59

Estoy tumbado en una cama de muelles guarnecida con un cubrecama inmaculado. En la pared, un papel pintado amarillo pálido, con motivos de flores recamadas; y en las ventanas, unas cortinas blancas de labor de ganchillo; una alfombra roja oscura en el suelo y, enfrente, un par de grandes sillones resguardados por dos grandes telas. La habitación está equipada con un cuarto de baño con bañera. Si no tuviera en la mano la fotocopia de una recopilación de canciones campesinas, Tambores y gongs para la época de escardar, me costaría lo mío darme cuenta de que me encuentro en la región forestal de Shennongjia. Esta casa de una planta nueva flamante fue construida por un equipo de prospección americano, pero como no pudo venir por algún motivo desconocido, ha sido transformada en centro de acogida para los dirigentes que vienen a hacer una ronda de inspección. Gracias a la solicitud del jefe de sección, disfruto de un trato de favor en la zona forestal. Me cuentan los gastos de estancia a un precio mínimo y a cada comida me sirven incluso cerveza, aunque en realidad prefiero el aguardiente de arroz. Esta comodidad y esta limpieza me producen un apaciguamiento profundo y prefiero quedarme algunos días más aquí. Bien pensado, nada me obliga a retomar el camino a toda prisa.

Oigo una especie de chirrido. Pienso primero en un insecto, pero inspeccionando bien la habitación advierto que es imposible que haya alguno en ninguna parte, pues el techo y el tragaluz son de un blanco de leche. El chirrido prosigue, como suspendido en los aires. Aguzando el oído, tengo la impresión de que se trata de una voz femenina que anda a mi alrededor y desaparece cuando dejo mi libro. Lo vuelvo a coger y oigo de nuevo esta voz en mi oído. Creyendo tener zumbidos, me levanto resueltamente y abro la ventana.

Delante del edificio se extiende una superficie engravada, bañada por el sol. Es mediodía, ni el menor rastro humano; tal vez este sonido proviene de mí mismo. Es un ritmo difícil de seguir, con unas palabras indistintas, pero a pesar de todo se me antoja familiar, se asemeja un poco a los cantos fúnebres de las campesinas de las regiones montañosas.

Decido salir a echar un vistazo. Más abajo del edificio discurre un arroyuelo impetuoso, de azules aguas iluminadas por el sol. Alrededor, las cumbres montañosas, aunque no están cubiertas de bosques, tienen pese a todo un manto vegetal abundante. Al final de la pendiente, una pista de tierra se dirige hacia un pequeño pueblo situado a uno o dos lis de distancia. A la izquierda, al pie de las cimas verdeantes, se encuentra la escuela. Ni un alumno en el terreno de deportes, tal vez estén todos en clase. De todos modos, los maestros de este pueblo de montaña no pueden enseñar a sus alumnos cantos fúnebres. Por otra parte, reina aquí una calma perfecta. No se oye más que el rugir del viento en la montaña y el murmullo del arroyuelo. En su orilla se encuentra un refugio de trabajo, pero no veo a nadie en el exterior. El canto se apaga insensiblemente. Vuelvo a mi habitación y me instalo en la mesa de trabajo, cerca de la ventana, para volver a copiar mis documentos sobre las canciones folclóricas, pero en ese instante oigo reanudarse el sonido como si, tras el dolor, expresase ahora una tristeza apaciguada, pero incontenible, que se expandiera lentamente. Comienzo a encontrar esto en verdad extraño y quisiera saber a qué atenerme: ¿hay alguien realmente cantando o bien soy yo el que desvarío? Cuando alzo la cabeza, el sonido viene de detrás de mi nuca, y cuando me vuelvo se queda como suspendido en el aire, tan claro como un hilo de telaraña. Sin embargo, un hilo de telaraña que flota al viento tiene una forma; él no tiene ninguna, es inasible. Me siento sobre el brazo de un sillón intentando seguirlo. Descubro, por fin, que viene del montante de encima de la puerta. Me subo a una silla para abrir el cristal limpio como un chorro de oro: da a la galería. Saco la silla de la habitación, pero no estoy aún lo bastante alto para ver de dónde sube el sonido. Delante de la galería, se extiende un pequeño patio de cemento expuesto a pleno sol, donde he tendido un alambre para poner a secar la ropas que he lavado esta misma mañana. Evidentemente, ellas no saben cantar. Más lejos, se halla el muro del recinto al pie de la montaña, y detrás, la pendiente, que termina en una extensión yerma y unos zarzales. Ningún camino. Salgo de la galería y avanzo en medio del sol. El sonido es más claro, como si viniera de la luz deslumbrante, por encima de los tejados. Guiño los ojos hacia el cielo, es un sonido metálico, penetrante y nítido. Mi mirada se enturbia, pero cuando el sol que me ciega se transforma en un reflejo azul negruzco, gracias a la protección de mi mano, diviso sobre un acantilado desnudo, en la ladera de la montaña, algunas siluetas minúsculas que se agitan. El sonido metálico viene de allí. Distingo, al fin, que se trata de unos picapedreros. Uno de ellos parece llevar una camiseta roja, mientras que el torso desnudo de los otros apenas contrasta sobre el acantilado pardo amarillento horadado a base de explosivos. El canto vuela en los rayos del sol siguiendo la dirección del viento, unas veces muy vivo, otras más atenuado.

Se me ocurre que puedo servirme del zoom de mi cámara fotográfica para acercarlos. Vuelvo a la habitación para cogerlo. Efectivamente, un hombre vestido con una camiseta roja maneja una masa; el sonido, que se asemeja a los cantos fúnebres de las campesinas, responde al ruido del taladro, y el hombre que sostiene el taladro, con los brazos desnudos, parece hacerle de eco.

Tal vez han observado el reflejo del sol en el objetivo del aparato, pues el canto se ha detenido. Los picapedreros han interrumpido su trabajo y miran en dirección a mí. Ya no hay ningún sonido de voz, un silencio casi inquietante. Con todo, estoy contento. Por fin, tengo la prueba de que no soy yo quien anda mal y que mi oído está normal.

Tras volver a mi habitación, tengo ganas de escribir alguna cosa, pero ¿el qué? ¿Por qué no las canciones de los picapedreros? Pero no consigo escribir la más mínima palabra.

Me digo que nada me impide ir a tomar un trago y a charlar con ellos por la tarde. Eso me distraerá. Dejo entonces mi pluma y bajo al pueblo.

En una pequeña tienda, compro una botella de aguardiente y cacahuetes. Me encuentro casualmente por el camino al amigo que me ha prestado los documentos. Me dice que ha reunido también una verdadera montaña de libros manuscritos de canciones folclóricas. No puedo pedir nada mejor y le invito a venir a charlar conmigo. Como está ocupado en esos momentos, me da una cita para después de la cena.

Por la noche, le espero hasta pasadas las diez. Soy el único huésped del centro de acogida y el silencio es opresivo. Lamento de veras no haber ido a charlar con los picapedreros, cuando de repente llaman al cristal. Reconozco la voz de mi amigo y abro la ventana. Él me explica que los encargados del piso han cerrado la puerta principal con llave. Le libero de la linterna y de la bolsa de papel que lleva consigo; entra por la ventana, cosa que me pone de buen humor. Abro al punto la botella de aguardiente y cada uno se sirve más de medio vaso.

Ahora soy incapaz de recordar su aspecto físico. Me parece que debía de ser pequeño y flaco, de talle fino y esbelto. Parecía un poco tímido, pero mostraba en su modo de hablar un entusiasmo que la vida no había apagado aún. Su fisonomía carece de importancia, pero lo que me alegra es que me muestra su tesoro. Abre su bolsa de papel. Salvo algunos cuadernos de notas, el resto está compuesto de recopilaciones manuscritas de canciones folclóricas que se cantan todavía en nuestros días. Les echo un vistazo una por una. Cuando ve hasta qué punto estoy contento, me declara con ardor:

– Basta con que copie las que le gusten. En estas montañas, las canciones folclóricas abundan desde hace mucho tiempo. Si uno encuentra un viejo maestro de canto, éste será capaz de cantar días y noches seguidos.

Le pregunto entonces por las canciones de los picapedreros.

– Oh, son de una tonalidad sobreaguda. Ellos son oriundos de la parte de Badong. En sus montañas, han sido talados todos los árboles. Abandonan su tierra para ir a picar piedra.

– ¿Tienen melodías y letras específicas?

– Existen más o menos partituras para las melodías, pero para las letras improvisan. Cantan lo que se les pasa por la cabeza y la mayor parte de las veces son cosas muy chabacanas.

– ¿Aparecen muchas obscenidades en sus canciones?

– Estos trabajadores -me explica entre risas- permanecen mucho tiempo lejos de casa sin mujeres, y se desahogan así mientras pican piedra.

– He escuchado sus melodías. ¿Cómo es que parecen tan tristes y conmovedoras?

– Así es. Si uno no entiende lo que dicen, creería que se trata de un lamento muy grato al oído, pero en realidad las letras no tienen el menor interés. Es mejor que eche un vistazo a éstas.

Saca un cuaderno de su bolsa y me lo alarga abierto. Después de La crónica de las tinieblas (Canto introductorio), puede leerse:

En un día propicio, cielo y tierra se han separado.

La afligida familia y la multitud de amigos nos invitan a cantar y a bailar.

Llegados a la era del canto, se entona el comienzo.

Uno, dos, tres, cuatro, chico, oro, madera, agua, metal y tierra.

Difícil resulta cantar mi canción,

pues antes de abrir la boca ya se transpira.

Noche profunda, los hombres están tranquilos, brilla la luna y pocas son las estrellas.

Estamos listos para entonar nuestra canción.

Si es larga, profunda será la noche,

si es corta, antes del amanecer concluirá,

si nuestra canción no es ni corta ni larga,

no haremos retrasarse a los demás cantores.

En primer lugar, cielo, tierra y agua se acumulan,

en segundo lugar, sol, luna y estrellas,

en tercer lugar, en las cinco direcciones se abren las tierras,

en cuarto lugar, la Madre Trueno lanza sus rayos,

en quinto lugar, Pan Gu separa cielo y tierra,

en sexto lugar, aparecen los Tres Soberanos y los Cinco Emperadores, las generaciones sucesivas de emperadores y de príncipes feudatarios,

en séptimo lugar, aparecen leones negros y elefantes blancos, un dragón amarillo y un fénix,

en octavo lugar, el paro malo guardián de las puertas,

en noveno lugar, genios de los montes, de los bosques y de las aguas,

en décimo lugar, un tigre, un leopardo, un lobo y un chacal,

¡haceos a un lado, apartaos,

permitidnos, a los cantores, entrar en la era del canto!

– ¡Magnífico! ¿Dónde las ha encontrado usted?

– Las anoté hará cosa de dos años de boca de un maestro de canto, cuando yo aún era instructor en la montaña.

– ¡Este lenguaje es verdaderamente magnífico, las palabras salen directamente del corazón, sin la forzada prosodia de las pretendidas canciones folclóricas de cinco o siete pies!

– Tiene usted razón, son verdaderas canciones populares.

Su timidez ha desaparecido por completo bajo el efecto del aguardiente.

– ¡No han sido echadas a perder por los doctos! Son canciones que salen del alma. ¿Comprende eso? ¡Ha salvado usted una cultura! ¡No sólo las minorías étnicas, sino también la misma etnia han, poseen todavía una verdadera cultura popular, que no ha sufrido la contaminación de la moral confuciana!

Estoy en el colmo de la excitación.

– ¡No le falta a usted razón, pero cálmese, lea lo que sigue!

Lleno de buena disposición, ha abandonado esa modestia superficial de los pequeños funcionarios. Vuelve a coger decididamente el cuaderno y se pone a declamar los poemas, imitando a un maestro de canto en plena acción:

Yo os saludo, juntas las manos,

¿de qué país sois, cantor?

¿Dónde se encuentra vuestra morada?

¿ Cual es la razón que os ha traído?

He aquí mi respuesta:

soy cantor de Yangzhou,

y de Liuzhou vengo,

a hacer una visita a mis amigos cantores,

he aquí la razón de mi venida,

imploro vuestro perdón.

¿ Qué lleváis a cuestas?

¿Quéguardáis en vuestra cesta?

Vuestra carga es tan pesada que encorvada lleváis la espalda y doblado vuestro cuerpo.

¡Mostrádnoslo, maestro de canto, por favor!

Una colección de cantos llevo a cuestas,

y en la mano un extraño libro sostengo,

¿los habéis leído todos?

A vuestra casa he venido expresamente a informarme.

Tengo la impresión de estar viendo a otro hombre, de escuchar otra voz, de oír los gongs y los tambores. Sin embargo, afuera, no se percibe más que el rugido del viento y el murmullo del arroyuelo.

Trescientos sesenta cargas de cantos existen,

¿cuál de ellos lleváis en la cesta?

Treinta y seis volúmenes de cantos existen,

¿qué rollo tenéis en la mano?

Quiero decirle al maestro de canto que soy un iniciado,

el primer rollo son los libros de los orígenes,

el primer volumen son los textos de los orígenes,

enseguida he comprendido,

el maestro de canto es persona informada,

conoce los hechos del origen,

conoce la geografía y la astronomía del futuro.

Aquí vengo a preguntar

¿en qué año, en qué mes aparecieron los cantos?

¿Qué mes, qué día nacieron los cantos?

Tengo la impresión de oír la voz miserable y glacial de un anciano en la oscuridad, al compás de los redobles de tambor dados por el viento.

Fuxi el primer laúd fabricó.

Nin Ga el órgano de boca inventó.

Gracias al yin nació el lenguaje.

Gracias al yang nació el sonido.

ha fusión del yin y del yang al hombre engendró.

Cuando fue creado el hombre, la voz nació.

Cuando nació la voz, aparecieron los cantos.

Cuando éstos fueron numerosos, se hicieron recopilaciones.

En su época, los libros expurgados por Confucio

en un desierto se perdieron,

el primer volumen por el viento hasta el cielo fue aventado

y entonces fue cuando nació el amor entre el Boyero y la Tejedora.

El segundo volumen por el viento al mar fue lanzado,

para desahogar su alma el viejo pescador lo recuperó y lo cantó.

El tercer volumen por el viento a los templos fue llevado,

los bonzos budistas y los monjes taoístas las sutras han cantado.

El cuatro volumen en las calles de la aldea ha caído,

muchachos y muchachas su amor han cantado.

El quinto volumen en los arrozales ha caído,

los cantos de las?nontañas los campesinos han entonado.

El sexto volumen es esta Crónica de las tinieblas,

y para cantar al alma de los difuntos el maestro de canto lo ha recuperado.

– Esto no es más que el canto introductorio, ¿qué es la Crónica de las tinieblas? -le pregunto dejando de deambular por la habitación.

Me explica que esta obra es una recopilación de cantos funerarios que eran cantados en los entierros, durante tres días y tres noches, antes de enterrar el féretro. Pero no se podían cantar a la ligera en otras circunstancias. Una vez cantados, se volvía tabú seguir cantándolos más. No había tomado nota más que de una pequeña parte de ellos, sin imaginar que el viejo maestro de canto caería enfermo y desaparecería.

– ¿Por qué no tomó nota de todos en su momento?

– El anciano se encontraba muy enfermo. Estaba postrado en una pequeña cama cubierto de mantas -explica como si hubiera cometido un error. Ha recobrado su aire de gran humildad.

– ¿No existe nadie más que pueda cantar estos cantos en las montañas?

– Queda aún gente que conoce el comienzo, pero nadie ya que los cante por entero.

También conoce a un viejo maestro que posee un arca metálica llena de colecciones de cantos, entre los que figura la Crónica de las tinieblas. En la época en que se inventariaban los libros antiguos, esta Crónica de las tinieblas fue considerada como un ejemplo típico de superstición reaccionaria. El anciano había enterrado el arca. Al desenterrarla varios meses después, vio que los libros se habían enmohecido. Los puso a secar en su patio, pero alguien le denunció. Enviaron a un agente de policía para obligarle a entregárselo todo a los oficiales. Y poco después, falleció.

– ¿Dónde se venera aún a las almas? ¿Dónde pueden encontrarse aún cantos que la gente escuche con extrema atención, sentada en calma e incluso prosternada hacia el sol? ¡Ya no se venera lo que es debido, ya no se veneran más que cosas extrañas! ¡Qué nación sin alma! ¡Una nación que ha perdido su alma!

La indignación me pone furioso.

Comprendo que debo de haber bebido demasiado, viendo la cara que él pone ante mi expresión trágica.

Por la mañana, un jeep se para delante del edificio. Acaban de avisarme de que los jefes y mandos de la zona forestal han convocado una reunión en mi honor, para darme cuenta de sus trabajos, cosa que me hace sentir una gran incomodidad. En la cabeza de distrito, he debido pronunciar, bajo la influencia del aguardiente, algunas palabras que les han hecho creer que he venido de inspección de la capital. Sin duda se imaginan que podré transmitir sus quejas a sus superiores. El coche está aparcado en la puerta, imposible escurrir el bulto.

Los mandos están instalados desde hace largo rato en la sala de reunión, cada uno con una taza de té delante de él. Apenas sentado, me sirven también agua caliente. Es exactamente igual que cuando acompañaba a alguna delegación de escritores. La Asociación de Escritores organiza de tiempo en tiempo visitas a las fábricas, los cuarteles, los campamentos, las minas, los centros de investigación sobre artesanía popular, los museos conmemorativos de la Revolución, so pretexto de ayudar a los escritores a conocer la vida. En tales ocasiones, siempre había dirigentes de los escritores o escritores dirigiendo a los otros escritores que pronunciaban discursos en el sitio de honor. Los modestos escritores como yo, que no estaban allí más que para hacer bulto, siempre podían encontrar un lugar lejos de las miradas y esperar en un rincón tomando té, pero sin pronunciar una palabra. Pero hoy la reunión ha sido convocada por mí, no me queda más remedio que reflexionar acerca de lo que voy a decir.

Un mando responsable hace en primer lugar una reseña histórica de la zona forestal y de su edificación. Explica que, en 1907, un inglés llamado Wilson vino a recoger unas muestras. Por aquella época, la región estaba cerrada y no pudo pasar del lindero de la zona. Antes de 1960, había aquí un bosque virgen, la luz del sol no penetraba en absoluto y no se oía más que el murmullo de los arroyos. Durante los años treinta, el gobierno del Kuomintang tenía previsto emprender la tala de árboles, pero a falta de carreteras, nadie pudo penetrar en el bosque.

«En 1960 se levantó un mapa por parte de los servicios de fotogrametría aérea del Ministerio de los Bosques. En total, 3.250 kilómetros cuadrados de bosques montañosos.

»La explotación comenzó en 1962 por el norte y el sur y, en 1966, se abrió una línea de comunicación.

»En 1970 se estableció una división administrativa, que comprende en la actualidad más de cincuenta mil campesinos y alrededor de diez mil mandos y trabajadores en el silvicultura, con sus correspondientes familias. Hoy en día se proporciona al Estado más de novecientos mil metros cúbicos de madera.

»En 1976 los científicos hicieron un llamamiento para la protección de Shennongjia.

»En 1980 se propuso la idea de crear una reserva natural.

»En 1982 el gobierno provincial decidió delimitar una reserva de un millón doscientos mil mus de superficie.

»En 1983 el grupo de edificación de la reserva expulsó al equipo de silvicultura de la zona protegida y estableció cuatro puertas de acceso a cada uno de sus lados. Luego creó unas patrullas que controlaron más a los vehículos que a los hombres. El pasado año, en un mes, ascendió a trescientas o cuatrocientas el número de personas que se dedicaron a sacar rizonas de coptis, arrancar corteza de jazminero confundiéndola con la corteza de la Eucommia (utilizada en la farmacopea china), talar madera o cazar furtivamente. Y además, algunos vienen a acampar para ir en busca del hombre salvaje.

»En el ámbito de la investigación científica, un pequeño grupo ha replantado algunas hectáreas de árboles tong. La reproducción del Emmnopterys hemyi funcionó, consiguiéndose una reproducción asexuada. También se cultivan hierbas medicinales salvajes como la perla cabezona, el cuenco de los ríos, la caña pincel, la flor de las siete hojas, la hierba salvavidas (¿es éste realmente su nombre científico?).

»Existe asimismo un grupo de investigación de los animales salvajes, incluido el hombre salvaje. Han sido catalogados el mono de nariz respingona (Rhinopithecus roxellanae), el leopardo, el oso blanco, el gato de algalia, el ciervo, el carnero negro, el musmón, el faisán dorado, la salamandra gigante, así como animales aún desconocidos como los osos porcinos, los lobos de cabeza de asno que se comen a los cochinillos, según dicen los campesinos.

»A partir de 1980, regresaron los animales; el año pasado, se vio batirse a un lobo gris con un mono de nariz respingona, se oyó chillar a otro, y se vio al rey de los monos interceptar el camino al lobo gris. En el mes de marzo, se capturó sobre un árbol a un pequeño mono que murió al negarse a tomar alimento. El suimanga es un pájaro que se alimenta del néctar de las azaleas. Su cuerpo es rojo, tiene una cola como una orquídea y un pico puntiagudo.

»Problema: no todo el mundo entiende por un igual la protección de la naturaleza. Algunos trabajadores están furiosos porque no pueden obtener primas. Si la madera que se entrega es menos abundante, nos lo reprochan en las altas esferas. Los organismos financieros no quieren asignarnos dinero. En el interior de la reserva natural, hay todavía cuatro mil campesinos que plantean problemas. Los mandos y los trabajadores de la reserva natural son un total de veinte. Viven en unos refugios improvisados y no están tranquilos. No ha sido prevista ninguna instalación para ellos. El problema principal es que no se nos ha destinado créditos, hemos cursado numerosas reclamaciones…»

Y todos los mandos se ponen a hablar al mismo tiempo, como si yo pudiera intervenir para conseguirles dinero. Prefiero dejar de tomar notas.

¡No soy un dirigente de escritores ni tampoco un escritor que dirija a sus colegas o un escritor que pueda tomar la palabra con aplomo y dar indicaciones en el mismo momento abarcando el problema en su conjunto, y luego hacer toda una serie de promesas vanas, decir, por ejemplo, que podré hablar de esta cuestión a tal o a cual ministro, señalarla a tal o cual sector de dirección implicado, que lanzaré un gran llamamiento, que alertaré a la opinión pública para movilizar al pueblo entero a fin de que proteja el entorno natural de nuestra nación! Pero yo, que ni siquiera soy capaz de protegerme a mí mismo, ¿qué podría hacer yo? A lo sumo puedo decir que proteger el medio natural es muy importante, que eso afecta a nuestros nietos y a las generaciones venideras, que el Yangtsé se ha vuelto ya como el Huanghe, se acumula en él la arena y que, por si fuera poco, ¡en las Tres Gargantas se quiere construir una gran presa! Pero, por supuesto, no puedo decir tampoco eso y prefiero hacer preguntas sobre el hombre salvaje.

– Ese hombre salvaje -digo- del que se ha hablado en todo el país…

Se lanzan sobre el tema.

– ¡Y hasta qué punto! La Academia de las Ciencias de Pekín ha puesto en marcha varias investigaciones. La primera de ellas en 1967, y posteriormente en 1977 y 1980. Han venido cada vez a investigar. La expedición más importante fue la de 1977: ciento diez hombres en el equipo de prospección, militares en su mayoría, sin contar los mandos y los trabajadores que nosotros mismos enviamos. Estaba incluso el comisario político de una división…

Y reanudan su palabrería.

¿Qué clase de lenguaje debo encontrar para hablar con ellos con el corazón en la mano? Para preguntarles cómo transcurre aquí la vida. A buen seguro, van a seguir hablando del aprovisionamiento material, del precio de los artículos de uso corriente, de sus salarios, cuando mis propias finanzas dejan mucho que desear. Además, ¿es éste realmente un lugar para charlar? Tampoco puedo decirles que el mundo en el que vivimos resulta cada vez más difícil de comprender, que los actos humanos son cada vez más extraños, que los hombres no saben ni siquiera lo que quieren, al tiempo que desean encontrar al hombre salvaje. Pero ¿de qué hablar, si no del hombre salvaje?

Dicen que el año pasado un maestro de escuela lo vio. Era en la misma estación, en el mes de junio o julio, pero no se atrevió a decir una palabra de ello. Únicamente se lo explicó a su mejor amigo rogándole que no lo divulgara. Es cierto que, hace poco tiempo, un escritor publicó La triste historia del hombre salvaje de Shennong en una revista del Hunan, Dongting. La revista llegó hasta aquí, y todo el mundo la leyó. Fue a partir de esto que se inició el movimiento de búsqueda del hombre salvaje que ya se ha extendido hasta Hunan, Jiangxi, Zhejiang, Fujian, Sichuan, Guizhou, Anhui… (¡sólo falta Shanghai!). ¡Se habló de ello por todas partes! En Guangxi se capturó realmente un pequeño hombre salvaje -allí se les denomina los diablos de las montañas-, pero los campesinos creen que traen mala suerte y lo soltaron. (¡Qué lastima!) Luego están también aquellos que han comido carne de hombre salvaje. Di lo que tú quieras, no importa, bueno, por otra parte, el equipo de investigación ha llevado a cabo ya algunas comprobaciones, y obran en su poder unos documentos escritos. ¡Afirman que en 1971, una veintena de personas, entre ellas Zhang Renguan y Wang Liangcan, casi todos ellos trabajadores de nuestra reserva, se comieron en la cantina de la granja de Yangriwan la pantorrilla y el pie de un hombre salvaje! La planta del pie medía en torno a cuarenta centímetros de largo, el dedo gordo era de un grosor de cinco centímetros y tenía diez de largo, el propio pie medía veinte centímetros de grueso y pesaba quince kilos; todos estos documentos están debidamente atestiguados. Cada uno de ellos se comió de él un cuenco lleno hasta arriba. Fue un campesino de Banshui el que lo mató con su fusil y luego vendió una pierna a la cantina de Yangriwan. En 1975, en la carretera que lleva de la comuna popular Qiaoshang a la brigada Yusai, Zeng Xianguo recibió un bofetón de un hombre salvaje pelirrojo, de más de dos metros de alto. Se quedó un largo rato sin sentido en el suelo y no recuperó el habla hasta tres o cuatros días después de su vuelta a casa. Éstos son los informes que realizaron, a partir de testimonios orales, utilizando el método estadístico de análisis comparativo. Zhao Kuidian vio a un hombre salvaje comiendo moras en pleno día. ¿En qué año era? ¿1977 o 1978? Fue unos pocos días antes de la llegada del segundo equipo de investigación de la Academia de las Ciencias. Por supuesto, no hay por qué creérselo todo. Por otra parte, en su equipo de investigación había dos puntos de vista contrapuestos. Pero de dar crédito a lo que dicen los campesinos, el hombre salvaje sería extremadamente perverso. Afirman que persigue a las mujeres, que le gusta ir a divertirse con las chiquillas, que hace tonterías, o bien que es capaz de hablar, que cambia de voz según esté contento o furioso.

– Entre los presentes en esta reunión, ¿hay alguien que haya visto con sus propios ojos al hombre salvaje? -pregunto.

Se ríen todos mientras me miran. Ignoro si esto significa que le han visto, o más bien lo contrario.

Más tarde, un mando me acompaña a la zona central de la reserva natural que ha sido explotada. Su cima está totalmente desnuda. Durante dos años, a partir de 1971, los bosques fueron talados por un regimiento motorizado del ejército. Se decía que el bosque estaba destinado a la defensa nacional. No es hasta dos mil novecientos metros de altitud que puede verse una pradera de semejante belleza. Un mar de verde hierba tierna ondea en medio de la niebla y la lluvia. En su centro se alzan unos bosquecillos de bambúes-flechas totalmente redondos. Me quedo largo rato de pie expuesto al frío, contemplando esta parcela de naturaleza virgen.

Ya dijo Zhuangzi con acierto hace más de dos mil años que la madera útil muere bajo el hacha cuando la madera inútil conoce una gran prosperidad. Ahora el hombre es más devastador que antaño. La teoría de la evolución de Huxley puede ser puesta en entredicho.

Con todo, he visto también en la montaña un osezno en el refugio de madera de una familia. Tenía una cuerda en torno al cuello y se asemejaba a un perrito amarillo. No paraba de trepar entre chillidos a una leñera, incapaz aún de defenderse mordiendo. El amo de casa me ha dicho que lo había recogido en la montaña. No le he preguntado si dio muerte a sus progenitores. Simplemente me parece un osezno adorable. Cuando ve que estoy cautivado por él, me propone llevármelo por veinte yuanes. No tengo ninguna intención de aprender números de circo, y ¿cómo podría proseguir mi viaje con él? Prefiero preservar mi libertad.

He visto también puesta a secar en la puerta de una casa una piel de leopardo que sirve de colchón, ya roída por los gusanos. Los tigres han desaparecido, por supuesto, desde hace más de diez años.

También he visto un ejemplar de mono de nariz respingona, sin duda el que fue capturado sobre un árbol y murió por negarse a tomar alimento. Es cuanto puede hacer un animal salvaje que pierde su libertad y se niega a ser domesticado, pero ello le exige una gran voluntad, y los hombres no siempre tienen tanta.

Y ha sido también delante de la entrada de la oficina de esta reserva natural donde he visto un eslogan nuevo que proclamaba: «¡Aclamemos calurosamente la fundación del Comité del Movimiento de las Personas de Edad!». Creía que iba a ser creado un nuevo movimiento político y le he preguntado enseguida al mando que estaba pegando este eslogan. Él me ha explicado que había llegado de arriba la orden de pegarlo, pero que eso a ellos no les concernía. Únicamente los viejos mandos revolucionarios que hayan alcanzado la sesentena podrán aspirar, como mínimo, a una asignación de cien yuanes por actividades deportivas, pero aquí el mando de más edad no pasa de los cincuenta años, por lo que no recibirá más que un carnet conmemorativo como premio de consolación. Más tarde, he conocido a un joven periodista que me ha contado que el responsable de este Comité de Personas de Edad no era otro que el antiguo secretario del Comité del Partido de la zona. Para celebrar la creación de este comité, ha exigido del gobierno local una suma de un millón de yuanes. Este joven periodista tiene intención de escribir un informe y enviarlo directamente a la comisión de disciplina del Comité Central del Partido. Me ha preguntado si yo tenía algún medio de hacérselo llegar. Comprendo su indignación, pero le he aconsejado que lo enviara por correo, que era más seguro que confiármelo a mí.

Y, por último, he visto también aquí a una muchacha exquisita. Tenía algunas pecas en la nariz y llevaba una camisa de algodón de manga corta y de cuello escotado, una especie de camiseta diferente de las ropas con que visten los montañeses. Efectivamente, era natural del pueblo natal de Qu Yuan, Zigui, situado al sur, a orillas del Yangtsé. Cuando obtuvo el título de secundaria, se vino aquí a casa de su primo, pensando encontrar trabajo en la reserva natural. Explicaba que el Ayuntamiento de su distrito ya les había advertido de que iban a dar comienzo los trabajos de construcción de la gran presa de las Tres Gargantas, y que la cabeza de distrito sería tragada por las aguas. Todo el mundo había rellenado formularios de inscripción para la evacuación de la población, que era movilizada para encontrar nuevos medios de subsistencia. Después, he llegado a Yichang siguiendo el curso del río Xiang, hacia el sur, allí donde nacen las mujeres más bellas. He pasado cerca de la residencia de tejados inclinados de tejas negras de la hermosa Wang Shaojun de la Antigüedad, en la ladera de la colina y a orillas del río. Un escritor aficionado de Yichang me ha informado de que su ciudad sería la cabeza de la nueva provincia de las Tres Gargantas y que el candidato a la presidencia de la futura Asociación de Escritores de las Tres Gargantas ya había sido elegido: era un poeta galardonado del que yo había oído ya hablar, pero que no aprecio en absoluto.

Hace ya mucho tiempo que he perdido la vena poética y que no escribo poemas. Me pregunto si estamos aún en una época de poesía. Todo lo que debe ser cantado y recitado lo ha sido ya, el resto ha sido compuesto e impreso en pesados caracteres de plomo, y a esto lo llaman algo significativo. Pues bien, según las imágenes de hombres salvajes que he tenido ocasión de ver, establecidas a partir de deducciones científicas sacadas de descripciones orales de testigos oculares y publicadas por la Asociación de Investigación sobre el Hombre Salvaje, este hombre de hombros caídos, cuerpo encorvado, piernas torcidas y el pelo largo con una eterna sonrisa, sí que es algo significativo. Y el extraño espectáculo que vi, durante la última noche que pasé allí, en la explanada de los Peces de Madera en Shennongjia, en la zona de protección natural del bosque virgen, ¿puede ser ello considerado como un poema?

La luna brilla en la explanada vacía; a la sombra de la montaña inmensa, se alzan dos largas cañas de bambú. De ellas cuelgan dos lámparas de petróleo que difunden una luz blanca y ha sido tendida entre una y otra cortina. Hay una compañía de circo actuando en el lugar, acompañada por una abollada trompeta que desentona un tanto y un gran tambor de triste sonido, corroído por la humedad. Hay cerca de doscientas personas: todos los adultos y los niños de este pueblecito de montaña, incluidos los mandos y los trabajadores de la zona forestal acompañados de sus familias, incluida también la joven esbelta de las pecas, oriunda del pueblo natal de Qu Yuan, vestida con su camiseta escotada llamada tee-shirt, según la pronunciación inglesa. Están agrupados en un arco circular de tres filas. En el centro, los espectadores están sentados en unos taburetes que se han traído de sus casas; detrás, la gente está de pie, y los que se encuentran aún más atrás estiran el cuello para tratar de ver algo entre las cabezas.

El programa se compone de unos números de qigong que consiste en romper unos ladrillos. Un ladrillo, dos ladrillos, tres ladrillos que se quiebran en dos, bajo el golpe del canto de la mano. Un hombre aprieta su cinturón, se traga unas bolas metálicas y las vuelve a expulsar en medio de un espurreo de gotas de saliva. Una chica gruesa trepa a los mástiles de bambú de los que ha colgado unos ganchos dorados. Echa fuego por la boca. «Esto tiene truco, tiene truco», murmuran las mujeres allí presentes, seguidas de los niños. El jefe de la compañía exclama:

– ¡Bueno, ahora van a ver un número de verdad!

Coge una lanza y pide al que se tragaba bolas metálicas que apoye la punta en su pecho, luego en su garganta, hasta que la lanza se dobla igual que un arco. En la frente de este mozarrón de calva cabeza sobresalen unas venas azules. Los aplausos arrecian, el público ha sido por fin conquistado.

En la plaza, el ambiente comienza a relajarse un poco, el eco de la trompeta flota en la montaña, el tambor es menos triste, la gente entra en calor. La luna aparece entre las nubes, la luz de las lámparas de petróleo parece más viva. La mujer gruesa, muy robusta, lleva un cuenco lleno de agua sobre la cabeza y, con un tallo de bambú en cada mano, hace girar unos platos. A continuación, inclina su talle redondo y da las gracias al público con un saltito de puntillas, tal como lo hacen los bailarines en la televisión. La gente aplaude también. El jefe de la compañía es un verdadero pico de oro, sus bromas son cada vez más numerosas y los números cada vez más escasos. El ambiente se caldea, la alegría se apodera de los asistentes.

El último número es un número de contorsionismo. Una muchacha vestida de rojo que, hasta aquel momento, pasaba los accesorios, salta encima de una mesa cuadrada sobre la que tres taburetes forman una pirámide. Se recorta sobre la sombra de las montañas, cuerpo rojo vivo iluminado por la luz blanca de las lámparas. En el cielo, el disco lleno de la luna, un instante antes oscuro, se ha tornado naranja.

Hace primero una figura de faisán de pie, apretando suavemente una pierna entre sus brazos y levantando bien alta la cabeza. La gente aplaude. Luego abre resueltamente las piernas en horizontal y se sienta sobre un taburete, sin hacerlo moverse ni un ápice. La gente la aclama. Por último, separa aún más las piernas y se arquea hacia atrás, sacando su pubis. La gente contiene el aliento. Su cabeza reaparece lentamente entre sus muslos, como un monstruo. La jovencita aprieta entre sus piernas su cabeza de la que le cuelga una larga trenza. Pone sus negros y redondos ojos como platos, llenos de tristeza, como si contemplara un mundo desconocido. Luego coge con ambas manos su pequeño rostro infantil. Diríase una extraña araña roja de forma humana, que escrutase a la multitud. La gente, que se apresta a aplaudir, suspende el gesto. Ella se apoya sobre las manos, levanta las piernas y se pone a girar sobre una sola mano; a través de su vestido rojo se dibujan muy claramente sus pezones. Se oye la respiración de los espectadores y se desprende un olor a sudor. A un niño que iba a hablar se lo impide un cachete que le propina la mujer que le sostiene en brazos. La muchacha de rojo aprieta los dientes, su vientre sube y baja lentamente, su rostro reluce de humedad. Se contorsiona hasta perder su figura humana, bajo este claro de luna, en la sombra profunda de estas montañas. Sólo sus finos labios y sus ojos negros brillantes expresan su sufrimiento. Y este sufrimiento atiza más el deseo cruel de los hombres.

Esta noche la gente está terriblemente excitada, como si corriera sangre de gallo por sus venas. Aunque sea va muy tarde, las casas permanecen casi todas iluminadas, y en sus interiores resuenan largamente voces y un ruido de objetos como si alguien se tropezara con ellos. También a mí me resulta imposible conciliar el sueño, mis pasos me conducen a la plaza vacía ahora. Las lámparas de petróleo han sido descolgadas y sólo persiste la claridad de la luna, límpida como el agua. No consigo hacerme a la idea de que a la sombra de estas montañas, solemne y profunda, se haya desarrollado un espectáculo donde la figura humana era deformada hasta tal punto, me pregunto si no ha sido un sueño.

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