Ha venido un amigo a hablarme de su reeducación por el trabajo. Era invierno y nevaba. Por la ventana contempla el paisaje nevado frunciendo los ojos, como si la reverberación fuese demasiado fuerte, como si se abandonara a sus recuerdos.
Cuenta que en la granja de reeducación por el trabajo había un punto geodésico, que debía de hacer -levanta la cabeza y por la ventana calibra la altura de un edificio muy próximo-, que debía de hacer por lo menos cincuenta o sesenta metros, en cualquier caso, no era menos alto que ese edificio. Una bandada de cuervos revoloteaba alrededor, ya alejándose, ya acercándose, dando vueltas sin cesar mientras lanzaban graznidos. El jefe de la granja encargado de la vigilancia de los condenados a la reeducación era un viejo soldado que había participado en la guerra de Corea y se había distinguido por sus hazañas. Inválido de guerra, tenía una pierna más corta que la otra y caminaba renqueando. No sé qué problemas había tenido, pero no había podido pasar del grado de capitán y no paraba de echar pestes por haber sido destinado allí para vigilar a esos criminales.
Su puta madre, ¿quién es ese cabrón que no me deja dormir? Soltaba tacos con su acento del norte de Jiangsu. Con una gran capa militar echada sobre los hombros, daba vueltas alrededor del punto geodésico.
¡Sube a ver!, me ordena. Tuve que quitarme mi chaqueta de algodón y trepar. A media subida, el viento soplaba con fuerza, mis pantorrillas temblaban. Al mirar hacia abajo, sentí que mis piernas temblequeantes iban a aflojárseme. Era el año de la hambruna. En las aldeas de los contornos, la gente se moría de hambre. En la granja, las cosas andaban un poco mejor. Las batatas y los cacahuetes que habíamos plantado se amontonaban en los silos. El capitán se había quedado con una parte que no entregó a sus superiores. La ración fijada para cada uno estaba garantizada y, si bien algunos presentaban edemas, a pesar de los pesares conseguíamos trabajar. Pero yo estaba realmente demasiado débil para trepar.
Yo llamo: ¡Capitán!
Dime lo que hay allí arriba, exclama él.
Levanto la cabeza.
¡Se diría que hay una bolsa colgada!, le digo.
Los ojos me hacen chiribitas.
¡No consigo subir más!, exclamo yo.
¡Entonces, que te sustituyan! Soltaba una grosería tras otra, aunque en el fondo no era mala persona.
Bajo.
Ve a buscar al Ladrón, dice.
El Ladrón estaba también condenado a la reeducación, un pequeño demonio de diecisiete años que había robado una bolsa a un pasajero de un autobús. Le habían apodado el Ladrón.
Lo encuentro. Él mira hacia arriba y duda. El capitán monta en cólera.
¿Es que te estoy mandando a la muerte?
El Ladrón dice que tiene miedo de caerse.
El capitán ordena que le den una cuerda, luego añade que ¡le tendrá tres días sin comer si no trepa!
El Ladrón se la ata a la cintura y trepa. Abajo, sudamos de miedo por él. Una vez llegado a dos tercios, ata su cuerda a los barrotes metálicos. Llega a lo alto. La bandada de cuervos sigue revoloteando en torno a él. El los ahuyenta con la mano, luego un saco de yute cae volando hasta abajo del punto geodésico. Nos acercamos todos a verlo. ¡El saco, acribillado de agujeros por los cuervos, está medio lleno aún de cacahuetes!
¡Tu puta madre! El capitán se pone de nuevo a jurar.
¡A formar!
Un silbato. Bien, a formar todos. Comienza a echar la bronca. Luego pregunta: ¿Quién ha hecho eso?
Nadie se atreve a rechistar.
No ha podido volar tan alto él solo, ¿o no? ¡Y yo que me he creído que era la carne de un muerto!
Todos se aguantan las ganas de reír.
Si nadie se delata, se suspende el rancho.
Todo el mundo teme eso. Nos miramos unos a otros. Pero todos sabemos que sólo el Ladrón es capaz de trepar hasta lo alto del punto geodésico. Las miradas se vuelven hacia él. Él baja la cabeza y, acto seguido, no pudiendo aguantarse más, se hinca de rodillas y confiesa haber robado y escondido el saco allí arriba. Afirma que tenía miedo de morirse de hambre.
¿Te has valido de una cuerda?, pregunta el capitán.
No.
Entonces, ¿a qué vienen todos esos remilgos que acabas de hacer? ¡Que este jodido canalla se quede sin comida durante todo un día!, declara el capitán.
Todo el mundo le aclama.
El Ladrón rompe en sollozos.
El capitán se aleja renqueando.
Otro amigo ha venido a decirme que tiene un asunto extremadamente importante que discutir conmigo.
De acuerdo, ¿de qué se trata?
Dice que es largo de contar.
Yo le digo que resuma.
Él me dice que, aun resumiendo, debe empezar por el principio.
Pues bien, empieza, le digo yo.
Me pregunta si conozco a tal guardia imperial de tal emperador manchú cuyo nombre imperial y número de era me indica, así como el nombre y el apelativo de su superior. Es el descendiente en línea directa de la séptima generación de ese noble. Yo le creo, sin sentir el menor asombro. Que su antepasado sea criminal o ministro aspirante a la corte no tiene ninguna trascendencia para él en nuestra época.
Él, sin embargo, declara que sí, que eso tiene una enorme importancia. El departamento de antigüedades, los museos, las oficinas de archivos, la comisión política consultiva del pueblo, los anticuarios han venido todos a verle y no dejan de importunarle.
Yo le pregunto si posee aún alguna reliquia valiosa.
Te quedas corto, dice él.
¿Algo de un precio inestimable?
Inestimable o no, él no lo sabe, pues de todas formas es imposible evaluarlo, aunque sea en millones, decenas de millones o varios cientos de millones. Me dice que no se trata de una pieza o dos, sino de bronces rituales de los Shang, de jades, de espadas de los Reinos Combatientes, sin mencionar las figuritas raras y valiosas de épocas pasadas, caligrafías, cuadros e inscripciones, con que llenar todo un museo. El catálogo de estos objetos, publicado desde hace ya mucho tiempo, no abarca menos de cuatro volúmenes encuadernados al estilo tradicional. Puede consultarse en una biblioteca de libros antiguos. ¡Estos tesoros que fueron acumulados durante siete generaciones, desde hace doscientos años, a partir de la era Tongzhi, se han conservado hasta nuestros días!
Digo que no me parece extraño que se hayan conservado, pero que comienzo a temer por su seguridad.
Él dice que no tiene nada que temer por ese lado, pero que no puede vivir ya tranquilo, pues su familia, una gran familia, los descendientes de sus abuelos, de su padre, sus tíos y todos sus allegados no dejan de venir a verle y no paran de discutir, está hasta la coronilla.
¿Quieren repartírselo?
Dice que no hay nada que repartir. Estas decenas de miles de objetos preciosos, en oro y plata, esas cerámicas y toda la fortuna familiar fueron quemadas o bien robadas no se sabe cuántas veces, ya por los Taiping, ya por los japoneses o los diferentes señores de la guerra. Más tarde, fueron recogidas por sus antepasados que o bien las regalaron al Estado, o bien las vendieron para su lucro personal. Otras veces, se las confiscaron. Ahora, ya no queda ni una.
¿Y a qué vienen, entonces, tantas disputas ahora? No lo entiendo muy bien.
He aquí por qué es necesario empezar esta historia por el principio, dice él, con aire contristado. ¿Conoces el Pabellón del Cofre de Oro y del Biombo de Jade? Parece que haya escogido este ejemplo al azar, pero, evidentemente, es el nombre real de su pabellón lleno de tesoros. En los libros de historia, en los anales locales y en los registros de sus antepasados, se menciona el nombre de este pabellón por todas partes. Actualmente es conocido por todos aquellos que trabajan en el sector de las antigüedades de su región natal, en el sur. Dice que cuando el ejército Taiping entró en la ciudad y la incendió, el pabellón estaba ya vacío, que la mayor parte de su mobiliario había sido trasladado in extremis a las propiedades de su familia. En cuanto a los tesoros inventariados en el catálogo, siempre se ha dicho que fueron conservados en secreto. Su padre le confió el pasado año, justo antes de morir, que fueron efectivamente enterrados en una antigua residencia familiar, pero cuyo emplazamiento él no conocía con exactitud. Lo único que le reveló fue que su abuelo le transmitió una colección de poemas manuscritos, en la que había trazado a tinta china un plano general de su antigua residencia llena de terrazas, pabellones, jardines y colinas artificiales. En la esquina superior derecha había inscrito un poema de cuatro versos que indicaba en clave el lugar donde estaban enterrados los tesoros. Pero la colección de poemas se la llevaron los guardias rojos al presentarse en su casa y no pudo recuperarlos tras su rehabilitación. El anciano era aún capaz de recitar estos cuatro versos y le dibujó de memoria el plano de la antigua residencia. Él se los aprendió de memoria y al comienzo de este año se puso a buscar el emplazamiento. Pero ahora, sobre las ruinas de la antigua residencia, han sido construidos unos inmuebles, administrativos o residenciales.
¿Qué se puede hacer?, pregunto yo. Todo está enterrado bajo estos inmuebles.
No, dice él, si los tesoros se hubieran encontrado debajo de estos edificios, habrían sido descubiertos al abrir los cimientos, sobre todo con estas construcciones modernas: hay que instalar tantas canalizaciones que se excava muy hondo. Él fue a preguntar a las agencias responsables de los trabajos, que no habían descubierto reliquia arqueológica alguna durante el proceso de construcción. Me dice que ha estudiado detenidamente estos cuatro versos, que ha analizado la configuración del terreno y que, casi sin margen de error, puede precisar el lugar donde se encuentran, poco más o menos en el emplazamiento de una zona verde entre dos inmuebles.
¿Y qué piensas hacer? ¿Piensas ponerte a excavarlos?
Dice que es eso lo que ha venido a discutir conmigo.
Yo le pregunto si es dinero lo que necesita.
No me mira, pero contempla por la ventana unos arbolillos sin hojas.
¿Cómo explicártelo? Sólo con mi salario y el de mi mujer, que nos llega justo para criar a nuestro hijo y para comer, no podemos hacer frente a otros gastos, pero no puedo vender así a mis antepasados. Me darán por supuesto una recompensa, que será una miseria.
Yo digo que eso será objeto de grandes titulares en la prensa: tal descendiente de la séptima generación de tal o cual mandarín ha regalado unas antigüedades al Estado y ha recibido tal o cual recompensa.
Él se ríe con amargura y dice que, para el reparto de esta recompensa, todos sus parientes, próximos o lejanos, van a venir a darle la lata. No vale la pena. Él cree que será más bien el Estado el que se enriquezca.
¿Acaso el Estado con todos los tesoros del pasado que han sido sacados ya a la luz se ha vuelvo más rico?, replico yo.
Él sacude la cabeza y dice que también ha pensado que si caía gravemente enfermo o moría en un accidente de coche, ya nadie estaría al corriente de ello.
Pues bien, transmite esos cuatro versos a tu hijo.
Ya lo ha pensado, pero ¿y si su hijo tomara un mal camino y vendiera los tesoros?
¿No puedes estar encima de él?
Mi hijo es aún pequeño, hay que dejar que primero haga sus estudios tranquilamente. Sólo faltaría que más tarde, debido a esta absurda historia, perdiera la razón como yo. Rechaza esta idea de forma rotunda.
Pues bien, déjales un poco de trabajo a los arqueólogos del futuro. ¿Qué más podía decir yo?
El reflexiona, se da una palmada en el muslo y declara: bueno, hagamos como tú dices. ¡Que se queden enterrados! Se levanta y se va.
Otro amigo ha venido a verme. Con su abrigo nuevo de lana de buena calidad, sus zapatos relucientes de piel negra finamente calados, se asemeja a un mando de visita en el extranjero.
Mientras se saca el abrigo, me explica con fuerte voz que ¡ha hecho fortuna dedicándose a los negocios! Este hombre de hoy no es ya el mismo de ayer. Debajo de su abrigo, luce un terno de impecable corte y en torno al cuello duro de su camisa lleva anudada una corbata de flores rojas. Se diría un representante de una sociedad instalada en el extranjero.
Le digo que no ha de temer pasar frío afuera, así ataviado.
¡Él me dice que no toma ya los autobuses atestados, sino que ha venido en taxi, que esta vez está alojado en el Hotel de Pekín! ¿No me crees? ¡En estos grandes hoteles sólo se permite hospedarse a los extranjeros! Agita un manojo de llaves adornado con una bola de cobre que lleva grabada una inscripción en inglés.
Le informo de que, cuando uno sale de un hotel, hay que dejar la llave en recepción.
Cuando se está acostumbrado a la pobreza, uno siempre lleva su llave encima, dice él en tono burlón. Luego contempla mi habitación.
¿Cómo puedes vivir aún en esta sola habitación? ¡Adivina en cuántas habitaciones vivo yo!
Digo que soy incapaz de adivinarlo.
Tres habitaciones más una sala de estar, en Pekín, eso corresponde al alojamiento de un jefe de departamento o de un jefe de oficina.
Observo sus mejillas rojas, perfectamente afeitadas. No se parece ya al hombre que conocí en provincias, flaco y abandonado.
¿Cómo es que no tienes televisor en color?, pregunta.
Le informo de que no veo la televisión.
Aunque no la veas, siempre resulta decorativa. En mi casa, hay dos televisores, uno en el salón y el otro en la habitación de mi hija. Mi mujer y mi hija ven cada una un programa distinto. ¿No quieres comprarte una? ¡Te acompaño ahora mismo a unos grandes almacenes y te regalo yo una! Lo digo en serio. Me mira, con ojos como platos.
Mucho te temes que el dinero te queme en las manos.
Para dedicarse al comercio, conviene untar la mano a los mandos. Ellos no viven sino de eso. A ti no te conviene que te fijen un plan o unas normas, ¿verdad? Todo el mundo hace regalos. ¡Pero tú eres mi amigo! ¿No tienes dinero? Hasta diez mil yuanes, puedes contar conmigo. Ningún problema.
Le pongo en guardia: No violes la ley.
¿Violar la ley? Yo me limito a hacer algunos regalos. ¡No soy yo quien viola la ley, sino que es a los jefes a los que habría que detener!
A los jefes no se les puede detener.
¡De eso debes de estar tú más al corriente que yo, pues vives en la capital, tú estás enterado de todo! Pero he de decirte que no resulta tan fácil detenerme a mí, pues yo pago mis impuestos, comparto mesa con el jefe de distrito y el director de la oficina de comercio regional. Ya no estamos en la época en que era maestro en una barriada del extrarradio. Para conseguir que me trasladaran del campamento donde me moría de asco, tuve que gastarme, tirando por lo bajo, cuatro meses de mi salario en comidas ofrecidas a los responsables de la oficina de educación.
Frunciendo los ojos, retrocede un paso y dobla la cintura para examinar con atención una pintura a tinta china que representa un paisaje nevado. Contiene el aliento un instante, se vuelve y dice: ¿No alababas tú mi caligrafía? A ti te gustaba, pero la exposición que quería hacer en el centro cultural del distrito no fue autorizada, mientras que cualquier carácter trazado por alguien de arriba o famoso es objeto de una exposición ¡y que esos tipejos se conviertan en vicepresidentes o presidentes honorarios del Instituto de Caligrafía!
Le pregunto si sigue dedicándose a la caligrafía.
Eso no da de comer. Es como tú con tus libros. A menos que te hagas célebre algún día y que todo el mundo te vaya detrás para pedirte una bonita caligrafía. Así lo quiere la sociedad, ahora lo he comprendido.
Ni que decir tiene.
¡Pero eso me crispa los nervios!
Entonces es que no lo has comprendido todavía. Le interrumpo para preguntarle si ha comido.
No te preocupes por eso. Dentro de un momento, llamaré a un taxi para llevarte a un restaurante. El que tú quieras. Sé que tu tiempo es precioso. Pero primero te diré lo que tengo que decirte: quisiera que me ayudaras.
¿Ayudarte a qué? ¡Di!
Ayudarme a hacer entrar a mi hija en una universidad de renombre.
Yo le digo que no soy rector de universidad.
Por supuesto, pero debes de tener relaciones, supongo. Ahora he hecho fortuna, pero a los ojos de la gente no soy más que un especulador que se dedica al comercio. No quiero que mi hija conozca la misma vida que yo, quisiera hacerla entrar en una universidad conocida para que más tarde viva en las altas esferas de la sociedad.
¿Y que conozca al hijo de algún alto mando?
De eso no pienso ocuparme yo, ya sabrá ella cómo apañárselas.
¿Y si, al final, a ella no le interesa conocerlo?
No me interrumpas, ¿puedes ayudarme sí o no?
Hay que ver sus notas, yo no puedo hacer nada.
Sí, saca buenas notas.
Pues bien, en ese caso no tiene más que pasar el examen.
¡Pero qué atrasado estás! ¡Crees que todos los hijos de altos mandos pasan sus exámenes!
Eso yo no lo he investigado.
Tú eres escritor.
¿Y qué?
¡Tú eres la conciencia de la sociedad, tienes que hablar por el pueblo!
Déjate de bromas. ¿Acaso eres tú, el pueblo? ¿O bien soy yo? ¿O bien el pretendido nosotros? No escribo más que para mí.
Lo que me gusta de ti es que siempre dices la verdad.
Eso, por supuesto. Vamos, viejo hermano, ponte tu abrigo, vamos a comer, que tengo hambre.
Alguien llama de nuevo a la puerta. El hombre al que abro me resulta desconocido. Lleva una bolsa de plástico negro. Le digo que no quiero comprar huevos, que salgo a comer.
El no vende huevos. Abre su bolsa para mostrarme lo que contiene. No esconde ningún arma en su interior. Bueno, no es ningún delincuente. Incómodo, saca un grueso manuscrito y me explica que ha venido a verme para pedirme consejo. Ha escrito una novela y quiere que yo le eche un vistazo. Le hago entrar y le invito a sentarse.
Él declina el ofrecimiento. Quiere dejar su manuscrito y volver a pasarse otro día.
Yo le digo que no merece la pena, que es mejor hablar de lo que haya que hablar ahora mismo.
Rebusca con ambas manos en su bolsa y saca un paquete de cigarrillos. Yo le alargo las cerillas, esperando que encienda rápidamente su cigarrillo y que termine por exponerme lo que ha venido a decirme.
Me explica entre balbuceos que ha escrito una historia real…
Le interrumpo para puntualizarle que yo no soy periodista y que no me intereso por la realidad.
Farfullando aún más, me dice que sabe que la literatura no es lo mismo que un reportaje de prensa. Lo que él ha escrito es una novela basada en unos hechos y personajes reales, con un soporte de ficción. Desea que yo le diga si esta novela puede ser publicada.
Le digo que no soy editor.
Dice que lo sabe perfectamente, que lo único que él quiere es que yo le recomiende y también que corrija su manuscrito. Si acepto, podría incluso añadir mi nombre, sería una especie de colaboración. Por supuesto, su nombre se mencionaría a continuación del mío en la cubierta.
Digo que temo que sea aún más difícil de publicar si se añade mi nombre.
¿Por qué?
Porque bastantes problemas tengo ya para publicar mis propias obras.
Él asiente, para indicarme que comprende.
Temiendo que no haya comprendido del todo, le explico que lo mejor sería que encontrase por su propia cuenta un editor.
Él guarda silencio, perplejo.
Anticipándome, yo le pregunto: ¿Puede llevarse su manuscrito?
¿Puede usted hacérselo llegar a un editor?, replica él desorbitando los ojos.
Es preferible que lo envíe usted directamente a una editorial, eso le evitará seguramente problemas. Exhibo una gran sonrisa.
Él ríe también, vuelve a meter el manuscrito en su bolsa y balbucea algunas palabras de agradecimiento.
No, soy yo quien le estoy agradecido.
Llaman de nuevo a la puerta, pero ya no tengo ninguna intención de abrir.