por delante de los guardias apostados contra las paredes. El sogún estaba sentado en la tarima del fondo. Llevaba el gorro negro cilíndrico que indicaba su rango y unas lujosas vestiduras de seda cuyas tonalidades verdes y doradas casaban con el paisaje mural que tenía detrás. El caballero Matsudaira estaba de rodillas en la posición de honor, por debajo del sogún y a su derecha. Sano se arrodilló en su habitual lugar a la izquierda del dictador; sus hombres se colocaron cerca de él. Mientras hacían reverencias a sus superiores, Sano pensó en qué parecidos eran de aspecto los dos primos, y a la vez qué diferentes.

Tenían en común las facciones aristocráticas de los Tokugawa pero, mientras las del sogún parecían marchitas y pusilánimes, las del caballero Matsudaira estaban reforzadas por una salud robusta y un espíritu aguerrido. Los dos tenían cincuenta años y la misma altura aproximada, pero el sogún parecía mucho más viejo y menudo por su pose encorvada. Matsudaira, más corpulento que su primo, erguía la espalda con orgullo. Aunque llevaba ropajes de un tono discreto, dominaba la sala.

– He solicitado esta reunión para anunciar una mala noticia -dijo el caballero. Mantenía la farsa superficial de que su primo tenía el poder y fingía someterse a su dictado, aunque no engañaba a nadie salvo al sogún. Aunque en ese momento controlaba el gobierno, todavía cortejaba el favor de su primo porque, en caso contrario, otros lo harían y él se expondría a perder su influencia-. Ejima Senzaemon acaba de morir.

Sano experimentó sorpresa y consternación. El sogún adoptó una expresión intranquila y confusa.

– ¿Quién has dicho? -La voz le temblaba con su miedo constante a parecer estúpido.

– Ejima Senzaemon -repitió Matsudaira.

– Aah. -El sogún arrugó la frente, más perplejo que aclarado-. ¿Lo conozco?

– Por supuesto -repuso el caballero, apenas ocultando su impaciencia ante las pocas luces de su primo. Sano casi lo oía pensar que él, y no Tokugawa Tsunayoshi, debería haber nacido para gobernar el régimen.

– Ejima era el jefe de la metsuke -murmuró Sano para echarle una mano. La metsuke era el servicio secreto que empleaba espías para reunir información en todo Japón a fin de mantener vigilados a los alborotadores y defender el poder del régimen.

– ¿De verdad? -preguntó el sogún-. ¿Cuándo asumió el cargo?

– Hace unos seis meses -respondió Sano. A Ejima lo había nombrado el caballero Matsudaira tras la purga de su antecesor, un aliado del chambelán Yanagisawa.

El sogún emitió un suspiro cansado.

– Hay tanta gente nueva en el, aah, gobierno de un tiempo a esta parte… No me aclaro con ellos. -Esbozó una mueca de irritación-. Me sería más fácil si los mismos hombres se quedaran en los mismos puestos. No sé por qué no puede ser.

Nadie ofreció una explicación. El sogún no estaba enterado de la guerra entre el caballero Matsudaira y el chambelán Yanagisawa ni de la victoria del primero y la consiguiente purga; nadie se lo había contado y, dado que rara vez abandonaba el palacio, veía poco de lo que pasaba a su alrededor. Sabía que habían exiliado a Yanagisawa, pero no tenía claro por qué. Ni el ex chambelán ni el caballero habían querido que supiera que aspiraban a controlar el régimen, por miedo a que los condenara a muerte por traición. Llegado ese momento, su primo prefería mantener al sogún ajeno al hecho de que había asumido el poder y en la práctica gobernaba Japón. Nadie osaba desobedecer sus órdenes que prohibían informar al sogún. Una conspiración de silencio imperaba en el castillo de Edo.

– ¿Cómo ha muerto Ejima? -preguntó Sano.

– Se ha caído del caballo durante una carrera en el hipódromo del castillo de Edo -explicó Matsudaira.

– Oh, cielos -dijo el sogún-. Las carreras de caballos son un deporte muy peligroso, a lo mejor habría que, aah, prohibirlas.

– Recuerdo haber oído que Ejima era un jinete especialmente temerario -comentó Sano- y que había sufrido accidentes antes.

– No creo que esto haya sido un accidente -replicó el caballero con tono cortante-. Me huelo que hay gato encerrado, -¿Eh? -Sano vio su sorpresa reflejada en el rostro de sus hombres-. ¿Por qué?

– No es la única muerte reciente y repentina de un alto funcionario -observó Matsudaira-. Primero fue Ono Shinnosuke, el supervisor de ceremonias de la corte, el día de Año Nuevo. En primavera murió Sasamura Tomota, comisario de carreteras. Y apenas el mes pasado, el ministro del Tesoro Moriwaki.

– Pero Ono y Sasamura murieron mientras dormían, en casa y en su cama -dijo Sano-. El ministro del Tesoro se cayó en la bañera y golpeó en la cabeza. Sus muertes no parecen guardar relación con la Ejima.

– ¿No veis un patrón? -El tono de Matsudaira estaba preñado de ominosa insinuación.

– Todos eran, aah, nuevos en sus cargos, ¿no es así? -terció el sogún con timidez. Tenía el aire de un niño que jugara a las adivinanzas y esperase haber dado con la respuesta correcta-. ¿Y murieron al poco de asumir el puesto?

– Precisamente -contestó su primo, sorprendido de que el sogún los recordase, por no hablar ya de que supiera cualquier cosa sobre ellos.

Eran todos compinches de confianza de Matsudaira, instalados después de su asalto al poder, podría haber añadido Sano, pero no lo hizo.

– Es posible que esas muertes no hayan sido tan naturales como aparentan -dijo Matsudaira-. Tal vez formen parte de un complot para socavar el régimen eliminando funcionarios clave.

Si bien los enemigos de Matsudaira dentro y fuera del bakufu tramaban su caída a todas horas, Sano no sabía qué pensar sobre una conspiración interna para debilitar el régimen que éste había establecido. Durante los últimos seis meses lo había visto transformarse de confiado cabeza de una destacada rama del clan Tokugawa en hombre nervioso y receloso inseguro en su nueva posición. Los frecuentes sabotajes y atentados violentos contra su ejército por parte de los forajidos de Yanagisawa espoleaban su inquietud. Podían robarle al ladrón el poder robado, suponía Sano.

– ¿Un complot contra el régimen? -graznó el sogún, siempre susceptible a las advertencias de peligro. Miró alrededor como si lo atacaran a él, y no a su primo-. ¡Tienes que hacer algo! -le espetó.

– Y bien que lo haré -dijo éste-. Chambelán Sano, os ordeno que investiguéis las muertes. -Aunque Sano era el segundo del sogún, respondía ante el caballero Matsudaira, como todos los miembros del gobierno. En sus prisas por protegerse, el primo del sogún había olvidado manipularlo para que diera él la orden-. En caso de que se demostraran ser asesinatos, identificaréis y prenderéis al asesino antes de que pueda cometer un nuevo crimen.

A Sano lo asaltó un escalofrío de emoción y alegría. Aunque las muertes resultaran naturales o accidentales, allí se le presentaba un bienvenido descanso del papeleo.

– Como deseéis, mi señor.

– No tan rápido -dijo el sogún, con los ojos entrecerrados por la contrariedad de que Matsudaira se hubiera saltado su autoridad-. Me parece recordar que Sano-san ya no es detective. Investigar crímenes ya no es su trabajo. No puedes pedirle que, aah, se ensucie las manos investigando esas muertes.

El caballero se apresuró a enmendar su error.

– Sano-san está obligado a hacer lo que deseéis, con independencia de su posición. Y vos deseáis que proteja vuestros intereses, ¿no es así?

Al sogún se le marcó la débil mandíbula por la obstinación.

– Pero el chambelán Sano está demasiado ocupado.

– No me importa el trabajo extra, excelencia. -Ahora que tenía esa oportunidad para la acción, Sano no pensaba dejarla escapar. Su energía espiritual se encrespaba ante la perspectiva de una misión en pos de la verdad y la justicia, que eran fundamentales para su código de honor personal-. Estoy ansioso por ser de utilidad.

– Muchas gracias -dijo el sogún con una mirada mohína al caballero Matsudaira además de a Sano-, pero ayudarme a dirigir el país exige toda tu atención.

En ese momento Sano recordó el millón de tareas que lo esperaban. No podía dejar su puesto durante mucho tiempo y arriesgarse a perder su precario control sobre los asuntos de la nación.

– Tal vez su excelencia tenga razón -reconoció a regañadientes-. A lo mejor esta investigación es competencia de la policía. Por lo general son ellos los responsables de resolver los casos de muertes misteriosas.

– Buena idea -dijo el sogún, y preguntó a su primo con beligerante desdén-: ¿Por qué no has pensado en la policía? Que se encarguen ellos.

– No. Debo aconsejaros encarecidamente no meter en esto a la policía -se apresuró a advertir Matsudaira.

Sano se preguntó por qué. El comisario Hoshina mantenía buenas relaciones con el caballero, y Sano hubiera esperado que éste le confiara la investigación. Algo debía de haber pasado recientemente entre ellos, y la noticia aún no había corrido.

– El chambelán Sano es el único en quien se puede confiar para que llegue al fondo de este asunto -sentenció Matsudaira.

Era cierto que durante la guerra entre facciones Sano se había mantenido neutral, soportando muchas presiones para que tomara partido por el bando de Yanagisawa o el de Matsudaira. Después, había servido con lealtad a este último con el fin de restaurar la paz. Además, mucho antes de que empezaran los problemas se había labrado la reputación de ser independiente de miras y de buscar la verdad incluso en detrimento propio.

– A menos que se atrape al asesino, irá matando a los funcionarios del régimen hasta que no quede ninguno -le advirtió Matsudaira al sogún-. Os quedaréis solo. -Adoptó un tono amenazante-. Y eso no os gustaría, ¿o sí?

Su primo se encogió en la tarima.

– Oh, no, para nada. -Lanzó una mirada aterrorizada en derredor, como si viera desaparecer a sus acompañantes ante sus ojos.

Si el caballero Matsudaira consentía los ataques a su régimen, perdería prestigio además de poder, y Sano sabía que eso era peor que la muerte para un hombre orgulloso como él.

– Entonces debéis ordenarle al chambelán Sano que lo deje todo, investigue los asesinatos y os salve.

– Sí. Tienes razón. -La resistencia del sogún se vino abajo-. Sano-san, haz todo lo que sugiera mi primo.

– Una sabia decisión, excelencia -dijo el caballero. Asomó a su boca un atisbo de sonrisa, una expresión de desprecio por el sogún y orgullo ante lo fácil que era meterlo en vereda. Se dirigió a Sano-. He enviado hombres a que aseguren el hipódromo y vigilen el cadáver. Tienen órdenes de no dejar entrar o salir a nadie hasta que hayáis examinado el escenario de los hechos. Pero será mejor que vayáis de inmediato. El público se estará impacientando.

Sano y sus hombres de despidieron con reverencias. Sano salió de la sala con paso ligero, sin pensar en las calamidades que podían abatirse durante su ausencia del timón del gobierno. Le daba igual la cantidad de trabajo que se le acumulase mientras investigaba la muerte del jefe Ejima; se sentía como un prisionero excarcelado. Ahí tenía su oportunidad de aplicar todo el poder y los recursos de su nuevo cargo en la causa de la justicia.

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