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Avanzo por un sendero de montaña sombrío y desierto. A medio camino, empieza a caer la lluvia, primero suavemente, y resulta más bien agradable sentirla sobre mi rostro, luego cada vez más fuerte, obligándome a correr, con el pelo y las ropas empapados. Trepo a toda prisa hacia una cueva que diviso arriba del camino. Hay allí leña cuidadosamente apilada. El techo, bastante alto, está inclinado en ángulo. Un rayo de luz penetra en la cueva. He subido por unos escalones de piedra toscamente tallados. Un hogar hecho de piedras apiladas sostiene un caldero. El rayo de luz se filtra por una quebradura de la roca que hay encima del hogar.

Me vuelvo. Detrás de mí, hay sentado un hombre, que está leyendo sobre un armazón de madera provisto de un catre. Estoy sorprendido, pero no me atrevo a molestarle. Me limito a contemplar la grisácea lluvia a través de las quebraduras de las rocas. Llueve con demasiada intensidad, y realmente no puedo reanudar el camino.

– No se preocupe, descanse aquí.

Él es el primero en hablar, dejando su libro.

Sus largos cabellos caen sobre sus hombros, va vestido con una chaqueta y unos pantalones grises demasiados anchos. Debe de rondar los treinta años.

– ¿Es usted ermitaño?

– Todavía no, me dedico a cortar leña para el templo taoísta -responde.

Sobre su cama hay abierto un número de la revista La Novela Mensual.

– ¿Le interesan también esas cosas?

– Mato así el tiempo -responde evasivamente-. Está usted calado, séquese un poco.

Saca una palangana de agua caliente del caldero y me tiende una toalla.

Le doy las gracias y resueltamente me quito la camisa y me quedo con el torso desnudo. Me siento mucho mejor después de haberme lavado.

– ¡Qué lugar más agradable! -exclamo sentándome en un banquillo de madera frente a él-. ¿Vive usted en esta cueva?

Me explica que es oriundo de una aldea que hay al pie de las montañas, pero que detesta a todo el mundo, ya sea a su hermano y a su cuñada, como a sus vecinos y a los mandos de la aldea.

– No piensan en otra cosa que en el dinero. En las relaciones entre la gente, no cuentan más que los beneficios y las pérdidas -dice-. He cortado toda relación con ellos.

– ¿Se gana la vida cortando leña para el monasterio?

– Me fui de mi casa hará pronto un año, pero todavía no me han aceptado.

– ¿Por qué?

– El viejo superior quiere comprobar si soy honesto y perseverante.

– ¿Le aceptará a continuación?

– Sí.

Creía, pues, en su honestidad.

– ¿No resulta en exceso deprimente vivir en esta cueva completamente solo durante tan largo tiempo? -le pregunto echando de nuevo una ojeada a la revista literaria.

– Me siento más tranquilo y a mis anchas que en la aldea -responde él tranquilamente, sin dar muestras de aparentar que yo le moleste-. Y cada día, estudio mis lecciones -añade.

– ¿Qué clase de lecciones, si puede saberse?

De debajo de su manta, saca un ejemplar litografiado de Las lecciones cotidianas taoístas.

– Como estos dos últimos días ha estado lloviendo, no he podido cortar madera, y no he hecho otra cosa que leer novelas -explica acto seguido, viendo mi mirada puesta en la revista abierta sobre la cama.

– ¿No son una distracción estas novelas si ha de estudiar sus lecciones?

Quiero satisfacer mi curiosidad hasta sus últimas consecuencias.

– ¡Va!, en ellas no se cuentan más que historias vulgares entre hombres y mujeres -dice riéndose.

Me explica que terminó la enseñanza secundaria y que siguió estudios de literatura. En sus ratos libres, lee un poco.

– En realidad, es como la vida misma.

No me atrevo a preguntarle si ha estado casado. No está bien informarse sobre los secretos de un monje. La lluvia golpetea afuera, pero esta monotonía resulta agradable.

No debo molestarle más, me quedo sentado cerca de él sin moverme. Permanecemos un largo rato así, con nuestras mentes en blanco, sumergidos en la música de la lluvia.

No sé cuándo ha cesado. Cuando tomo conciencia de ello, me levanto para irme y me deshago en agradecimientos.

– Es inútil darme las gracias, pues todo es fruto del destino.

Era en los montes Qingcheng.

Más tarde, delante de una pagoda de piedra, en un islote en medio del río Ou, vuelvo a encontrar a un bonzo, con el cráneo rasurado, vestido con un largo hábito bermellón. Junta las manos delante de un estupa de Buda, se arrodilla y se prosterna con la frente en tierra. Los paseantes forman corro en torno a él. Sin prisas, una vez terminadas sus oraciones, se despoja de su hábito de culto, lo mete en una bolsa de skai negro, echa mano de un paraguas con el mango curvo que le sirve de bastón y se aleja. Yo le sigo un momento, y, cuando hemos dejado atrás a la multitud de curiosos, le pregunto:

– Por favor, maestro, ¿puedo invitarle a una taza de té? Me gustaría hacerle algunas preguntas acerca del dharma.

Él acepta no sin antes haber dejado escapar un largo suspiro.

Con el rostro demacrado, pero lleno de vitalidad, no parece tener más de cincuenta años. Con las perneras de los pantalones arremangadas, avanza a paso ligero. He de acelerar el paso para darle alcance:

– Maestro, viéndole, se diría que parte usted para un largo viaje.

– Voy primero al Jiangxi a hacer una visita a algunos viejos bonzos, luego iré también a otros muchos lugares.

– También yo quiero aislarme del mundo, pero no soy tan perseverante y sincero como usted, pues a usted le mueve un fin sagrado.

Necesito encontrar el lenguaje adecuado para conmoverle.

– En realidad, el verdadero viajero no debe tener meta alguna. En ese caso, será el viajero perfecto.

– ¿Es usted de esta región, maestro? ¿Va a abandonar definitivamente su tierra natal para realizar este viaje?

– La familia de todo el que entra en religión está en todas partes, no tengo realmente una tierra natal.

Me deja sin palabras. Le invito a tomar el té en un parque. Escojo un lugar tranquilo, apartado, para invitarle a sentarse. Le pregunto su nombre de religión, luego intercambiamos nuestros nombres y apellidos. Guardo silencio.

Es él el primero en retomar la palabra:

– Pregúnteme sobre todo lo que usted quiera, el que ha entrado en religión puede hablar de todo.

Voy, pues, directo al grano:

– Me gustaría saber por qué se hizo bonzo, si no tiene inconveniente en decírmelo.

Ríe con dulzura y sorbe un trago de té tras haber soplado ligeramente para apartar las hojas que flotan en la superficie de la taza, luego me mira fijamente:

– No es usted un viajero normal y corriente, ¿tiene alguna tarea que cumplir?

– No, claro que no, no tengo que llevar a cabo ninguna investigación, y cuando le veo a usted tan activo, no puedo dejar de sentir admiración. Yo no tengo ninguna meta precisa, pero tampoco consigo abandonarlo.

– ¿Abandonar el qué? -pregunta con la misma sonrisa.

– El mundo de los hombres.

Y estallamos a reír los dos.

– Basta con tomar la decisión -dice él con franqueza.

– Es cierto -corroboro yo asintiendo con la cabeza-, pero quisiera saber cómo lo hizo usted.

Sin escurrir el bulto, me cuenta entonces toda su historia.

Me dice que, a los dieciséis años, cuando estaba todavía estudiando en el colegio, tomó parte durante un año entero en la revolución como guerrillero en las montañas. A los diecisiete años, volvió a la ciudad con el ejército regular. Allí asumió la gestión de un banco y habría podido convertirse en un dirigente. Sin embargo, no dejó de reclamar el poder seguir estudios de medicina. Una vez se hubo sacado el título, fue nombrado mando de la oficina de higiene municipal, pero persistía en querer convertirse en médico. Más tarde, tuvo un enfrentamiento con el secretario del Partido de su hospital, fue expulsado del mismo, tachado de «derechista» y mandado al campo a cultivar la tierra. Terminó por convertirse en médico durante algunos años, cuando se fundó un hospital en su comuna popular. Entretanto, se casó con una campesina que le dio tres hijos. ¿Quién hubiera dicho que iba a creer en Dios? Al tener noticia de que un cardenal enviado por el Vaticano se hallaba de visita en Cantón, viajó allí expresamente para conocer por él el verdadero significado de la religión católica. Resultado: no sólo no tuvo ocasión de ver al cardenal, sino que además resultó sospechoso de querer entrar en contacto con el extranjero, y esta sospecha se convirtió en un cargo contra él. Expulsado de su puesto en el hospital de la comuna, siguió estudiando por su cuenta la medicina china y ganándose la vida mezclándose con vagabundos y charlatanes. Un buen día, se dio cuenta de repente de que el catolicismo occidental resultaba inaccesible y que era preferible, por consiguiente, volver a las tradiciones ancestrales y renunciar resueltamente a su familia. A partir de aquel día, se hizo bonzo. Concluye su relato con una gran carcajada.

– ¿Sigue pensando en su familia?

– Pueden satisfacer sus necesidades.

– ¿No siente realmente ninguna preocupación por ellos?

– El discípulo de Buda no siente ni inquietud ni odio.

– ¿Es que le odian?

Dice que prefiere no saberlo. Llevaba muchos años en el templo cuando su hijo mayor vino a verle para informarle de que había sido totalmente rehabilitado. Si regresaba, podría disfrutar de un trato de viejo mando revolucionario, podría retomar su trabajo y, por último, percibiría una gran suma, correspondiente a los salarios adeudados desde hacía un buen número de años. Le dijo que no quería ni un fen, que no tenían más que repartirse ese dinero. Dado que había una relación de causa y efecto, ellos no tenían por qué ser víctimas de la misma injusticia que él. A continuación, su hijo no volvió más y su familia le perdió totalmente el rastro.

– Ahora, ¿vive usted de las limosnas que le dan por los caminos?

Me explica que los hombres se han vuelto malvados, que las limosnas reportan menos que la mendicidad. Vive sobre todo del ejercicio de la medicina, pero para esto se viste de paisano a fin de no dañar la imagen de su religión.

– ¿Se tolera ese tipo de arreglo por parte de los discípulos del budismo?

– Buda vive en los corazones.

Estoy convencido de que ha llegado a liberarse de todos sus tormentos interiores, parece estar totalmente en paz consigo mismo. Va a partir lejos y está contento por ello.

Le pregunto cómo se las arreglará para alojarse a lo largo del camino. Dice que, en los templos, le basta con enseñar su acreditación de bonzo para ser acogido en ellos. Pero actualmente las condiciones son malas un poco por todas partes, pues los bonzos no son numerosos, todos trabajan para ganarse el sustento y no le permiten quedarse por mucho tiempo, pues nadie hace ofrendas a los templos. Tan sólo los grandes templos reciben algún subsidio del Estado, casi insignificante. Naturalmente, él no quiere ser una carga para otros bonzos. Dice que tiene alma de viajero, que ha ido ya a numerosas montañas célebres. Se siente con una salud de hierro, capaz de recorrer aún diez mil lis.

– ¿Podría ver esa acreditación?

Tengo la impresión de que me sería aún más útil que mi carnet de escritor.

– No hay nada secreto, los discípulos de Buda no cultivan el misterio, están abiertos a todos.

Extrae de su pecho una gran hoja de papel doblada en la que hay impreso un Buda Tathagata, sentado en postura de meditación en un trono en forma de flor de loto, la cabeza alta, marcado con un enorme sello bermellón. Figura asimismo el nombre de religión del maestro que le rasurara la cabeza y que le ordenara sacerdote. Por último están anotados sus estudios en religión y su grado. Es maestro de la ley, puede por tanto explicar las sutras y presidir ceremonias.

– Un día, partiré tal vez con usted -digo medio en broma.

– Es el destino -responde él con gran sinceridad. Luego se levanta, junta las dos manos y se despide con un saludo.

Se va muy deprisa. Le sigo un momento, pero se pierde rápidamente entre la multitud de paseantes. Comprendo que no he roto aún con mis raíces terrenales.

Más tarde, delante del templo Guoqing, al pie de los montes Tiantai, frente a la pagoda de las reliquias que data de época Sui, mientras examino una inscripción lapidaria, oigo involuntariamente una conversación.

– Deberías regresar conmigo -dice una voz masculina desde el otro lado de la pared de ladrillo.

– No, vete -responde otra voz de hombre, pero más nítida.

– Si no lo haces por mí, piensa en tu madre.

– Dile únicamente que estoy muy bien.

– Ha sido ella la que ha querido que viniera, está enferma.

– ¿De qué?

– Se queja continuamente de dolores de estómago.

El hijo no dice nada más.

– Tu madre me ha dicho que te traiga un par de zapatillas.

– Ya tengo.

– Son las zapatillas de deporte con que siempre habías soñado para jugar a baloncesto.

– ¡Son muy caras! ¿Por qué las habéis comprado?

– Pruébatelas.

– Ya no juego al baloncesto, aquí, no podría ponérmelas, llévatelas de nuevo. Aquí nadie lleva este tipo de zapatillas.

Es por la mañana, los pájaros cantan en el bosque. En medio del piar de los gorriones, un zorzal silba un canto embelesador, pero está oculto por las tupidas hojas de los ginkgos, es imposible ver la rama en que está encaramado. Luego, se presentan cotorreando unas urracas. Detrás de la pagoda de ladrillo, reina el silencio. Creyendo que los hombres se han ido, doy la vuelta al edificio. Descubro entonces a un muchacho, con la cabeza alzada, escuchando cantar a los pájaros; lleva el cráneo rasurado, pero no ha recibido aún la tonsura. Viste una corta camisa de monje: lleno de gracia, el rostro sonrosado, no tiene la tez amarillenta de los bonzos que han hecho abstinencia durante largo tiempo. Su padre tiene aspecto de campesino, rebosa también vigor, y sostiene aún en la mano las zapatillas de baloncesto nuevas de blancas suelas, a rayas rojas y azules, que acaba de sacar de su caja. Supongo que se trata de un padre que querría obligar a su hijo a casarse. ¿Se hará bonzo este muchacho?

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