Al abandonar el distrito de Fang, más al norte, penetro en el distrito de Shennongjia. Es actualmente el lugar donde más se habla del hombre salvaje. Según los Anales de la prefectura de Yunyang, * en estos bosques que se extienden unos ochocientos lis de norte a sur, no hay más que «aullidos de tigres en pleno día e incesantes chillidos de monos», prueba del aislamiento del lugar. No he venido en absoluto para indagar sobre el hombre salvaje, sino más bien para ver si el bosque virgen existe todavía. No es tampoco ningún sentimiento de misión el que me anima esta vez, aun cuando no ha desaparecido completamente de mí. Este sentimiento me oprime, me impide vivir de forma natural. De hecho, puesto que descendía de las altas mesetas del curso superior del Yangtsé, no podía dejar de lado esta región. No tener una meta es también una meta, y el hecho de buscar es también un objetivo, cualquiera que sea el objeto de la búsqueda. Y la vida misma no tiene, en principio, ninguna finalidad, basta con seguir adelante, eso es todo.
La lluvia cae a mares durante toda la noche y al amanecer continúa en una fina llovizna. De cada lado de la carretera principal, no hay ningún bosque digno de tal nombre, nada más que zarzales y kiwis. En los ríos y riachuelos corre un agua amarillenta. Llego a las once de la mañana a la cabeza de distrito y me dirijo al centro de acogida de la oficina forestal en busca de un vehículo que pueda llevarme al bosque. Me encuentro con una asamblea de mandos de tres niveles jerárquicos distintos. No consigo enterarme de qué grados jerárquicos se trata, pero todos ellos trabajan en la explotación forestal.
A la hora de la comida, un jefe de sección encargado de la acogida, al saber que soy un escritor de Pekín, me invita a reunirme con ellos y me hace tomar asiento al lado del conductor que debe de llevarme esa misma tarde. Me invita a brindar.
– ¡No se puede beber sin tener un escritor a la mesa! -exclama con gentileza y jovialidad.
Se mandan al coleto cuencos enteros de aguardiente de arroz, y los rostros enrojecen. No puedo decepcionarles y bebo con ellos. Al final de la comida, acabo con la cabeza que me da vueltas y mi conductor no puede ya conducir.
Los participantes en la reunión prosiguen sus trabajos por la tarde, pero el conductor me abre una habitación de huéspedes donde cada uno ocupamos una cama para descabezar un sueño hasta la noche.
En la cena se sirve lo que ha quedado de mediodía y aguardiente. Borracho de nuevo, no me queda más remedio que pasar la noche en el centro de acogida. El conductor viene a avisarme de que en la montaña, las aguas han inundado las carreteras, y no sabe si será posible salir al día siguiente. Está encantado de poder tomarse un descanso.
Durante la velada, el jefe de sección viene a charlar conmigo. Quiere saber lo que se come en la capital. ¿Cuáles son los primeros platos que se sirven? ¿Y cuáles a continuación? Me dice que conoció a alguien que visitó el Palacio Imperial en Pekín y que le contó que se mataban cien patos para preparar un solo plato para la emperatriz Ci Xi. ¿Es eso cierto? Y el lugar donde vivió el presidente Mao, ¿puede visitarse? ¿Acaso he visto yo su viejo pijama apedazado que mostraron por televisión? Aprovecho para preguntarle sobre las historias que circulan por aquí.
Me cuenta que, antes de la liberación, este perdido rincón estaba muy poco poblado: una familia de leñadores en Nanhe, otra en Douhe. La madera era evacuada por el río. El volumen de madera vendida al exterior no alcanzaba ciento cincuenta metros cúbicos por año. De aquí a Shennongjia, no se contaban más de tres hogares. Antes de 1960, el bosque apenas había sufrido daños, pero poco después se construyó una gran carretera y las cosas cambiaron. Hoy en día era preciso entregar cincuenta mil metros cúbicos de madera anuales, la producción se ha intensificado y la gente ha llegado en masa. Antes, a la primera tormenta de primavera, aparecían peces en las pozas de la montaña y se interceptaba la corriente con bambúes para llenar cestos enteros de ellos. Hoy en día ni siquiera se puede comer ya pescado.
También le pregunto por la historia del distrito, él se quita los zapatos y se sienta con las piernas cruzadas sobre la cama:
– ¡Si se quiere hablar de historia, hay que remontarse lejos! Muy cerca de aquí, los arqueólogos han encontrado dientes de pitecántropo.
Viendo que los viejos monos no me interesan en absoluto, se pone a hablar del hombre salvaje.
– Si te lo encuentras, puede cogerte por los hombros y sacudirte para hacerte volver la cabeza, luego se larga lanzando una carcajada.
Pienso que esto ha debido de leerlo en algún libro antiguo.
– ¿Ha visto usted al hombre salvaje?
– Más vale no haberlo visto. Es más alto que un hombre, mide más de dos metros, cubierto de pelos rojizos y con unos largos cabellos. Cuando la gente habla de él, nadie tiene miedo, pero si uno lo ve de veras resulta aterrador. Sin embargo, no hace daño a nadie. Si no se le hiere, puede lanzar incluso gritos indistintos, y si ve sobre todo a una mujer muestra una sonrisa de oreja a oreja.
Todo esto lo ha oído decir. Aunque estuviera hablando varios miles de años, no diría nada nuevo. Prefiero interrumpirle:
– ¿Hay alguien que lo haya visto entre los empleados y los trabajadores de aquí?
– Por supuesto. El presidente del comité revolucionario de la localidad de Songbai, un día que iba en jeep con otras personas, tuvo que pararse a causa de un hombre salvaje que les interceptaba la carretera. Se quedaron patidifusos y le vieron alejarse entre balanceos. Eran todos mandos de nuestra región, les conocemos bien.
– Si se trataba todavía del comité revolucionario, eso debe de hacer ya mucho tiempo que pasó. ¿Se le ha visto recientemente?
– Son muchos los que vienen a indagar sobre el hombre salvaje, varios centenares por año, y de todas partes además, de la Academia de las Ciencias de Pekín, profesores universitarios de Shanghai, comisarios políticos del ejército, y el último año hubo dos que vinieron de Hong Kong, un comerciante y un zapador de bomberos; no se les permitió el acceso.
– ¿Hay alguien que haya visto al hombre salvaje?
– ¡Por supuesto! Ese del que le he hablado, el comisario político del equipo de investigaciones sobre el hombre salvaje, era un militar y en su coche iban dos miembros de su guardia personal. Fue también una vez que había estado lloviendo toda la noche. La carretera estaba inundada y se había levantado una densa niebla. Se encontraron frente a frente con el hombre salvaje.
– ¿Le capturaron?
– La luz de los faros no iluminaba más que a dos o tres metros. Tiempo de echar mano a sus fusiles y bajar del coche, y él había ya escapado.
Decepcionado, meneo la cabeza.
– Recientemente ha sido fundada también ex profeso una Sociedad de Investigaciones sobre el hombre salvaje, dirigida personalmente por el antiguo jefe del departamento de propaganda del comité del Partido. Poseen fotos de huellas de pasos, cabellos y pelos.
– Eso lo he visto -digo yo- en una exposición probablemente montada por esta Sociedad. También he visto fotos ampliadas de huellas de pasos. Por otra parte, se ha publicado un volumen de documentos que incluye las menciones del hombre salvaje que se encuentran en los libros antiguos, así como reportajes extranjeros sobre el yeti y fotos de huellas de pasos gigantes. También contiene relatos de testigos oculares.
Quiero mostrarle que abundo en el mismo sentido de lo que él dice.
– He visto también la foto de un pie de hombre salvaje.
– ¿Cómo era? -pregunta inclinándose hacia mí.
– Como el de un panda, estaba disecado.
– Entonces, es falso -dice sacudiendo la cabeza-, el panda es el panda, un pie de hombre salvaje es más grande que el de un panda, más o menos como el de un hombre normal. ¿Por qué cree que le he hablado primero de los dientes de monos de antaño? En mi opinión, ¡el hombre salvaje es un pitecántropo que no ha evolucionado para convertirse en un hombre! ¿Qué piensa usted de ello?
– No estoy seguro -digo tras haber lanzado un bostezo, debido sin duda al aguardiente de arroz.
Él se despereza, bosteza a su vez, fatigado de haber pasado la jornada entre reuniones y banquetes.
Al día siguiente, continúan su reunión. Me veo obligado a descansar una jornada más, pues, según el conductor, la carretera no ha sido reparada. Me dirijo otra vez a ver al jefe de sección:
– No quisiera molestarle en medio de su reunión, pero ¿no habría un viejo mando que conociese la historia local? Me gustaría charlar con él.
Me indica un antiguo jefe de distrito de tiempos del Kuomintang, liberado de los campos de trabajo:
– Lo sabe todo, ese viejo. Es verdaderamente un intelectual. El grupo que ha sido creado recientemente para compilar los anales del distrito va a menudo a consultarle para que controle sus materiales de base.
Tras haberme informado de casa en casa, acabo dando con él en una callejuela húmeda y fangosa.
Se trata de un anciano delgado, de mirada penetrante. Me invita a sentarme en la estancia principal de su casa y, carraspeando, me invita a té y pipas de sandía. Está a todas luces muy inquieto, no comprende el motivo de mi visita.
Le explico que tengo intención de escribir una novela histórica sin ninguna relación con el período actual. He venido expresamente a verle para que él me aconseje. Aliviado, deja de carraspear y de agitarse, enciende un cigarrillo y, con la espalda recta como una i, se apoya contra el respaldo de una silla de madera. Comienza con aplomo:
– Bajo los Zhou del Oeste, este lugar formaba parte del país de Peng y, en la época de las Primaveras y Otoños, pertenecía al país de Chu; bajo los Reinos Combatientes se convirtió en un lugar estratégico que Qin y Chu se disputaban. A partir del momento en que se recrudeció la guerra, las gentes cayeron como moscas. Aunque eso sucediera hace mucho tiempo, el país quedó desierto después de que la población cruzara los pasos. De una población de tres mil hombres, no quedaron más que el diez por ciento. Además, desde la revuelta de los Turbantes Rojos, bajo los Yuan, los bandidos no han cesado de infestar la región.
No sé si considera a los Turbantes Rojos como unos bandidos.
– El poder de Li Zicheng en las postrimerías de los Ming no fue aniquilado hasta el año 2 de la era Kangxi. El primer año de Jiaqing, este lugar estaba totalmente controlado por la secta del Loto Blanco. Zhang Xianzhong y el ejército Nian también se apoderaron de él. Luego hubo el ejército Taiping y, durante la República, los bandidos mandarines, los bandoleros y los soldados en desbandada han sido muy numerosos.
– Así pues, ¿este lugar ha sido siempre una guarida de malhechores?
Ríe sin responder.
– Cada vez que se restablecía la paz, la población aumentaba con nuevos recién llegados. Se dice en los libros de historia que el rey Ping de Zhou recopiló aquí canciones folclóricas, lo cual viene a demostrar que debían de ser florecientes más de setecientos años antes de nuestra era.
– Esto es demasiado antiguo -le digo-. ¿Podría hablarme de hechos que haya vivido usted mismo? Por ejemplo, ¿qué clase de desórdenes causaban esos bandidos en la época de la República?
– Por lo que se refiere a los bandidos mandarines, puedo ponerle un ejemplo. Una división de unos dos mil hombres se amotinó. Violaron a varios centenares de mujeres y se llevaron consigo a más de doscientos rehenes, entre niños y adultos, con el fin de intercambiarlos por fusiles, municiones, algodón y lámparas. Entregada a su debido tiempo, una cabeza humana reportaba cada vez unos mil o dos mil yuanes de plata, pagaderos antes de determinado plazo. Había sido designada una persona para llevar el dinero a un lugar convenido. En caso de retraso, aunque sólo fuera de medio día, los niños apresados como rehenes eran ejecutados. Y, a veces, los que pagaban el rescate no recibían a cambio más que una oreja cortada. En cuanto a los facinerosos que no estaban organizados en bandas, se limitaban a coger el dinero y algunos objetos, dando muerte a quienes trataban de presentarles resistencia.
– ¿Y ha conocido períodos de paz y de prosperidad?
– ¿De paz y de prosperidad?… -Sacude la cabeza, reflexiona un poco-. Sí, los ha habido. En esa época, yo iba a la cabeza de distrito, para la feria del templo, el tercer día del tercer mes: calculo que debía de haber nueve escenarios de teatro con vigas pintadas y esculpidas, y una decena de compañías que se sucedían día y noche. Tras la revolución de 1911, durante el quinto año de la República, las escuelas de la cabeza de distrito pasaron a ser mixtas y se organizaba en ellas grandes encuentros deportivos, las deportistas femeninas corrían en pantalón corto. Tras el año 26 de la República, las costumbres volvieron a cambiar y, cada año, desde el primer día del año hasta el dieciséis del mes, se instalaban en el cruce de las calles vanas decenas de mesas de juego. En una noche, un gran hacendado perdió ciento ocho templos dedicados a las divinidades locales. ¡Imagínese lo que ello significa en campos y bosques! De burdeles había más de veinte. No tenían ningún letrero, pero lo eran realmente. La gente venía a ellos día y noche de varios cientos de lis a la redonda. A continuación, hubo la lucha entre los tres señores de la guerra, Chiang Kaichek, Feng Yuxiang y Yan Xishan, luego la guerra de resistencia durante la cual los japoneses lo volvieron a saquear todo. Por último, hubo el poder de las sociedades secretas que conoció su apogeo hasta que el Gobierno Popular tomó cartas en el asunto. A la sazón, de las ochocientas personas de la cabeza de distrito, la Banda Verde contaba con cuatrocientos adeptos. Su poder se infiltraba incluso en las clases altas, los secretarios de gobierno del distrito formaban parte de ella, y al nivel inferior controlaba también a los indigentes. Se entregaban a todo tipo de desmanes: raptar a mujeres, robar, vender a las viudas. También los ladrones debían prosternarse delante del Viejo Quinto. En las bodas y entierros de la gente rica, se presentaban a menudo ante la puerta cientos de mendigos mandados por el jefe, el Viejo Quinto. Y si no se les concedía algunos favores, no habrían podido desalojarlos ni a tiro limpio. Los miembros de la Banda Verde tenían una veintena de años, mientras que los de la Banda Roja eran algo mayores en edad, y eran por lo general ellos quienes mandaban a los bandidos.
– ¿Qué signos de reconocimiento tenían los miembros de las sociedades secretas para comunicarse entre sí?
Yo comenzaba a sentir interés por el asunto.
– Entre ellos, los miembros de la Banda Verde se hacían llamar Li, y con los demás Pan. Cuando se encontraban, se llamaban «hermano» y decían haciéndose un signo con la mano: «La boca está cerca de Pan, los dedos son unos tres».
Hace un círculo con el pulgar y el índice y abre los otros tres dedos.
– Éste era su signo de reconocimiento. Se llamaban unos a otros Viejo Quinto, Viejo Noveno, y las mujeres Cuarta Hermana, Séptima Hermana. Los que no eran de la misma generación se llamaban Padre e Hijo, Maestro o Maestra. Los de la Banda Roja se llamaban Señor entre ellos, los de la Banda Verde, Hermano Mayor. En las casas de té, les bastaba con sentarse y poner sobre la mesa su sombrero con el reborde vuelto para que de inmediato se les invitara a té y cigarrillos.
– ¿Fue también usted miembro de alguna banda? -pregunto prudentemente.
Toma un sorbo de té mientras ríe levemente.
– En aquella época, sin tener algunos contactos, era imposible convertirse en jefe de distrito.
Luego añade meneando la cabeza:
– Todo esto son cosas del pasado.
– ¿Cree usted que, durante la Revolución Cultural, las facciones se asemejaban un poco a esto?
– Se trataba de relaciones entre camaradas revolucionarios, no es comparable -replica con firmeza.
Se hace un frío silencio. Se levanta y vuelve a deshacerse en atenciones conmigo ofreciéndome té y pipas de sandía.
– A mí el Gobierno no me trató mal. Si no hubiera sido encarcelado, yo, un delincuente, habría tenido que presentarme delante de los movimientos de masas y tal vez no habría sobrevivido.
– Los períodos de gran paz son raros -digo yo.
– ¡Es la situación actual! Atravesamos un período en el que el país está en paz y el pueblo tranquilo, ¿o no? -me pregunta prudentemente.
– La gente tiene de comer y aguardiente para tomar.
– ¿Qué más se puede pedir?
– Es cierto.
– Yo mientras pueda leer, soy feliz. Uno no comienza a saber lo que es la felicidad hasta que no ha visto a la gente mezclarse en los asuntos ajenos -dice mirando al patio.
La llovizna se ha puesto a caer de nuevo.