La has conocido cerca de este pabellón. Era una espera difusa, una esperanza vaga, un encuentro fortuito, inesperado. A la hora del crepúsculo has vuelto a la orilla del río. Al pie de los escalones de piedra tallada, el claro sonido de las palas de lavar la ropa flota en la superficie de las aguas. Ella está de pie, al lado del pabellón. Al igual que tú, contempla las montañas que se extienden hasta donde se pierde la vista en la margen opuesta y no puedes dejar de mirarla. En este pueblecito de montaña, ella se sale mucho de lo corriente: su silueta, su actitud, su aire perdido no pueden ser los propios de alguien del lugar. Te alejas, pero en tu fuero interno piensas en ella y, cuando vuelves delante del pabellón, ella ha desaparecido. Ya oscurece. Dos puntos rojos de unos cigarrillos brillan intermitentemente en el interior, unas gentes hablan y ríen en voz baja. No distingues sus rostros, pero puedes reconocer por el timbre de su voz que se trata de dos chicos y dos chicas. No parecen ser tampoco del lugar. Su tono es decidido y sus voces sonoras, tanto cuando bromean como cuando discuten. Prestando oído, oyes que las dos parejas se explican las argucias empleadas para burlar a sus padres y a los jefes de sus respectivos trabajos, los pretextos que han encontrado para largarse con total libertad. Satisfechos de sí mismos, no paran de partirse de risa. Tú ya has rebasado esa edad, no tienes que sufrir ya este tipo de trabas, no sientes ya la misma alegría que ellos. Tal vez acaban de llegar en un autobús esa misma tarde, pero te acuerdas de que no hay más que uno por la mañana, que viene de la cabeza de distrito. Han debido de llegar, pues, por sus propios medios. Ella seguramente no debe ir con ellos, ni tiene tampoco un aire tan alegre. Abandonas el pabellón, bordeas el río y desciendes todo recto. Conoces ya los lugares: entre la decena de entradas de casas situadas a la ribera del río, sólo la última es una tienda que vende aguardiente, cigarrillos y papel higiénico, luego la calle empedrada tuerce en dirección al pueblo. A continuación, se bordean los altos muros que circundan los patios de las casas, y, a la derecha, bajo el farol que difunde una luz amarillenta, una puerta negra: la entrada del Ayuntamiento de la cabeza de cantón. Debe de ser éste una antigua mansión de gente adinerada, a juzgar por las dimensiones del patio y la altura de los edificios flanqueados por torres de vigía. Más lejos, una huerta cerrada por un murete de ladrillos rotos y, enfrente, el hospital. Separada por una callejuela, una sala de espectáculos de reciente construcción, donde pasan una película de kung-fu. Has recorrido ya este pueblo varias veces sin acercarte a ella y sabes el horario de la sesión nocturna del cine. Si se toma la callejuela que rodea el hospital, puede desembocarse directamente en la calle principal, justo enfrente del imponente centro comercial. Todo está claro en tu cabeza, como si fueras un viejo habitante de este pueblo. Podrías incluso hacer de guía si alguien lo precisara. Y vuelves a sentir realmente una necesidad de comunicación.
Lo que no previste es que esta calleja estaría todavía tan animada de noche. Únicamente el centro comercial tienen su cierre metálico echado, y las rejas de los escaparates herrumbradas. Las restantes tiendas permanecen abiertas. Simplemente, los muestrarios que exponen durante el día delante de las puertas han sido retirados, siendo sustituidos por mesas, sillas o tumbonas de bambú. La gente come y charla en la calle, o bien mira la televisión instalada en el interior de las tiendas. En la primera planta, se perfilan las sombras movedizas de los moradores de la casa. Unos tocan la flauta, unos niños lloran. Se diría que rivalizan para ver quién arma más ruido. Los radiocasetes difunden canciones de moda en la ciudad varios años antes. Cantadas de manera meliflua y afectada, siguen a pesar de ello el ritmo agresivo de la música electrónica. Sentado en el umbral de su puerta, un hombre discute con la persona que tiene enfrente. En ese momento, una mujer casada vestida simplemente con una camiseta y unos pantalones cortos, calzada con sandalias de goma a medio poner, sale llevando una cubeta de agua sucia que vacía en medio de la calle. Unos chiquillos pasan en cuadrilla y rozan con el hombro a unas muchachas cogidas de la mano que callejean. Y tú, de repente, la vuelves a ver, delante de un puesto de frutas. Aprietas el paso. Ella compra unos pomelos, unos pomelos recién llegados al mercado. Tú te acercas. Y preguntas también su precio. Ella palpa un bonito pomelo perfectamente redondo, de un verde vivo, luego se va. Tú dices también: es cierto, están demasiado verdes. La alcanzas. ¿Está usted de vacaciones? Te parece oírle pronunciar un vago sí y menea la cabeza haciendo moverse su pelo. Estás un tanto inquieto, temiendo que te trate con aspereza. No pensabas que ella te respondiera con tanta naturalidad. Al punto, te detienes y coges su paso.
– ¿Ha venido usted también para ir a Lingshan? -Tienes que dar prueba de un poco más de ingenio. Ella ha vuelto a agitar sus cabellos. Así, tenéis un lenguaje común.
– ¿Está usted sola?
Ella no contesta. Delante de una peluquería provista de un fluorescente, ves su rostro, muy joven, pero marcado por el cansancio. No resulta sino más conmovedor por ello. Mirando a una mujer encasquetada con un secador eléctrico, dices que la modernización es realmente rápida en este lugar. Sus ojos se mueven ligeramente, luego se ríe. Tú la imitas. Sus cabellos de un negro brillante caen sobre sus hombros. Tienes ganas de decirle que tiene un pelo perfecto, luego piensas que es un tanto exagerado y no dices nada. Caminas con ella, sin abrir ya la boca, no porque no tengas ganas de acercarte a ella, pero de repente no encuentras ya las palabras. Algo incómodo, quieres salir cuanto antes de esta situación.
– ¿Puedo acompañarla un poco? -Otra frase tonta.
– ¡Vaya un tío gracioso! -te parece oírle farfullar.
Tanto puede ser una frase de aprobación como todo lo contrario. Pero notas que ella se muestra deliberadamente alegre y coges el ritmo de su ágil paso. En realidad, es apenas una niña, y tú no eres ya un jovenzuelo. Tienes ganas de tratar de atraerla.
– Puedo hacerle de guía -dices tú-. Esta es una construcción que data de los tiempos de los Ming, de unos quinientos años de antigüedad como mínimo. -Lo que tú señalas es ese recinto cerrado detrás de la farmacia tradicional, cuyos alzados aleros, que descansan sobre unos aguilones, se ven realzados en la oscuridad por la claridad de las estrellas-. Esta noche no hay luna. Y, hace quinientos años, en la época de los Ming, no, hace nada más que algunas décadas, había que ir provisto de una linterna para salir de noche por esta calle. Si no me cree, sólo tiene que dejar la calle y adentrarse por las callejuelas oscuras y solitarias, y podrá retrotraerse en el tiempo a tan sólo unos pocos pasos de aquí.
Así hablando, llegáis ante la casa de té conocida como «El Supremo Perfume». Delante de su puerta y en la esquina de la pared se apretujan numerosas personas, tanto niños como adultos. Cuando echáis una mirada al interior, os detenéis también vosotros. En la larga y estrecha sala, las mesas han sido retiradas. Las cabezas se alinean de forma regular por encima de los bancos dispuestos a lo largo, y en medio hay instalada una mesa cuadrada. Una tela roja con bordados amarillos cuelga de la mesa, y detrás, sobre un banco encaramado sobre unas altas patas, se halla sentado un narrador de historias ataviado con un largo traje de anchas mangas.
«Al oeste se pone el sol, unas pesadas nubes ocultan la luna, a la cabeza de los demonios, Padre y Madre Serpientes han ido como de costumbre al gran templo de la Inmensidad Azul. A la vista de los niños y niñas bien gorditos de piel lozana, a la vista de los cerdos, de los bueyes y de los corderos expuestos a cada lado, grande fue su alegría. Padre Serpiente dijo a Madre Serpiente: "Gracias os seas dadas, oh esposa mía, si estos regalos de aniversario son hoy tan abundantes". Respondió Madre Serpiente: "Como el día de hoy es el aniversario de vuestra Señora Madre, debemos ocuparnos de que no falten los instrumentos musicales”». ¡Pam! Para despertar a la concurrencia, golpea en la mesa con la palmeta que lleva en su mano: «¡Muy bien!».
Dejando su palmeta, coge un palillo con el que percute de continuo un tambor de piel algo destensada, produciendo un sonido monótono y, con la otra mano, coge una pandereta con unas sonajas que tiene ensartadas unas chapitas metálicas. La agita lentamente, haciendo tintinear las sonajas, luego prosigue con su voz ronca:
«Inmediatamente, Padre Serpiente dio unas órdenes y todo el mundo se puso manos a la obra. En un instante el templo estuvo adornado y los instrumentos se pusieron a sonar.» Levanta brutalmente la voz: «Y la rana cantaba a voz en grito, la lechuza agitaba la batuta». Adopta deliberadamente el tono declamatorio de los actores de televisión, provocando una carcajada entre el público.
Tú la miras y os reís los dos. Era esa risa la que tú esperabas.
– ¿Entramos? -Has encontrado alguna cosa que decir. La conduces rodeando las mesas, los bancos y los pies de la gente. Eliges un banco en el que queda sitio y os apretáis para sentaros. Comprobáis que el narrador de historias ha conseguido de modo perfecto entusiasmar a la sala. Se levanta, golpea una vez más su palmeta contra la mesa con un ruido ensordecedor.
«¡Comienza el aniversario! Los demonios…» Lanzando ayes y huyes, se vuelve hacia la izquierda alzando un puño cubierto con su otra mano en señal de felicitación, luego hacia la derecha agitando las dos manos, imitando a un viejo demonio: «¡Por favor, por favor!».
– Se diría que ha contado esta historia durante mil años -le susurras al oído.
– Aún puede continuar -responde ella a modo de eco.
– ¿Mil años más?
– Hmm -asiente ella, con los labios fruncidos, como un niño malicioso. Te sientes realmente de buen humor.
«Luego el tal Chen Fatong hizo en tres jornadas el viaje que normalmente dura largo tiempo hasta el pie de los montes Donggong. Allí se encontró con el taoísta Wang. Fatong se prosternó ante él: "Os saludo, venerable maestro". El taoísta replicó: "Os saludo, honorable visitante". "¿Podríais decirme dónde se encuentra el templo de la Inmensidad Azul?" "¿Y por qué me lo preguntáis? Han aparecido allí unos feroces demonios, son terribles, ¿quién se atrevería a ir allí?" "Vuestro servidor, el llamado Chen, de nombre de pila Fatong, ha venido expresamente a apresar a esos demonios". El taoísta dice lanzando un suspiro: "¡Ay, los niños y las niñas han partido para allí hoy mismo!, ¿quién sabe si no habrán sido ya devorados?". A estas palabras, Fatong exclamó: "¡Ay, conviene darse prisa para salvarles!".»
¡Pam! El narrador de historias coge en la mano derecha el palillo del tambor y, con la izquierda, agita sus sonajas. Pone los ojos en blanco mientras murmura algo y unos estremecimientos recorren todo su cuerpo… Notas un sutil perfume que penetra en medio de los fuertes olores a tabaco y a sudor. Se desprende de sus cabellos, se desprende de ella. Y oyes también el crujir de las pipas de sandía que casca tu vecino, que no aparta sus ojos del narrador ataviado con un traje de ceremonia. Con su mano derecha aferra el cuchillo sagrado y, con la izquierda, el cuerno del dragón. Habla cada vez más rápido, como si escupiera de sus labios una sarta de perlas:
«Por tres veces, hace pam, pam, pam, e imparte tres órdenes de marcha para reunir a los soldados y generales divinos de los montes Lushan, Maoshan y Longhushan, oye-yo, haha ta, kulong tongchiang, enya… ya… ya… wuhu… "Señor Celestial, Emperatriz Terrenal, soy el discípulo de Zhenjun que me envía a dar muerte a los demonios. Espada en mano, vuelo por todas partes con mis ruedas de fuego y de viento…"»
Ella se da la vuelta y se levanta. La sigues salvando los pies de los espectadores que os dirigen miradas furiosas.
– ¡Tienen más prisa que un decreto imperial!
Una carcajada detrás de vosotros.
¿Qué te pasa?
¿Nada?
¿Por qué no te quedas?
Me siento un poco mareada.
¿Te encuentras mal?
No, ya estoy mejor. Allí dentro me faltaba el aire.
Camináis por la calle y las gentes que charlan sentadas a cada lado os miran.
Busquemos un lugar tranquilo, ¿de acuerdo?
Sí.
La llevas a una callejuela, dejando detrás de vosotros el ruido y las luces. En la callejuela, ningún farol, tan sólo la luz amarillenta que se filtra a través de las ventanas de las casas. Ella demora el paso. El espectáculo que acabáis de ver te vuelve a la mente.
¿No dirías que nos parecemos tú y yo a los demonios que querían ahuyentar?
Ella se echa a reír.
No podéis contener el ataque de risa. Ella ha de doblarse en dos.
Sus zapatos de piel resuenan de modo particular sobre las losas de piedra. Al final de la calle, un arrozal. En un débil resplandor, se distinguen vagamente a lo lejos algunas casas. Sabes que se trata del único colegio de este pueblo. Más lejos, en la noche gris negruzca, bajo la pálida claridad de las estrellas, se alzan las montañas. Se levanta viento. Se pone a soplar un aire fresco, como una palpitación, luego vuelve a subsumirse en el dulce perfume de las cañas de arroz. Tú te apoyas en su hombro, ella no se aparta. No os decís nada, avanzáis siguiendo las márgenes blanquecinas de los arrozales.
¿Te gusta?
Sí.
¿No lo encuentras maravilloso?
No sé, no puedo decirlo. No me lo preguntes.
Tú te estrechas contra su brazo, ella se aprieta también contra ti. Bajas la cabeza para mirarla. No distingues sus rasgos y sus ojos, te parece únicamente que su nariz es prominente. Respiras su tibio aliento que ya te es familiar. Ella se para de repente.
Volvamos, murmura ella.
¿Adonde?
Tengo que descansar.
Te acompaño.
No quiero que nadie me acompañe.
Ella se ha vuelto obstinada.
¿Tienes amigos o familia aquí? ¿O has venido solamente para distraerte?
Ella no responde. Tú no sabes de dónde viene ella ni adonde va. No puedes sino acompañarla hasta la calle. Ella se marcha bruscamente y desaparece, como una historia o como un sueño.