Abandono en autocar la región yi en los confines del Yun-nan y del Guizhou y, una vez llegado a Shuicheng, he de esperar el tren durante un largo rato. Desde la estación hasta la cabeza de distrito queda un buen trecho de camino. No sé ya dónde estoy en esta región ni urbana ni rural, sobre todo cuando veo, al borde de lo que se diría una calle, dos sentencias paralelas pegadas en el enrejado de la ventana de una antigua casa de negras vigas: «Los niños juegan afuera, por doquier reina la paz entre los hombres». No tengo ya la impresión de avanzar, sino de volver a mi infancia, como si no hubiera conocido ni guerra, ni revolución, ni luchas sucesivas, ni críticas ni contracríticas, ni, ahora, la vuelta a las reformas que no es tal, como si mi padre y mi madre no estuvieran muertos, como si yo mismo no hubiera sufrido, como si no hubiese crecido; emocionado, he estado a punto de deshacerme en lágrimas.
Voy a sentarme sobre un montón de madera descargado al borde de la vía férrea, para reflexionar un poco acerca de mi situación. Una mujer de unos treinta años, con la desgracia pintada en el rostro, se me acerca. Quiere que yo la ayude para poder comprar un billete de tren. Ha debido de oír, un momento antes, en la ventanilla de la estación, que no hablo el dialecto local. Me dice que quiere ir a Pekín para presentar una queja, pero que no tiene dinero para comprar un billete. Le pregunto contra quién quiere presentar la queja. Me explica largo y tendido, de manera confusa, que su marido murió, víctima de una injusticia, pero que ahora nadie quiere reconocerlo, y que no ha recibido ninguna indemnización por ello. Le doy un yuan para quitármela de encima y me alejo resueltamente para sentarme en la orilla del río. Durante varias horas contemplo el paisaje que tengo enfrente.
Al atardecer, pasadas las ocho, llego por fin a Anshun. Comienzo por dejar en consigna mi mochila cada vez más pesada. Esta contiene un ladrillo decorado que me he traído de Kezhang. Allí los campesinos utilizan los ladrillos de las tumbas de los han para construir chiqueros. Hay una lámpara encendida en la ventanilla de la consigna, pero no se ve a nadie. Llamo varias veces, se presenta una empleada. Toma el dinero que le doy, pega una etiqueta en mi mochila y la coloca en un estante vacío antes de darse media vuelta. La vasta sala de espera desierta no se parece en nada a las salas de espera habitualmente abarrotadas de gente y ruidosas donde las personas se echan incluso en los antepechos de las ventanas, se tumban en los bancos, se sientan sobre sus equipajes, andan de aquí para allá sin objeto y se dedican a mil asuntos. Al salir de esta estación desierta, oigo incluso mis pasos.
Unas negras nubes pasan rápidamente por encima de mi cabeza, pero la noche es de una gran luminosidad. La bruma del crepúsculo, alta en el cielo, se mezcla con las nubes y resplandece de intensos colores. En el fondo de la explanada que se extiende delante de mí se alzan unos montes totalmente redondeados. Dominando las altas mesetas, se asemejan a unas grandes tetas de mujer. Pero, como están tan cerca, parecen gigantescos y se tornan opresivos. No sé si es a causa de las nubes negras que galopan por encima de mi cabeza, pero lo cierto es que tengo la impresión de que la superficie del suelo también se inclina, y titubeo, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Sin embargo, no he bebido. Esta velada en Anshun me deja una extraña impresión.
Frente a la estación, encuentro una pequeña posada. En la penumbra, no se distingue muy bien cómo está construida. En realidad, las habitaciones son tan pequeñas que se asemejan a jaulas de palomos, con la cabeza casi se toca el techo. No se puede estar más que echado.
En la calle se suceden unas fondas, con unas mesas fuera, iluminadas por unas lámparas eléctricas deslumbrantes. Cosa extraña, no hay en ellas ningún cliente. Todo anda torcido esta noche, e, instintivamente, desconfío de estos establecimientos. Varias decenas de metros más lejos, dos clientes están sentados ante una mesa cuadrada. Voy a instalarme enfrente de ellos y pido un cuenco de tallarines de arroz picantes con carne de buey.
Son dos hombres flacos y secos. Delante de uno de ellos, una cantimplora de estaño llena de aguardiente, el otro tiene un pie apoyado sobre el banco. Cada uno sostiene en su mano una copita de gres, y no parece que hayan pedido ningún plato. Cogen unos palillos que colocan cabo contra cabo. En ese mismo instante, dice uno: «¡gamba!», y el otro: «¡palanca!», y los palillos se separan sin que se sepa quién de los dos ha ganado. En realidad, no es más que una excusa para ponerse a beber. Una vez que se han vuelto a concentrar, ponen de nuevo sus palillos cabo contra cabo. El uno dice: «¡palanca!», y el otro: «¡perro!» y, por supuesto, la palanca golpea al perro, el que ha dicho «perro» ha perdido. El ganador desenrosca entonces el tapón de la cantimplora y sirve un poco de aguardiente en la copa de su contrincante. El perdedor vacía su vaso de un trago y los dos palillos son vueltos a poner cabo contra cabo. Su calma y aire refinado me hacen pensar irresistiblemente en dos inmortales. Pero, al examinarlos más de cerca, compruebo que su rostro es de lo más común. Me imagino, sin embargo, que los inmortales beben de este modo.
Después de haberme tomado mi plato de tallarines con carne de buey, me levanto y me alejo. Les sigo oyendo interpelarse con sus voces que resuenan de modo especial en esta calle desierta.
Llego a una vieja calle. A ambos lados, no hay más que casas destartaladas cuyo tejado se extiende hasta medio pasaje. La calle se angosta a medida que avanzo. Los tejados casi se tocan. Parecen a punto de desmoronarse. Delante de cada puerta hay instalados unos puestos que exponen mercancías: algunas botellas de aguardiente, pomelos y frutos secos. También ropas, que se agitan al viento cual fantasmas de ahorcados. La calle es interminable, prolongándose hasta el confín del mundo. Mi abuela materna, ahora ya muerta, me llevó un día a comprarme una peonza. La que los hijos de los vecinos lanzaban había despertado mi envidia, pero no se podía comprar este tipo de juguete más que para la fiesta de Primavera. En tiempo normal, era imposible encontrar ninguna en la sección de juguetes de los grandes centros comerciales. Tuvimos que ir al templo protector del sur de la ciudad. Era posible encontrar peonzas en ese lugar donde podían verse números de monos amaestrados y de artes marciales y donde se vendían asimismo emplastos de piel de perro. Recuerdo que, la única vez que fui allí, fue para comprar este juguete. Y ahora hace ya mucho tiempo que no he vuelto a jugar con ese objeto que gira cada vez más rápido a medida que se lo azota. Pero, en esta calle, nadie vende peonzas. En los puestos de venta se presentan siempre los mismos artículos, tan insípidos unos como otros. Me pregunto quién, al fin y al cabo, compra en estas tiendas. ¿Se trata de verdaderos comerciantes? ¿O tienen otra ocupación más respetable? De igual manera que hace algunos años la gente pegaba en las puertas de sus casas las citas de Mao para dar un poco de lustre a su fachada, ahora instala puestos de venta delante de ellas.
Después de no sé cuántas vueltas y revueltas, llego a una gran calle. Esta vez son tiendas oficiales del Estado, ya todas cerradas. Los verdaderos comerciantes han echado los cierres metálicos, mientras que en la calle la gente sigue circulando. Naturalmente, destacan sobre todo muchachas con los labios pintados y zapatos de tacón alto que resuenan sobre la acera. Llevan unos vestidos ceñidos, de abigarrados colores, que descubren sus hombros y cuello. Son importados de Hong Kong, merced a algún comercio, o incluso de contrabando. Tal vez no todas vayan a un club nocturno, pero tienen siempre el aire de tener una cita.
En el cruce de una calle hay todavía más gente, toda la ciudad parece desembocar allí. Caminan decididamente por en medio de la vía pública dejada desierta por los coches, como si esta gran avenida hubiera sido construida nada más que para ellos. Viendo el espacio ocupado por este cruce de calles y el aspecto de sus casas, me pregunto si no he llegado a la Gran Encrucijada. El centro de las ciudades de las altiplanicies es a menudo llamado así. Sin embargo, por contraste con la estrecha calle comercial totalmente iluminada, parece sumergida en la oscuridad. ¿Es por falta de electricidad o bien debido a un olvido del encargado de mantenimiento del alumbrado en el momento del relevo? Imposible saberlo. Para leer la placa de la calle, tengo que acercarme a una casa de donde sale luz. Efectivamente, es «La Gran Encrucijada», el centro de la ciudad donde se desarrollan las ceremonias oficiales y las manifestaciones.
En la acera, oigo en la oscuridad voces de hombres que llaman mi curiosidad. Me acerco para echar un vistazo y descubro que hay unas personas sentadas al pie de un muro, apretadas unas contra otras. Inclinándome para observarlas de cerca, advierto que se trata únicamente de personas de edad. Las hay a centenares, pero no parece que sean manifestantes haciendo una sentada. Ríen, cantan. Un hombre sostiene sobre sus piernas tapadas con un paño un violín de dos cuerdas, desafinado, de bronca sonoridad. Este viejo músico se asemeja a un zapatero remendando unas suelas. A su lado, un anciano apoyado contra la pared canta incansablemente una melodía, «Las cinco vigilias del día». Canta que una mujer loca de amor espera ardientemente a su ingrato enamorado. Las dos filas de ancianos le escuchan, fascinados. No sólo hay ancianos, sino también viejas mujeres, como sombras, acurrucadas sobre sí mismas. Su tos resuena más fuerte aún. Parece salida de unas figuritas de duelo de papel. Algunos hablan bajito, con una voz que parece delirar o, mejor dicho, no dirigirse más que a sí mismos. Sin embargo, en eco, resuenan unas risas. Prestando oído, comprendo que un anciano le está haciendo la corte a una anciana. «¿Cuánta madera has recogido en la montaña, hermano?» «¿Cuántos zapatos has bordado con tus propias manos, querida hermana?» Se preguntan y se responden como en las canciones que los montañeses cantan a dúo. Probablemente aprovechan la oscuridad de la noche para transformar esa Gran Encrucijada en una era de canto semejante a las que frecuentaban en su juventud. Tal vez es aquí donde venían en otro tiempo a cortejarse. Una pareja de ancianos entona canciones de amor, otros charlan y se ríen a carcajadas. No comprendo lo que dicen, ni lo que les hace tanta gracia. El silbido que emiten por entre sus desdentadas encías no resulta comprensible más que para ellos solos. Creo estar soñando, pero observo a mi alrededor: las gentes que me rodean están vivitas y coleando. Me pellizco por encima del pantalón y el dolor es el mismo que de costumbre. Todo es real, en verdad estoy en estas altiplanicies, vengo del norte, me encuentro en el sur y mañana tomaré el primer autobús de línea para ir más al sur aún, a Huangguoshu. Allí, en los saltos de agua, me sacudiré de encima esta extraña impresión y no podré dudar ni de la realidad de mi entorno ni de mí mismo.
De camino hacia los saltos de agua de Huangguoshu, paso primeramente por Longguan. Una barquita de recreo de colores flota en un agua tersa como un espejo de una insondable profundidad. Irreflexivamente, los pasajeros se han peleado para subir en la embarcación. No han debido de ver la gruta situada al lado del oscuro acantilado escarpado. Cuando la embarcación se acerca, la tersa superficie del agua se pone a rugir y fluye irresistiblemente en dirección a ella. Se comprende hasta qué punto es peligroso acercarse a estos saltos de agua una vez que se ha circunvalado la montaña. A veces la barca se aproxima a tres o cuatro metros de la gruta, como para un último esparcimiento antes de sumergirse en una pena infinita. Todo transcurre bajo el sol. Cuando me siento en la barca, no puedo dejar de dudar de la realidad.
A lo largo de la carretera, el caudaloso torrente deja correr con impetuosidad sus espumeantes aguas, las montañas redondeadas y el cielo rutilante resultan deslumbrantes, los tejados de las casas de piedras planas relucen al sol, sus contornos son nítidos, como una serie de dibujos coloreados de finos trazos. Sentado en un autocar que da tumbos a toda marcha por la carretera, me embarga una sensación de ligereza, tengo la impresión de estar flotando con todo mi cuerpo sin saber hasta dónde voy a llegar. Y no sé lo que busco.