Capítulo 11

Cañonazos y disparos estallaban en torno a Hirata. Se encontraba solo en un campo de batalla, con el cuerpo protegido por su armadura y empuñando la espada. Entre nubes de humo y niebla, unas figuras entrevistas se medían en encarnizado combate. Sus gritos resonaban por encima del clamor de las caracolas y el retronar de los tambores de guerra. Un jinete cruzó la niebla al galope, con la lanza apuntada a Hirata. Éste la esquivó y le lanzó un mandoble. El soldado recibió un corte en el estómago y cayó de su montura, chorreando sangre. Un espadachín cargó contra él por la espalda. Hirata giró sobre los talones y le rebanó la garganta con su acero. Lo atacaron más soldados y él le dio muerte con fluida habilidad. Su espada parecía una extensión de su voluntad de salir victorioso. Se sentía eufórico.

De repente los sonidos de la batalla fueron apagándose; los ejércitos se disolvieron en la niebla. Hirata despertó para encontrarse tumbado en la cama, atormentado de dolor por la herida de su pierna. Los gritos de guerra se convirtieron en el parloteo de los criados de la mansión; los disparos surgían del campo de tiro del castillo de Edo. El sol matutino que entraba por las ventanas le destrozaba los ojos. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto: secuelas de su poción somnífera. Todas las noches soñaba que estaba en plena forma; todas las mañanas despertaba a la pesadilla de su auténtica existencia. Aun así, se alzó estoicamente de la cama. Tenía trabajo que hacer, y ya había dormido demasiado.

– ¡Midori! -llamó.

Después de que ella lo ayudara a vestirse y lo convenciera de comer unas gachas de arroz y pescado, pasó a su despacho y mandó llamar a sus detectives. Asignó hombres a las diversas investigaciones en curso, les dio permiso para partir y le dijo a Arai e Inoue que se quedaran.

– Hoy investigaremos las muertes anteriores que el caballero Matsudaira considera asesinatos -dijo.

– ¿Hablamos de Ono Shinnosuke, supervisor de ceremonias de la corte, el comisario de carreteras Sasamura Tomota y el ministro del Tesoro Moriwaki? -preguntó Arai.

Hirata asintió.

– Intentaremos descubrir si fueron víctimas de dim-mak. Si es así, buscaremos sospechosos.

– ¿Por dónde empezamos? -inquirió Inoue.

– Por sus casas. Allí es donde murieron Ono y Sasamura.


Los tres fallecidos habían vivido en mansiones del distrito administrativo de Hibiya. Hirata esperaba no tener que viajar mucho más lejos. El dolor era especialmente agudo esa mañana, por culpa de los esfuerzos del día anterior. A lo mejor podía relacionar las muertes anteriores con las del jefe Ejima y desvelar algunas pistas antes de que le fallaran las fuerzas. Se guardó una ampolla de opio bajo la faja, por si necesitaba alivio.

Dos horas más tarde, él y los detectives abandonaban la residencia del ministro Moriwaki. Montaron a lomos de sus caballos mientras les pasaba por delante un caudal de oficinistas, funcionarios en palanquín y soldados de infantería.

– Otro callejón sin salida -se lamentó Inoue.

– Es una lástima que nadie de aquí ni de las mansiones del supervisor de la corte y el comisario de carreteras reparase en ningún cardenal en forma de huella digital -dijo Arai.

Hirata había interrogado a las familias, vasallos y criados de los fallecidos, sin resultado. Dado que los cuerpos habían sido incinerados, era imposible examinarlos.

– La mujer de Moriwaki al menos nos ha revelado varios datos interesantes sobre lo que pasó después de su muerte -señaló.

– Pero no hemos descubierto nada que demuestre que Ono y Sasamura no tuvieron una muerte natural mientras dormían -dijo Inoue.

– A lo mejor el asesinato de Ejima ha sido un incidente aislado y no existe ninguna conspiración contra el caballero Matsudaira -conjeturó Arai.

– En cuyo caso, esta lista de personas que los dos difuntos vieron durante los dos días previos a su muerte no nos servirá de gran cosa porque no hay motivo para que el nombre del asesino de Ejima vaya a aparecer en ella. -Hirata guardó el pergamino en su alforja. Se sentía enfermo y débil, además de frustrado.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Inoue.

Hirata no quería rendirse y volver a Sano con las manos vacías.

– El caso del ministro Moriwaki es distinto de los otros dos. A él no lo encontraron muerto en su cama. Y nuestra lista de contactos y lugares a los que fue está incompleta. -El que fuera secretario de Moriwaki les había explicado que el ministro del Tesoro era un hombre excéntrico y reservado al que le gustaba organizar sus propias citas y desplazarse solo-. A lo mejor si encontramos el rastro de sus movimientos destaparemos algún indicio de que lo asesinaron y alguna pista sobre quién lo mató, a él y al jefe Ejima.

Aunque se le había aliviado un tanto la rigidez de la pierna, Hirata añadió con tanta renuencia a emprender otro viaje como esperanza de éxito:

– El único lugar que estamos seguros de que Moriwaki visitó es la casa de baños donde murió. Vayamos allí.


La travesía los llevó al distrito mercante de Nihonbashi. Los canales que atravesaban el barrio rebosaban de lluvia primaveral. En ellos bañaban sus copas los sauces como chicas lavándose el pelo. Los ciruelos florecían en los tiestos situados en puertas y balcones. Hirata y sus hombres se cruzaron con un cortejo fúnebre: portadores de linternas, sacerdotes tocando campanas y tambores y entonando cánticos, y deudos vestidos de blanco que acompañaban a un ataúd decorado con flores. Los funerales eran una visión preocupantemente habitual desde la guerra.

La casa de baños estaba situada en un edificio de madera de tejado reluciente. Ocupaba una manzana entera en un vecindario compuesto por casas señoriales cercanas a tiendas que vendían costosos objetos de arte. Sobre la entrada pendían unos limpios cortinajes de color añil que llevaban estampado en blanco el símbolo de «agua caliente». Ante ella unas bellas doncellas vestidas con pulcros quimonos daban la bienvenida a los clientes. Cuando Hirata y sus detectives desmontaron delante, unos criados salieron corriendo para encargarse de sus caballos. Dedujo que el establecimiento atendía a clientes lo bastante ricos para tener baños en casa pero que acudían allí por otros motivos ajenos a la higiene.

Un samurái salió a grandes zancadas por la puerta. Era alto, de constitución musculosa y porte arrogante; llevaba unas opulentas vestiduras de seda, una elegante cota de armadura y dos trabajadas espadas. Dos ayudantes samuráis lo seguían. Al reconocer a Hirata, su rostro bello y anguloso esbozó una sonrisa desdeñosa.

– Bueno, bueno, pero si es el sosakan-sama -dijo.

A Hirata lo sacaba de sus casillas su tono insultante.

– Saludos, comisario de policía Hoshina.

El comisario había sido amante de Yanagisawa y un aliado incondicional de su facción, hasta que una hiriente disputa los había separado. Hoshina se había vengado uniéndose al caballero Matsudaira y conservando así su cargo de jefe del cuerpo de policía. Era enemigo jurado de Sano, y su inquina se hacía extensiva a Hirata.

– Me sorprende veros. Lo último que oí es que os encontrabais en vuestro lecho de muerte. -Escrutó a Hirata de arriba a abajo con su mirada insolente-. Me parece que os habéis levantado un poco pronto.

A Hirata se le hacía humillante encontrarse consumido y endeble ante su fuerte y sano adversario.

– Igual de sorprendido estoy yo -replicó-. Lo último que oí es que vos y el caballero Matsudaira erais uña y carne. -Levantó dos dedos cruzados-. ¿Por qué no estáis con él? ¿Habéis perdido su favor?

Hoshina tensó la mandíbula, y a Hirata le complació haber dado en el clavo.

– ¿Qué hacéis aquí? -preguntó Hoshina, y levantó las palmas-. No me lo digáis: venís a investigar la muerte del ministro del Tesoro Moriwaki. El chambelán Sano es demasiado importante para hacerlo en persona, de modo que ha enviado a su cancerbero fiel.

– Supongo que habéis venido por el mismo motivo. -Hirata controló su genio con apuros. Al ver que Hoshina asentía, recordó los hechos que le había contado la esposa del ministro del Tesoro-. ¿Pero no investigasteis ya su muerte? ¿No arrestasteis a alguien que fue ejecutado por asesinarlo?

Un mohíno silencio fue la réplica de Hoshina. Sus ayudantes daban muestras de vergüenza ajena.

– Luego murió el jefe Ejima -prosiguió Hirata-. Ahora parece que puede haberlo asesinado la misma persona que mató al ministro del Tesoro y que vos cometisteis un error.

– ¿Y qué si lo cometí? -repuso Hoshina, aturullado y a la defensiva-. Cualquier otro hubiese hecho lo mismo.

– Pero vos fuisteis el desafortunado. Por eso habéis caído en desgracia ante el caballero Matsudaira. En cuanto se enteró de la muerte de Ejima y cayó en la cuenta de que acababa de perder otro alto funcionario, supo que habíais hecho una chapuza con la investigación y os expulsó de su círculo íntimo. Mis condolencias. -Hirata no lo compadecía en absoluto-. Y ahora, si me disculpáis, voy a realizar una investigación como debe ser sobre la muerte del ministro Moriwaki.

El y sus detectives avanzaron hacia la puerta de la casa de baños, pero Hoshina les cerró el paso.

– Perdéis el tiempo -dijo el policía-. Ya he examinado el lugar.

– ¿Qué, vais a intentar enmendar vuestro error volviendo a recorrer el mismo terreno en el que patinasteis? -replicó Hirata.

Hoshina lo fulminó con la mirada.

– Ahí dentro no hay nada que ver -insistió, lo que convenció a Hirata de que la casa de baños contenía pistas importantes.

El y sus hombres entraron. Hoshina los siguió al interior del local. En el vestíbulo, una mujer vestida con un quimono floreado gris y blanco esperaba de rodillas sobre una tarima. Los soportes de las paredes contenían toallas y bolsas de paño con jabón de salvado de arroz.

– Buenos días, mis señores -dijo mientras hacía una reverencia a Hirata y los detectives. Aparentaba poco más de cincuenta años, encorvada y menuda, con el pelo teñido de negro y la cara muy maquillada con polvo de arroz y carmín. Sin embargo, aún tenía los ojos brillantes y las facciones hermosas. Al ver a Hoshina, su sonrisa se evaporó-. ¿Otra vez aquí, tan pronto? ¿No habéis causado ya bastantes problemas?

Era de esas mujeres mayores que hablaban sin pelos en la lengua, incluso a superiores varones, que probablemente se dejaban intimidar porque les recordaba a sus estrictas madres o niñeras de la infancia.

Mientras Hoshina la miraba con cara de pocos amigos, la mujer se dirigió a Hirata:

– Bienvenidos a mi establecimiento. Vos y vuestros hombres podéis desvestiros ahí dentro. -Señaló una habitación adyacente tras una cortina, donde había batas colgadas de ganchos, prendas dobladas en compartimentos de la pared y un zapatero medio lleno.

– Gracias, pero no queremos un baño. -Hirata se presentó y luego dijo-: Estamos aquí para investigar la muerte de uno de tus clientes: el ministro del Tesoro Moriwaki.

La propietaria pasó su sagaz mirada de Hirata a Hoshina.

– Me alegro de que se encargue otra persona. ¿Cómo puedo ayudaros?

– Puedes mostrarme dónde murió.

– Venid por aquí. -Bajó de la tarima, sonrió a Hirata y pasó por delante de Hoshina como si no existiera.

Hirata y sus hombres la siguieron por una entrada cubierta con una cortina y luego un pasillo. De las estancias divididas por tabiques de celosía y papel salía un aire cargado de vapor y ruidos de chapoteo. Cada una contenía una gran bañera hundida y rodeada por un suelo elevado de listones de madera. Los hombres desnudos se remojaban en las bañeras o esperaban a un lado en cuclillas. Las camareras les frotaban la espalda, les vertían cubos de agua encima o se sentaban desnudas a su vera dentro de las bañeras. Varias puertas estaban cerradas; tras ellas se oían gemidos y risitas. Hirata sabía que la prostitución en casas de baños era ilegal pero común, y a buen seguro la propietaria debía de pagar a la policía para que le dejaran ofrecer esos servicios al margen de la ley.

La mujer corrió un panel.

– Aquí. -La bañera estaba vacía y el suelo seco. La dueña entró y abrió las persianas de bambú. Las motas de polvo centellearon a la luz del sol-. No hemos usado esta sala desde que murió Moriwaki-san. Ninguna chica quiere trabajar aquí. Dicen que su fantasma ronda por aquí.

– ¿Te encontrabas en el local cuando murió? -preguntó Hirata.

– Sí. Ya le conté a ése lo que pasó. -La propietaria lanzó una mirada funesta a Hoshina-. Pero no me hizo caso.

Hoshina se apoyó en la pared, con las manos encajadas en las axilas y cara de circunstancias. Sin embargo, Hirata sabía que se quedaría por ahí para ver si él descubría algo que se le hubiera escapado y que pudiera aprovechar para congraciarse con Matsudaira. Era la clase de hombre que prefiere colgarse los laureles del trabajo ajeno que tomarse la molestia de cumplir su deber de buen principio.

– Yo te escucharé -dijo Hirata-. Cuenta.

– Estaba en la entrada cuando llegó Moriwaki para darse su baño -explicó la mujer-. Era un cliente habitual; venía casi todos los días. Llamé a Yuki para que lo atendiera; era su chica favorita. Ella lo trajo aquí. Al cabo de un rato oí un golpetazo y Yuki gritó. Vine corriendo y me encontré a Moriwaki-san aquí tirado, desnudo. -Señaló el suelo al lado de la bañera-. Yuki me dijo que se había caído. Tenía sangre en la cabeza, donde se había dado contra el suelo. -Se mordisqueó los labios-. Es la primera vez que muere un cliente aquí. Muy malo para el negocio. Pero fue un accidente.

Hirata observó que era un caso muy parecido al del jefe Ejima; caer muerto de improviso sin motivo aparente. ¿Había sido otra víctima del dim-mak?

– Mandé un mensaje a la familia de Moriwaki. Sus vasallos vinieron y le dijeron a Yuki que no se preocupara; no nos culpaban. Se llevaron a casa su cuerpo. Sin embargo, al día siguiente se presentó ése. -Lanzó una mirada iracunda a Hoshina-. Se llevó a Yuki a una sala y le preguntó qué le había pasado a Moriwaki. Ella intentó contarle que no había hecho nada malo, pero él la llamó mentirosa. Oí como le pegaba. La oí llorar.

– Basta ya -interrumpió Hoshina, enfurecido.

– Sigue -dijo Hirata.

La mujer miró a Hoshina con una sonrisita de revancha.

– El pensaba que Yuki había empujado a Moriwaki. La obligó a decirlo. La arrestó y se la llevó a la cárcel, aunque le dije que era buena chica, incapaz de matar una mosca. Al día siguiente le cortaron la cabeza.

Hirata miró con ceño al comisario de policía.

– Eso sí que fue un trabajo detectivesco rápido y de calidad.

Picado, Hoshina se apresuró a justificarse.

– Fue el procedimiento de rutina. -La tortura de los sospechosos era legal y una práctica habitual para obtener confesiones. La desventaja era que solía producir tantas confesiones falsas como verdaderas.

– Y hoy vuelve a presentarse -dijo la mujer-. Es evidente que ha descubierto que Yuki no mató al ministro del Tesoro, porque anda husmeando de nuevo, en busca de otra persona inocente a la que culpar.

– ¡Cállate, vieja! -exclamó Hoshina-. Te cerraré los baños, o…

Apretó los puños y dio un par de pasos hacia ella. Los detectives lo apartaron a empujones. Hirata dijo:

– Esta mujer es un testigo importante, y si le hacéis algún daño os buscaréis más problemas de los que ya tenéis.

Hoshina se calmó, impotente pero lleno de ira. Para Hirata era todo un placer hacerle pagar por haberlo insultado ese día y haber saboteado a Sano en el pasado. Se dirigió a la mujer:

– Pienso encargarme de que se atrape al auténtico asesino. Necesito hacerte unas preguntas sobre el ministro Moriwaki.

Petulante bajo su protección, la mujer dijo:

– No hay problema.

– ¿Le viste a Moriwaki alguna marca inusual?

– Pues la verdad es que sí.

Hoshina masculló:

– Te he ordenado que guardaras silencio sobre todo lo relativo a esta investigación.

– No puedo negarme a hablar con el detective del sogún, ¿o sí? -La mujer fingió desvalida inocencia. Luego siguió con Hirata-. Tenía un cardenal justo aquí. -Se señaló un punto cercano a la sien.

Hirata sintió una repentina emoción.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era azul. Ovalado. Parecido a una huella dactilar.

Por fin Hirata disponía de indicios concluyentes que relacionaban uno de los asesinatos previos con el de Ejima. Hoshina parecía contrariado; saltaba a la vista que su intención había sido atesorar ese dato importante para su propio uso.

– ¿Cuándo viste el moratón? -preguntó Hirata.

– Justo después de que muriera Moriwaki. Le lavé la sangre antes de que sus vasallos se lo llevaran a casa. -Y añadió-: Siempre que lo bañaba, me chupaba los pechos mientras estábamos en la bañera. A algunos hombres de su edad les gusta eso, no sé si lo sabíais. Pasaba tanto tiempo mirándole la cabeza desde arriba que no pude por menos que fijarme en que la marca no estaba allí antes.

Eran más detalles de los que Hirata necesitaba, pero aportaban veracidad a su declaración.

– Me has dicho que el ministro era un cliente habitual. ¿Vino durante los dos días anteriores a su muerte?

Hoshina hizo unos gestos furiosos para acallarla. La mujer lo ignoró.

– Ahora que lo decís, vino justo el día antes.

Hirata ya podía recomponer parte del tiempo que Moriwaki había pasado fuera del castillo de Edo.

– ¿Viste a alguien con él ese día?

– Eso ya se lo he preguntado -interrumpió Hoshina-. No sabe nada. Se está inventando mentiras para complaceros.

La mujer puso los brazos enjarras mientras sus ojos lanzaban furiosas chispas a Hoshina.

– No soy ninguna mentirosa. Y si creéis que lo soy, ¿por qué os habéis emocionado tanto cuando os conté con quién había visto a Moriwaki?

Hoshina escupió un suspiro de frustración.

Hirata, que se estaba divirtiendo, dijo:

– Cuéntame lo que le has dicho al honorable comisario de policía.

– Un samurái vino con Moriwaki. Suplicaba hablar con él. Moriwaki le dijo que estaba ocupado, pero el samurái lo siguió hasta el vestidor. Empezaron a discutir. No me fijé en lo que decían, pero me parece que el samurái quería un favor. Moriwaki le dijo que se fuera, y el otro se fue.

Hirata notó que estaba a punto de descubrir algo crucial.

– ¿Sabes quién era ese samurái?

– Sí. Se lo pregunté a Moriwaki. «¿Quién era ese tipo tan grosero?», le dije, y él me contó que era el capitán Nakai, del Ejército Tokugawa. -Miró a Hoshina con una sonrisa triunfal.

El policía salió de la estancia hecho una furia, deshaciéndose en maldiciones. Hirata ya entendía por qué había querido mantener en secreto la información de la dueña. El capitán Nakai era un sospechoso excelente, que había demostrado su dominio de las artes marciales durante la guerra de las facciones. Relacionarlo con el ministro Moriwaki era un golpe de suerte, porque no había aparecido en las listas de personas que habían estado en contacto con ninguna de las víctimas anteriores.

– ¿Estuvo a solas el capitán Nakai con el ministro del Tesoro? -preguntó.

– Sí. Mientras Moriwaki se desvestía.

– ¿Tocó a Moriwaki?

– No lo sé. La cortina estaba echada.

Aun así, Hirata no cabía en sí de gozo. Cuando él y sus detectives salieron de la casa de baños, se encontró con que Hoshina lo esperaba en la calle, todavía hecho un basilisco.

– Sólo quería deciros que no os saldréis con la vuestra; no me haréis quedar como un idiota -dijo nada más verlos-. Y si creéis que vos y el chambelán Sano vais a resolver este caso y cubriros de honores a mi costa, estáis muy equivocado. Pienso arruinaros a los dos.

Empujó a Hirata con un dedo en el pecho. Éste perdió el equilibrio y su pierna herida cedió. Cayó sobre un montón de estiércol de caballo. Soltó un grito de indignación ante aquella humillación pública. Hoshina y sus ayudantes se rieron.

– Ese es vuestro sitio -dijo el policía mientras los detectives de Hirata lo ayudaban a ponerse en pie y le sacudían los excrementos-. La próxima vez que os encuentre, no os levantaréis.

Hoshina y sus hombres montaron y se alejaron al trote. El detective Inoue dijo:

– No hagáis caso de ese fracasado, Hiratasan. Es un don nadie.

Sin embargo, Hirata sabía que Hoshina era peligroso, y además estaba ansioso por recuperar su posición en la corte. Su encontronazo no era más que el primer asalto de lo que se prometía una encarnizada guerra política. Fue cojeando hacia su caballo.

– Vamos, tenemos que regresar al castillo. Quiero informar al chambelán Sano sobre el capitán Nakai.

Y más le valía advertirle también que esperase problemas de su viejo enemigo.

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