Con dos amigos, me he paseado tres días por este lugar de agua. A merced de mi humor, he caminado decenas de lis, he hecho autostop, he tomado el barco. Mi llegada a esta ciudad no es sino pura casualidad.
Mi nuevo amigo es abogado. Conoce perfectamente los medios oficiales, las condiciones de vida y las costumbres de esta región. El estaba con su compañera, una joven con el dulce acento de Suzhou. No podía encontrar mejores guías. A sus ojos, un vagabundo como yo era un intelectual célebre. Acompañarme, afirmaban, era una maravillosa distracción. Tenían, cada uno por su parte, obligaciones familiares, pero como mi amigo gustaba de repetir: «En principio, el hombre es libre como el pájaro, ¿por qué no andar en busca de un poco de placer?».
Hacía sólo dos años que era abogado. Cuando se restableció esta profesión totalmente abandonada, aprobó el examen para hacerse abogado y presentó su baja en el trabajo, animado por un solo deseo: abrir su propio gabinete. Le gusta explicar que esta profesión es como la de los escritores, una profesión liberal, que permite defender a quien a uno le dé la gana sin dejar de mantener la reserva. Lamentablemente, no puede hacer nada por mí, pero dice que, un día u otro, cuando el sistema legislativo mejore, será inevitable que acuda a él si tengo que vérmelas con la justicia. Yo le he dicho que en realidad no tengo ningún asunto pendiente con la justicia porque, en primer lugar, no tengo ningún problema de dinero; en segundo lugar, nunca le he tocado un pelo a nadie; en tercer lugar, nunca he difamado a persona alguna; en cuarto lugar, nunca he robado ni cometido ninguna estafa; en quinto lugar, nunca me he dedicado al tráfico de drogas y, por último, en sexto lugar, nunca he violado a ninguna mujer. Por mi parte, no tengo ningún pleito que interponer, pero si plantean alguno contra mí, tengo la absoluta certeza de perderlo. Él ha agitado la mano: lo sabe, por supuesto, sólo lo decía por decir.
– No hay que echarle tanto jarabe de pico -ha dicho su amiga.
El la ha mirado frunciendo los ojos, luego se ha vuelto hacia mí.
– ¿No te parece verdaderamente bonita?
– No le hagas caso -me ha dicho ella-, les dice lo mismo a todas sus amigas…
– ¿Acaso no es cierto si digo que eres bonita?
Ella ha hecho ademán de levantar la mano para pegarle.
Me han invitado a cenar en un restaurante que da a la calle. Al final de la cena, a eso de las diez pasadas, han entrado cuatro jóvenes, cada uno ha pedido una gran jarra de aguardiente blanco y unos platos que llenaban toda la mesa. Tenían toda la pinta de querer estar bebiendo hasta entrada la noche.
En la calle, brillan las luces de los pequeños restaurantes y de las tiendas todavía abiertas. La localidad ha recobrado su animación de otro tiempo. En este atardecer, lo prioritario para nosotros es encontrar un hotel decente para asearnos, bebemos una tetera entera para disipar el cansancio, relajarnos y seguir charlando, sentados en un sillón o bien echados en una cama.
El primer día nos hemos paseado por una vieja aldea que conserva unas mansiones de la dinastía Ming; hemos admirado el escenario de un viejo teatro, descubierto un antiguo templo cuyo arco hemos fotografiado, hemos descifrado viejas estelas, visitado a unos venerables ancianos. Hemos entrado también en unos templos recién construidos o remozados por unas aldeas que se han revalorizado, donde nos han echado las cartas. Y por la noche hemos dormido en una casa nueva, en las afueras de una aldea. Ha sido el propietario, un viejo soldado desmovilizado, quien nos ha invitado. Tras la cena, nos ha hecho compañía contándonos sus acciones heroicas durante la represión de una banda de malhechores, pero también historias de bandoleros que vivían antaño en esta región. Por último, viendo nuestro cansancio, nos ha instalado sobre un suelo sucio provisto de paja fresca de arroz, y nos ha dado algunas mantas recomendándonos que tuviéramos cuidado con el fuego si encendíamos la lámpara de petróleo. Pero no ha habido posibilidad de encenderla porque él mismo se la ha llevado a la planta baja. Mis dos compañeros han seguido charlando un momento en la oscuridad, pero a mí enseguida me ha vencido el sueño.
La noche siguiente, con el cielo tachonado de estrellas, llegamos a una localidad donde llamamos a la puerta de una posada. Había allí un anciano que estaba de guardia, y ningún cliente. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y cada uno ha elegido una para sí. Mi amigo el abogado ha venido a continuación a la mía para charlar, luego su compañera ha manifestado por su parte que tenía miedo de quedarse sola. Se ha metido bajo las mantas de la cama vacía y ha seguido nuestra conversación.
Él conoce toda una serie de historias extraordinarias, muy distintas de las del soldado retirado. Su trabajo de abogado le ha permitido leer toda clase de archivos, declaraciones o expedientes. Ha tenido contacto directo incluso con criminales y los describe de manera vivísima, sobre todo a aquellos implicados en crímenes sexuales. Su amiga, aovillada como un gato bajo las mantas, preguntaba sin cesar: «¿Es eso cierto?».
– ¡Por supuesto que es cierto! Yo mismo he interrogado incluso a muchos culpables. Hace dos años, cuando se llevó a cabo una campaña contra los vagabundos sospechosos de crímenes, fueron detenidos ochocientos en el mismo distrito. En su mayoría no eran más que enamorados no correspondidos a los que no se podía imponer más que penas mínimas. Los que podían ser condenados a la pena capital eran menos numerosos todavía. Sin embargo, varias decenas de ellos fueron fusilados por una orden llegada de arriba, lo cual puso en aprietos a algunos mandos de la seguridad pública más conscientes que los demás.
– ¿Abogaste por ellos? -le he preguntado.
– ¿Y de qué hubiera servido? Esta lucha contra la criminalidad era una ofensiva de un movimiento político, resultaba imposible atajarlo.
Se ha sentado en la cama, con un pitillo en los labios.
– Cuenta la historia de la gente que bailaba desnuda -le ha sugerido su amiga.
– En un barrio de las afueras había un silo en desuso, debido al hecho de que los campos han sido devueltos a los campesinos y la gente almacena en sus casas sus reservas de trigo. Todos los sábados, a partir de la caída de la noche, una pandilla de chicos del pueblo se dirigían allí para bailar, con un radiocasete y una chavala en el sillín de su bici o de su moto. La puerta estaba vigilada, la entrada prohibida a los campesinos de ese perdido lugar. Situadas muy alto, las ventanas no permitían ver el interior. Movido por la curiosidad, un aldeano acabó subiéndose a una escalera, pero aquello estaba demasiado oscuro para que pudiera verse nada. No se oía más que música. Pese a todo, dio aviso a la policía, que realizó una inspección y detuvo a más de un centenar de jóvenes, que en su mayoría no tenían más de veinte años, hijos de los mandos locales, jóvenes trabajadores, jóvenes comerciantes y vendedores, jóvenes desocupados. También había alumnos de instituto, aún adolescentes. Cierto número de ellos fue condenado, algunos a penas de reeducación por el trabajo, y otros fueron fusilados.
– ¿Bailaban realmente desnudos?
– Algunos sí que lo hacían, pero la mayor parte se entregaban a simples tocamientos. Por supuesto, otros hacían también el amor. Una muchacha, de apenas veinte años, declaró haber sido poseída por más de doscientos tíos, como para volverse loca.
– ¿Cómo estaba segura del número? -ha seguido preguntando ella.
– Explicó que, totalmente alelada, se había dedicado simplemente a contarlos. Yo la vi, hablé con ella.
– ¿Y no le preguntaste cómo pudo llegar a ese extremo? -le he preguntado a mi vez.
– Ella declaró que ante todo la había movido la curiosidad. Antes de ir a dicho lugar no tenía ninguna experiencia sexual, pero, una vez abierta la espita, era imposible cerrarla, éstas fueron sus propias palabras.
– Era seguramente la pura verdad -dice ella, acurrucada bajo las mantas.
– ¿Cómo era? -le he preguntado yo.
– No te lo hubieras creído de haberla visto: muy normalita, con un físico incluso bastante corriente, inexpresiva, nada de fulana, con la cabeza rapada, imposible ver sus formas con su uniforme de prisionera, pero era pequeña, con una cara totalmente redonda. Es verdad que hablaba sin pelos en la lengua y respondió a todas las preguntas sin alterarse en ningún momento.
– Por supuesto… -ha dicho ella en voz baja.
– A continuación, fue ejecutada.
Hemos guardado silencio un buen rato antes de que yo siguiera preguntando:
– ¿Bajo qué acusación?
– ¿Acusación? -Parecía hacerse la pregunta a sí mismo-. Debía de ser «incitación al libertinaje», pues no había ido sola, sino que había llevado allí a otras chicas. Por supuesto, las otras corrieron la misma suerte que ella.
– La cuestión estribaba en saber si ella también había tratado de seducir y de incitar a la violación a otras personas -he dicho yo.
– No hubo violación propiamente dicha. Leí las declaraciones. La incitación a la violación es muy difícil de probar.
– En esas circunstancias… no resulta fácil de probar -ha añadido ella.
– ¿Y el móvil, entonces? ¿Qué intención tenía llevando a otras chicas allí? Tal vez fueron los chicos los que querían que lo hiciera o bien algunos debieron de darle dinero para hacerlo.
– Eso mismo le pregunté yo. Ella declaró que no lo había hecho más que con chicos que conocía, que había comido, bebido y se había divertido con ellos, que nadie le había dado ningún dinero, que tenía un trabajo, había recibido una educación y trabajaba en una farmacia o un dispensario donde estaba encargada de los medicamentos…
Ella ha espetado:
– Eso no tiene nada que ver con la educación. No era una prostituta, sino simplemente una enferma mental.
– ¿Qué tipo de enfermedad? -he preguntado yo.
– ¡Menuda pregunta para un escritor! Se sintió degradada y quiso que el resto de las chicas se envilecieran juntamente con ella.
– Sigo sin entenderlo.
– En realidad, lo has entendido perfectamente -ha replicado ella-. Todo el mundo sabe lo que es el deseo sexual, pero, como era muy desdichada sin duda porque amaba a algún hombre que no le correspondía, quería vengarse. Y contra lo primero que se vengó fue contra su propio cuerpo…
– ¿Y tú qué opinas de ello? -ha preguntado el abogado volviéndose hacia su amiga.
– ¡Si tuviera que caer tan bajo, primero te mataría!
– ¿Hasta este extremo llega tu crueldad? -ha replicado él.
– Todo el mundo tiene en sí un fondo de crueldad -he dicho yo.
– El problema consiste en saber si se debería aplicar o no la pena de muerte -ha añadido el abogado-. Pienso que, en principio, sólo los traficantes de drogas y los pirómanos son merecedores de la pena de muerte porque causan daño a la vida ajena.
– ¿Y la violación no es acaso un delito? -ha dicho ella incorporándose.
– Yo no he dicho tal cosa, pero pienso que la incitación al libertinaje no fue probada, pues ese tipo de delito implica siempre a dos personas.
– E incitar a la violación de las muchachas, ¿no es acaso un delito?
– Habría que ver lo que se entiende por muchacha: depende de si tiene menos de dieciocho años.
– ¿Por qué antes de los dieciocho años no puede haber deseo sexual?
– La ley debe fijar siempre límites.
– Paso de la ley.
– Pero la ley no pasa de ti.
– ¿Y qué tiene que ver conmigo? Yo no cometo ningún delito, siempre sois los hombres los que los cometéis.
Nos echamos a reír.
– ¿De qué te ríes? -dice ella dirigiéndose a él.
– Tú eres peor que la ley, ¿acaso te dedicas a controlar hasta la misma risa? -ha dicho él volviéndose hacia ella.
Sin preocuparle ir vestida sólo con ropa interior, se ha desperezado y le ha mirado fijamente:
– Pues bien, dímelo francamente, ¿has ido alguna vez de putas? ¡Dímelo!
– No.
– ¡Cuéntale la historia de la sopa de tallarines! A ver qué piensa él.
– ¿Por qué?, ¿qué tiene de especial? No era más que un cuenco de sopa de tallarines.
– ¿Quién sabe? -ha exclamado ella.
Como es natural, yo tenía ganas de saber más.
– ¿Qué historia es ésa?
– A las prostitutas no sólo les interesa el dinero, también tienen sentimientos.
– ¿Has dicho que la invitaste a tomar un cuenco de sopa de tallarines, sí o no? -le ha interrumpido ella.
– Sí, pero no nos fuimos a la cama.
Ella ha puesto cara de pocos amigos.
Él ha contado que era de noche, caía una llovizna en una calle desierta. Vio a una mujer de pie bajo una farola y él trató de llamar su atención. No pensaba que ella fuera a hacer un trecho de camino con él. Llegaron cerca de un puesto de venta de sopas, que estaba protegido por unos amplios paraguas de tela embreada. Ella dijo que le apetecía una sopa, y él no pudo comprar más que un cuenco, pues no llevaba dinero suficiente. No se acostó con ella, pero sabía que le hubiera seguido adonde él quisiese. Únicamente se sentaron sobre unas tuberías de cemento de canalización dejadas allí al borde de la carretera y estuvieron charlando, abrazados.
Ella me ha echado una mirada:
– ¿Era joven y bonita?
– Tendría unos veinte años, y con la nariz respingona.
– ¿Tan prudente eres?
– Tenía miedo de que no fuera limpia y que me contagiara alguna enfermedad.
– ¡Es típico de los hombres! -ha exclamado ella volviéndose a tumbar.
Ha explicado que sintió pena realmente de ella, iba poco abrigada, con las ropas mojadas, hacía frío bajo la lluvia.
– Esto me lo creo -he dicho yo-. Todo el mundo tiene su lado bueno y su lado malo. No seríamos si no seres humanos.
– Eso no entra dentro del ámbito legal -ha dicho él-. ¡Porque si la ley considerara el deseo sexual como un delito, en ese caso todos seríamos delincuentes!
Ella ha suspirado quedamente.
Al salir del restaurante, nos hemos ido hasta un puente de piedra sin encontrar hotel. Al final del puente, a orillas del río, brillaba un pequeño farol. Una vez acostumbrados a la oscuridad, hemos descubierto una barca, con un camarote de tela negra, alineada en la orilla de atraque del muelle.
Dos mujeres atraviesan el puente, han pasado cerca de nosotros.
– ¡Mira, ésas se dedican al oficio! -me ha susurrado al oído la amiga del abogado apretándome el brazo.
Yo me he vuelto, pues no había prestado atención, pero no he visto más que una nuca en la que relucía un pasador de plástico coloreado y un perfil. Ambas eran bajitas y gordas.
Mi amigo las ha mirado alejarse lentamente, hombro contra hombro.
– Les echan el anzuelo sobre todo a los barqueros.
– ¿Estás seguro? -Yo estaba asombrado de que pudieran ejercer su oficio tan abiertamente. Creía que no las había más que por los aledaños de las estaciones y de los puertos de las ciudades de cierta importancia.
– Se las reconoce a simple vista -ha dicho su amiga.
Las mujeres son perspicaces de nacimiento.
– Tienen un código cifrado que les permite cerrar tratos en las aldeas de los alrededores y, por la noche, se ganan así un dinero extra -me ha explicado él.
– Han visto que yo iba con vosotros, pero si hubierais estado solos seguro que os hubieran dirigido la palabra.
– Así pues, ¿hay un lugar donde ejercen su profesión, no van sólo a las aldeas? -he preguntado.
– Deben de tener una embarcación en los alrededores, pero pueden ir también a un hotel con su cliente.
– ¿Se practica este tipo de comercio abiertamente en los hoteles?
– Están conchabadas con algunos. ¿No te has encontrado ninguna alguna vez en tu camino?
He vuelto a pensar entonces en esa mujer que quería ir a Pekín para presentar una queja y que afirmaba no tener dinero para comprar su billete. Le di un yuan, pero tal vez fuese una prostituta.
– ¡Menuda investigación sociológica que estás llevando a cabo tú! Hoy en día se ve de todo.
No puedo sino reprochármelo, explicar que soy incapaz de realizar la menor investigación, que no soy más que un perro vagabundo que anda errante de aquí para allá. Se ríen con ganas.
– ¡Seguidme, os voy a hacer pasar un buen rato!
A él se le acababa de ocurrir una nueva idea. Exclama señalando al río:
– ¡Eh! ¿Hay alguien?
Y salta desde el borde del muelle a la barca con un camarote de tela negra.
– ¿Qué es lo que desean? -pregunta a bordo una voz ahogada.
– ¿Podemos hacer una salida nocturna con esta embarcación?
– ¿Para ir adonde?
– Al puerto de Xiaodangyang -responde mi amigo sin dudarlo un instante.
– ¿Cuánto estás dispuesto a pagar? -pregunta un hombre que sale con los brazos desnudos del camarote.
– ¿Cuánto quieres?
Y comienza el regateo. -Veinte yuanes.
– No, diez.
– Dieciocho.
– Diez.
– Entonces, quince.
– No, diez.
– Por diez yuanes no voy.
Y el hombre se vuelve a meter en el camarote. Se oye murmurar una voz de mujer.
Los tres nos miramos y negamos con la cabeza. Imposible aguantarse la risa.
– ¿Van sólo hasta el muelle de Xiaodangyang? -pregunta otra voz, varias embarcaciones más allá.
Mi amigo nos hace señal de que guardemos silencio y responde con fuerte voz:
– ¡Yo sólo voy hasta allí por diez yuanes! -Tiene aspecto de estar encantado.
– Esperen ustedes aquí, que ahora les recojo con mi barca.
Mi amigo conoce perfectamente el precio a pagar. Con la chaqueta echada sobre los hombros, aparece la silueta de un hombre maniobrando el bichero.
– Bien, ¿qué te parece? Nos ahorramos una noche de hotel. ¡A esto se le llama verdaderamente «ir a la deriva al claro de luna»! Lástima que no haya claro de luna. De todos modos, ni hablar de prescindir del aguardiente.
Le rogamos al barquero que aguarde un momento y corremos a comprar en una callejuela una botella de Daqu, una bolsita de habas hervidas y dos velas. Saltamos alegremente dentro de la embarcación.
El barquero es un anciano demacrado. Apartando la tela del camarote, vamos a tientas a sentarnos con las piernas cruzadas sobre la cubierta. Mi amigo quiere encender las velas con su mechero.
– No enciendan fuego en la barca -refunfuña el anciano.
– ¿Y eso por qué?
Imagino que existe algún tabú.
– Pueden pegar fuego a la tela.
– ¿Por qué cree que vamos a pegar fuego a la tela? -pregunta el abogado.
El viento apaga varías veces la llama de su mechero. Él aparta un poco la tela.
– Si le pegamos fuego, ya se lo reembolsaremos.
Su amiga se mete entre él y yo. Aún se está mejor así. Durante un instante, nos sentimos revivir.
– ¡Apaguen eso! -Soltando su bichero, el anciano se mete bajo la tela.
– ¡Qué le vamos a hacer si no podemos encenderlas! -digo yo-, aún se está mejor en plena oscuridad.
El abogado abre entonces la botella, separa las piernas e instala sobre la esterilla que recubre la cubierta la gran bolsa de habas hervidas. Nuestros rostros están cara a cara, nuestros pies acuñados unos contra otros. Nos pasamos la botella de aguardiente. Apoyada contra él, ella alarga a veces la mano para cogerla y tomar un trago. En el meandro del río, no se oyen más que el chapoteo de las olas y el bichero golpeando el agua.
– El tipo de antes se ha quedado sin negocio.
– Por cinco yuanes más, habría aceptado. No es gran cosa.
– ¡Lo justo para un cuenco de sopa de tallarines calientes!
Nos estamos volviendo unos asquerosos.
– Desde antiguo, esta aldea acuática es un lugar de libertinaje. ¿Quién podría prohibirlo? ¡Los chicos y chicas de aquí son todos muy vivalavirgen, pero a pesar de ello no se los puede matar a todos! Han vivido así durante generaciones -dice él en la oscuridad.
El cielo oscuro se abre por un instante y deja filtrar la claridad de las estrellas, para oscurecerse luego de nuevo. Detrás de la embarcación, resuenan el gluglú que provoca la espadilla en el agua y el dulce sonido de las olas que rompen contra la barca. Un frío viento refresca el aire y penetra por la tela que ha sido descorrida. Bajamos una cortina cortavientos hecha de bolsas de plástico.
Nos embarga el cansancio, los tres acurrucados en medio del estrecho camarote de la embarcación. El abogado y yo, aovillados a cada lado, y ella, que se aprieta entre nosotros dos. Las mujeres son así, tienen necesidad de calor.
En la penumbra, adivino los rizomas que se extienden detrás de los diques y, más allá, las marismas cubiertas de cañaverales. Después de muchas vueltas y revueltas, llegamos a una vía de agua que atraviesa unos tupidos cañaverales, allí podrían acabar con nosotros, ahogarnos sin dejar ni rastro. En realidad, somos tres contra uno y, aunque uno sea una mujer, no tenemos enfrente más que a un anciano, por lo que podemos dormir tranquilos. Ella se ha dado la vuelta ya y yo toco su espalda con mi talón. Coloca sus nalgas contra mi muslo, pero nadie presta atención a ello.
El mes de octubre, en este lugar de agua, es la estación de la recolección, y por todas partes se ve menear de senos y brillar húmedas miradas. Su cuerpo es atractivo, dan ganas de acercarse a ella y acariciarla. Acurrucada contra el pecho de mi amigo, siente sin duda el calor de mi cuerpo. Alarga una mano para posarla sobre mi pierna, como si quisiera consolarme un poco, ya por frivolidad, ya por gentileza. Entonces se oye un rugido, o más bien una queja profunda, que viene de la popa de la embarcación. Primero uno siente ganas de protestar, pero es imposible no escuchar. Una endecha desgarradora flota en la noche, al hilo del viento, a flor de agua. El anciano canta, canta tan tranquilo, completamente ensimismado, moderando su voz que surge de lo más profundo de su pecho; es como una queja largo tiempo contenida que se liberara de repente. Primero las palabras resultan inaudibles, luego, poco a poco, uno logra captarlas sin comprenderlas no obstante del todo, debido al dialecto que emplea, teñido de un fuerte acento campesino. Algo así como: «Tú, hermanita de diecisiete años, jovencita de dieciocho años… la suerte de tu cuñado has seguido… por todas partes… por todas partes… sin igual… la pequeña sirvienta… con el resplandor…». Una vez perdido el hilo, ya no se comprende nada.
Les he preguntado tocándoles la mano:
– ¿Lo oís? ¿Qué es lo que canta?
Sus cuerpos se rebullen, tampoco ellos duermen.
El abogado repliega sus piernas, se sienta y grita al barquero:
– Eh, buen hombre, ¿qué está cantando?
En un batir de alas, un ave espantada emprende el vuelo ululando por encima del camarote. Aparto un poco la tela, la embarcación se acerca a la orilla. En las aguas bajas del dique sobresalen unas matas negruzcas, tal vez alubias de soja. El anciano ya no canta, se ha levantado un viento fresco que ahuyenta el sueño. Me dirijo a él educadamente:
– Buen hombre, lo que canta usted es como una romanza, ¿no?
Él no dice nada, ocupado como está en timonear la espadilla. La barca avanza rápidamente.
– Tómese un descanso y beba con nosotros. ¡Y luego cántenos alguna cosa!
El abogado también se lo ha pedido.
El anciano guarda silencio y sigue maniobrando su espadilla.
– No tenga prisa, hombre, y venga a beber un trago y entre en calor, le daré dos billetes más si nos canta alguna cosa, ¿de acuerdo?
Como una piedra que cae en el agua, las palabras del abogado no encuentran ningún eco. Ya esté el barquero molesto o furioso, la embarcación sigue deslizándose por el agua. Y sólo nos mecen el ruido de los remolinos que hace la espadilla y unas olitas que golpean suavemente la borda de la barca.
– Durmamos -susurra la amiga del abogado.
Nos volvemos a acostar, un tanto decepcionados. El camarote parece más estrecho con nuestros tres cuerpos tumbados, apretados unos contra otros. Siento el calor de su cuerpo. Deseo o ternura, ella ha cogido mi mano y la cosa no pasa a mayores, nadie quiere estropear la misteriosa turbación de esta noche. Entre el abogado y ella, ni un ruido. Tan pronto como he sentido la dulzura y el calor de su cuerpo, he intentado reprimir la emoción que me embargaba, pero mi deseo reprimido no ha hecho sino acrecentarse y la noche ha recuperado su misteriosa turbación.
Al cabo de bastante rato, la endecha resuena de nuevo en la oscuridad, endecha de un alma en pena errante en la noche, abrumada, insatisfecha. Unas cenizas incandescentes relucen un instante en la oscuridad. Sólo queda el calor de los cuerpos y la flexibilidad de los contactos, mis dedos se han engarzado con los suyos, pero ninguno de nosotros ha proferido el menor sonido, nadie se atreve a turbar el silencio, cada uno contiene su respiración y escucha el rugir de la tempestad que sopla en sus venas. La voz cascada del anciano resuena de forma intermitente, le canta a los pechos perfumados de una mujer, a las piernas deseables de otra, pero ningún verso resulta comprensible del todo, imposible pescar más que unos fragmentos, él canta de manera confusa, tan sólo resultan perceptibles la brisa y el tacto, los versos se suceden, ninguno es repetido de principio a fin, pero se parecen casi todos ellos, flores y pistilos, los rostros se ruborizan, no lo hagas, raíces, raíces de loto, faldas de gasa flotando al viento, talle fino, el regusto amargo de los caquis, no amargo sino áspero, en las olas mil pares de ojos, en el cielo las libélulas, no, no, no se puede fiar uno…
El barquero bucea a todas luces en lo más profundo de su memoria para encontrar los sentimientos que darán expresividad a su lenguaje, un lenguaje que no tiene un sentido claro, que no transmite más que sensaciones intuitivas, atiza el deseo, y se infiltra en su canto, como una queja, como un suspiro. Al cabo de un buen rato se detiene, la mano que sostiene la mía se suelta al fin. Nadie se mueve.
El anciano tose, la barca cabecea ligeramente. Me siento para mirar fuera del camarote. La superficie del agua se ha vuelto más blanca, la barca atraviesa una localidad. Las casas se hacinan en la ribera, bajo la luz de los faroles las puertas están todas cerradas, no brilla luz alguna en las ventanas. En la popa, el anciano no cesa de toser, la barca cabecea cada vez más fuerte, se le oye orinar en el agua.