Unos repetidos tañidos de campana y unos redobles de tambor me sacan de mi sueño. No me acuerdo ya de dónde estoy. En medio de una completa oscuridad, termino por reconocer una ventana, me parece que con unos travesaños muy delgados. Para comprobar si estoy todavía soñando, me esfuerzo por levantar mis pesados párpados. Percibo por fin la luz fluorescente de mi reloj. Son las tres. Caigo en la cuenta de que la oración matinal ha comenzado y que estoy hospedado en un templo. Me levanto de golpe.
Cuando llego al patio, el tambor ha enmudecido. Únicamente la campana desgrana sus claros tañidos. Detrás de los árboles, el cielo está sombrío, el tintineo llega de la sala del Gran Tesoro oculta por unos altos muros. A tientas alcanzo la puerta de la galería que conduce al refectorio, pero ésta se halla cerrada. Me dirijo hacia el otro extremo de la galería, pero mis manos no tocan más que una pared de ladrillo. Estoy prisionero, encerrado en este patio rodeado por unos altos muros. Llamo varias veces en vano.
La víspera, había insistido en hospedarme en el monasterio Guoqing. Los monjes que quemaban incienso y distribuían las ofrendas me habían mirado como si dudaran de mi fervor. Yo me había quedado tercamente hasta el cierre de las puertas. Finalmente consultaron a su superior y me instalaron en este patio lateral, en la trasera del templo.
No quiero quedarme encerrado, quiero comprobar, sin infringir no obstante el ritual budista, si en este templo en activo desde hace más de mil años se conserva aún el ritual de la escuela del Tiantai. * Tras volver al patio, acabo divisando un hilo de luz que se filtra por una rendija de una esquina. A tientas, descubro una pequeña puerta que abro sin tener licencia para ello. Salta a la vista que se trata de un templo budista, no hay ningún lugar tabú.
Más allá de la pared-pantalla, una pequeña sala de oración iluminada por algunas velas ha sido invadida por las volutas de humo del incienso; delante del altar cuelga un paño de brocado morado bordado con una inscripción en grandes caracteres: «Súbitamente, el pebetero se calienta». Diríase una revelación. A fin de probar que mis intenciones son intachables y que no he venido a espiar los secretos de los monjes, me alumbro ostensiblemente con el candelero. En las cuatro paredes hay colgadas caligrafías antiguas: nunca hubiera creído que un templo pudiera abrigar una estancia tan refinada, tal vez sea la sala donde vive cotidianamente el Gran Maestro del dharma. Me siento un poco avergonzado por tener la osadía de penetrar en ella, pero ardo en deseos de comprobar si aún se conservan los manuscritos de los dos bonzos célebres de los Tang, Han Shan y Shi De. * Dejo el candelero y abandono la estancia en dirección a la campana.
Llego a otro patio, bordeado de celdas donde resplandecen también unas velas, probablemente los aposentos de los bonzos. De repente, un monje ataviado con una larga túnica negra pasa por detrás de mí. Sorprendido al principio, acabo comprendiendo que me indica el camino. Tras él recorro numerosas galerías. De golpe, desaparece. Incómodo, busco un sitio mejor iluminado. Me dispongo a cruzar el umbral de una puerta cuando, alzando la cabeza, descubro un Guardián de Buda, de unos cuatro o cinco metros de alto, blandiendo hacia mí su mazo de diamante, con los ojos abiertos de par en par de la cólera. Me quedo helado de terror.
Rápidamente, me alejo y sigo avanzando a tientas por un pasillo. Por una puerta en arco por la que se filtra una lucecita, desemboco por casualidad en el inmenso patio de delante de la sala del Gran Tesoro. Un dragón azul vigila en cada ángulo de su techo de dos lienzos que se elevan hacia el cielo y en cuyo centro brilla un espejo redondo. En la inmensidad de la noche que precede al alba, en medio de los viejos cipreses, esta aparición tiene algo de mágico.
En la alta terraza, detrás del enorme pebetero de bronce, centellean mil velas, el tañido grave de la campana hace vibrar los aires. Un bonzo con su larga túnica negra empuja un enorme cilindro de madera suspendido que va a golpear contra la gigantesca campana sin hacerla moverse ni un ápice: como si no la hiciera reaccionar más que en el fondo de la misma, el sonido sale del suelo de debajo de la campana, asciende hasta las vigas y los cabrios antes de dar la vuelta hacia el exterior del templo. Estoy totalmente hechizado.
Unos monjes encienden una tras otra dos hileras de velas colocadas delante de los dieciocho luohan, * luego instalan unas varillas de incienso en los pebeteros. Sus siluetas se funden en una masa negruzca uniforme que se desplaza como una sombra hasta delante de las esterillas, adornadas con diferentes motivos, donde cada uno toma sitio.
El tambor es percutido a continuación dos veces, dos redobles que revuelven las tripas. Alzado a la izquierda del templo, en un pedestal más alto que un hombre, sobrepasa en una cabeza al monje que lo golpea, encaramado sobre un escalón de la terraza. Es el único que no viste túnica negra, sino chaqueta, pantalones y unas sandalias de cáñamo. Levanta el brazo por encima de su cabeza.
Tata.
¡Peng! ¡Peng!
Y vuelta a empezar.
Ta ta.
En el momento en que el último son de la campana se disipa, el tambor reanuda sus redobles con renovado brío, haciendo retemblar el suelo bajo los pies. Al principio, se distingue cada redoble, pero el ritmo se acelera y no forman ya más que un tronido que hace vibrar el corazón en el pecho y la sangre en las venas. ¡Los golpes redoblan de intensidad, hasta dejarle a uno sin aliento, y, a los redobles precedentes, se superpone acto seguido un ritmo melódico claro, más agudo!
El que toca el tambor es un bonzo entrado en años, de cuerpo enteco. No utiliza mazo. Tan sólo se agita su nuca reluciente entre sus desnudos hombros. Se sirve asimismo de sus palmas, de sus dedos, de sus puños, de sus codos, de sus muñecas, de sus rodillas e incluso de los dedos de los pies para golpear, acariciar, rozar, tamborilear, aporrear sobre su tambor. Diríase una salamanquesa pegada con todo su cuerpo a la piel del instrumento.
En medio de este estruendo ensordecedor resuena de repente un son de campana tan sostenido que uno creería en un principio estar en un error, como un hilo invisible en el gélido viento, como el estridor de un grillo en plena noche de otoño. Pasa demasiado deprisa, es casi quejumbroso, pero se distingue a pesar de todo en medio del tumulto, tan claro que no cabe dudar de su existencia. Luego es el cascabeleo embelesador de los peces de madera de infinitas sonoridades, melancólicas, solitarias, claras, penetrantes, mezcladas a continuación con los sones vigorosos del bronce. Todo se funde posteriormente en una única e inmensa sinfonía.
Quiero saber de dónde proceden estos tañidos. Termino por descubrir al Venerable, de edad muy avanzada, erguido con una túnica raída totalmente apedazada, que sostiene en su mano izquierda una campanilla y una fina varita metálica en la derecha. Apenas roza la campanilla con su varita cuando el sonido se eleva y parece mezclarse con las volutas del humo de incienso. Cual una red de pescador desplegada, lo envuelve todo en su musicalidad, y nadie puede escapar a ella. La excitación y el asombro que me dominaban han desaparecido.
En los paneles colgados en la gran sala del templo puede leerse: «País de la serenidad» y «A vuestras anchas, humanos». Unas colgaduras descienden del techo. Entre ellas está Buda Tathagata, sentado con tal dignidad que, frente a él, uno pierde todo tipo de vanagloria, se siente en medio de una especie de benevolencia teñida de indiferencia, las preocupaciones de este mundo de polvo desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, el tiempo parece detenerse de repente.
No sé cuándo ha enmudecido la campana. El Venerable sigue agitando su campanilla, mientras sus apretados labios desgranan algunas plegarias indistintas, haciendo que sus demacradas mejillas y sus canas cejas se muevan. Bonzos de todas las estaturas recitan sus sutras al compás de los tañidos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez…, noventa y nueve bonzos siguen en fila al Venerable y dan vueltas diciendo sus oraciones en torno al Buda que se erige en el centro del templo. Me mezclo con ellos y, con las manos juntas, invoco el nombre de Buda Amithaba. Percibo también otro sonido muy nítido: es una voz que se eleva por encima de la masa sonora en el momento en que cada frase termina, queda aún un entusiasmo no apagado y un alma todavía atormentada.