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En la entrada de la aldea, el follaje de un sebo de China negro tira ya al rojo oscuro, abrasado por la escarcha. De pie bajo el árbol, apoyado en su azada, hay un hombre de semblante ceniciento, pálido como la muerte. Le preguntas cómo se llama esta aldea. Él te dirige una mirada penetrante, sin responderte. Te vuelves hacia ella para decirle que este individuo es un ladrón de tumbas. Ella no puede aguantarse la risa y, una vez que le habéis dejado atrás, te susurra al oído que debe de haberse envenenado con mercurio. Dices que permaneció demasiado tiempo en la fosa de una tumba que estaba saqueando y que su compinche murió. Él fue el único superviviente.

Dices que su bisabuelo hizo eso mismo durante toda su vida, y también el bisabuelo de su bisabuelo. Cuando se tiene un antepasado que se ha dedicado a este tipo de tráfico, resulta difícil tener las manos limpias. Pero no es como fumar opio, que termina uno por dilapidar su fortuna entera y por arruinar a la propia familia. Los ladrones de tumbas obtienen inmensas ganancias sin realizar la menor inversión. Les basta con mostrarse resueltos a la hora de ponerse manos a la obra. Cuando se ha hecho una vez, se dedican a ello generación tras generación. Hablando así, provocas su alegría. Ella te coge de la mano, está dispuesta a seguirte a cualquier parte.

Cuentas que en la época del bisabuelo del bisabuelo del bisabuelo de este hombre, el emperador Quianlong efectuó una ronda de inspección. ¿Quién, entre los funcionarios locales, no habría deseado halagar al emperador? Cualquier medio era bueno para escoger las más bellas mujeres del lugar y hacerse con los tesoros de las pasadas dinastías. El padre de su bisabuelo no poseía más herencia que un poco de árida tierra. En la buena temporada, se dedicaba a cultivar la tierra, pero en la de poco trabajo, recorría las aldeas y los pueblos, palanca al hombro, vendiendo figuritas que fabricaba él mismo poniendo a cocer algunas libras de azúcar mezcladas con toda clase de colores. ¿Acaso podía sacar realmente grandes beneficios fabricando silbatos para los niños y unos personajes como el famoso cerdo que lleva a una chica sobre su lomo? El apodo de su antepasado era Li el Tercero. Se pasaba los días callejeando sin pensar ni por asomo en aprender a fabricar figuritas de azúcar, pero sí empezaba a pensar en cómo echarse también él una chica a sus espaldas. Cuando veía a una mujer, entablaba conversación con ella y todos los aldeanos le tildaban de golfo. Un buen día, llegó a la aldea un curandero de picaduras de serpiente. Provisto de un tubo de bambú, de un atizador y de un gancho metálico, con un saco de arpillera a la espalda lleno de serpientes, se introducía entre las tumbas. Li el Tercero lo encontraba divertido y había seguido sus pasos, convirtiéndose en su acólito. El curandero le dio un remedio contra las picaduras de serpiente semejante a una negra cagarruta, recomendándole que se la guardara en la boca. Muy azucarada, esa cosa debía refrescarle la boca y aclararle la voz. Al cabo de quince días pasados con él, Li el Tercero descubrió el engaño. Las serpientes no eran más que un mero pretexto, saquear tumbas su verdadera actividad. Y como el criador de serpientes tenía necesidad realmente de un ayudante, Li el Tercero comenzó así su carrera.

De vuelta a la aldea, Li iba tocado con un gorro acanalado de seda negra rematado en un botón de jade. Era un sombrero de segunda mano obtenido a bajo precio en la casa de empeños de Chen el Canijo, en una calle del pueblo de Wuyi, una calle antigua que aún no había sido incendiada por los rebeldes Tai-ping. Tenía una magnífica estampa, como decían los aldeanos, todo el aspecto de haber «hecho fortuna». Algunos incluso habían franqueado el umbral de su casa para hacerle a su padre propuestas de matrimonio para él. Finalmente, se casó con una joven viuda, sin que se haya sabido nunca a ciencia cierta si fue ella la que trató primero de seducirle o bien si fue él el que se interesó por ella. Sea como fuere, decía, alzando el índice, que, él, Li el Tercero, había frecuentado La Casa de la Alegre Primavera, con su linterna roja, en la calle baja del pueblo de Wuyi, donde se gastó un lingote de reluciente plata. No podía explicar, por supuesto, que dicha plata había sufrido durante mucho tiempo en la tumba el ataque de la cal y del arsénico. Por suerte, la había frotado una y otra vez en el empeine de sus zapatos.

Esta tumba se encontraba sobre un montículo pedregoso, a dos lis de la colina del Fénix. Después de un día de lluvia, su maestro descubrió un manantial que corría derecho a un agujero. Cuanto más profundizaba él en este agujero con un bastón, más ancho se volvía éste. Desde el comienzo de la tarde hasta la caída del sol, estuvo excavando, hasta hacer un hoyo por el que pudiera pasar un hombre y, por supuesto, no fue otro que él el primero en introducirse en dicho hoyo. Reptó y reptó y de pronto, ¡me cago en la puta!, cayó medio desvanecido. Acabó por encontrar, buscando a tientas en el barro, jarras y vasos que no dudó en romper. Asimismo descubrió un espejo que extrajo de entre las tablas de un ataúd podrido, blando cual restos de queso de soja. Dicho espejo era aún de un negro brillante, sin el menor rastro de verdín; ¡era un espejo ideal para las muchachas! «¡A fe de Li el Tercero -decía él-, tachadme de hijo de perra si miento!» Por desgracia, su amo se lo cogió y no le dejó más que una bolsa repleta de plata. Escarmentado por la aventura, se dio cuenta de que podía volar con sus propias alas.

Te has dirigido entonces al templo de los antepasados de la familia Li, en el centro de la aldea. Sobre el dintel de la puerta restaurada, ha sido colocada de nuevo una piedra dañada, que tiene grabados unos motivos de grullas, de ciervos, de pinos y de prunus. Has empujado la gran puerta entreabierta. Al punto, una voz que llegaba del fondo de los tiempos te pregunta: «¿Qué hace usted aquí?». Dices que has venido simplemente a echar un vistazo. Un anciano de pequeña estatura, pero en absoluto raquítico, ha salido de una habitación resguardada por la galería. Es evidente que guardar el templo de los antepasados es también una tarea gloriosa.

«A los extraños no les está permitido pasearse por aquí», manifiesta él rechazándote. Tú le dices que te llamas también Li, que eres un descendiente de este clan, que has andado errante por tierras lejanas durante mucho tiempo, y que vuelves de visita a tu tierra natal. Él enarca sus largas y canas cejas y te observa de la cabeza a los pies. Le preguntas si sabe que mucho tiempo antes vivía en esta aldea un ladrón de tumbas. Las arrugas de su rostro se vuelven más pronunciadas, como si sufriera. Los recuerdos no están nunca, por regla general, exentos de sufrimiento. Ignoras si él está buceando en sus recuerdos o si bien se esfuerza por identificarte. En cualquier caso, te incomoda seguir mirando fijamente este viejo rostro demudado. Él refunfuña durante un largo rato, sin atreverse a dar crédito a las palabras de este descendiente que va calzado con zapatos de viaje y no con zapatos de cáñamo. Termina por pronunciar una frase: «¿No has muerto?». Pero no consigues saber quién es el muerto. De todas formas, debe de ser un viejo, no un niño.

Cuando tú le dices que los descendientes de la familia Li han hecho fortuna en el extranjero, él se queda con la boca abierta, luego te deja pasar, haciendo una inclinación para saludarte y conducirte delante del altar de los antepasados, igual que un viejo intendente. Va calzado con unos zapatos negros y lleva en la mano una llave. Se pone a hablar de la época en que este templo aún no había sido transformado en escuela, y a renglón seguido cuenta cómo recuperó su antigua función, pues la escuela se ha trasladado de sitio.

Te muestra una tablilla horizontal de laca desconchada, parecida a una pieza arqueológica, pero cuya inscripción en estilo regular «A la gloria de los antepasados» no se halla en absoluto borrada. Bajo la tablilla hay un gancho de hierro que debía de servir para colgar los registros de los antepasados. En tiempos normales no se exponen, pues corresponde al viejo jefe de aldea conservarlos.

Tú le dices que era un rollo vertical pegado sobre seda amarilla. «Así es, así es», declara él. Fue quemado en tiempos de la reforma agraria y del reparto de tierras, pero más tarde fue reconstituido en secreto y conservado en el desván. En la época del movimiento de «clarificación del origen de las clases», se arrancaron las tablas del entarimado y fue descubierto, siendo quemado de nuevo. El que tienen ahora fue reconstituido de memoria por los tres hermanos de la familia Li y restaurado por el padre de Maowar, el instructor de estudios de la aldea. Maowar tiene una hija de ocho años, pero le gustaría tener también un hijo. «¿Es que ahora no hay control de natalidad?» «¡No sólo hay que pagar una multa si se tiene un segundo hijo, sino que además no te conceden el permiso de residencia!» Tú asientes y añades que te gustaría ver ese registro. «Seguro que tú figuras en él, seguro -repite-, todas las personas que se llaman Li en esta aldea figuran en él.» También dice que no hay más que tres nombres extranjeros, hombres que se casaron con muchachas de la familia Li; si no, no habrían podido quedarse en la aldea. Pero las gentes que tienen un apellido extranjero serán siempre personas ajenas a la familia y, por norma general, las mujeres no tienen acceso a este registro.

Tú dices que lo comprendes, que el gran emperador de los Tang, Li Shimin, se llamaba también Li antes de convertirse en emperador, pero que los Li de esta aldea no han llegado en ningún caso hasta el extremo de pretender que eran de la familia del emperador. Sin embargo, son numerosos los antepasados que llegaron a generales o ministros, pues no sólo hubo entre ellos ladrones de tumbas.

A la salida del templo, te ves rodeado de niños que no sabes de dónde salen, cada vez más numerosos. Te siguen por todas partes. Tú les dices que son como tábanos, pero ellos continúan siguiéndote mientras ríen tontamente. Cuando blandes tu cámara, escapan entre gritos. Sólo uno de ellos se te planta delante, afirmando que no hay ningún carrete en tu cámara, que tú mismo puedes comprobarlo. Es un chiquillo inteligente, esbelto, vivo como un gobio que conduce a su bandada.

– Eh, ¿qué hay aquí de interesante que ver? -le preguntas.

– El gran escenario del teatro.

– ¿Qué escenario de teatro es ése?

Se introducen entonces corriendo por una callejuela. Tú les sigues. En la esquina de una casa, en una piedra erigida en la entrada de la calle, hay grabados los caracteres: Digno de una piedra del monte Taishan. Nunca podrás comprender el sentido exacto de esta inscripción y en este momento nadie puede explicártelo con claridad. De todas formas, es algo vinculado a tus recuerdos de infancia. En esta pequeña calle vacía que sólo permite el paso de una persona llevando unos cubos de agua en su palanca, oyes aún el seco taconeo de unos pies descalzos sobre las losas de piedras verdes en las que se secan al sol unos regueros de agua.

Sales de la calle y desembocas en una zona de desecamiento cubierta de paja de arroz. Flota en el aire el dulce y almibarado aroma de la paja recién cortada. Al final de la zona de desecamiento se encuentra, efectivamente, un antiguo estrado de teatro enteramente construido en madera. El estrado tiene la altura de un hombre. Hay allí amontonadas unos haces de paja atados. La pandilla de monitos trepa a él escalando una columna y vuelve a caer sobre la zona de desecamiento, dando volteretas sobre los haces de paja. En el escenario abierto a todos los vientos, cuatro grandes pilares sostienen un amplio tejado de ángulos curvos. Bajo el tejado, algunas vigas horizontales debían de servir en otro tiempo para colgar las banderolas, las cuerdas de las linternas, así como las de los números acrobáticos. Las vigas horizontales y verticales han sido pintadas, pero la laca está desconchada.

Aquí se han representado comedias, se han cortado cabezas, se han realizado asambleas, celebrado acontecimientos. También se han arrodillado y prosternado hombres, y, en tiempo de recolección, se amontonaba aquí la paja y los niños trepaban encima a cuál mejor. Entre los que trepaban y descendían de la paja otrora, algunos han envejecido, otros han muertos y no se sabe ya de cierto quiénes se encuentran en los registros familiares. ¿Coincide con el original la genealogía reconstituida de memoria? No existe después de todo una gran diferencia entre los que poseen registros y los que no. Si no se han marchado lejos, deben cultivar todos la tierra para vivir y todo cuanto les queda son los hijos y la paja.

Frente al estrado del teatro, ha sido reconstruido un templo sobre las ruinas del antiguo, pimpante con sus deslumbrantes colores. Sobre la puerta principal escarlata hay pintados dos espíritus guardianes, el uno verde y el otro rojo, blandiendo el sable y el hacha, con los ojos como cascabeles de cobre. En las paredes enjalbegadas hay trazado a pincel: Templo Huaguang restaurado gracias a la contribución de: Tal cien yuanes, Tal ciento veinte yuanes, Tal ciento veinticinco yuanes, Tal cincuenta yuanes, Tal sesenta yuanes, Tal doscientos yuanes…, luego viene la firma y la dedicatoria del calígrafo: Publicado por los representantes de los jóvenes, de los menos jóvenes y de los viejos de Lingyan.

Entras. En el templo, al pie de la estatua del Emperador de la Claridad, una fila de ancianas, todas vestidas con chaqueta y pantalón negros, todas desdentadas, se arrodillan o se levantan por turno y se prosternan delante del altar quemando incienso. El Emperador de la Claridad tiene un ancho rostro reluciente y unas mejillas mofletudas. Es la viva imagen de la felicidad que las volutas del humo del incienso vuelve más benevolente aún sí cabe. En la larga y estrecha mesa colocada enfrente de él hay puestos unos pinceles y unos tinteros como en la oficina de un funcionario civil. Delante de las mesas de ofrenda donde reposan palmatorias y pebeteros, pende una tela roja con una inscripción bordada con sedas multicolores: Proteger el país y ayudar al pueblo. Por encima de las colgaduras y de los doseles, una tablilla horizontal ostenta una inscripción en negro: Revelación divina, y en el borde, una serie de pequeños caracteres: Donación de los letrados y de los habitantes de Lingyan, sin que se sepa exactamente de cuándo data esta antigüedad.

Reconoces que este lugar se llama Lingyan, la Roca del Alma. Así pues, puede haber otros destinos que llevan el nombre de ling, el alma. No te has equivocado poniéndote en camino hacia Lingshan, la Montaña del Alma. Preguntas a las ancianas que te responden con sus desdentadas bocas emitiendo unos silbidos. Ninguna te indica claramente el camino hacia Lingyan.

– Está al lado de esta aldea, ¿no?

– Sí, sí, así es…

– ¿No está lejos de la aldea?

– Sí, sí, así es…

– ¿Hay que torcer, no?

– Sí, sí, así es…

– ¿Quedan todavía dos lis?

– Así es, sí, sí…

– ¿Cinco lis?

– Sí, sí, así es…

– ¿Cinco lis o siete lis?

– Sí, sí, sí…

¿Hay un puente de piedra? ¿No hay ningún puente de piedra? ¿Se va siguiendo el lecho del río? ¿O bien por la carretera? ¿Lleva más tiempo por la carretera? Si lleva más tiempo, ¿el camino resulta más fácil? Si resulta más fácil, ¿se encuentra fácilmente? ¿Lo importante es la sinceridad? ¿Conduce la sinceridad a la precisión? Y la precisión conduce a la Roca del Alma. * Precisión o no, todo es cuestión simplemente de suerte, ¿no es cierto acaso que los que tienen suerte encuentran sin buscar? ¡Uno podría pasarse la vida buscándola sin encontrarla, como toparse con ella por pura casualidad! ¿No es esta Roca del Alma más que un fragmento de dura roca? Si no está bien hablar así, ¿cómo hay que hacerlo, entonces? ¿Está mal hablar así o bien no se puede hacerlo? Eso depende enteramente de ti, ella será como tú la veas, si piensas que es una mujer hermosa, pues será una mujer hermosa, si en tu corazón alimentas malos pensamientos, no verás más que un monstruo.

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