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Tú dices que has terminado de contar tu historia, como si fuera el veneno de la serpiente qi, excepción hecha de la vulgaridad y la fealdad. Es preferible para ti escuchar historias de mujeres o historias que las mujeres cuentan a los hombres.

Ella dice que no sabe contar historias, que no es como tú que puedes hablar a tontas y a locas. Lo que ella desea es la verdad, una verdad sin afeites.

La verdad de las mujeres.

¿Por qué la verdad de las mujeres?

Porque la verdad de los hombres no es la de las mujeres.

Eres cada vez más extraño.

¿Por qué?

Porque has conseguido lo que querías y a vosotros, los hombres, todo lo que conseguís os deja de interesar.

Pues bien, ¿reconoces también que, aparte del mundo de los hombres, existe el mundo de las mujeres?

No hables de mujeres conmigo.

¿De qué, entonces?

Habla de tu infancia, habla de ti.

Ella no quiere ya escuchar tus historias, quiere conocer tu pasado, tu infancia, a tu madre, a tu viejo abuelo, incluso los detalles más ínfimos, tus recuerdos cuando estabas aún en la cuna, quiere saberlo todo sobre ti, sobre tus sentimientos más secretos. Tú dices que ya lo has olvidado todo. Pues ella quiere precisamente ayudarte a recuperar tus recuerdos, a recordar los hechos y las gentes que tú has olvidado, quiere callejear contigo en tu memoria, penetrar en lo más recóndito de tu alma, revivir contigo tu vida pasada.

Tú dices que lo que ella quiere es poseer tu alma. Ella responde que eso es, no quiere poseer sólo tu cuerpo, te quiere todo entero, por medio de tu voz quiere entrar en tu memoria, hacer suyos tus recuerdos, penetrar en los entresijos de tu alma, jugar con tu imaginación, quiere convertirse en tu alma.

Eres una verdadera hechicera, dices tú. Ella dice que eso es, que quiere convertirse en tus prolongaciones nerviosas, quiere que tú te sirvas de sus dedos para tocar, de sus ojos para ver, que construyas con ella sueños, que subáis juntos a la Montaña del Alma, quiere contemplar tu entera alma desde la cumbre de esa montaña, incluidos por supuesto los más recónditos entresijos de tu ser, los secretos más inconfesables. Con crueldad, dice que incluso no debes esconderle tus pecados, quiere verlo todo a la luz del día.

Tú le preguntas si ella quiere también que te confieses. Ah, no es necesario ponerse tan serio, eres tú quien lo ha querido, ¿no es acaso la fuerza del amor?, te pregunta.

Tú dices que no puedes oponerle resistencia, le preguntas por dónde empezar. Ella te dice que cuentes lo que quieras con la sola condición de que hables de ti mismo.

Tú dices que cuando eras pequeño conociste a un echador de buenaventura, pero que no te acuerdas ya exactamente si fue tu madre o tu abuela materna la que te llevó a verle.

Eso no tiene importancia, dice ella.

De lo que sí te acuerdas muy claramente es de que ese echador de buenaventura tenía unas uñas muy largas y que utilizó unas piezas de ajedrez de latón para disponer los ocho caracteres correspondientes a tu nacimiento. Las colocó sobre el tablero de los ocho trigramas e hizo girar la brújula. Le preguntas si ella ha oído hablar de lo que se conoce como el Arte de la Osa Mayor. Se trata de una técnica de numerología muy complicada que permite adivinar el futuro, la vida y la muerte de los hombres. Tú dices que, cuando él colocaba las piezas de ajedrez de latón, hacía sonar sus uñas sobre el tablero de una manera espantosa mientras iba murmurando imprecaciones, unos «papakaka, papakaka», y acto seguido declaró que el niño pasaría en su vida por numerosas dificultades, que sus padres de una vida anterior querían que volviera con ellos, que iba ser muy difícil criarlo; pues ¡las deudas acumuladas eran cuantiosas! Tu madre, o quizá tu abuela materna, preguntó cómo podía conjurarse el maleficio. El dijo que el niño debía romper su imagen para que los fantasmas de los hombres víctimas de injusticias no pudieran reconocerle cuando vinieran en busca de su alma. Tu abuela aprovechó la oportunidad de que tu madre no estaba en casa, te acuerdas muy bien de que fue ella, para perforarte la oreja. Te frotó el lóbulo con una judía mungo, luego te lo masajeó con sal afirmando que eso no hacía daño. A fuerza de frotar, el lóbulo se hinchó y te picaba cada vez más, pero antes de que ella tuviera tiempo de perforarlo con una aguja, volvió tu madre y se puso a discutir con ella. La abuela lo dejó estar rezongando, mientras que tú, en aquella época, no tenías una opinión formada al respecto.

Le preguntas qué más quiere oír. Tú dices que tu infancia no fue una infancia desdichada, que no te privaste de coger el bastón de tu abuelo para ayudarte con él a hacer navegar un barreño en las aguas de las callejuelas después de la tormenta. También recuerdas que en verano, tumbado en la cama de bambú, contabas las estrellas por el tragaluz del techo y que buscabas una para hacer tu propia constelación. Asimismo recuerdas que a mediodía, el día de la fiesta de los Dragones, tu madre te cogió y te untó las orejas con rejalgar mezclado con alcohol, luego quiso trazar sobre tu cabeza el carácter wang, el rey. La gente decía que en verano eso prevenía de la sarna y de los furúnculos. Temiendo estar feo, te debatiste y saliste huyendo antes de que tu madre hubiera terminado su inscripción. Ahora, ella hace ya mucho tiempo que ha abandonado este mundo.

Ella dice que su madre también murió, en la Escuela de Mandos del 7 de Mayo. Había tenido que partir al campo, a pesar de su enfermedad. En esa época, toda la ciudad estaba en pie de guerra, presta a ser evacuada. Se decía que los soviéticos iban a atacar. ¡Oh!, dice ella, también ella huyó, el andén de la estación estaba lleno de centinelas, no sólo de soldados con dos insignias rojas en el cuello, sino también de milicianos que llevaban uniformes militares con un brazalete rojo. En el andén, llevaban bajo escolta a un grupo de detenidos de los campos de trabajo. Como unos mendigos cubiertos de harapos, ancianos, hombres y mujeres, cada uno de ellos con un hato de mantas, un cubilete y un cuenco en la mano, cantaban a voz en grito: «Reconocer los propios yerros, humildemente, es cosa de sabios, negarse a la enmienda es contumacia». Dice que en aquella época no tenía más que ocho años, que se deshizo tontamente en lágrimas, sin razón aparente, y que se negó en redondo a subir al tren. Tirada en el suelo, gemía para volver a su casa. Su mamá trató de consolarla, le dijo que el campo era más divertido que la ciudad, que los refugios antiaéreos eran demasiado húmedos, que si tenía que seguir excavando refugios se deslomaría, que para eso era preferible irse al campo, que allí el aire era más puro, que ella no tendría que masajearle la espalda todas las noches. Y es cierto que en la Escuela de Mandos ella estaba todo el día con su madre. Cuando los adultos se instruían en política recitando las citas del presidente Mao y leyendo los editoriales de los periódicos -había tantos en esa época-, ella podía quedarse entre sus brazos. Cuando iban a los campos, les acompañaba y se quedaba jugando al lado de ellos. Cuando cortaban el arroz, les ayudaba a recoger las espigas. A todo el mundo le gustaba jugar con ella, fue el período más feliz de su vida. Le encantaba la Escuela de Mandos, por más que hubiera visto al tío Liang ser sometido a una sesión de crítica. Arrojado debajo de su banco, apaleado hasta hacerle sangrar, perdió los incisivos. Cultivaban también sandías y, tan pronto como alguien empezaba una, enseguida la llamaba. Nunca más, en toda su vida, se había dado semejantes atracones de sandía.

Tú dices que también tú, por supuesto, te acuerdas de esa velada de Año Nuevo, el último año del bachillerato. Era la primera vez que bailabas con una chica, no parabas de pisarla, eras terriblemente tímido, pero ella te repetía que no tenía importancia. Estaba nevando aquella noche, los copos se fundían en tu rostro y, el camino de vuelta a casa después de la velada, lo hiciste a grandes zancadas para dar alcance a la chica con la que habías bailado y que iba por delante de ti…

¡No me hables de otras chicas!

Voy a hablarte del gato que había en mi casa y que era tan vago que ni tan siquiera cazaba ratones.

No me hables de gatos.

¿De qué, entonces?

Cuéntame si la viste, si viste a esa chica.

¿Qué chica?

La chica que se ahogó.

¿La joven instruida instalada en el campo? ¿La muchacha que se suicidó arrojándose al río?

No.

¿Cuál, entonces?

¡La que os atrajo diciendo que fuerais a daros un baño nocturno y a la que a continuación violasteis!

Tú dices que no estabas allí.

Ella dice que está segura de que estabas.

¡Tú afirmas que puedes jurarlo!

Pues bien, sin duda la tocaste.

¿Cuándo?

Debajo del puente, por la noche, tú también la tocaste, ¡todos los chicos sois igual de malos!

Tú dices que en esa época eras todavía un crío, que no te habrías atrevido.

Por lo menos la miraste.

Por supuesto que la miré, no era de una belleza nada corriente, era realmente atractiva.

No la miraste de manera inocente, miraste su cuerpo.

Tú dices que sólo pensaste en ello.

Eso es mentira, seguro que lo hiciste.

Es imposible.

¡Claro que es posible! Eres capaz de todo, ibas a menudo a su casa.

Pues bien, ¿y qué, qué pasó en su casa?

¡En su habitación! Ella dice que le arremangaste la ropa.

¿Cómo?

Ella estaba de pie, apoyada contra la pared.

Tú dices que fue ella la que se arremangó la ropa.

¿Así?, dice ella.

Un poco más arriba, dices tú.

¿No llevaba nada debajo? ¿Ni siquiera sujetador?

Sus pechos acababan de despuntarle. Por supuesto que se alzaban, pero tenía los pezones aún encogidos.

¡No me hables más de ello!

Tú dices que ha sido ella la que ha querido que hablaras.

Ella no quería que hablaras de eso, no quiere seguir escuchando más.

¿Qué quieres que te diga, entonces?

Lo que tú quieras, pero no me hables más de mujeres.

Le preguntas qué le pasa.

No es a ella a la que amas.

¿Cómo puedes decir eso?, preguntas tú.

Cuando hiciste el amor con ella, pensabas en alguna otra.

¡Eso no es cierto! Esta afirmación no tiene ningún fundamento.

Ella dice que no quiere seguir escuchándote, que no quiere saber nada.

Perdóname, la interrumpes tú.

No debes decir nada más.

Tú dices que en ese caso, eres tú quien la escuchas.

Tú nunca la has escuchado.

Tú le preguntas expresamente si siempre comía sandía en la Escuela de Mandos.

Eres un verdadero zopenco.

Le suplicas que continúe, le prometes que no la interrumpirás más.

Ella dice que no tiene nada más que decir.

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