Al llegar a Dalingyan, la Gran Roca del Alma, no había anochecido aún del todo. Había estado caminando durante todo el día por un sendero de montaña, siguiendo una larga garganta, profunda, bordeada de escarpados y pardos acantilados, y sólo en aquellos lugares que corre agua están cubiertos de verdes musgos. Al final del barranco, los últimos resplandores del sol poniente, rojos cual lenguas de fuego, llameaban en la cresta de las montañas.
Al pie del acantilado, detrás de un bosque de secoyas, bajo unos ginkgos milenarios, se alza un templo transformado en centro de acogida para los viajeros. Más allá de la gran puerta, el suelo está sembrado de hojas de ginkgo amarillo pálido. Ninguna voz humana. Me dirijo derecho hacia el patio trasero, a la izquierda del edificio, donde encuentro por fin a un cocinero que está limpiando sus perolas. Le ruego que me prepare algo de comer, pero él me responde sin siquiera levantar la cabeza que la hora de comer ya ha pasado.
– En general, ¿a qué hora terminan de servir aquí la comida?
– A las seis.
Le invito a consultar su reloj. No son más que las seis menos veinte.
– No sirve de nada discutir -dice él sin dejar de fregar sus perolas-. Vaya a ver al encargado. Yo no preparo de comer sin la presentación del correspondiente ticket.
Recorro de nuevo las galerías que serpentean a lo largo del gran edificio vacío, sin encontrar a nadie. Finalmente, me decido a llamar:
– ¡Eh! ¿Hay alguien aquí de guardia?
Al cabo de numerosas llamadas, me responde una voz en un tono arrastrado, resuena un ruido de pasos y una sirvienta con una bata blanca aparece en el pasillo. Me cobra el dinero por la habitación y la comida, así como la fianza por la llave. Me abre una habitación y se aleja. La cena se compone nada más que de un plato de sobras y una sopa de huevo fría, de la que no se eleva el menor vapor. Lamento no haber ido a dormir a casa de ella.
Me la encontré por el sendero de montaña, a la salida de Longtan, El Abismo del Dragón. Caminaba tranquilamente delante de mí, vestida con un pantalón de tela floreada, con dos grandes manojos de helechos cargados en su palanca. A las dos o tres de la tarde, el sol de pleno otoño conservaba toda su fuerza. Tenía la espalda bañada en sudor y su ropa se pegaba a cada una de sus vértebras. Mantenía la espalda muy erguida, moviendo nada más que la cintura. Yo la seguí de cerca. Era evidente que había oído mis pasos. Hizo girar su palanca, que estaba provista de una punta de hierro, para dejarme pasar, pero los manojos de helechos seguían impidiendo el paso por el angosto sendero.
– Descuide -digo yo-, siga usted y no se preocupe por mí.
Más tarde, para atravesar un arroyo, tuvo que bajar su palanca. Entonces pude ver los mechones de su pelo pegoteados por el sudor en sus mejillas, sus labios carnosos y su rostro infantil, pese a tener ya desarrollado el pecho.
Le pregunté su edad. Me dijo que tenía dieciséis años; sin embargo, no tenía en absoluto ese aire de timidez que lucen las muchachas de montaña cuando se encuentran con un desconocido. Le dije:
– ¿No tiene miedo de andar sola por este sendero? No hay nadie por aquí y tampoco ninguna aldea a la vista.
Ella echó un vistazo a su palanca en la que transportaba los manojos de helecho:
– Cuando se camina sola por los senderos, basta con llevar un palo para espantar a los lobos.
Me dijo también que no vivía lejos, justo en la hondonada de la montaña.
Le pregunté si iba aún a la escuela.
Me dijo que había hecho la enseñanza primaria, pero que ahora le tocaba a su hermano pequeño.
Yo inquirí:
– ¿Por qué no la deja seguir estudiando su padre?
Ella dijo que su padre había muerto.
Le pregunté, entonces, que quién quedaba de su familia.
Me respondió que tenía aún a su madre.
Interrogué yo:
– Esta palanca debe pesar más de cien libras, ¿no?
Ella dijo que usaban el helecho para hacer fuego cuando ya no quedaba leña.
Me dejó pasar delante. Una vez franqueada la cresta, divisé una solitaria casa de ladrillo, emboscada en la ladera de la montaña.
– ¡Mire! Esa casa con un ciruelo delante es la mía.
El follaje del árbol había caído casi por completo. Únicamente algunas hojas de un rojo anaranjado seguían temblando en las ramas de un color violeta brillante.
– Este ciruelo que tenemos delante de casa es muy curioso. Ha florecido una vez en primavera, luego ha vuelto a hacerlo en otoño y sus flores blancas como la nieve no han caído hasta estos últimos días. Sin embargo, no ha sido como en primavera, no ha dado ni una sola ciruela.
Al pasar junto a su casa, quiso que entrara a tomar té. Subí los escalones de piedra y me senté sobre la muela, delante de la puerta. Ella llevó sus manojos de helechos detrás de la casa.
Un instante más tarde, volvió a salir con una tetera de gres y llenó un gran cuenco de borde azul. La tetera debía de llevar bastante en el fuego del hogar, porque el agua estaba aún hirviendo.
Apoyado contra la cama de fibras de palmera en la habitación del centro de acogida, siento frío. La ventana está cerrada, pero en la planta superior, donde está mi habitación, las paredes de tablas dejan pasar un aire helado. Al fin y al cabo, es una noche de pleno otoño en un pequeño valle de montaña. Recuerdo aún cómo ella se sonrió al servirme el té, viendo cómo me llevaba el cuenco con ambas manos a la boca. Sus labios se entreabrieron. Su labio inferior era muy carnoso, como hinchado. Seguía sin quitarse su chaquetilla corta impregnada de sudor. Le dije:
– Así va a coger frío.
– Ustedes, la gente de la ciudad, son distintos. Incluso en invierno, yo me lavo con agua fría -dijo ella-. ¿No quiere quedarse a dormir aquí?
Viendo mi cara de sorpresa, añadió enseguida:
– En verano, cuando los viajeros son muy numerosos, nosotros alojamos a algunos.
Y entré en la casa, guiado por su mirada. Las paredes de tablas estaban medio recubiertas de ilustraciones a todo color que contaban la historia de Fan Lihua. Yo había oído hablar de esta historia en mi infancia, pero la tenía olvidada.
– ¿Le gusta leer novelas? -le pregunté pensando en las novelas tradicionales que hacían referencia a esas imágenes.
– Prefiero el teatro cantado.
Comprendí que se refería a los programas radiofónicos de óperas.
– ¿Quiere lavarse usted la cara? ¿Le traigo una cubeta con agua caliente? -me preguntó.
Dije que no valía la pena, que podía ir a la cocina. Me condujo al punto allí y cogió una cubeta que, con gesto resuelto, enjuagó con agua de la jarra. La llenó de agua caliente, me la presentó y dijo mientras me miraba:
– Vaya a ver las habitaciones, está todo reluciente.
Yo no podía resistir su húmeda mirada. Había decidido ya quedarme.
– ¿Quién es?
Una voz queda de mujer se elevó detrás del tabique de tablas.
– Mamá, es un huésped -exclamó ella antes de dirigirse a mí-. Está enferma, sabe, lleva en cama desde hace un año.
Yo cogí la toalla caliente que ella me alargaba y entré en la habitación. Las oí murmurar. Me lavé la cara y recobré los ánimos. Recogí mi mochila y fui a sentarme sobre la muela del patio. Al salir ella, le pregunté:
– ¿Cuánto le debo por el agua?
– Nada.
Saqué de mi bolsillo un poco de dinero suelto que le puse en la mano. Ella me miró frunciendo el ceño. Descendí por el sendero y no me volví hasta encontrarme un poco más lejos.
Ella seguía delante de la muela, con el dinero apretado en la mano.
Necesito encontrar a alguien con quien desahogarme. Desciendo de mi cama y me pongo a andar por la habitación. También al lado el piso cruje. Llamo al tabique:
– ¿Hay alguien?
– ¿Quién es? -pregunta una voz grave masculina.
– ¿Ha venido también usted a pasear por la montaña?
– No, he venido por trabajo -responde la voz tras un momento de vacilación.
– ¿Le molesto?
– En absoluto.
Salgo para llamar a su puerta. Cuando él abre, descubro varias telas al óleo y unos bocetos colocados sobre la mesa y el antepecho de la ventana. No debe de haberse arreglado la barba y el pelo desde hace tiempo. Es probablemente algo deliberado. Digo:
– ¡Qué frío hace!
– Con un poco de aguardiente se pasaría mejor, pero no hay nadie en la tienda.
Maldigo:
– ¡Qué jodido lugar perdido éste!
– ¡Pero qué sensualidad la de las muchachas de aquí! -replica él mostrando un boceto de una muchacha de labios carnosos.
– ¿Se refiere usted a sus labios?
– Una lascivia sin perversidad.
– ¿Cree usted en la lascivia sin perversidad?
– Todas las mujeres son lascivas, pero siempre le dan a uno una impresión de belleza y el arte tiene necesidad de eso -dice.
– Pero ¿no cree usted que existe una belleza libre de perversidad?
– ¡Eso sería engañarse a uno mismo! -dice él sin ambages.
– ¿No le apetecería salir a dar una vuelta, a ver un poco la montaña de noche?
– Por supuesto, por supuesto -dice él-. Pero fuera ya no se ve nada, he ido ya a dar una vuelta.
Él contemplaba los labios carnosos.
Salgo al patio. Los inmensos ginkgos que se elevan desde el arroyo ocultan los faroles cuya luz da a las hojas un color lívido. Me vuelvo: la montaña y el cielo se difuminan en la bruma oscura de la noche en la que brillan débilmente los faroles. Únicamente se destaca el voladizo del edificio. Sumergido en esta luz extraña, la cabeza me da vueltas.
La puerta principal está ya cerrada. A tientas, descorro el cerrojo. Una vez cruzado el umbral, penetro en las tinieblas. A mi izquierda, oigo el murmullo de una fuente.
Al cabo de algunos pasos, me vuelvo. Al pie del acantilado, los faroles desaparecen y la bruma de un gris azulado envuelve las cimas de las montañas. Del fondo del barranco, un grillo lanza su estridor vacilante. El canto de la fuente se eleva a merced del viento que se abisma en el oscuro arroyo.
Una húmeda bruma invade el barranco y, en la lejanía, las siluetas de los gruesos ginkgos iluminados por los faroles se funden en la niebla. La sombra de la montaña se perfila poco a poco. Desciendo por la garganta de los acantilados escarpados. Detrás de la masa negruzca de la montaña flota una tenue luz, pero estoy rodeado de una densa oscuridad que me envuelve paulatinamente.
Miro hacia arriba: una gigantesca forma negra se alza en los cielos; mira hacia abajo y me siento aterrorizado. En su centro, la cabeza de un águila inmensa, con las alas replegadas, como si fuera a emprender el vuelo. Bajo las garras monstruosas de este feroz espíritu de la montaña, contengo el aliento.
Más lejos aún, en el bosque de secoyas que se alzan a una altura vertiginosa, la oscuridad es total, tan densa que forma un espeso muro contra el cual se corre el peligro de golpearse con sólo avanzar un paso más. De repente, me vuelvo bruscamente. Detrás de mí, a través de la sombra de los árboles, penetra la minúscula luz de un farol, indistinta, como una parcela de conciencia poco clara, un recuerdo lejano difícil de recuperar. Es como si observara el lugar de donde vengo, desde un lugar indeterminado, sin que existiera camino; esta conciencia que no ha desaparecido todavía no hace sino flotar delante de mis ojos.
Levanto la mano para cerciorarme de que existo, pero no veo nada. Enciendo mi mechero y distingo mi brazo alzado, como si enarbolara una antorcha. Pero la llama se apaga enseguida, a pesar de la ausencia de viento. La oscuridad que me rodea se vuelve más densa aún, sin límite alguno. Incluso el estridor continuo del grillo ha enmudecido. Mis oídos están invadidos de oscuridad, una oscuridad primordial. Si el hombre ha adorado instintivamente el fuego no ha sido más que para vencer el miedo interior que sentía a las tinieblas.
Vuelvo a encender mi mechero. Su débil y trémulo resplandor se ve enseguida aniquilado por un viento siniestro, invisible. En esta oscuridad salvaje se apodera poco a poco de mí el terror, me hace perder confianza en mí mismo y la capacidad de orientación. Temo, si sigo todo derecho, caer en el abismo. Dubitativo, doy algunos pasos. En el bosque, una fila de débiles luces, como una empalizada, parpadea en dirección hacia mí y luego se apaga. Me doy cuenta de que estoy en medio de los árboles, fuera del sendero que debería estar a mi derecha. A tientas, trato de corregir mi dirección; he de volver a localizar ante todo la oscura roca del águila, escarpada y negruzca.
En la bruma rasante y brumosa como una humareda, en forma de cinta caída al suelo, resplandecen por momentos algunas luces. Termino por regresar bajo la roca del águila cuyo negro color me resulta oprimente. Descubro de súbito, entre sus dos alas desplegadas, un pecho grisáceo, con forma de anciana, con un gran manto echado sobre los hombros. Ella no tiene nada de benévola, con un aspecto más bien de tarasca. La cabeza gacha, un cuerpo enjuto. Bajo el manto, una mujer desnuda arrodillada. En su espalda, la marca de las vértebras resulta apenas visible. Con el rostro vuelto hacia este ser demoníaco, parece suplicar, las manos juntas, los codos muy separados del busto, desvelando su talle desnudo. Su rostro permanece indistinto, pero el contorno de su mejilla es gracioso y seductor.
Su larga mata de pelo cae sobre sus hombros y brazos, realzando su talle. Está arrodillada sobre sus talones, con la cabeza baja, es una muchacha. Aterrorizada, parece rezar, implorar. A veces, cambia de forma, pero al punto recobra su apariencia de joven, una mujer implorante, con las manos juntas. Basta con volverse para que ella se trueque de nuevo en una muchacha de líneas más bellas aún. La curva de su seno izquierdo aparece un instante, inaccesible.
Pasada la puerta del templo, la oscuridad se difumina por completo. Vuelvo a encontrar las luces macilentas de los faroles. Las últimas hojas de los ginkgos que se elevan desde el arroyo se han fundido con la noche. Únicamente las galerías y los voladizos iluminados son perfectamente reales.