Capítulo 15

Cuando Sano llegó a casa esa noche, Reiko y Masahiro fueron a verlo a sus dependencias privadas.

– Masahiro tiene algo que enseñarte -dijo ella.

Estaba demasiado jovial, algo que despertó recelos en Sano.

– Veámoslo -dijo.

Masahiro los condujo a un ala desocupada de la mansión. De las vigas de una sala vacía que olía a polvo colgaban telarañas.

– Mira, papá -dijo el niño, señalando un cuchillo clavado en la pared-. He encontrado trampa.

Demostró cómo había activado el cuchillo dando un golpe en cierto punto del suelo con un palo. Uno de sus juegos favoritos era buscar las trampas que Yanagisawa había instalado por todo el complejo. El día en que Sano y Reiko se habían mudado, Masahiro había caído por una trampilla del almacén a un pozo diseñado para atrapar ladrones. Al principio se había llevado un susto, pero pronto le entró fascinación por las trampas. Le encantaba recorrer la mansión de puntillas, armado con un palo con el que golpeaba paredes y suelos. La verdad era que había encontrado más de una trampa que a los criados les había pasado por alto en sus registros. Vivir allí era una diversión para él.

– Está muy bien, Masahiro. -Sano dio gracias a los dioses en silencio porque el cuchillo le hubiera pasado por encima a su hijo. De haber sido tan alto como un adulto, lo habría matado-. Algún día serás un buen detective.

– Lo lleva en la sangre -observó Reiko.

A Sano se le henchía el corazón de orgullo y afecto hacia Masahiro. Daba la impresión de que su hijo se hacía mayor con cada día que pasaba. Sano albergaba sueños de que al crecer se convertiría en un honorable samurái, se labraría un nombre y tendría sus propios hijos. Se dirigió a Reiko en voz baja:

– No quiero aguarte la fiesta, pero será mejor que encargue a mis hombres realizar otra inspección de la casa mañana. -La seguridad de su precioso hijo era lo primero.

Él y Reiko siguieron al niño al jardín, donde los grillos cantaban en el oscuro paisaje de árboles, rocas, estanque y linternas de piedra. El pequeño se alejó correteando en pos de las luciérnagas que centelleaban por encima de la hierba. La fragancia de los jazmines aromaba el aire.

– Qué agradable y pacífico es esto, comparado con otros lugares del mundo. Somos muy afortunados de vivir aquí -musitó Reiko, antes de preguntarle-: ¿Cómo ha ido tu investigación?

Él le contó que había interrogado a la familia y los subordinados del jefe Ejima, y a otras personas que tuvieron contacto con él.

– Acabo de hablar con sus informadores. Como todos los demás, tuvieron la oportunidad de matarlo. Como todos los demás, niegan que lo hicieran. Y tengo motivos para creerlos.

– ¿Carecían de móvil o de medios?

– Las dos cosas. -Reiko se le antojaba demasiado interesada en un caso en el que ella no participaba-. Los informadores son funcionarios de poca monta que estaban descontentos y pretendían arruinara a sus superiores contándole historias sobre ellos a Ejima. Él estaba de su parte. También les pagaba con generosidad. Además, no me han parecido expertos en artes marciales. Son del tipo de samuráis que llevan las espadas como un adorno y nunca pelean.

– Ese capitán Nakai parece el culpable más plausible -comentó Reiko.

Sano asintió.

– Estoy esperando a oír los resultados del seguimiento del detective Tachibana. -Sacudió la cabeza-. Casi desearía poder poner a todos los sospechosos bajo vigilancia.

– Puedes poner a tu disposición tantos hombres como necesites -le recordó Reiko.

– No hay suficientes para hacer un buen trabajo. No hay suficientes que me parezcan de confianza y punto. -Sano estaba aprendiendo las limitaciones de su poder-. Además, es posible que a Ejima y el resto de las víctimas las matara alguien cuyo nombre todavía no ha salido a la superficie.

Masahiro corrió hacia el estanque. Reiko le advirtió:

– ¡No te caigas al agua!

– ¿Cómo ha ido tu investigación? -preguntó Sano.

Ella se tensó; su jovial animación se desvaneció.

– Bueno… He ido al escenario del crimen. Me temo que han surgido pequeños contratiempos. -Le contó a regañadientes cómo los habían asaltado unos bandidos.

Sano se dio cuenta de que había temido contárselo. Lo inquietó constatar que no había sido tan discreta en sus indagaciones como él hubiera querido.

– Lo siento -dijo Reiko, contrita-. Te ruego me perdones.

– No es culpa tuya -aseveró Sano con sinceridad-. Y me preocupa más tu seguridad que mi posición. Será mejor que no vuelvas al poblado hinin. Si lo haces, es posible que el jefe no se presente para rescatarte otra vez.

Reiko asintió.

– Creo que allí ya he descubierto todo lo que podía. -Vaciló, antes de confesar-: Después he ido al Teatro de los Cien Días del que fue propietario el padre de Yugao.

Mientras le describía lo que había averiguado, Sano se horrorizó aún más al descubrir que sus pesquisas habían crecido a lo ancho en geografía y a lo alto en el escalafón social. ¿Seguirían en secreto mucho más? Aun así, no podía criticarla por hacer lo mismo que habría hecho él en su lugar.

– Ahora que tienes sospechosos alternativos además de indicios contra Yugao -dijo-, ¿qué piensas hacer?

– He descubierto que el ex socio de su padre y sus dos ronin se encontraban en una timba de cartas la noche de los asesinatos. Eso puede exculparlos o no. No he podido encontrar a la amiga de Yugao. Pero antes de probar otra vez, voy a hacerle otra visita a Yugao. A lo mejor, cuando vea lo que he descubierto, accede a contarme la verdad.

A lo mejor eso ponía punto final a la investigación. Sano dijo:

– Espero que logres llevar al asesino ante la justicia, con independencia de quién sea.

Reiko sonrió, aliviada al ver que no estaba enfadado. -¿Qué hay de tu investigación?

– Voy a poner a prueba una nueva teoría. He estado examinando la vida de las víctimas en busca de sospechosos que pudieran conocer el dim-mak. Pero ¿y si las víctimas no conocían a su asesino? Podría haber sido un extraño al que se encontraron por la calle. En ese caso, su nombre no constaría en sus registros de citas.

Y podría tratarse de alguien muy alejado del castillo de Edo y el distrito administrativo.

– Será muy trabajoso reconstruir todos los movimientos que hicieron esos hombres e identificar a todo el mundo que los tuvo al alcance de la mano. Sin embargo, a menos que tengamos un golpe de suerte muy pronto, más nos vale poner manos a la obra. Y buscaré específicamente a hombres que conozcan el dim-mak.

Masahiro se acercó corriendo a Reiko y le tiró de la mano.

– Yo hambre. ¡Comer!

– ¿Cenarás con nosotros? -preguntó Reiko a Sano.

Este no se hallaba en condiciones de perder ese tiempo, pero hacía una eternidad que no comía con su familia.

– Sí, pero más tarde. Tengo algo que hacer en mi despacho.

Tenía que enterarse de lo sucedido en su ausencia y ocuparse de cualquier asunto urgente. También esperaba que Matsudaira lo llamara para pedir cuentas de los avances de su investigación. Su carga de trabajo se había centuplicado desde que empezara. El presente caso lo había rejuvenecido, pero empezaban a flaquearle las fuerzas.

Mientras los tres entraban en la mansión, Sano miró hacia atrás. Las estrellas del cielo negro centelleaban, tan luminosas como las luciérnagas, por encima de los tejados. La noche ocultaba a sus ojos el palacio de la cima de la colina. Todo estaba en calma, pero le pareció oír el eco de los tambores de guerra. El olor a pólvora se mezclaba con los aromas florales.

– Por lo menos no ha habido un nuevo asesinato -dijo.


Con el avance de la noche, la luna fue creciendo, blanca, redonda y luminosa. Los vigilantes nocturnos montaban guardia delante de los almacenes, mientras jinetes de caballería patrullaban las calles, que se vaciaban con rapidez. En las casas, una fuerte ráfaga de viento que recorrió la ciudad apagó las linternas de golpe. Los centinelas atrancaron las puertas de todos los barrios; el aullido de los perros callejeros resonaba en el silencio creciente. La ciudad dormitaba. La oscuridad se extendía por los montes y arrozales de las afueras.

Sin embargo, río arriba, el distrito del templo de Asakusa estaba encendido de luces. Coloridas linternas pendían de los aleros de los templos, los santuarios y los tejados de los puestos del mercado. Una gran muchedumbre se congregaba para celebrar el Sanja Matsuri, la festividad que honraba la fundación del templo hacía mil años. Un caudal de gente entraba en el pabellón principal a rezar por una buena cosecha, mientras fuera otros ejecutaban antiguas danzas sagradas. Los ancianos del distrito desfilaban a través del gentío bullicioso y borracho que abarrotaba el recinto. Otros impulsaban carros que transportaban enormes tambores y gongs, a los que golpeaban para producir un ensordecedor y retumbante sonido. Los sacerdotes encabezaban altares ambulantes, cada uno decorado con repicantes campanas de metal, ornamentos dorados y cordones de seda púrpura, y rematado por un fénix de oro. Cada santuario iba sobre unos recios travesaños de madera que cargaban a hombros unos cien jóvenes ataviados con taparrabos y cintas en la cabeza. Los costaleros cantaban con voces sonoras y roncas mientras avanzaban trabajosamente bajo el peso de su voluminosa carga. El tronco desnudo les brillaba de sudor. Una muchedumbre entusiasmada envolvía y seguía los altares móviles. Los mendigos deambulaban con sus cuencos en la mano, implorando a los ricos, conmovidos hasta la generosidad por el ambiente festivo.

Un solo mendigo entre aquella legión no hacía esfuerzo alguno por conseguir limosna. Su cuenco estaba vacío, su garganta callada. Ataviado con un quimono hecho jirones y un sombrero de mimbre que le ocultaba la cara, se desentendía de los festejantes. Sus pies, calzados en sandalias de paja deshilacliadas, trazaban un rumbo recto a través de la multitud, en pos de un grupo de samuráis que avanzaban diez pasos por delante.

El grupo hizo un alto ante el tenderete de un vendedor de vino. El mendigo se detuvo a cierta distancia. Su intensa mirada se centraba en el samurái del centro del grupo, un hombre corpulento de rostro rollizo ya colorado por el licor. Llevaba lujosas vestiduras de seda y espadas decoradas. Los demás iban vestidos con sencillez; sus ayudantes. Él y sus hombres compraron copas de vino, brindaron los unos por los otros, bebieron y prorrumpieron en carcajadas. Un estallido de ira se apoderó del mendigo mientras los contemplaba. El samurái, un alto funcionario del bakufu, era uno de los enemigos que habían pisoteado su honor por el fango. Su espíritu se soliviantó con el ansia abrasadora y sanguinaria de venganza que había inspirado su cruzada particular.

Los tambores retumbaban y los gongs restallaban a un ritmo cada vez más rápido y estruendoso. Dos altares coincidieron en un punto. Los portadores se arrancaron a gritar y aceleraron el paso y la cadencia de sus cánticos. Las estructuras se balancearon e inclinaron precariamente por encima de los espectadores que vitoreaban. Cargaron al frente en un duelo ritual. El funcionario y sus ayudantes se acercaron para presenciarlo. El mendigo los siguió, inadvertido por ellos, apenas otro hombre insignificante entre millares. La venganza sería suya esa noche si lograba acercarse lo suficiente para tocar a su adversario.

Mientras caminaba dejó caer su cuenco de limosnas. Respiró con alientos profundos, lentos y regulares. Su mente se calmó, como la superficie plana y sin ondas de un lago. Se desprendió de emociones y pensamientos. Sus fuerzas internas se alinearon, y entró en un trance que había aprendido a alcanzar mediante años de meditación y práctica. Su visión se amplió y estrechó a la vez. Vio el panorama entero, enorme y centelleante, del distrito del templo de Asakusa, con su enemigo moviéndose en el centro. Sus sentidos se aguzaron tanto que oyó el pulso de su presa por encima de los cánticos, el repicar de las campanas y el bullicio general.

El funcionario y sus ayudantes aflojaron el ritmo, obstaculizados por la multitud apiñada y forcejeante. Sin embargo, el mendigo la atravesaba como agua fluyendo entre rocas. La gente le echaba un vistazo y luego le abría paso, como si la repeliera un aura amenazadora que él emanase. Inclinó la espalda, adelantó los hombros y hundió el pecho en una postura ritual que extraía energía de su interior más profundo y primitivo. Notaba las extremidades relajadas y sueltas, pero las recorría un hormigueo de atención. La energía le palpitaba en la sangre. La luna y las estrellas parecieron frenar su recorrido por los cielos; el mundo pareció ponerse a sus órdenes. Fijó la vista en su enemigo y captó la distancia que los separaba mientras su energía interior irradiaba hacia fuera. Sus intenciones manipulaban la realidad. Personas se movían como si fueran títeres bajo su control, topando con el hombre al que perseguía. Lo separaron de sus ayudantes y lo arrastraron en su marea. El miró hacia atrás, a sus hombres, que intentaban en vano alcanzarlo, pero la multitud se lo impedía. El mendigo lo siguió sin dificultad.

Los altares se cernían sobre sus cabezas, entre los empujones, contorsiones y gritos de los porteadores. En ese momento el mendigo se situó exactamente detrás de su enemigo, a cuatro pasos de distancia. Como el vapor de un volcán, el poder subió por su columna vertebral. Su cuerpo era el vehículo de aquel poder dominado por su mente. La imagen de la espalda del enemigo creció hasta llenar su visión; el entorno se desvaneció. Su mirada penetró las prendas que llevaba su blanco. Vio piel desnuda y bajo ella la musculatura, el esqueleto, los órganos y vasos sanguíneos. Las vías nerviosas constituían una red resplandeciente y plateada que unía y animaba el conjunto. Formaban encrucijadas por todo el cuerpo. Su ojo tomó por blanco uno de esos nodos, situado entre dos vértebras de la columna de su enemigo. Aceleró el paso hasta tener a su presa al alcance del brazo. Inspiró tan hondo que las costillas cedieron. El poder espiritual y físico atronaba en su interior, acumulándose en una fuerza letal.

El tiempo se detuvo.

Su presa y todos salvo él mismo se quedaron inmóviles.

Los sonidos externos se desvanecieron en un silencio abrupto y sobrenatural.

Exhaló en el mismo momento en que el poder tomaba el control de su cuerpo. Su brazo salió disparado a tal velocidad que se hizo borroso, impulsando su puño, que se abrió un instante antes de llegar a su blanco.

La punta de su índice derecho tocó el nodo de la columna vertebral de su enemigo con una presión tan ligera como la de una pluma impulsada por la brisa. La energía explotó desde su interior. La fuerza de su liberación le alzó los pies del suelo por un momento. Su visión se resquebrajó en fragmentos de luz. El cuerpo se le estremeció con violencia y perdió el sentido mientras un embeleso parecido al climax sexual se apoderaba de él.

El mundo revivió. Los altares retomaron su duelo; los porteadores cantaban, los gongs resonaban, los tambores retumbaban y las campanas repicaban; la muchedumbre aplaudía y arremetía. El mendigo boqueó, agotado por el esfuerzo. Vio que su adversario se volvía hacia él.

El funcionario tenía una expresión de recelosa perplejidad: había presentido, si no notado, el contacto contra su espalda y la presencia del peligro. No le había causado dolor; ni siquiera se había estremecido. El mendigo dejó que la muchedumbre se interpusiera entre ellos y se lo llevara. Desde cierta distancia vio que el funcionario avistaba a sus ayudantes y se abría paso con ellos por la refriega. Parecía tan rubicundo, vigoroso y animado como siempre. Sin embargo, el mendigo visualizó cómo la energía de su ataque recorría las vías nerviosas y le perforaba una vena del cerebro. Tuvo la visión de la sangre que empezaba a filtrarse, el lento goteo de la fuerza vital. Se sentía eufórico de triunfo.

Su enemigo era un cadáver andante, otra víctima de su cruzada.

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