Capítulo 14

Riogoku Hirokoji era el principal distrito del ocio en Edo, situado a la orilla del río Sumida. Había crecido en un espacio abierto creado a modo de cortafuegos tras el Gran Incendio de Meireki, en el que millares de personas quedaron atrapadas y murieron pasto de las llamas porque había demasiadas para cruzar los puentes que llevaban a la seguridad. Atravesando Riogoku Hirokoji en su palanquín, Reiko miraba por la ventanilla con curiosidad. Los vistosos carteles de los puestos que bordeaban la amplia avenida anunciaban atracciones inéditas en el distrito de los teatros autorizados, tales como artistas de sexo femenino. Admiró las maquetas de galeones holandeses de un puesto, primorosamente detalladas; otros exponían loros vivos, gigantes humanos y duendes hechos de conchas y tallos de enredadera Sacerdotes y monjas pedían limosna a los transeúntes.

Reiko había oído hablar del lugar a sus criadas, pero nunca lo había visitado porque se trataba de un destino más propio de las clases bajas. Sus guardias cabalgaban pegados al palanquín, dispuestos a protegerla de ladrones y demás malhechores que se confundían entre la multitud o acechaban en los callejones. Sin embargo, el ambiente perdulario de la zona la emocionaba.

Una joven monja, vestida con una ancha y basta túnica, con la cabeza rapada, se acercó al palanquín y metió su cuenco de las limosnas por la ventanilla.

– ¡Una caridad para los pobres!

Reiko le dijo:

– Había una feria propiedad de un hombre llamado Taruya. ¿Sabes dónde estaba?

La monja señaló calle abajo.

– Por esa puerta roja.

– Gracias.

Después de que Reiko soltara una moneda en el cuenco de la monja, sus guardias la llevaron hacia los dos postes de madera roja y coronados por una cubierta de tejas. Pensaba que se encontraría la feria cerrada, ya que el padre de Yugao había muerto, pero la gente formaba cola ante la taquilla. Al otro lado de la puerta se extendían los tenderetes interconectados de un Teatro de los Cien Días: un espectáculo de variedades. Mientras bajaba del palanquín y sus escoltas compraban entradas, tuvo el inquietante presentimiento de que a Sano no lo complacería descubrir que sus pesquisas la habían llevado más allá del poblado hinin. Sin embargo, debía servir a la justicia, y ya había viajado hasta allí.

Ella y sus escoltas atravesaron la puerta y se adentraron en otro mundo. Ante ella se extendían centenares de tenderetes. Sus tejados sobresalían por encima de un laberinto de callejuelas y bloqueaban el sol. Las linternas rojas colgadas de los techos proyectaban un resplandor estridente sobre los rostros ansiosos del gentío que se abría paso a codazos a su alrededor. Resonaban las charlas, las risas y la música; el olor a sudor y orina era penetrante. Buhoneros apostados ante las cortinas que vestían las entradas de las carpas hacían señas y llamamientos a los potenciales clientes. Algunos de esos cortinajes estaban abiertos para revelar garitos de juego donde los hombres tiraban flechas a blancos de paja o colaban pelotas por aros, y otros en los que algún narrador de historias recitaba para un público embelesado. En otros puestos las cortinas estaban echadas. Bandadas de hombres acudían a ellos y desembolsaban monedas. Uno de los anunciantes abrió una cortina para dar paso a un cliente y Reiko captó un atisbo de chicas con los pechos al aire bailando en un escenario. Mientras la muchedumbre la arrastraba a ella y sus acompañantes por un pasaje, vio alzarse otra cortina que reveló a dos hombres y una mujer, todos desnudos. La mujer estaba a cuatro patas mientras un hombre la penetraba por detrás y ella chupaba el órgano erecto del otro. Surgían gemidos de los hombres sentados debajo del escenario. Reiko estaba pasmada.

El teniente Asukai le gritó por encima del ruido:

– ¿Qué hacemos?

– Quiero hablar con quienquiera que sea el propietario -respondió Reiko a voces-. Encuéntralo.

Mientras el resto de los guardias se situaban alrededor de Reiko para escudarla de la chusma, Asukai se abrió paso entre el gentío y habló con el buhonero más cercano. Este respondió y señaló pasaje abajo. Reiko miró en la dirección indicada. Una joven se acercaba corriendo. Llevaba los pies descalzos y los ojos desorbitados de miedo. Se ceñía contra el cuerpo una túnica de algodón. A su espalda ondeaba una larga cabellera. Jadeaba mientras trataba de atravesar la muchedumbre. Dos samuráis la perseguían, y tras ellos avanzaba un hombre de mediana edad, bajito y regordete.

– ¡No dejéis que se escape, idiotas!- gritaba.

El teniente Asukai regresó a Reiko y dijo:

– Ese gordo es el propietario. Se llama Mizutani.

Reiko y sus guardias se sumaron a la persecución. El gentío los entorpecía, entre exclamaciones sobresaltadas. Recorrieron con esfuerzo las serpenteantes callejuelas, en pos del dueño de la feria. Los samuráis atraparon a la mujer en el mismo instante en que llegaba a la salida. Gritó. Mizutani le arrancó la ropa de un tirón y dejó a la vista sus pechos generosos y el pubis rasurado. Sacó una bolsita de tela de la túnica y luego le dio un bofetón en la cara.

– ¿Cómo te atreves a robarme mi dinero, putilla? -gritó. Luego se dirigió a los samuráis-. Dadle una lección.

Los aludidos empezaron a pegar a la mujer. Mientras ella chillaba, sollozaba y levantaba los brazos en un vano intento de protegerse, los espectadores lanzaban vítores y carcajadas. Reiko gritó a sus guardias:

– ¡Detenedlos!

Los escoltas se acercaron y agarraron a los samuráis, que parecían ronin contratados para encargarse del trabajo sucio de la feria.

– ¡Ya basta! -ordenó el teniente Asukai. Él y sus camaradas apartaron a los ronin de la mujer-. Dejadla en paz.

La chica salió corriendo por la puerta, deshecha en llanto. Mizutani soltó una exclamación indignada.

– ¡Eh, eh, ¿qué hacéis?! -A Reiko le recordaba a una tortuga: tenía cuello corto y nariz ganchuda; sus ojos poseían una mirada fija fría, de reptil-. ¿Quiénes os creéis que sois para inmiscuiros en mis negocios? -Se volvió hacia los ronin-. ¡Echadlos!

Los matones desenvainaron sus espadas. A Reiko la perturbaba haber creado sin querer otra escena problemática y peligrosa.

El teniente Asukai se apresuró a decir:

– Somos hombres del magistrado Ueda.

La actitud del dueño pasó bruscamente de una encendida indignación a una consternación asombrada: se las veía con agentes de la ley.

– Ah, bueno, en ese caso… -Agitó la mano en dirección a los ronin. Estos envainaron sus armas mientras él se aprestaba a defenderse-. Esa bailarina se estaba quedando las propinas de los clientes en lugar de entregármelas. No puedo dejar que mis empleados me estafen y se vayan de rositas, ¿o sí?

– Eso da igual -dijo Asukai-. El magistrado manda a su hija con una misión. -Señaló a Reiko-. Quiere hablar contigo.

Los fríos ojos del propietario parpadearon de perplejidad al volverse en su dirección.

– ¿Desde cuándo la hija del magistrado se ocupa de sus asuntos?

– Desde ahora -dijo Asukai.

Reiko se alegró de contar con su respaldo, aunque habría preferido tener autoridad propia.

– ¿Conocías a Taruya? -le preguntó al gordo.

Este se envaró, ofendido por verse interrogado con tanto atrevimiento por una mujer. El teniente Asukai terció:

– Más te vale responder, a menos que quieras que el magistrado Ueda realice una inspección de tu feria.

Amilanado por la amenaza, Mizutani cedió.

– Taruya era mi socio.

– ¿La feria era propiedad de los dos? -preguntó Reiko.

– Sí. Empezamos hace dieciocho años, con un tenderete. Fuimos ampliándolo hasta llegar a esto. -Su gesto orgulloso abarcó su extenso y bullicioso imperio.

– Y ahora la feria es toda tuya -comentó Reiko, perspicaz-. ¿Cómo llegó a suceder eso?

– Taruya se metió en líos. Se acostaba con su hija. Alguien lo denunció a la policía. Lo degradaron a hinin y le prohibieron hacer negocios con el público, de modo que yo tomé las riendas.

Reiko echó un vistazo a los buhoneros que cobraban a los clientes que acudían en tropel a los puestos. La desgracia de Taruya había sido lucrativa para el que fuera su socio.

– ¿Compraste la parte de Taruya?

– No. -Mizutani se relamió; su lengua parecía gris y escamosa. Se lo notaba incómodo, aunque a Reiko no le parecía el tipo de hombre que siente remordimientos por aprovecharse de los problemas de un socio-. Hicimos un trato antes de que Taruya partiera al poblado hinin. Yo le enviaría dinero todos los meses y dirigiría el espectáculo hasta que terminara su condena. Luego, cuando regresara, volveríamos a ser socios.

– Muy generoso de tu parte -comentó Reiko-. Pero no va a regresar. ¿Sabías que lo asesinaron?

– Sí, me enteré. Una tragedia. -El tono compungido de Mizutani sonó a falso; sus ojos no revelaban emoción alguna, sólo el deseo de averiguar el objeto de la visita de Reiko-. Se rumorea que su hija Yugao lo apuñaló, a él y a su madre y su hermana.

– Hay alguna duda sobre eso. ¿Tú crees que lo hizo ella?

Mizutani se encogió de hombros.

– ¿Cómo voy a saberlo? No he visto a ninguno de ellos desde que se mudaron a la colonia. Pero no me sorprendió oír que habían arrestado a Yugao. Esa chica era rara.

– ¿Rara en qué sentido?

– Pues no lo sé. -La pregunta desconcertó a Mizutani-. Tenía algo torcido, algo que no funcionaba. Pero nunca le presté mucha atención. -Soltó una risita-. Lo más probable es que se hartara de tener a Taruya en la cama.

– Pero a lo mejor no era la única persona en quererlo desaparecido -observó Reiko-. ¿Esos pagos mensuales eran una carga para ti?

– Por supuesto que no -repuso Mizutani como si la sugerencia lo insultara-. Era mi amigo. Me alegraba de echarle una mano.

De repente se oyeron gritos calle abajo: había estallado una pelea. Mientras los hombres se lanzaban puñetazos y los espectadores los espoleaban, Mizutani corrió hacia allí; sus ronin lo siguieron.

– ¡Eh! ¡Nada de peleas aquí! -gritó-. ¡Basta!

Los ronin se metieron en la refriega y separaron a los contendientes, mientras él iba y venía supervisando.

– ¿Queréis que lo traiga? -preguntó a Reiko el teniente Asukai.

Una mancha de color en la calle delante de la feria le llamó la atención. A través de la muchedumbre de paso vio a la mujer que Mizutano había golpeado, inclinada sobre un abrevadero de caballos, lavándose la cara.

– No -dijo-. Tengo una idea mejor.

Condujo a su comitiva fuera de la feria. La mujer se volvió cuando se acercaban. Tenía la boca hinchada donde Mizutani la había alcanzado; del labio le manaba un hilillo de sangre. Reiko se sacó un pañuelo y se lo tendió.

– Toma -le dijo.

La mujer parecía recelosa de la solicitud de una desconocida, pero aceptó el pañuelo y se secó la cara.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Reiko.

– Azucena. -Era mayor de lo que Reiko había pensado en un principio; pasaba de los treinta. Los sinsabores le habían estragado la voz, además de las facciones-. ¿Quién sois vos?

Cuando Reiko se presentó, un destello de temor cruzó los ojos de la bailarina.

– Sólo le he quitado unas pocas monedas de cobre. Él no las necesita y yo sí; me paga tan poco… -Dio un paso atrás con una mirada inquieta a los guardias de Reiko-. Os he visto hablar con él. ¿Quiere que me arrestéis? -Las lágrimas le quebraron la voz; unió las manos en ademán de súplica-. ¡No lo hagáis, por favor! Tengo un hijo pequeño. Bastante malo es haber perdido mi trabajo, pero si encima voy a la cárcel, ¡no habrá nadie que cuide de él!

– No te preocupes; nadie va a arrestarte -aseguró Reiko. Compadecía a la mujer y detestaba a Mizutani. La investigación no paraba de recordarle que muchas personas vivían al borde de la supervivencia, a merced de la limosna-. Sólo quiero hablar.

Azucena se relajó con cautela.

– ¿De qué?

– De tu ex jefe.

– ¿Está metido en algún berenjenal? -La esperanza le animó la cara.

– Es posible -dijo Reiko-. ¿Trabajabas en la feria cuando su socio Taruya la dirigía con él?

– Sí. Llevo catorce años trabajando aquí. -Una expresión amarga le acudió al rostro amoratado-. ¡Catorce años, y me echa por coger un dinero que me había ganado con el sudor de mi frente!

– ¿Qué tal se llevaban?

– Siempre andaban discutiendo por dinero.

Y la discusión se había resuelto a favor de Mizutani. Reiko prosiguió:

– Qué oportuno para Mizutani que alguien denunciara a Taruya por mantener relaciones incestuosas con su hija.

– ¿Es eso lo que os ha contado ese gordo, que alguien denunció a Taruya? -Su voz se tiñó de malicia-. Fue él. Lo denunció él.

Eso ponía el asunto bajo otra luz.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cuando Mizutani celebraba fiestas en su casa, yo solía atender a los invitados. Oía de lo que hablaban. Una noche sus invitados fueron dos doshin. Les dijo que había sorprendido a Taruya y su hija Yugao juntos en la cama.

Una idea inquietante asaltó a Reiko.

– ¿Decía la verdad al contar que había presenciado el incesto?

– No lo sé, pero yo nunca oí que pasara nada raro entre Taruya y Yugao. Tampoco nadie más de la feria. Nos quedamos todos boquiabiertos.

Reiko se preguntó si Mizutani se habría inventado el episodio. Sin el incesto, Yugao se quedaba sin móvil aparente para el asesinato

Azucena adoptó una expresión ansiosa.

– ¿Puede meterse en líos Mizutani si mintió?

– Si mintió será castigado -dijo Reiko. Su padre aborrecía las falsas acusaciones y no toleraría una que había convertido en parias a una familia entera.

– Oí que Yugao había matado a su padre. ¿Lo hizo de verdad, o podría haber sido Mizutani? -A la bailarina se le hacía agua la boca ante la perspectiva de ver a su ex jefe condenado y ejecutado.

– Eso es lo que trato de averiguar. -En ese momento Reiko recordó algo que había dicho el jefe de los parias, y se le ocurrió otra idea-. La sentencia de Taruya habría finalizado en seis meses si no lo hubieran matado. ¿Qué pensaba Mizutani de eso?

– No se moría de ganas de que Taruya saliera del poblado hinin. No era ningún secreto -dijo Azucena con una risa irónica-. La feria lo pasó mal durante la guerra. Mizutani perdió dinero. Ha contraído grandes deudas, y los prestamistas amenazan con partirle las piernas si no paga. Le he oído decir que lo último que necesitaba era que Taraya volviese y reclamara su mitad del negocio. Y no es lo único que dijo.

Hizo una pausa, y Reiko la animó:

– ¿Y bien?

– No puedo hablar más. Tengo que encontrar otro empleo, o mi niñito se morirá de hambre. -Clavó en Reiko una mirada nerviosa e implorante-. Si os ayudo, deberíais ayudarme.

A Reiko la horrorizó imaginarse que ella y Masahiro perdiesen su medio de vida y tuvieran que abrirse paso solos. Además, presentía que la mujer tenía indicios importantes que revelar.

– Te pagaré.

Azucena asintió, agradecida y satisfecha con su propia astucia.

– El mes pasado vi a Mizutani y dos de sus ronin hablando en la sala de baile. Me quedé fuera y escuché. Nunca se sabe si una va a enterarse de algo interesante. -Una picara sonrisa asomó a sus labios hinchados-. Mizutani dijo: «Hoy he visto a Taruya. Está ansioso por recuperar su parte de la feria. Le he dicho que no es justo, yo la he dirigido todo este tiempo. Pero dice que un trato es un trato.» Uno de sus ronin comentó que Taruya todavía tenía amigos allí, y que eran mañosos que podrían crearle problemas si se echaba atrás. Mizutani dijo: «Hay un modo de acabar con ese trato. ¿Qué pasaría si muriera?»

A Reiko le hormigueó un escalofrío de emoción.

– ¿Qué más dijeron?

– No lo sé. Mizutani me vio curioseando y me echó. No oí el resto.

Una nueva visión del crimen cobró forma en la mente de Reiko:

El ronin entra de escondidas en el poblado esa noche. Llega a hurtadillas a casa de Yugaoy apuñala al padre en su cama. Cuando la madre y la hermana se despiertan e intentan detenerlo, las mata. Tiene la intención de eliminar a Yugao, pero el barrendero Ihei sale del cobertizo y lo sorprende. El barrendero huye aterrorizado. El ronin no quiere dejar testigos, pero oye gente que sale a la calle. Se escabulle de la casucha. Se esconde en el patio de atrás mientras llega el jefe de la aldea, hasta que detienen a Yugao, y luego desaparece en la noche. Por la mañana, en la feria, le cuenta a su señor que lo que había que hacer está hecho.

– ¿Y bien? -preguntó Azucena-. ¿Estáis satisfecha?

– Una cosa más -dijo Reiko. Yugao seguía siendo un misterio. Si era inocente, su confesión resultaba aún más desconcertante-. ¿Conocías a Yugao?

– No mucho. Taruya mantenía a sus hijas alejadas de la gente que trabajaba para él. -Soltó un bufido desdeñoso-. Le parecían demasiado buenas para mezclarse con nosotros.

– ¿Hay alguien que sí la conociera?

– Había una chica amiga suya. Siempre iban juntas. -Azucena arrugó la frente para hacer memoria-. Se llamaba Tama. Su padre tenía un salón de té por aquí. -Se impacientó-. ¿Me he ganado mi recompensa?

Reiko le pagó de la bolsita en que llevaba dinero para comprar información. Azucena se marchó con un aspecto mucho más alegre que antes.

– Se está haciendo tarde -advirtió Asukai. Reiko, absorta en su investigación, no había reparado en que el ocaso empezaba a oscurecer el cielo. El distrito del ocio había ganado en bullicio; las mujeres y los niños habían partido; jóvenes bravucones y soldados de permiso engrosaban el gentío-. Deberíamos llevaros a casa.

– Sólo un poco más -dijo Reiko-. Tengo que descubrir dónde estaban Mizutani y sus ronin la noche de los asesinatos. Y quiero buscar a Tama, la amiga de Yugao.

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