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Desde hacía mucho tiempo había oído leyendas sobre la célebre serpiente qi y su terrible veneno. En el campo, se la conoce a menudo como el Dragón de los Cinco Pasos, pues se afirma que su picadura provoca la muerte de un hombre o de una bestia antes de que les dé tiempo a recorrer cinco pasos. Otros afirman que hay pocas posibilidades de escapar a ella si se pasa a menos de cinco pasos de donde está. Es probablemente a ella a quien se refiere el proverbio: «El más poderoso de los dragones no es capaz de vencer a la primera serpiente terrestre». Todos coinciden en señalar que es distinta del resto de serpientes venenosas. Incluso la serpiente de anteojo, por más peligrosa que sea, puede ser fácilmente espantada por el hombre. Cuando ataca, levanta bien alto la cabeza y se yergue emitiendo unos gritos para aterrorizar al hombre. Cuando uno se tropieza con ella, puede protegerse muy fácilmente arrojando alguna cosa a su lado. Si uno no tiene nada que tirarle, basta con lanzar los propios zapatos o bien el sombrero y escapar en el momento en que la serpiente los ataca, creyendo haber capturado una presa. Pero, cuando uno se encuentra a una serpiente qi, de ocho o nueve casos sobre diez, ataca antes de que uno haya tenido tiempo siquiera de advertirla.

En las zonas montañosas del sur del Anhui, he oído historias casi míticas sobre esta serpiente. Cuentan que es capaz de organizarse en orden de combate y que delimita su territorio con la ayuda de un hilo más fino que una telaraña. Si lo toca un animal, ella le ataca, con la celeridad del rayo. No es de extrañar, pues, que en todas partes donde vive esta serpiente circulen toda clase de fórmulas mágicas. Se afirma que tienen un poder protector si se dicen en silencio, pero que los montañeses no las transmiten a los extraños. Cuando van a cortar madera llevan tobilleras a modo de polainas o calcetines muy altos, confeccionados con tela de toldo. Los habitantes de la cabeza de distrito, poco habituados a la montaña, me han contado cosas aún más aterradoras: estas serpientes son capaces de picar incluso a través de unos zapatos de cuero, y me han aconsejado que lleve conmigo un antídoto aun cuando, en realidad, no tiene ningún efecto sobre la serpiente qi.

Por la ruta que lleva de Dunxi a Anqing, pasando por Shitai, he conocido en una pequeña fonda, cerca de la estación de autobuses, a un campesino manco. Me ha contado que fue él mismo quien se cortó la mano tras picarle una serpiente qi. Quizá sea el único superviviente de una picadura semejante. Lucía un sombrero de paja flexible de estrechas alas, en forma de sombrero de ceremonia, el tipo de tocado que los campesinos llevan para dirigirse al desembarcadero, signo distintivo de los hombres de experiencia. Yo había pedido un cuenco de sopa de tallarines en esa fonda instalada bajo un toldo blanco.

Sentado justo enfrente de mí, manejaba los palillos con la mano izquierda, mientras agitaba sin cesar ante mis ojos el muñón de su brazo derecho. No sin cierta incomodidad, yo le dirigí la palabra, pensando que le gustaría quizá charlar:

– Amigo, ¿te importaría contarme cuál fue la causa de esa amputación? Te invito a tu cuenco de tallarines.

Él me contó su experiencia.

Había ido a la montaña a buscar madera de cambronera.

– ¿De qué?

– De cambronera. Eso cura los celos. Mi mujer es terrible. Tan pronto como me dirige la palabra otra mujer, quiere lanzarme un cuenco a la cabeza. Quería hacerle tomarse una infusión de cambronera.

– ¿Es un remedio tradicional?

– Pues no -dijo él riendo burlonamente.

Bajo su sombrero de paja, abrió una ancha boca que lucía un diente de oro. En realidad, estaba bromeando.

Me explicó que formaba parte de una cuadrilla que se dedicaba a la tala árboles para hacer carbón vegetal. En aquel tiempo, no existía aún la moda de comerciar con la madera, como en nuestros días, y, para sacarse un poco de dinero, los montañeses fabricaban carbón vegetal. No faltaban los que talaban furtivamente árboles de propiedad comunal, que estaban a cargo de los equipos de trabajo locales. Pero era algo ilegal, y él no quería hacer este tipo de cosas ilegales. De todas formas, había que saber cómo hacer carbón vegetal. Él buscaba sobre todo el roble de corteza blanca, pues el carbón que se obtiene de él es de un color gris plateado y resuena con un sonido claro cuando uno lo golpea. Con una carga de este combustible, se saca lo mismo que con dos cargas de carbón normal. Le dejé hablar a su antojo, de todas formas no pensaba invitarle más que a un cuenco de tallarines.

Me contó que él andaba a la cabeza, hacha en mano. Sus compañeros se quedaron atrás charlando y fumando. Acababa de agacharse cuando sintió un estremecimiento glacial que le subía desde la planta de los pies. Pensó que había tenido algún percance. Se sintió como un perro solitario que, tan pronto como ha olido el rastro del leopardo, no se atreve ya a avanzar un paso más y se pone a gimotear igual que un gato. En ese momento, se le aflojaron las piernas. Ni el mozarrón más fuerte, si se encuentra con una serpiente qi, tiene la menor posibilidad de salir indemne. Y él la vio, enroscada sobre una piedra entre unos espinos, con la cabeza alzada por encima del cuerpo recogido en una compacta bola. En menos de lo que cuesta decirlo, blandió su hacha, pero en un abrir y cerrar de ojos sintió un intenso frío en su muñeca, un largo estremecimiento agitó su cuerpo, como si lo hubiera recorrido una corriente eléctrica. Un negro velo cruzó por sus ojos, el sol se oscureció, se le heló el corazón y no oyó ya ni el ruido del viento, ni el canto de los pájaros, ni el estridor de los grillos. El siniestro color del cielo se ensombreció, el sol y los árboles no difundieron ya más que una tenue luz. Se dio cuenta de que su cerebro aún funcionaba, que había que darse prisa, no podía morir, aún le quedaba una oportunidad y, con su hacha, se cortó la muñeca. Al punto se acuclilló y se apretó las venas de su brazo mutilado. La sangre manaba humeante sobre las piedras a cuyo contacto se descoloría para transformarse en burbujas de un amarillo pálido. Sus compañeros se lo llevaron inmediatamente al pueblo, llevándose con ellos también la muñeca cortada, negruzca, cubierta de una manchas moradas. El fragmento de brazo que quedaba estaba asimismo negro. Una vez agotados todos los medicamentos de medicina china contra las picaduras de serpiente, su cuerpo recuperó el calor.

– Menudas agallas que tienes.

De haber vacilado un solo instante, o de haber sido picado un poco más arriba, no lo habría contado.

– Perder una mano a cambio de la vida, bien vale la pena, ¿no crees? Incluso la mantis religiosa es capaz de desembarazarse de sus pinzas cuando no consigue liberarse.

– Pero ella es un insecto.

– ¿Y qué? ¿Acaso los hombres valen menos que los insectos? El zorro también es capaz de roerse una pata para escapar cuando cae en una trampa. El hombre es tan inteligente como el zorro.

Dejó un billete de diez yuanes sobre la mesa, negándose a que yo pagara sus tallarines, declarando que ahora se dedicaba al comercio, y que un hombre de letras como yo debía ganar menos que él.

A todo lo largo de mi periplo, he indagado sobre esta serpiente y he terminado viéndolas en el camino que lleva a los montes Fanjing. Estaban puestas a secar, enroscadas sobre el tejado de una tienda de un lugar llamado Minxiao o Shichang. Correspondían a la descripción que de ellas hace el mandarín de los Tang, Liu Zongyuan: «Negras, adornadas de blanco». Constituyen un material precioso para la medicina china y son un buen remedio para distender los músculos y activar la sangre, evitar el reumatismo y curar los resfriados. Como su precio es elevado, siempre hay hombres valerosos dispuestos a jugarse la vida para capturarlas.

Liu Zongyuan calificó a este animal de «más terrible que un tigre». A continuación, atacó la tiranía diciendo que era más horrible que esta serpiente. El era alto funcionario, mientras que yo soy un ser normal y corriente. El era mandarín y debía ocuparse prioritariamente de las desdichas de la tierra. Yo, que recorro el mundo, no me preocupo más que de mi propia existencia.

Ver estas serpientes secas enroscadas no me bastaba. Querría encontrarlas vivas para aprender a reconocerlas y a defenderme de ellas.

He podido, por fin, ver dos al pie de los montes Fanjing, el reino de las serpientes venenosas. Se las confiscaron a un cazador furtivo en un puesto de control de la reserva natural. Estaban encerradas en una jaula con barrotes y he podido examinarlas a placer.

Su nombre científico es Agkistrodon acutas. Los dos ejemplares eran de un metro de largo y menos gruesos que la muñeca, sus colas sumamente delgadas. Sus cuerpos estaban cubiertos de motivos triangulares pardo oscuro y gris alternando de manera poco clara. Otro apelativo popular las denomina «serpiente damero». Exteriormente, nada deja adivinar su ferocidad. Enroscadas sobre una piedra en la montaña, se asemejan a un terrón. Cuando se las examina de cerca, su cabeza triangular de un color marrón mate, sus pronunciadas fauces terminadas en una escama en forma de anzuelo, sus ojos tristes, les confieren un aspecto cómico de avidez que recuerda infaliblemente al personaje de un payaso de la ópera de Pekín. De hecho, no se fían en absoluto de su vista para detectar a sus presas. Entre sus fauces y ojos se aloja una cavidad que constituye un órgano sensible al calor, concretamente a los rayos infrarrojos. Así pueden calibrar en un radio de tres metros un mínimo cambio de una vigésima de grado de temperatura. Basta con que aparezca a su alrededor un animal que tenga una temperatura más alta que la suya para que lo detecten y lo ataquen. Estos detalles me fueron revelados más tarde, cuando fui a los montes Wuyi, por un especialista en picaduras de serpiente que trabajaba en la reserva natural.

Y en mi camino, en el curso superior del río Chen, afluente del Yuan, las aguas del Jin, no contaminadas e impetuosas, son especialmente cristalinas. Los jóvenes guardianes de búfalos se dejan arrastrar por la corriente en medio del río lanzando agudos gritos. A varios cientos de metros de la orilla, los paseantes se paran, de tan claros como les llegan sus gritos. En la parte baja de la carretera, una joven desnuda se lava en el río y, cuando ve pasar el autobús, se endereza cual una grulla damisela, vuelve la cabeza y se pierde en su contemplación. Bajo el sol abrasador de mediodía, la luz que se refleja en el agua es cegadora. Pero todo esto, por supuesto, no tiene nada que ver con la serpiente qi.

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