53

Es mediodía, estamos a más de cuarenta grados. Me dirijo a la antigua ciudad de Jiangling en una bicicleta de alquiler. El alquitrán de la carretera, recientemente reparada, se funde bajo el sol de pleno verano. Un viento ardiente penetra por la puerta de la vieja ciudad de Jingzhou, construida en la época de los Reinos Combatientes. Una anciana está arrellanada en un sillón de bambú, detrás de un puesto de té. Sin la menor incomodidad, mantiene desabrochada su corta camisa de lino totalmente raída a fuerza de haber sido lavada, dejando ver dos pechos arrugados como dos bolsas vacías de cuero. Está descansando, con los ojos cerrados, y me deja beber de una botella de agua con gas, que está también que arde, sin comprobar si el dinero que le doy es bastante. Babeando, un perro jadea, con la lengua fuera, echado en la sombra de la puerta.

En el exterior de la ciudad, se extienden unas parcelas de arroz no recogido todavía, de espigas maduras de un amarillo resplandeciente. En los arrozales ya cosechados reluce el verde brillante de los brotes de arroz tardío que acaban de ser replantados. Nadie en la carretera, nadie en los arrozales. La gente está aún al fresco en sus casas y no hay casi vehículos.

Circulo por el centro de la carretera, pues, de los márgenes, ascienden oleadas de un calor bochornoso, como llamas. La transpiración me inunda la espalda, me quito resueltamente la camisa con la que me cubro la cabeza para protegerme del sol. Cuando acelero la marcha, flota al viento y un aire húmedo me da en las orejas.

En los campos se abren enormes flores de algodón, rojas y amarillas. El sésamo cuelga en largos penachos de flores blancas. Una extraña calma reina bajo este sol cegador; curiosamente, no se oyen cigarras ni ranas.

A fuerza de pedalear, mis pantalones cortos están empapados y se me pegan a las piernas. Prefiero quitármelos para poder avanzar más cómodamente. No puedo dejar de pensar en los campesinos de mi juventud, que pedaleaban desnudos montados en las norias, con la mayor naturalidad del mundo, con sus brazos bronceados apoyados en la palanca de la máquina. Cuando pasaba alguna mujer por el margen del arrozal, entonaban canciones subidas de tono, pero sin mala intención. La mujer reía apretando los labios, y los cantores olvidaban por un momento su fatiga. Fue sin duda así como nacieron este tipo de canciones. Esta región es la tierra natal de los cantos acompasados que se conocen como «Tambores y gongs para la época de escardar la hierba», pero ahora las norias no se utilizan ya, las tierras son regadas por medio de bombas eléctricas. Este espectáculo ha desaparecido.

Sé que no perdura ningún vestigio en el emplazamiento de la capital del país de Chu, sin duda voy allí en vano. Sin embargo, sólo veinte kilómetros de ida y vuelta me separan y tal vez luego lamente no haber ido a visitarlo antes de abandonar Jiangling. Molesto en su siesta a una joven pareja que guarda el emplazamiento arqueológico. Licenciados universitarios desde hace apenas un año, han sido destinados aquí como vigilantes, a fin de proteger unas ruinas que duermen profundamente bajo tierra, sin saber siquiera cuándo serán sacadas a la luz. Recién casados, no padecen aún de la soledad y me dispensan una calurosísima acogida. La esposa me sirve sucesivamente dos grandes tazones de té frío amargo, mezclado con unas plantas medicinales que ayudan a disipar los excesos de calor. El recién casado, un chico joven, me conduce hacia un campo donde se alzan unos montículos de tierra. Me muestra unos arrozales donde ha comenzado ya la recolección y un lugar más elevado, al lado de una colina, plantado de algodón y de sésamo.

– Tras la destrucción del país de Chu por el país de Qin, la ciudad de Jinan fue abandonada -explica el joven-; aquí no se ha encontrado ningún vestigio posterior a la época de los Reinos Combatientes. En cambio, en el interior de la ciudad, se ha descubierto una sepultura. La ciudad parece datar de la época media de los Reinos Combatientes. En los documentos históricos se refiere que la capital había sido ya trasladada a Ying, es decir, a Jinan, con anterioridad al rey Huai de Chu. Si contamos a partir de él, ello quiere decir que hacía más de cuatrocientos años que era capital. Claro está que ciertos historiadores tienen un punto de vista distinto. Piensan que Ying no se encuentra aquí. Pero si nos apoyamos en los datos arqueológicos, se constata que los campesinos han sacado a menudo a la luz, mientras araban la tierra, fragmentos de alfarería y de bronces de la época de los Reinos Combatientes. Si se excavara, se llevarían sin duda a cabo descubrimientos considerables.

Luego añade señalándome un punto en la lejanía:

– El general en jefe Bo Qi tomó al asalto Ying, y el agua del río desviado inundó la ciudad. Ésta se abría originariamente por tres lados sobre el agua: el río Zhu discurría de la puerta sur a la puerta norte, en dirección al este; de ese lado, se encontraba el túmulo sobre el cual nos encontramos y un lago que comunicaba con el Yangtsé. En esa época, el río pasaba muy cerca de Jingzhou, pero, ahora, discurre dos kilómetros más abajo. En la montaña de Ji, enfrente, están las tumbas de la aristocracia de los Chu, y al oeste, en los montes Baling, las tumbas de los reyes, que han sido todas saqueadas.

A lo lejos se elevan suavemente algunas colinas. Aunque son calificadas más bien de montañas en los documentos, no por ello deja de ser un estupendo paraje.

– Y aquí se alzaba la torre que remataba la puerta de la ciudad -me indica señalando con el dedo un arrozal-. Tras las inundaciones del río, se acumularon allí más de diez metros de légamo.

Y es cierto que, salvo algunos terraplenes aquí y allá entre los arrozales, sólo esta eminencia emerge del paisaje.

– Al sureste se encontraba el palacio, la zona de los talleres estaba al norte y, al suroeste, se han descubierto también vestigios de una fundición. Al sur, la capa freática es demasiado alta, y la preservación de los vestigios no es tan buena.

Sacudo la cabeza al hilo de sus explicaciones y poco menos que imagino los contornos de la ciudad. Si no estuviéramos a pleno sol de mediodía y si los fantasmas salieran al amparo de la noche, reinaría aquí una extraordinaria animación.

En la parte baja de la colina, me indica que acabamos de salir de la capital. El lago de la época es hoy en día un simple pequeño estanque cubierto de hojas de loto entre las que se abren pujantes flores rosas. Cuando fue expulsado de la corte, el alto funcionario Qu Yuan debió de pasar al pie de esta colina y seguro que cogió algunas de estas flores para llevarlas prendidas en el cinto. Antes de que el lago se convirtiera en este pequeño estanque, toda clase de hierbas olorosas crecían en sus orillas. Qu Yuan debió de trenzarse con ellas una corona. Por doquier, al borde de los lagos y estanques, debían de elevarse cantos que han llegado hasta nuestros días. Si no hubiera sido expulsado de la corte, tal vez Qu Yuan no habría llegado a ser nunca un gran poeta.

Y más tarde, si Tang Xuanzong no hubiera expulsado a Li Bai de la corte, tal vez nunca se habría convertido en un genio de la poesía, y nunca habría existido la leyenda que cuenta que murió ebrio, tratando de recuperar la luna en el agua desde su barca. Se dice que el lugar donde se ahogó se encuentra en Caishiji, en el curso inferior del Yangtsé. Hoy en día, las aguas del río han refluido lejos de este lugar, que se ha convertido en un banco de arena muy contaminado. Incluso la vieja ciudad de Jingzhou se encuentra actualmente por debajo del lecho del río. Un dique de una decena de metros la protege, sin el cual sería desde hace tiempo un palacio submarino para los dragones.

Más tarde, he vuelto a Hunan y he atravesado el río Milou al que se precipitó Qu Yuan para poner fin a sus días, pero no he ido en pos de sus huellas por la ribera del lago Dongting, porque numerosos ecologistas me han informado de que no subsiste hoy día ya de ese dominio acuático más que un tercio de los ochocientos lis que se indican en los mapas. Han predicho que, lamentablemente, el rápido desecamiento de las tierras y la sedimentación provocarán de aquí a veinte años la desaparición del más vasto lago de agua dulce de China.

No sé si en Lingling, en esa aldea adonde mi madre me llevó de niño para huir de los aviones japoneses, los perritos se ahogan todavía en el río. Veo aún, hoy, a ese perro muerto de pelaje empapado, tirado en la arena de la orilla. Y a mi madre, que murió también ahogada. En aquella época se había presentado voluntaria para sufrir en el campo la reeducación ideológica. Una mañana, tras su turno de guardia, fue a lavarse a la orilla del río donde había de ahogarse. No había cumplido aún los cuarenta años. He leído un cuaderno de recuerdos de sus diecisiete años. Ella y sus compañeros, que participaban en el movimiento de salvación nacional, habían anotado unos poemas llenos de ardor juvenil. No estaban, por supuesto, tan logrados como los de Qu Yuan.

Su hermano menor se había ahogado también. No sé si se trataba de heroísmo infantil o de simple fervor patriótico, pero, el día de su admisión en la Escuela del Aire, en el colmo de su entusiasmo, invitó a un grupo de camaradas a darse un baño en el río Gan. Se lanzó a la corriente violenta desde un pontón que se adentraba bastante en el río, mientras que sus compañeros estaban ocupados en repartirse la calderilla que encontraron en los bolsillos de su pantalón. Cuando comprendieron que había ocurrido un accidente, se largaron al instante. Había buscado su propia muerte, el día de su decimoquinto cumpleaños. Mi abuela derramó por él hasta la última lágrima.

Su primogénito, mi tío, no era tan patriota, sino más bien un dandy, pero no frecuentaba las peleas de gallos o las carreras de galgos. Prefería lo que era modern; a la sazón, todo lo que llegaba del extranjero era modern, término que cabría traducir en nuestros días por «a la moda». Llevaba trajes a la occidental con corbata, todos muy modern, aunque los pantalones vaqueros no estuvieran todavía de moda. Divertirse con la fotografía era también estar en la cresta de la ola de lo modern. No era reportero y, sin embargo, no cesaba de tomar fotografías que revelaba él mismo, sobre todo fotos de grillos. Una de sus fotos de lucha de grillos se ha conservado milagrosamente hasta el día de hoy; olvidaron quemarla. También él murió muy joven, de fiebre tifoidea. Según contaba mi madre, estaba en proceso de curación cuando se zampó con gran gula un cuenco de arroz salteado con huevos que acabó con él. Quería ser modem, pero estaba pez en medicina moderna.

Mi abuela materna murió después que mi madre. Sus hijos habían muerto prematuramente, pero ella tuvo más suerte puesto que les sobrevivió y terminó sus días en un hospicio. Dado que, no siendo un descendiente de los Chu, yo había ido, pese a la canícula, a visitar su antigua capital, tenía, pues, aún menos excusas para no ir a investigar los lugares donde había vivido mi abuela, ella que me había llevado, cogido de la mano, a la feria del templo para comprarme una peonza. Me enteré de su muerte por una tía paterna, también muerta de forma prematura. ¿Por qué casi todos mis parientes han muerto? Me pregunto si soy yo quien envejece o es el mundo el que es demasiado viejo.

Ahora, al recordarlo, me parece que mi abuela pertenecía a otro mundo. Creía en las potencias del Más Allá y temía por encima de todo a los infiernos. No tenía más que un deseo: sumar buenas acciones para obtener una recompensa tras su muerte. Viuda muy joven, poseía bienes legados por mi abuelo, pero estaba siempre rodeada de una panda de golfos que se hacían pasar por dioses o demonios. Rondaban a su alrededor como moscas, todos conchabados para incitarla a dilapidar su herencia con el fin de ahuyentar las catástrofes. La habían convencido de que tirara el dinero, de noche, en un pozo. En realidad, ellos habían instalado en su interior una rejilla de hierro y recuperaban las monedas que ella arrojaba. Se jactaron de ello un día que empinaron el codo más de la cuenta. Finalmente, ella acabó vendiendo todos sus bienes, sin guardar más que el título de propiedad de unas tierras que tenía hipotecadas desde hacía mucho tiempo, y se fue a vivir con su hija. A continuación, cuando mi madre oyó hablar de la reforma agraria, se apresuró a hacerle vaciar sus cofres, donde encontró un papel totalmente arrugado y amarillento que se apresuró a quemar en la estufa. Mi abuela tenía muy mal carácter. Cuando hablaba, parecía siempre que discutiera con la gente y no se entendía con mi madre. A menudo declaraba que cuando quisiera regresar a su tierra natal, esperaría a que yo, su nieto, hubiera crecido y pasado los exámenes con las mejores notas para ir a buscarla al volante de un coche y ocuparme de ella. Pero ¿podía ella adivinar que su nieto no era una de esas personas que pueden convertirse en mandarín, que ni siquiera se sentaría en una oficina de la capital y que, más tarde, sería enviado al campo para cultivar la tierra y sufrir la reeducación? Fue en ese momento cuando ella murió, en un hospicio de ancianos. Durante los años turbulentos, como no tenía noticias de ella, mi hermano pequeño fue en su busca, so capa de «propagar la revolución» a fin de beneficiarse de la gratuidad de los transportes. Se informó en numerosos asilos sin poder encontrarla. Terminaron por preguntarle: «¿Busca usted un hospicio o un asilo de ancianos?». «¿Qué diferencia hay?», preguntó él. Le respondieron con la mayor seriedad del mundo: «Los ancianos que viven en los asilos son gente sin problemas en el terreno político, de pasado perfectamente claro; en los hospicios se mete a los ancianos que han tenido problemas o de pasado dudoso». Telefoneó, así pues, a un hospicio. Con seriedad aún mayor, le preguntaron: «¿Qué lazo de parentesco le une a ella? ¿Por qué motivo se informa sobre su persona?». En esa época, acababa de salir de la escuela y no encontraba trabajo. Temiendo que le retiraran el carnet de identidad de ciudadano, se apresuró a colgar el teléfono. Durante los años siguientes, las escuelas sirvieron para el adiestramiento militar, las administraciones y las fábricas fueron controladas por el ejército: la gente aprendió a andarse con pies de plomo. Tras haber sufrido un período de reeducación, mi tía paterna volvió a la ciudad. Entonces me escribió para informarme de que, según había oído decir, mi abuela había muerto dos años antes.

Finalmente, me informé para saber si de verdad había existido ese tipo de hospicios. A diez kilómetros en las afueras, en un lugar llamado la Aldea de las Flores de Melocotonero, donde había llegado después de más de una hora de bici bajo el tórrido sol, terminé por encontrar una construcción cuya placa indicaba que se trataba de un hospicio, al lado de una fábrica de madera donde no crecía ningún melocotonero. En su interior se alzaban algunos edificios rudimentarios de dos plantas, pero no vi ningún anciano. ¿Acaso se habían refugiado en sus habitaciones debido al calor?

Pasé por delante de una oficina con la puerta abierta de par en par donde un mando, vestido con una camiseta, los pies sobre la mesa, respaldado contra una silla de bejuco, estaba interesándose con gran concentración en la actualidad. Le pregunté si ese lugar había sido un hospicio. Él dejó su periódico:

– También eso ha cambiado. Ahora ya no hay hospicios, se les llama casas de asistencia para ancianos.

No le pregunté si existían todavía «asilos de ancianos», únicamente le pedí que comprobara si figuraba en sus registros el nombre de mi abuela fallecida. Sin poner dificultades ni pedirme mis papeles, sacó de un cajón un registro de defunciones que hojeó año por año. Terminó por detenerse en una página al tiempo que me preguntaba el nombre de la difunta.

– ¿Una mujer?

– Eso es -dije.

Me acercó el registro para que yo mismo reconociese el nombre. Era ciertamente el nombre de mi abuela, la edad correspondía más o menos.

– Hace más de diez años que murió -suspiró.

– Sí -dije. Luego añadí-: ¿Ha trabajado siempre usted aquí?

Asintió con la cabeza. Le pregunté entonces si se acordaba de la fallecida.

– Déjeme pensar. -Arrellanó la cabeza contra el respaldo de la silla-. ¿Una señora mayor, pequeña y delgada?

Yo asentí. Sin embargo, recordé las antiguas fotos de familia que mostraban a una señora más bien entrada en carnes. Por supuesto, eran fotos muy viejas, puesto que yo, a esa edad, jugaba a la peonza. Con posterioridad, no debía de haberse hecho fotografiar nunca. Su porte físico, varias décadas más tarde, había podido cambiar totalmente, sólo el esqueleto no podía haberse transformado. Mi madre no era alta, ella tampoco debía de serlo mucho.

– Siempre andaba refunfuñando, ¿no es así?

Raras son las ancianas que no refunfuñan, pero lo más importante era que el nombre era exacto.

– ¿Le dijo que tenía dos nietos?

– ¿Y es usted uno de ellos?

– Sí.

– Me parece que me habló de ello -dijo sacudiendo la cabeza.

– ¿Decía que un día vendrían a buscarla?

– Sí, así es.

– Pero en esa época estaba en el campo también yo.

– Durante la Revolución Cultural… -explicó en mi lugar, luego añadió-: Oh, ella murió de muerte natural.

No le pregunté lo que entendía él por muerte no natural, lo único que inquirí fue el lugar donde descansaba.

– Fue incinerada. Procedemos siempre a la cremación, no sólo con los ancianos, sino incluso con nosotros mismos.

– La gente es tan numerosa en las ciudades que ya no hay sitio para enterrarles.

Terminé su frase en su lugar, luego proseguí:

– ¿Han sido conservadas sus cenizas?

– Nos hemos desembarazado de ellas. Aquí, de las cenizas de los ancianos sin familia, nos desembarazamos…

– ¿Existe una fosa común?

– Hmm… -reflexionó sobre la manera de responderme.

El que merecía ser censurado era yo, su nieto que había faltado a la piedad filial, no él, y no podía sino darle las gracias.

Salí del hospicio y me monté en mi bicicleta pensando que la fosa común no tendría ningún valor arqueológico. Pero siempre podría considerar que había honrado la memoria de mi abuela difunta, aquella que me había comprado una peonza.

Загрузка...