Capítulo 17

Reiko daba vueltas por la habitación de la residencia de su padre donde había interrogado a Yugao dos días antes. Al llegar esa mañana le había pedido al magistrado Ueda que le dejara hablar con la acusada otra vez, y él había mandado unos hombres a la cárcel para recogerla. Era casi mediodía cuando se abrió la puerta. Dos guardias entraron a Yugao. Llevaba grilletes en las manos y la misma ropa sucia. Pareció sorprendida y molesta de encontrarse con Reiko.

– Vos otra vez -masculló-. ¿Qué queréis ahora?

Los guardias la arrodillaron por la fuerza ante la hija del magistrado y luego salieron, cerrando la puerta tras de sí.

– Quiero hablar un poco más -respondió Reiko.

Yugao sacudió la cabeza, obstinada.

– Ya he dicho todo lo que tengo que decir.

La noche en la cárcel de Edo no le había sentado bien. Tenía el cuello comido de picaduras de pulga y los ojos legañosos e hinchados. A Reiko le inspiró tanto animadversión como lástima.

– Tenemos nuevos asuntos que comentar.

Yugao levantó las manos para rascarse las picaduras de pulga y esperó en receloso silencio.

– Ayer hice una visita a tu casa.

Yugao parpadeó asombrada.

– ¿Fuisteis al poblado hinin? -Enderezó la espalda y miró a Reiko fijamente-. ¿Para qué?

– No quisiste contarme lo que pasó la noche en que tu familia fue asesinada -explicó Reiko-, de modo que tuve que descubrirlo por mi cuenta. Hablé con el jefe y con tus vecinos.

Yugao sacudió la cabeza, presa de una ostensible confusión. Se frotó las manos y juntó las rodillas de manera espasmódica. Reiko pensó que a lo mejor se había convencido de que su voluntad de ayudar era sincera. Tal vez Yugao empezaba a otorgarle el margen de confianza necesario para hablar.

– El jefe me contó por qué tu padre era hinin.

Un repentino arranque de ira afeó las facciones de Yugao.

– ¡Metisteis las narices en mis asuntos! Vosotros los samuráis hacéis lo que os viene en gana sin que os importe la intimidad de nadie. ¡Os odio a todos!

El estallido desilusionó a Reiko, porque la conversación no iba por donde ella quería. Sin embargo, continuó:

– Que un hombre cometa incesto con su hija es no sólo un crimen, sino también una traición al amor que ella le tiene. ¿Te lo hizo tu padre esa noche?

– No pienso hablar de mi padre -respondió Yugao con amarga indignación.

– Entonces hablemos de tu madre y tu hermana. ¿Ellas también te hicieron daño de alguna manera? -Una nueva teoría cobró forma en la cabeza de Reiko-. ¿Fueron crueles contigo porque te culpaban de tener que vivir como parias?

– Tampoco pienso hablar de ellas.

Mientras Reiko controlaba su exasperación, vio un posible motivo por el que Yugao se negaba a hablar. Quizá se avergonzaba tanto de su sórdida vida que prefería morir a revelarla. Quizá se culpaba y quería que la castigaran aunque no hubiera matado a su familia. Como la ley trataba a las personas como culpables de las transgresiones de sus parientes y asociados, era lógico que ellas creyeran que en realidad lo eran.

– Deberías recapacitar -le aconsejó-. Si apuñalaste a tu padre mientras él te violaba, es diferente de un asesinato. Si tu madre y tu hermana te agredieron porque te estabas protegiendo, tenías derecho a defenderte de ellas. Matar en defensa propia no es un delito. No te castigarán. El magistrado te pondrá en libertad.

Cualquier otro acusado de un crimen habría aprovechado sin vacilar esa explicación como una oportunidad de salvar la vida. Sin embargo, Yugao apartó la cara y dijo con voz fría y recalcitrante:

– Eso no es lo que pasó.

– Entonces cuéntame qué fue.

– Apuñalé a mi padre hasta matarlo. Luego apuñalé a mi madre y mi hermana. Los asesiné. No estoy obligada a decir por qué.

Reiko visualizó de nuevo la escena de los asesinatos. Vio a Yugao blandiendo el cuchillo, oyó los gritos, olió la sangre. Sin embargo, su imaginación sumada a la confesión de Yugao no equivalía necesariamente a la verdad.

– Escucha, Yugao -le dijo-. Mi padre forzó la ley al aplazar el veredicto en tu juicio. Me he ganado muchos quebraderos de cabeza por ayudarte. -Hasta se había arriesgado a poner a Sano en peligro-. Eso te obliga a contarme la verdad.

Un despreció burlón abrió los labios de la acusada.

– Nunca os pedí que me salvarais. Estoy dispuesta a aceptar mi castigo. Así que marchaos antes de que os escupa otra vez.

Reiko dio unas zancadas por la habitación para desahogar su impaciencia. Empezaba a apreciar los beneficios de la tortura. Un poco de cobre fundido vertido sobre Yugao desde luego habría mejorado sus modales además de romper su silencio.

– No pienso marcharme hasta que me convenzas de que eres culpable -le dijo mientras daba vueltas a su alrededor-. Y si de verdad es eso lo que quieres, tendrás que esforzarte más, sobre todo a la luz de lo demás que descubrí ayer.

– ¿Y ahora de qué parloteáis? -El tono de Yugao era insolente, pero Reiko detectó un matiz de miedo.

– Tú y tu familia no erais los únicos presentes en tu casa la noche de los asesinatos. El amigo de tu hermana Ihei ha reconocido que estuvo allí, durmiendo con ella en el cobertizo. El chico que estaba de guardia para los incendios lo vio alejarse corriendo tras los asesínatos.

Yugao soltó un bufido desdeñoso.

– Ihei es un torpe y un alfeñique. Si intentara apuñalar a alguien se cortaría.

– ¿Qué me dices del alcaide de la cárcel? -preguntó Reiko. Estuvo en tu casa la tarde antes. Él y tu padre se pelearon. Nadie puede llamarlo alfeñique a él.

– ¿Creéis de verdad que Ihei o el alcaide lo hicieron? -inquirió Yugao. Su mirada ardía de hostilidad-. ¿Los han arrestado? -Leyó la respuesta en la cara de su interlocutora y soltó una carcajada-. No tenéis nada contra ellos, sólo lo que acabáis de decir. Si vuestro padre nos sometiera a los tres a juicio, tendría que condenarme antes que a ellos. Me sorprendieron en la casa, con el cuchillo.

Nada en la experiencia de Reiko con el delito y los criminales la había preparado para entender a esa mujer tan decidida a morir por aquellos asesinatos. Probó una estrategia distinta.

– Hagamos un trato. Le diré a mi padre que eres culpable si me cuentas por qué mataste a tu familia.

En respuesta al estrambótico regateo, Yugao se limitó a reír de nuevo.

– Pensaba que ya lo teníais todo claro. Mi padre cometió incesto conmigo. Mi madre y mi hermana me atacaron.

– Eso es sólo una teoría. He empezado a dudar de que haya habido incesto alguna vez. En realidad, me pregunto si tu padre fue condenado injustamente a ser un paria.

Yugao frunció el entrecejo, recelosa de un truco.

– Fui al Teatro de los Cien Días y conocí a su antiguo socio. ¿Sabías que fue Mizutani quien denunció el supuesto incesto entre tú y tu padre? -Reiko esperó a que Yugao hablara, pero ella se mantuvo callada e impertérrita-. A lo mejor se lo inventó todo. A lo mejor contrató a alguien para que matara a tu padre. Así no podría regresar a la feria a reclamar su parte. Y al resto de tu familia la mató para no dejar testigos.

– No-dijo Yugao tajante.

– ¿No acusó en falso a tu padre? ¿Quieres decir que tu padre era culpable de incesto?

Yugao habló con odiosa vehemencia:

– Quiero decir que podéis coger vuestro trato y metéroslo por ese trasero tan fino. Ya estoy harta de vos. Por lo que a mí respecta, esta conversación ha acabado. -Unió las manos en el regazo, apretó la boca y clavó la mirada en la pared.

Desesperada, Reiko dio voz a la teoría que más sentido tenía para ella.

– ¿Estás cargando con las culpas por el bien de otro? ¿Intentas proteger a alguien?

Yugao permaneció tercamente muda. Reiko esperó. Pasó el tiempo. Cambió el ángulo y la intensidad del sol que entraba por la ventana; la gente iba y venía por los pasillos de fuera de la habitación. Sin embargo, Yugao parecía dispuesta a esperar hasta que ambas murieran de vejez y sus esqueletos se convirtieran en polvo. Al final Reiko suspiró.

– Tú ganas -dijo-. Pero voy a descubrir la verdad, te guste o no, sea sobre ti o sobre quien sea.

La expresión de Yugao desdeñó las palabras como un farol.

– ¿Puedo volver ya a la cárcel?

– Por el momento, mientras encuentro a tu vieja amiga Tama.

– ¿Tama? -farfulló Yugao con súbita aprensión. Cuando sus miradas se encontraron, ésta vio derretirse la pose desafiante de acusada.

– Sí, Tama. -Satisfecha de haber hallado un punto débil, Reiko explotó su ventaja-. Te acuerdas de ella, ¿no es así? ¿Qué crees que podrá contarme sobre ti?

La tez carcelaria de Yugao palideció más cuando replicó entre dientes:

– No os acerquéis a Tama.

– ¿Por qué?

– ¡Dejadla en paz y punto! -gritó Yugao.

– ¿Tienes miedo de lo que pueda decir?

– ¡Dejad de incordiarme! -Yugao se puso en pie con dificultades y cruzó a trompicones la habitación. Golpeó la puerta con sus manos encadenadas, mientras chillaba-: ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme! -Luego se puso a soltar gritos y maldiciones.

Se abrió la puerta. En el umbral apareció el magistrado Ueda, flanqueado por dos guardias. Tenía una expresión severa, reprobatoria.

– Condenadme a muerte -le suplicó Yugao-. ¡Haced que me deje en paz!

El magistrado se dirigió a los guardias:

– Vigiladla mientras hablo con mi hija.

Le indicó a Reiko con los ojos que lo siguiera. Fueron hasta un patio rodeado de almacenes, cuyas gruesas paredes enyesadas y tejados y puertas de hierro protegían de los incendios valiosos documentos. El sol desteñía los muros y el pavimento. Reiko oía gritar a Yugao dentro del edificio.

– ¿Hago bien en suponer que Yugao no se ha mostrado más propicia hoy que otras veces? -dijo su padre.

– Supones bien. -El fracaso descorazonaba a Reiko.

– ¿Has decidido si es culpable?

Ella repasó todos sus hallazgos y dijo:

– A veces la respuesta más obvia es la correcta. Creo que Yugao en efecto asesinó a su familia.

– Si tú lo crees, bastará con eso. Confío en tu juicio y confirma el mío. Además, hemos hecho un esfuerzo de buena fe por descubrir la verdad.

– Pero sigo sin entender por qué lo hizo.

– A lo mejor está perturbada.

Reiko sacudió la cabeza.

– Desde luego se comporta como si lo estuviera, pero me parece que está tan cuerda como cualquiera. Creo que tiene motivos lógicos para hacer lo que hace; ojalá pudiera descubrirlos.

– La ley no exige que se determine el móvil de un delito como condición previa a la condena de un acusado -le recordó el magistrado.

– Lo sé, pero es posible que me esté acercando al móvil de Yugao. Se alteró mucho cuando mencioné a su amiga Tama. Me interesa descubrir qué sabe Tama que Yugao no quiere que me cuente. Sospecho que tiene que ver con los asesinatos.

– ¿Todavía no has hablado con esa Tama? -Cuando Reiko le describió su búsqueda infructuosa de la amiga de Yugao, el magistrado arrugó el entrecejo-. No puedo aplazar más el veredicto. Tres personas han sido brutalmente asesinadas, y Yugao parece la culpable más allá de toda duda razonable. Mientras no la condene a muerte, estaré rehuyendo mi deber de administrar justicia y me haré merecedor de censuras justificadas. Además, no es justo que se haga una excepción con una criminal entre millares, sobre todo cuando lo agradece tan poco.

Reiko asintió; los argumentos de su padre eran irrebatibles. Sin embargo, la reconcomía la sensación de dejar cabos sueltos. Aunque hubiera reunido indicios convincentes contra Yugao, no quería cejar en sus indagaciones. Trató de explicarse.

– Creo que el motivo por el que Yugao mató a su familia es más importante incluso que el hecho de que sea la asesina. Si no descubrimos de qué se trata, la amenaza para la ley, el orden y el bien público será mayor que si la dejas en libertad.

– ¿En qué fundamentas esa opinión?

– En mi intuición.

El magistrado elevó los ojos al cielo. En su infancia, Reiko solía hacer afirmaciones que, según ella insistía, eran ciertas porque así lo dictaban sus sentimientos. Antes de que él pudiera aducir, como había hecho aquellas veces, que las emociones no eran hechos y que las mujeres eran criaturas veleidosas e irracionales, ella añadió:

– Mi intuición se ha demostrado acertada en el pasado.

– Hum. -Su padre se mostró renuente.

Durante la investigación de los asesinatos en el templo del Loto Negro, las sospechas infundadas de Reiko habían resultado ciertas.

– Creo que lo que sea que esté ocultando Yugao es demasiado peligroso para permitir que se lo lleve a la tumba -insistió-. Si lo hace, lo lamentaremos. Te ruego me concedas un poco más de tiempo para encontrar a Tama. Y que esperes por lo menos a que oiga lo que ella tiene que decir antes de condenar a Yugao.

El magistrado sonrió.

– Nunca he encontrado fácil decirte que no, hija. Bien, dispones de un día más para investigar. A esta hora de mañana, reabriré el juicio a Yugao. A menos que presentes pruebas que la exculpen, o justifiquen una prolongación de la investigación, la mandaré al campo ejecución. Es mi deber.

Un día no parecía tiempo suficiente para resolver aquel misterio en que la justicia y la vida de una joven mujer pendían de un hilo. Sin embargo, Reiko sabía que había presionado a su padre hasta hacerlo excederse en su autoridad y que Sano estaría más contrariado si cabe que cuando le había hablado por primera vez de la investigación.

– Gracias, padre -dijo-. Tendré las respuestas listas mañana.

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