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Ella pregunta:

– ¿Vas a partir?

– ¿El autobús no sale a las siete?

– Sí, aún queda un poco de tiempo -dice como para sí.

Ordeno mi mochila: doblo mis ropas sucias y las meto dentro. Al principio, pensé en descansar dos días más en esta cabeza de distrito, lavar mis ropas y recuperarme un poco. Sé que ella está de pie detrás de mí. No levanto la cabeza, pues temo no poder aguantar su mirada. Si no parto, me haré a mí mismo sin duda aún más reproches.

En la habitación vacía, una cama individual y una pequeña mesa cerca de la ventana. Todas mis pertenencias están extendidas sobre la cama. Acabo de volver de su habitación donde he pasado la noche, tumbados en su cama los dos, mirando la ventana blancuzca hasta ver amanecer.

Llegué en autobús a esta cabeza de distrito hace dos días, procedente de la montaña. Era por la noche, y la conocí en la única calle del pueblo, a la que da la ventana. Las tiendas habían cerrado sus escaparates, la calle estaba casi desierta. Andaba delante de mí y le di alcance para preguntarle dónde se encontraba el Centro Cultural. Yo le hice la pregunta por si acaso, buscando un lugar para pasar la noche. Ella volvió la cabeza. No era realmente bonita, pero tenía una tez clara muy atractiva y unos gruesos labios rojos bien perfilados.

Dijo que no tenía sino que seguirla, luego me preguntó a quién buscaba en el Centro Cultural. Yo le dije que eso me daba lo mismo, pero que, por supuesto, lo mejor sería que viera al director.

– ¿Para qué?

Le expliqué que iba en busca de documentos.

– ¿Qué clase de documentos? ¿Y para hacer qué?

Luego me preguntó de dónde venía. Le dije que llevaba documentos que probaban mi identidad.

– ¿Podría verlos? -Frunció el ceño, como si se dispusiera a realizar un interrogatorio.

Saqué del bolsillo de la camisa mi carnet de miembro de la Asociación de Escritores con su cubierta azul plastificada. Sabía que mi nombre figuraba en unos documentos internos. Desde los órganos del Comité Central hasta los escalones de base, los responsables del Partido, del Estado y de los servicios culturales debían de conocerlo. Asimismo sabía que en todas partes vivían gentes a las que les encantaba escribir informes a sus superiores ajustándose al espíritu de los documentos oficiales. Unos amigos que habían pasado por esta experiencia antes que yo me previnieron de que debía evitar a esas gentes de provincias, para no buscarme problemas. Pero la manera en que había podido entrar en la aldea miao probaba que este carnet ofrecía a veces también algunas facilidades. Y, en ese caso, mi interlocutora era una joven que seguro iba a facilitarme las cosas.

De hecho, ella me miró de hito en hito para comprobar la autenticidad de la foto de mi carnet.

– ¿Es usted escritor? -preguntó distendiendo el ceño.

– Más bien un buscador de hombres salvajes -dije en tono de broma.

– Yo soy precisamente del Centro Cultural.

Era algo inesperado.

– ¿Cómo se llama usted, por favor? -le pregunté.

Ella dijo que su nombre no tenía importancia, que había leído mis obras y que le gustaban mucho. El Centro Cultural no contaba más que con una sola habitación de huéspedes para los mandos de las aldeas circunvecinas que venían a la ciudad. Era menos cara y más limpia que el hotel. A esas horas, las oficinas estaban cerradas, pero podía conducirme directamente al domicilio del director.

Me aclaró:

– El director es un ignorante redomado.

Luego añadió:

– Pero es una persona muy agradable.

El director, un hombre entrado en años, pequeño y grueso, quiso en primer lugar ver mi carnet. Lo examinó con la más extrema atención. El sello estampado sobre la foto no podía ser falso, por supuesto. A continuación reflexionó largamente, luego su rostro se iluminó con una amplia sonrisa y me devolvió mi carnet.

– Normalmente, cuando nos mandan a escritores o a periodistas, éstos son recibidos por la oficina del comité del distrito y su departamento de propaganda. En su defecto, es el director de la oficina de asuntos culturales el que interviene.

Sabía, por supuesto, que el puesto de director del Centro Cultural del distrito era una verdadera sinecura. Ser nombrado para este puesto equivalía a ser enviado a un asilo de ancianos. Aun en el supuesto de que hubiera leído algún documento acerca de mi persona, no podía tener tan buena memoria como para acordarse. ¡Qué suerte haber encontrar a un anciano tan gentil e ignorante!

– No soy más que un modesto escritor -me apresuré a afirmar-, es inútil molestar a nadie.

– Aquí -continuó-, no hacemos más que organizar actividades populares de vulgarización cultural. Por ejemplo, vamos a los campos a recopilar canciones folclóricas…

– Eso es lo que más me apasiona -dije yo cortándole la palabra-, tengo justamente la intención de recopilar materiales sobre este particular.

– ¿La habitación de huéspedes en el piso de arriba no está libre?

Con mirada chispeante de inteligencia, la muchacha había estado esperando el momento para intervenir.

– Nuestras condiciones de alojamiento no son buenas -repuso él-, no tenemos cantina, tendrá que comer en la calle.

– Mejor que mejor, puesto que querría dirigirme a las aldeas de los alrededores.

– Entonces, tendrá que contentarse con lo que hay.

Se mostraba lleno de consideración hacia mí.

Y así fue como me instalé. Ella me condujo al piso del Centro Cultural, a la habitación de huéspedes en lo alto de la escalera. Dejé allí mi mochila, y ella me informó que su habitación se encontraba al final del pasillo. Me invitaba a ir a pasar un momento en ella.

En la pequeña estancia flotaba un perfume a polvos y cremas de belleza. Cerca de la ventana, sobre un estante, un pequeño espejo redondo, botecitos y frascos. Ahora, incluso las muchachas de estos lugares utilizan productos de belleza. Las paredes estaban cubiertas de carteles de cine, sin duda las estrellas que idolatraba. También había, recortada de una revista, la foto de una bailarina hindú, descalza, ataviada con un vestido de gasa transparente. Bajo el mosquitero, sobre las mantas bien arregladas, destacaba un pequeño panda de peluche blanquinegro. Otra moda de nuestros días. El único objeto de artesanía local era un cubo de agua finamente trabajado, laqueado de bermellón, colocado en un rincón. Yo acababa de recorrer las altas montañas durante varios meses, había vivido con los mandos y los campesinos de las aldeas, dormido sobre esterillas de paja, hablando groseramente, bebiendo aguardientes para echar a perder la garganta. Esa pequeña estancia clara con perfume a polvos y cremas me sumergió de inmediato en una ebriedad total.

– Estoy seguramente cubierto de pulgas -dije a modo de excusa.

Ella se rió en tono de reproche:

– Tómese, pues, un baño, los termos están llenos de agua caliente. La subí a mediodía. Aquí encontrará todo lo que usted necesite.

– Me siento verdaderamente incómodo, voy a irme a mi habitación, ¿puedo pedirle prestada su palangana?

– ¿Para qué puede servirle? Hay agua fresca en el cubo.

Diciendo esto, sacó de debajo de la cama un barreño de madera barnizada de rojo y listo ya con jabón y toalla.

– No se preocupe, voy a irme a la oficina a leer un poco. Al lado está la sala de conservación de objetos antiguos, algo más adelante de la oficina, y al final su habitación.

– ¿Qué clase de vestigios hay aquí?

Preciso era que encontrase alguna cosa que decir.

– No lo sé muy bien. ¿Quiere verlos? Tengo la llave.

– ¡Por supuesto, formidable!

Me explicó que en la primera planta había una sala de lectura de libros y de prensa, así como una sala de recreo cultural donde se ensayaban pequeños espectáculos. Me llevaría allí un poco más tarde.

Una vez lavado, sentía en mi cuerpo el mismo perfume que en el suyo. A continuación regresó para prepararme una taza de té. Me sentía bien en su habitación, no tenía ya ganas de ver los objetos antiguos.

Le pregunté acerca de su trabajo. Estaba titulada por el Instituto Pedagógico local, donde había aprendido música y danza. Pero la anciana que se hallaba al cargo de la biblioteca del Centro Cultural había caído enferma y ella la sustituía para vigilar la sala de lectura. Pronto haría un año que trabajaba allí. Dijo también que iba a cumplir veintiún años.

– ¿Podría cantar alguna canción de la tierra?

– No me atrevo.

– ¿Quedan aún viejos cantores?

– Por supuesto. En un pequeño pueblo, a unos cuarenta lis de aquí, hay un viejo que conoce muchos cantos.

– ¿Podría verlo?

– Vive en Seis Tiendas, una de nuestras aldeas de canciones. En autobús, puede ir y volver en el día.

Pero añadió que lamentablemente ella no podría acompañarme. Sin duda que el director no querría, pues no iba a encontrar a nadie para sustituirla: un domingo hubiera sido posible. Con todo, podía hacer una llamada, pues era precisamente su pueblo natal, podría telefonear al Ayuntamiento donde conocía a todo el mundo para que le rogasen al cantor que me recibiera. Dado que el autobús de vuelta salía a las cuatro, me invitaba a cenar con ella cuando regresara. Al vivir sola, tenía que preparar ella algo de comer.

A continuación me contó que en aquel pueblo vivía una costurera, la hermana de una de sus compañeras de escuela, una mujer especialmente hermosa, de una rara belleza, con la piel muy blanca, como una estatua de jade.

– Vaya usted a verla, le garantizo que…

– ¿Qué me garantiza?

Me dijo que lo había dicho en broma. Esa muchacha vivía de la tienda de confección que había abierto en una callejuela de Seis Tiendas. Podía vérsela desde la calle, pero todo el mundo decía que tenía la lepra.

– Es una verdadera tragedia, nadie se atreve a casarse con ella -dijo.

– Si verdaderamente tuviera la lepra, habría sido hospitalizada.

– La gente lo dice para desprestigiarla, pero yo no me lo creo.

– Podría ir al hospital a hacerse examinar y obtener un certificado médico -sugerí yo.

– Son aquellos que la tienen en el punto de mira los que mantienen el rumor, la gente es mala. ¿De qué serviría un certificado?

A continuación me contó que una amiga que era como una hermana para ella, y con la que se llevaba estupendamente, se había casado con un empleado que era recaudador de impuestos. El le pegaba tanto que tenía el cuerpo cubierto de morados.

Le pregunté por qué.

– ¡Porque la noche de bodas su marido descubrió que no era virgen! Las gentes de aquí son muy patanes, muy zafios, no como en la ciudad.

– ¿Ha estado usted enamorada alguna vez?

No sentí ninguna incomodidad en hacerle la pregunta.

– Hubo un compañero de clase. Yo estaba muy bien con él y, después de sacarnos el título, seguimos escribiéndonos, pero recientemente se ha casado, no me lo esperaba. En realidad, no tenía una relación regular con él, nos apreciábamos, eso sí, pero nunca llegamos a hablar de salir juntos. Cuando recibí la carta en la que me anunciaba su boda, lloré. ¿Le gusta a usted escuchar este tipo de historias?

– Ah, no -dije-, es difícil escribir sobre eso en una novela.

– No le he pedido que lo haga. Pero ¿por qué no, dado que ustedes los que escriben inventan lo que sea?

– Si tengo ganas.

– ¡La pobre! -suspiró ella.

Yo no sabía si suspiraba por la costurera de la pequeña localidad o por su hermana.

– Es cierto.

Estaba obligado a dar muestras de compasión.

– ¿Cuántos días piensa quedarse aquí?

– Unos dos. Voy a descansar un poco y luego me iré.

– ¿Desea visitar aún muchos lugares?

– Sí, todavía me quedan no pocos lugares adonde no he ido.

– Y adonde yo, en toda mi vida, no podré ir jamás.

– ¿No tiene ninguna oportunidad de ir a realizar alguna misión? También podría pedir unas vacaciones y viajar por su cuenta.

– Me gustaría visitar Shanghai y Pekín algún día. Si fuera a verle, ¿me reconocería?

– ¿Por qué no?

– Seguro que haría tiempo que me habría olvidado.

– Es usted demasiado dura conmigo.

– Digo la pura verdad, ¿es usted muy conocido, no?

– En mi oficio, se está en contacto con mucha gente, pero la gente simpática es más bien poca.

– Ustedes los escritores sí que saben expresarse de verdad. ¿No podría quedarse algunos días más? No sólo la gente de Seis Tiendas sabe cantar canciones populares.

– Sí, claro que puedo.

Me sentía presa en las redes de la ternura de niña pequeña que ella desplegaba en torno a mí. Pero pensar en esto no me hacía sentir muy bien.

– ¿No está usted cansado?

– Un poco.

Me di cuenta de que tenía que dejarla y le pregunté por la hora de salida del autobús del día siguiente para Seis Tiendas.

Nunca hubiera pensado que a la mañana siguiente, siguiendo sus instrucciones, partiría para un día entero, sin remolonear en la cama, ni haber lavado mis ropas sucias. Y que además me pasaría el tiempo esperando la noche para volver a verla.

A mi regreso, la cena estaba ya lista. El infiernillo de alcohol estaba encendido y una sopa se estaba haciendo a fuego lento. En vista de todos los platos que había preparado, le propuse ir a comprar aguardiente.

– Ya tengo.

– ¿Toma usted alcohol?

– Sólo un poquito.

Saqué un poco de carne en salazón y de oca asada envuelta en unas hojas de loto que había comprado en una pequeña tienda, enfrente de la estación de autobuses. En esta cabeza de distrito, se ha conservado la costumbre de envolver la carne de este modo. Me acordaba de que cuando era pequeño, en los restaurantes, se seguía también esta práctica y eso daba a la carne un olor especial. El entarimado que rechinaba a cada paso, la atmósfera de aislamiento creada por el mosquitero y el pequeño cubo de madera cuidadosamente laqueado de bermellón, todo me retrotraía a mi infancia.

– ¿Ha visto usted al viejo cantor? -me preguntó mientras me servía aguardiente de buena calidad en el vaso.

– Sí, le he visto.

– ¿Ha cantado?

– Sí, ha cantado.

– ¿Ha cantado también sus canciones un poco especiales?

– ¿Cuáles?

– ¿No se las ha hecho escuchar? Claro, delante de un extraño, no se habrá atrevido.

– ¿Se refiere a canciones de amor subidas de color?

Ella se rió, incómoda.

– Tampoco las canta delante de las mujeres -aclaró.

– Eso depende. Sé que, si está con gente conocida, las canta con tanto más gusto si hay mujeres presentes. Pero delante de las jovencitas, no.

– ¿Ha recopilado algún material útil? -Cambiaba de conversación-. Después de irse usted, hice inmediatamente una llamada a la oficina del Ayuntamiento del pueblo para pedirles que avisaran al viejo cantor de que un escritor de Pekín iba a ir expresamente a hacerle una visita. ¿Cómo? ¿No le dieron el recado?

– Había salido a despachar unos asuntos, he visto a su mujer.

– Así pues, ha hecho usted el viaje en balde -exclamó ella.

– No, no ha sido en balde. He ido a sentarme un buen rato en una casa de té donde me he enterado de muchas cosas. Nunca hubiera creído que existieran aún tales establecimientos. Tanto la planta baja como la de arriba estaban llenas hasta los topes de campesinos que venían al mercado.

– Yo voy raras veces a ese tipo de sitios.

– Es muy interesante. Allí se habla de negocios, se charla, hay mucha animación. He discutido de todo con ellos, eso también forma parte de la vida.

– Los escritores son seres extraños.

– Yo hablo con hombres de toda índole. Uno de ellos me ha preguntado si tenía medios para comprar un vehículo para él. ¿De qué tipo?, le he preguntado. ¿Una Jiefang o un camión de dos toneladas y media?

Ella se echó a reír conmigo.

– Algunos se han hecho realmente ricos. Uno de ellos no hablaba nada más que de negocios que excedían los diez mil yuanes. También he conocido a un criador de insectos. Tenía varias decenas en tinajas llenas. Iba a vender más de diez mil ciempiés a cinco fen mínimo la pieza…

– ¡No me hable de ciempiés, pues les tengo un miedo terrible!

– Entendido, hablemos de otra cosa.

He dicho que me había pasado todo el día en una casa de té. En realidad, habría podido tomar un autobús a mediodía para regresar un poco antes con objeto de lavar mi ropa sucia, pero temía que ella se quedara decepcionada. Preferí regresar por la noche, a la hora que ella había fijado. Fui a dar una vuelta por las aldeas de los alrededores, pero no le hablé de ello.

– He intentado hacer algún negocio -le dije irreflexivamente.

– ¿Ha funcionado?

– No, no he hecho más que charlar, no conozco a nadie con quien hacer negocios y además no valgo para ello.

Ella me invitó a beber:

– Beba, que esto le entonará.

– Habitualmente, ¿toma aguardiente blanco?

– No, este aguardiente lo compré porque un antiguo compañero de clase pasó a verme hace unos meses. Aquí, cuando se tiene un invitado, se le ofrece de beber.

– ¡A su salud, entonces!

Sin dudarlo, ella se mandó al coleto su vaso de un solo trago.

Afuera, un golpeteo.

– ¿Llueve?

Fue a mirar por la ventana:

– Felizmente que ha vuelto usted, si no estaría calado hasta los huesos.

– Así es perfecto. Esta pequeña habitación y la lluvia cayendo afuera.

Ella rió dulcemente, ruborizada. La lluvia golpeteaba sobre el tejado de su casa o sobre las tejas de la casa vecina.

– ¿Por qué no dice nada?

– Escucho llover.

Luego añadió:

– ¿Y si cerrase la ventana?

– Sí, por supuesto, se estaría aún mejor.

Con la ventana cerrada, me sentí de repente más cerca de ella, gracias a esa lluvia maravillosa. Cuando volvió hacia la mesa, rozó mi brazo. Yo la cogí por la cintura y la atraje contra mí. Su cuerpo era dócil, tibio y flexible.

– ¿Es que me amas de verdad? -cuchicheó.

– He pensado en ti todo el día.

Era todo lo que podía decir y era la pura verdad.

Ella entonces volvió el rostro y yo me encontré con sus labios que relajó y abrió por espacio de un instante, y acto seguido la tumbé sobre la cama. Se zafó con la vivacidad de un pez recién arrojado en la orilla de un río. Yo no podía contenerme más, pero ella me imploraba que apagara la lámpara y bajara el mosquitero.

– No me mires, no me mires…

Me suplicaba al oído en la oscuridad.

– ¡No veo nada en absoluto! -dije yo buscando a tientas su cuerpo que no cesaba de rebullirse.

De repente se levantó y cogió mi muñeca. Llevó mi mano suavemente bajo su camisa que yo había abierto, luego la posó sobre su tirante sujetador. Se quedó distendida y no dijo ya ni una palabra. Había esperado como yo este calor y estas caricias repentinas. El aguardiente, la lluvia, la oscuridad, el mosquitero, le daban una sensación de seguridad. No tenía ya vergüenza, soltó mi mano y me dejó desnudarla totalmente. Yo besé su cuello, sus pezones, y sus húmedos miembros se separaron suavemente. La avisé balbuceando:

– Voy a poseerte…

– No, no debes hacerlo -dijo lanzando un suspiro.

Al punto, me tumbé sobre ella.

– ¡Voy a poseerte!

No sé por qué quería avisarla, ¿era acaso para buscar una excitación, para atenuar mi responsabilidad?

– Soy aún virgen…

Oí que lloraba.

Dudé un poco:

– ¿Crees que vas a lamentarlo?

– Tú no vas a casarte conmigo.

Era muy lúcida, y era eso lo que la hacía llorar.

La desgracia era que yo no podía afirmar lo contrario, sabía que tenía tan sólo necesidad de una mujer; en plena melancolía, quería gozar simplemente de ella, no podía asumir una responsabilidad mayor respecto a ella. Me tumbé a su lado, muy decepcionado, y le pregunté, sin dejar de besarla:

– ¿Te importa eso?

Ella negó con la cabeza en silencio.

– ¿No temes que tu marido te pegue si se da cuenta el día de la boda?

Su cuerpo se estremeció.

– ¿Aceptas pagar un precio tan alto por mí?

Acaricié sus labios que estaba mordisqueándose, asintió varias veces con la cabeza, despertando mi compasión. Cogí su cabeza entre mis manos y abracé su rostro, su cuello y sus húmedas mejillas. Lloraba en silencio.

No podía ser tan cruel con ella, obligarla a pagar un precio semejante simplemente por satisfacer mi deseo momentáneo. Sin embargo, no podía reprimirme el amarla, sabía que no se trataba del gran amor, pero ¿qué es el gran amor? Su cuerpo era lozano y sensible, yo estaba lleno de deseo por ella, había hecho lo que había que hacer, pero no podía rebasar ese límite. Y ella esperaba, lúcida, hábil, dejando que yo hiciera todo. No había nada más excitante. Me acordaría de los menores estremecimientos de cada parte de su cuerpo y actuaría de manera que su carne y su espíritu no me olvidaran jamás. Ella seguía temblando y llorando, bañando su cuerpo de lágrimas. Me pregunto si eso no era aún más cruel. No se apaciguó hasta que las primeras luces del alba se filtraron por el mosquitero medio bajado.

Apoyado en el borde de la cama, contemplé su cuerpo blanco, apaciblemente tendido, totalmente descubierto.

– ¿No me amas?

No respondí, no podía responder.

Ella se levantó a continuación y se apoyó en la ventana. Su silueta y su rostro inclinado me destrozaron el corazón.

– ¿Por qué no me posees?

La angustia asomaba en su voz, seguía torturándose.

¿Qué más podía decir yo?

– Tú has tenido muchas experiencias, por supuesto.

– ¡No! -Me incorporé, movido por un impulso inútil.

– ¡No te me acerques!

Me paró con furor y se vistió.

Subía de la calle ya un ruido confuso de pasos y de voces de los transeúntes, sin duda los campesinos que se dirigían al mercado.

– No voy a intentar retenerte -dijo ella arreglándose el pelo, frente a su espejo.

Yo tenía ganas de decirle que temía que la pegasen, que más tarde no fuese feliz, que si por un supuesto quedaba embarazada, sabía lo que pensaría la gente, en una pequeña localidad como aquélla, de una mujer no casada que abortase, quería decirle:

– Yo…

– No digas nada. Escúchame. Sé lo que te preocupa, muy pronto encontraré a un hombre con el que casarme, no te guardaré rencor.

Dejó escapar un profundo suspiro.

– Pienso que…

– ¡No! No te molestes, es demasiado tarde.

– He de partir hoy mismo -dije.

– Sé que no parto contigo, pero eres alguien bueno.

¿Era eso necesario?

– El cuerpo de las mujeres no es lo más importante para ti.

Tenía ganas de decirle que eso no era cierto.

– ¡No! No digas nada.

En ese momento hubiera tenido que hablar pero no lo hice.

Ella se arregló con esmero, vertió agua para que yo me lavara y se sentó en una silla esperando que yo hubiera terminado. Era ya pleno día ahora.

Volví a mi habitación para arreglar mis cosas. Al cabo de un rato, entró ella. Yo sabía que estaba detrás de mí, pero no me volví hasta después de haber terminado de llenar mi mochila.

Antes de salir, la estreché entre mis brazos, ella apartó su rostro y cerró los ojos. Me hubiera gustado besarla una vez más, pero ella se liberó.

Para llegar hasta la estación, había un buen trecho. Por la mañana había un desfile incesante de transeúntes que circulaban en el mayor de los desórdenes. Ella se mantenía a distancia de mí y andaba muy deprisa, como si no nos conociéramos. Me acompañó hasta la estación de autobuses. Allí encontró a varias personas conocidas. Las saludó y habló con cada una de ellas. Tenía un aspecto de lo más natural y relajado. Tan sólo evitaba mirarme, y yo no me atrevía a cruzar una mirada con ella. Yo oía que me presentaba, decía que era escritor, que había venido a recopilar canciones populares. Justo en el momento en que el autobús se ponía en marcha, volví a ver su mirada. No pude soportar su claridad, no pude soportar la pureza de su deseo.

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