El poblado hinin donde habían vivido Yugao y su familia era un suburbio que infestaba la orilla del río Kanda, al noroeste del castillo de Edo. Tiendas de campaña hechas de telas raídas y postes de bambú, habitadas por los recién llegados, rodeaban una aldea de casuchas construidas con sobras de madera. Un yermo ocupado por un enorme vertedero separaba el poblado de un barrio de tiendas y casas venidas a menos situado en la periferia de Edo. Una comitiva formada por cuatro samuráis, un palanquín y sus porteadores se detuvo cerca del vertedero.
Reiko bajó de la silla de manos. Mientras echaba un vistazo alrededor arrugó la nariz ante el hedor de los montones de basura, donde zumbaban enjambres de moscas y rebuscaban niños, ratas y perros callejeros. Con todo, sentía un hormigueo de curiosidad. Había visto poblados de hinin pero nunca había estado en uno; las buenas costumbres mantenían a las damas de su clase alejadas de ellos con el mismo rigor con que la ley separaba a los parias del resto de la sociedad. Ansiosa por explorar el lugar y descubrir en él todo lo posible sobre Yugao y los asesinatos, arrancó a caminar por el descampado embarrado y cubierto de malas hierbas en dirección al poblado. Se envolvió con su sencilla capa de algodón gris. Llevaba sandalias de paja en lugar de los habituales zuecos de madera laqueada. Se había recogido el pelo en un sencillo moño sin ornamentos y había reducido su maquillaje a un mínimo de polvos y carmín. Sus guardias llevaban espada y cota de armadura, pero ningún emblema que identificara quién era su señor. Reiko pretendía que su misión fuera todo lo encubierta posible, para mantener la promesa hecha a Sano.
A medida que se acercaba al poblado le llegaron de las tiendas estentóreas carcajadas y discusiones. Varios parias, en su mayoría hombres, ganduleaban alrededor de las hogueras donde pescados medio podridos chisporroteaban en grasa rancia. Cinco de ellos se apresuraron a salir al paso del grupo. Llevaban raídos quimonos cortos y calzas, con mazas y puñales al cinto. Tenían el pelo desgreñado, la piel incrustada de mugre y cara de pocos amigos.
– ¿Qué queréis? -preguntó uno a los guardias de Reiko. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes, la marca de los mafiosos. El y sus compañeros bloqueaban el camino.
– Saludos -dijo con educación el jefe de la escolta. Era el teniente Asukai, un curtido joven samurái que de ordinario hubiera ordenado a aquellos rufianes que se hicieran a un lado y los hubiera dispersado por la fuerza en caso de necesidad. Pero Reiko les había ordenado a él y los demás que fueran discretos-. La mujer de mi señor desea hablar con unas personas de aquí.
El tatuado lo miró con mala cara.
– Claro, y yo soy su excelencia el sogún. Vosotros los samuráis venís aquí para cebaros en nosotros los hinin. Creéis que podéis matarnos sólo porque la ley no lo prohíbe. -Reiko pensó que aquello debía de ser un problema habitual para los parias-. Pues bien, hoy no toca. -Él y sus hombres desenfundaron sus puñales. De las tiendas salieron otros descastados blandiendo porras y lanzas-. Largaos.
– Esperad. -El capitán Asukai alzó las manos en ademán tranquilizador mientras sus hombres se apiñaban en torno a Reiko para protegerla-. No buscamos problemas. Sólo queremos hablar. -Su tono era calmo; aunque él y sus camaradas eran guerreros adiestrados y expertos y los parias sólo matones sin formación, éstos los superaban en número.
Reiko sintió una punzada de temor. Se había visto envuelta en combates con anterioridad, y no quería repetir la experiencia.
– He dicho que os larguéis. -El cabecilla tatuado hablaba con el descaro de quien está enfadado con el mundo y no tiene gran cosa que perder-. Marchaos, o moriréis.
Los demás parias se hicieron eco de esas palabras con rugidos de entusiasmo. No esperaron a ver si Reiko y sus guardias partían, sino que los rodearon en el acto. Los filos apuntaron hacia Reiko; las mazas se elevaron prestas para golpear; unas caras ávidas de pelea contemplaron a los guardias. Se oyó un chirrido metálico cuando los escoltas desenvainaron sus espadas. Acudió gente corriendo del vertedero y el poblado para mirar. Reiko estaba consternada; apenas había empezado su investigación y ya se había metido en líos.
De repente tronó una autoritaria voz masculina:
– ¿Qué pasa aquí?
Los parias se volvieron hacia el poblado. Abrieron un poco su círculo y Reiko vio que un hombre avanzaba hacia ellos con paso firme, seguido por otros dos. De unos cuarenta años de edad, tenía las facciones hoscas pero bellas, ensombrecidas por una barba incipiente; llevaba una lanza en alto. Su quimono, pantalones y sobreveste presentaban el mismo aspecto astroso que la ropa de los demás descastados, pero eran de seda. Llevaba el pelo peinado en un pulcro moño sobre la coronilla. Tenía el porte noble de un samurái, aunque no iba tonsurado ni llevaba espadas. Sus hombres se parecían al resto de los parias; eran plebeyos a todas luces. Se detuvo y paseó su mirada oscura por la multitud.
– Sólo intentamos librarnos de estos intrusos antes de que hagan daño a alguien -explicó el rufián tatuado.
El hombre inspeccionó a la comitiva de Reiko con recelo.
– Soy Kanai Juzaemon, el jefe de esta aldea. -Toda la sociedad estaba reglamentada y cada vecindario tenía su representante designado, y la colonia hinin no iba a ser menos. Sus dos nombres identificaban a Kanai como miembro de la clase guerrera-. ¿Quiénes sois vosotros?
El teniente Asukai musitó a Reiko:
– A lo mejor nos convendría más decir la verdad.
Reiko no veía muchas alternativas.
– Soy la hija del magistrado -dijo. Al menos podía ocultar su relación con el chambelán Sano-. Me llamo Reiko. Estamos aquí porque mi padre me ha pedido que investigue la muerte de la familia de una mujer llamada Yugao.
El jefe del poblado la miró como si lo sorprendiera el hecho de que hubiera hablado en persona, además de sus palabras. Indicó a los parias que bajaran las armas; ellos obedecieron. Mientras Reiko se preguntaba cómo se habría convertido un samurái en su cabecilla, él preguntó:
– ¿No será vuestro padre el magistrado Ueda?
– Sí -respondió Reiko, con cautela porque le había notado desconfianza en la voz.
– El magistrado Ueda me degradó a la condición de hinin. Hizo lo mismo con muchos de los que se encuentran aquí.
Un hostil eco de confirmación recorrió a los presentes. Reiko lamentó haber mencionado a su padre, cuyo nombre tenía pocos visos de granjearle simpatías entre los parias. Sus guardias se aprestaron para recibir un ataque.
– Pero la palabra del magistrado es la ley -añadió Kanai con pesadumbre fatalista-. Supongo que eso significa que tenemos que satisfacer los deseos de su hija. -Hizo una seña con su lanza a la muchedumbre-. Id a ocuparos de vuestros asuntos.
Los rufianes y los curiosos se dispersaron enfurruñados. Reiko sintió alivio y sus guardias respiraron mientras envainaban las espadas.
– ¿Qué quiere exactamente? -preguntó Kanai al teniente Asukai, en referencia a Reiko.
– Tendrás que preguntárselo a ella.
Kanai parecía cada vez más anonadado por la inusual circunstancia de que la hija de un magistrado investigara un crimen. Volvió su mirada intrigada hacia ella.
– En primer lugar me gustaría ver el lugar donde se perpetraron los asesinatos -dijo ésta.
– Como gustéis. -El jefe se encogió de hombros, perplejo pero resignado-. Pero será mejor que os acompañe. Supongo que os ha quedado claro que aquí no sois especialmente bien recibida.
Abrió la marcha hacia el interior de la colonia. Dos guardias precedían a Reiko y los demás; los camaradas del jefe cubrían la retaguardia. Mientras serpenteaban entre las tiendas, sus ocupantes los contemplaban con hosca curiosidad. Algunos seguían a la comitiva, que al poco contaba con un largo séquito. Ahí quedaba la investigación discreta; sólo le cabía esperar que no llegaran noticias de sus andanzas a nadie en posición de perjudicar a Sano.
El suelo estaba duro y allanado a pisotones, con la superficie enfangada y resbaladiza por el agua derramada por las mujeres que lavaban la ropa o limpiaban pescado. El infecto hedor a residuos y aguas fecales estancadas la mareaba. Era evidente que allí nadie recogía las inmundicias por la noche. Las hogueras quemaban la basura que no había llegado al vertedero; tampoco había basureros en la aldea. Reiko notó que la mugre le humedecía los calcetines y el vuelo de la capa. ¿Cómo podía soportar aquella gente vivir en esa miseria?
Llegaron a las casuchas. Cada minúscula estructura era una mezcla de tablones saqueados de edificios incendiados y obras de construcción, apenas lo bastante alto para que un hombre cupiera dentro de pie. Las ventanas eran agujeros cubiertos de papel sucio; los tejados, apaños de juncos o tejas agrietadas y rotas. Se oían broncas; un bebé berreaba. Reiko se agachó para evitar las prendas raídas que colgaban de los hilos tendidos entre chozas. Ella y sus escoltas tuvieron que apretujarse para sortear a los hombres que jugaban a las cartas en los angostos pasajes. Pasaron por encima de un borracho que yacía inconsciente. En una casucha, un hombre soltaba monedas una a una en la mano de una mujer desaliñada.
Allí florecían los vicios.
El humo enturbiaba el ambiente como un perpetuo crepúsculo. El hedor estaba concentrado, como si el aire exterior no corriese. El hecho de que su padre hubiera condenado a personas a esa vida la hacía sentir incómoda, aunque se merecieran el castigo.
– Aquí es -dijo Kanai, deteniéndose ante una choza. Dos rasgos la distinguían de las demás: un cobertizo adosado a un lado y unos puñados de sal esparcidos en el umbral, para purificar el lugar donde se había producido una muerte-. No hay mucho que ver, pero mirad tanto como deseéis. -Retiró la ajada tela añil colgada sobre la entrada.
Bajo la atenta mirada de los parias, Reiko pasó al interior. Las dos ventanas dejaban pasar una luz nebulosa. El olor dulzón y repulsivo a sangre y carne en descomposición contaminaba el aire. A Reiko se le cerró la garganta y la náusea le atenazó el estómago. Vio manchas en el suelo donde habían fregado la sangre y las visceras, no antes de que calaran en la tierra batida. La casita tenía una sola habitación, más el hueco formado por el cobertizo; el espacio entero era más pequeño que el dormitorio de Reiko. A duras penas podía creer que allí hubieran vivido cuatro personas. Estaba vacío salvo por un hogar de cerámica en una esquina.
Kanai habló desde la puerta:
– Los vecinos saquearon todo lo que no era demasiado pesado: platos, ropa, sábanas… La gente de aquí es tan pobre que no le importa robar a los muertos.
Reiko vio que allí no encontraría ninguna prueba. Sin embargo, aunque notaba que empezaba a impregnarla la contaminación de la muerte y estaba ansiosa por respirar aire puro, se quedó con la esperanza de descubrir alguna pista sobre el crimen. En una pared había muescas irregulares hendidas con un cuchillo. Contó treinta y ocho, tal vez puntuaciones de partidas de cartas. Sintió el rastro de las emociones: ira, terror, desesperación.
– Disculpad mi curiosidad -dijo Kanai-, pero ¿por qué os ha enviado a vos el magistrado para investigar los crímenes?
– Poseo experiencia en estos menesteres. -Reiko evitó mencionar su trabajo para Sano.
El jefe del poblado arrugó la frente en gesto de incredulidad; de ordinario las mujeres no investigaban crímenes. Luego se encogió de hombros y no insistió en ese punto.
– ¿Pero no está resuelto ya el caso? Yugao ha sido arrestada.
– Tanto el magistrado como yo tenemos dudas sobre si fue ella la que mató a su familia.
– Bueno, pues yo no -afirmó Kanai-. Yugao es culpable.
– ¿Por qué lo dices?
– Yo estuve aquí esa noche. Yo descubrí los asesinatos. Yo atrapé a Yugao.
Reiko pensaba buscar a la primera persona que había llegado al escenario del crimen; la suerte le había ahorrado el trabajo.
– Cuéntame lo que pasó.
La expresión de Kanai dejó claro que no entendía por qué no se limitaba a aceptar su palabra y dejaba de husmear en los asuntos de los hinin, pero una vez más se encogió de hombros.
– Mis ayudantes y yo estábamos de ronda por el poblado. Una vigilancia constante es el único modo de mantener el orden. -Reiko apreció su dicción de clase alta-. Oímos gritos procedentes de esta zona.
Reiko los imaginó a él y sus hombres cruzando la colonia con antorchas en la mano, mientras ardían las hogueras y los residentes reñían en la noche; oyó gritos de mujeres.
– Para cuando llegamos a esta casa, los gritos habían cesado. El hombre estaba tirado aquí. -Señaló una mancha de sangre en el suelo-. Creo que murió el primero. Estaba en la cama. Su mujer yacía allí, y su hija pequeña allí. -Reiko siguió su dedo indicador hasta dos puntos más, al otro lado de la habitación, donde el suelo presentaba manchas moradas-. Las habían perseguido. Podéis ver las huellas ensangrentadas.
Reiko vio también salpicaduras de sangre en las paredes de tablones y tuvo la visión de dos mujeres aterrorizadas corriendo mientras las acosaban a cuchilladas.
– Todas las víctimas presentaban numerosas puñaladas por todo el cuerpo. Tenían cortes en las manos porque intentaron defenderse. -Kanai se colocó en el centro de la choza-. Yugao estaba sentada aquí, rodeada por los cadáveres. Tenía la cara manchada de sangre y la ropa empapada. Sostenía un cuchillo ensangrentado. -Sacudió la cabeza-. He visto asesinatos antes, aquí no es que sean una rareza, pero éste me afectó. Le dije: «Dioses misericordiosos, ¿qué ha pasado?» -La emoción animó su tono desapasionado-. Ella alzó la vista hacia mí, perfectamente tranquila, y me dijo: «Los he matado.» En fin, la cosa parecía obvia, de modo que la entregué a la policía.
Había confirmado lo dicho por el doshin en el juicio de Yugao. Su descripción de la noche hizo que cobrara vida para Reiko, que se sintió inclinada a creer que Yugao era tan culpable como afirmaba. Aun así, no podía concluir su investigación basándose en la palabra de un testigo no presencial de los asesinatos.
– Cuando llegaste esa noche, ¿viste a alguien por aquí además de Yugao? -preguntó.
– Sólo a algunos vecinos que habían salido de sus casas para ver qué era aquel jaleo.
Más adelante Reiko debería determinar si esos vecinos habían reparado en alguien cerca de la casa antes de los crímenes o huyendo de ella después.
– ¿Conocías bien a la familia?
– Bastante. Llevaban aquí más de dos años. Les quedaban unos seis meses de condena.
– ¿Qué puedes contarme de ellos?
– El hombre se llamaba Taruya. Había sido dueño de una feria de espectáculos en Riogoku. Era un mercader rico e importante pero, cuando se volvió hinin, consiguió un empleo de verdugo en la cárcel de Edo. -Era una de las ocupaciones asignadas a los parias-. Su mujer Oaki y Yugao se ganaban un dinero cosiendo. La hija más pequena, Umeko, vendía su cuerpo a los hombres. -Señaló el reservado formado por el cobertizo-. Allí era donde los recibía.
– Necesito saber por qué Yugao mató a su familia, si es que fue ella -dijo Reiko.
– No me lo dijo, pero no se llevaba especialmente bien con ellos. Se peleaban mucho. Los vecinos siempre andaban quejándose del ruido. Claro que eso no es raro por aquí. Si hay algo que he aprendido en mis siete años en este infierno, es que cuando la gente está en la miseria y hacinada, es inevitable que estallen peleas. Es probable que alguna tontería fuera la gota que colmó el vaso de Yugao.
Reiko vio la oportunidad de responder por lo menos a una pregunta.
– ¿Por qué se convirtieron en parias Yugao y su familia?
– El padre cometió incesto con Yugao.
Reiko sabía que el incesto con una familiar de sexo femenino era uno de los delitos por los que podía degradarse a un hombre a la condición de hinin, pero aun así se quedó anonadada. Había oído rumores sobre hombres que satisfacían su lujuria con sus hijas, pero no concebía cómo un padre era capaz de hacer algo tan pervertido y repugnante.
– Si el padre de Yugao era el condenado, ¿qué hacían aquí la chica, su madre y su hermana?
– Eran tres mujeres desvalidas sin ningún dinero a su nombre. Dependían de que Taruya las mantuviera. Era mudarse aquí con él o morirse de hambre.
Lo que significaba que la familia entera, incluida Yugao, había compartido su condena. Parecía injusto, pero la ley Tokugawa con frecuencia castigaba a la familia de un criminal por el delito de éste. A Reiko se le aceleró el pulso al detectar un posible móvil para al menos uno de los asesinatos. ¿Se había sentido Yugao tan mancillada por el incesto que había llegado a odiar al padre que la tradición le mandaba respetar y amar? ¿Había prendido esa noche su mal carácter en una furia homicida?
Reiko paseó la mirada por la choza. Su imaginación pobló la habitación con un hombre y tres mujeres sentados a la cena. Los rostros del padre, la madre y la hermana eran indefinidos; sólo los rasgos de Yugao aparecían nítidos. Les oyó alzar la voz en una riña alimentada por la vida en condiciones de hacinamiento, la falta de comida y la deshonra compartida. Los vio lanzarse golpes, platos y maldiciones. Y tal vez el delito que los había condenado a su sino no se había interrumpido. Reiko se imaginó la casucha en la oscuridad de aquella noche. Vio dos figuras confusas, Yugao y su padre, en una cama superpuesta a la mancha de sangre más grande del suelo.
El la tiene sujeta, con la mano sobre la cara para ahogar sus gritos mientras la obliga a fornicar. Cerca, su madre y su hermana duermen en sus camas. Finalizada la ilícita cópula, el padre se aparta de Yugao y cae dormido, mientras ella se retuerce de ira. La indignidad de esa noche ha sido demasiado. Yugao ya está harta.
Se levanta, coge un cuchillo y lo hunde en el pecho de su padre. El se despierta aullando de dolor y sorpresa. Intenta arrebatarle el cuchillo, pero Yugao le hace cortes en las manos y lo apuñala una y otra vez. Los gritos del padre despiertan a la madre y la hermana. Horrorizadas, agarran a Yugao y la apartan de su padre, pero demasiado tarde: está muerto. Yugao está tan fuera de sí que pierde la cabeza. Vuelve el cuchillo hacia su madre y su hermana. Las persigue, lanzando tajos y puñaladas, mientras ellas gritan de terror. Sus pies dejan huellas ensangrentadas en el suelo, hasta que caen inertes.
Yugao contempla su obra. Su sed de venganza está saciada; su frenesí da paso a una serenidad enfermiza. Se sienta con el cuchillo en las manos y espera a lo que sea que ha de venir.
La voz del jefe interrumpió los pensamientos de Reiko.
– ¿Habéis visto suficiente?
La visión se esfumó; Reiko parpadeó. Tenía ya una teoría de por qué y cómo se habían producido los asesinatos, pero necesitaba más pruebas que las sustentaran antes de contarle a su padre que Yugao era culpable y debía condenarla a muerte.
– He visto suficiente -dijo-. Ahora debo hablar con los vecinos de la familia. -A lo mejor ellos habían visto algo que Kanai desconocía. ¿Había entrado alguien más en la choza y cometido los asesinatos? ¿Tenía que haber sido Yugao una de las víctimas? Eso dejaría en el aire preguntas sobre por qué había sobrevivido y confesado, pero Reiko todavía presentía que el crimen tenía aspectos que aún no había descubierto-. ¿Me guiarás por el poblado y me presentarás?
Kanai la miró, armado de paciencia.
– Como deseéis, pero creo que estáis perdiendo el tiempo.
La curiosidad de Reiko sobre los hinin se hacía extensiva a ese hombre que se había convertido en su ayudante voluntario, aunque escéptico.
– ¿Puedo preguntarte por qué acabaste como hinin?
La emoción le ensombreció las facciones; apartó la mirada de ella.
– Cuando era joven, me enamoré. Ella era camarera de un salón de té. -Hablaba como si cada palabra fuera un latigazo en sus carnes-. Yo era un samurái de una familia de orgullosa y arraigada estirpe. -Con todo, un atisbo de sonrisa decía que se regodeaba hiriéndose a sí mismo-. Queríamos casarnos, pero pertenecíamos a mundos diferentes. Decidimos que si no podíamos vivir juntos, moriríamos juntos. Una noche fuimos al puente de Riogoku. Nos atamos el uno al otro con una cuerda. Nos juramos amor eterno y saltamos.
Era una vieja historia, motivo de muchas obras de kabuki. Los pactos suicidas eran populares entre los amantes ilícitos. Reiko dijo:
– Pero tú estás…
– Vivo -finalizó Kanai-. Cuando caímos al río, ella se ahogó casi de inmediato. Renunció a su vida con facilidad. Pero yo… -Tomó un aliento tembloroso-. Fue como si mi cuerpo tuviera voluntad propia y no quisiera morir. Mientras nos arrastraba la corriente, me debatí hasta que las cuerdas que me ataban a ella se aflojaron. Nadé hasta un muelle. Un policía me encontró allí. Su cuerpo apareció río abajo al día siguiente. Y me convirtieron en paria.
Era el castigo usual para los supervivientes de un pacto de suicidio. Al escrutar su expresión sombría, Reiko se dio cuenta de que Kanai todavía lloraba a su amada.
– Lo siento. A lo mejor, si le hablo bien de ti a mi padre, te indultará.
– Gracias, pero no os molestéis -dijo Kanai, mirándola de nuevo con aire taciturno-. Mi condena fue de un año. Puedo irme en cuanto quiera. Sigo aquí por decisión propia.
– ¿Por qué? -Reiko no podía creerse que nadie viviera allí voluntariamente.
– Fui demasiado cobarde para morir. ¿En qué clase de samurái de pacotilla me convierte eso? -Su tono era cáustico-. Ella está muerta. Yo sigo vivo. Quedarme aquí es mi castigo. -Con manifiesto esfuerzo se revistió una vez más de su indiferencia habitual-. Pero no habéis venido para escuchar mi lamentable historia. Acompañadme; os presentaré a los vecinos de Yugao. -Mientras salían, añadió-: Hay una lección que podéis aprender de mi ejemplo y que os convendría tener presente mientras investiguéis estos asesinatos: algunas personas acusadas de delitos al final sí son culpables.