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Un cantor yi me ha llevado a la montaña, detrás del lago Cao, a las aldeas de su etnia. Cuanto más se avanza, más redondeadas parecen las cumbres, más frondosos son los árboles, exhalando una especie de olor femenino primigenio.

De tez muy morena, nariz recta, ojos rasgados, las mujeres yi son soberbias. Muy raramente miran a un desconocido a la cara. Si uno se topa con ellas, en el recodo de un sendero de montaña, mantienen los ojos gachos y, sin decir una palabra, se detienen para ceder el paso.

Mi guía ha tarareado para mí algunas canciones populares yi, endechas rebosantes de tristeza, incluso las canciones de amor.

Si sales una noche de luna,

no enciendas la antorcha por el camino,

si enciendes la antorcha por el camino,

triste estará la luna.

En la estación que florece la colza,

no lleves la cesta para coger flores,

si llevas la cesta para coger flores,

triste se pondrá la colza.

Si quieres a una muchacha de verdad,

no dudes,

si dudas,

triste se pondrá la muchacha.

Me informa de que aún hoy en día los compromisos matrimoniales entre chicos y chicas yi son arreglados por los padres. Los jóvenes que quieren amarse libremente se ven a escondidas en la montaña. Si son descubiertos, son detenidos y ejecutados por sus propias familias.

Juntos picotean la tórtola y el pollo,

el pollo tiene un amo, no así la tórtola,

el amo del pollo ha venido en su busca,

sola se ha quedado la tórtola.

Juntos retozan la muchacha y el zagal,

la muchacha tiene un amo, no así el muchacho,

el amo de la muchacha ha venido en su busca,

solo se ha quedado el zagal.

Él no puede cantar estas canciones de amor en su casa, delante de su mujer y de sus hijos. Viene al centro de hospedaje donde estoy alojado y, a puerta cerrada, las canta con dulce voz en lengua yi a medida que las va traduciendo.

Vestido con una larga túnica, con el talle ceñido por un cinturón, tiene unos ojos tristes y las mejillas demacradas. El mismo ha traducido estas canciones al chino, en una lengua llena de sinceridad que brota de forma espontánea de su corazón. Es un poeta nato.

Pese a que no es mucho mayor que yo, afirma que ya es viejo. Para gran asombro mío, dice que no sirve ya para nada, pero que tiene dos hijos, una chica de doce años y un chico de dieciséis, y que tiene que trabajar duro por ellos. Más tarde, cuando he ido a su pueblo natal, una aldea de montaña, he podido comprobar que, en el corral de los animales anejo a su casa, cría dos cerdos. En el interior de la casa, el suelo es de tierra batida, y en la cama no hay más que una delgada manta raída de negruzco algodón. Su mujer está enferma. Salta a la vista que la vida es para él una pesada carga.

Es también él quien me lleva a ver a un bimo, un sacerdote yi. Entramos en una casa muy profunda y recorremos unos estrechos y sombríos pasillos antes de llegar a un pequeño patio lateral solitario, con una sola entrada. Él empuja la puerta del patio y llama. Al punto resuena una voz de hombre. Me dice que entre. En su interior, delante de una mesa al lado de la ventana, hay sentado un hombre ataviado con una larga túnica azul. Se levanta. Lleva también el talle ceñido por un cinturón y va tocado con un turbante negro.

El cantor me presenta en lengua yi, y acto seguido me explica que el hombre es originario de la región de Kele. Nació en el seno de una gran familia y le hicieron venir de su aldea para ocuparse de las ceremonias religiosas de las poblaciones yi de la cabeza de distrito. Tiene cincuenta y tres años. Sin pestañear, me mira fijamente con sus claros y penetrantes ojos. Tiene una mirada ausente. Por más que me mira fijamente, es a otro lugar adonde dirige su mirada, sin duda a otro mundo, un mundo de bosques, de montañas, de espíritus y de fantasmas.

Me siento en la mesa enfrente de él. El cantor explica la razón de mi venida. Está copiando un texto sagrado en lengua yi, a pincel, como un han. Cuando ha terminado de escuchar al cantor, menea la cabeza, mete su pincel dentro de un bote y cierra el tintero. Acto seguido instala bien alzado delante de él el texto sagrado, caligrafiado en un basto y grueso papel, lo abre por el comienzo de un capítulo y se pone de sopetón a salmodiar con fuerte voz.

Su voz resulta demasiado sonora para una estancia tan pequeña. Surge en una tonalidad pareja, muy sobreaguda, para modularse acto seguido entre la tercera y la quinta, transportándole a uno de golpe a las altas tierras de las altiplanicies.

En esta habitación oscura, a través de la ventana que tiene detrás de él, la luz del sol parece particularmente resplandeciente, y el suelo fangoso del patio, cegador. Un gallo alza la cabeza, como para escucharle, luego se pone de nuevo a picotear, cabizbajo, habituado a esta voz, como si la salmodia de los textos sagrados fuera para él algo habitual.

Pregunto a mi guía:

– ¿Qué canta?

Él me dice que son textos sagrados reservados para el gran recogimiento, tras la muerte de un hombre. Pero están escritos en antigua lengua yi y no comprende gran cosa de ellos. Yo me había informado con él sobre las costumbres de los yi en materia de casamientos y de duelos, y le había preguntado sobre todo si yo tendría ocasión de asistir a algún funeral como aquellos que me había contado. En nuestros días constituye un espectáculo más bien raro. Esta voz masculina, continua y modulada, que sube de la garganta del sacerdote, resuena en sus cavidades nasales y surge de su máscara, esta voz de viejo pero llena de vida evoca en mí la imagen de una procesión funeraria con unos personajes que tocan el tambor, que tañen el oboe, enarbolando banderolas y llevando estatuillas de duelo de papel. Las muchachas van montadas a caballo, los chicos llevan un fusil al hombro cuyas detonaciones resuenan a lo largo de todo el camino.

Veo también la casa del alma del difunto. Instalada sobre su féretro, está hecha de bambúes trenzados cubiertos de papeles de color. Un seto de ramas entrecruzadas lo rodea. En el lugar de las exequias, se consumen altas pilas de leña. Los allegados del difunto están sentados en corro en torno a uno de ellos; las llamas se elevan cada vez más alto, mientras resuenan en la noche las salmodias de los textos sagrados; la multitud corretea y salta, se percuten tambores y gongs y se hacen disparos al aire.

El hombre viene al mundo entre lloros y gritos, lo deja en medio de un gran estruendo. Así es la naturaleza humana.

Esta costumbre no es exclusiva de las aldeas de montaña de la etnia yi. Puede encontrarse en toda la vasta cuenca del Yangtsé, pero la mayor parte de la veces está cargada de una gran vulgaridad y ha perdido su significado original. En Fengdu, en Sichuan, una ciudad llamada la «ciudad de los fantasmas», el antiguo país de los hombres de Ba, he asistido a los funerales del padre del director de un gran establecimiento comercial de la cabeza de distrito. Sobre su ataúd, habían depositado una casa de papel para el alma del difunto. Delante de la puerta de su domicilio, había alineadas las innumerables bicicletas de las gentes venidas para presentar sus condolencias y, del otro lado, se amontonaban coronas de flores, hombres y caballos de papel. En la acera, tres compañías de trompetistas tocaban alternándose desde la mañana hasta la noche, pero ninguno de los allegados ni de los conocidos del difunto, que habían venido a llorarle, entonaron cantos de piedad filial o bailaron las danzas de duelo. Permanecían en el patio jugando a las cartas, apiñados en torno a unas mesas. Quise sacar una foto de estas costumbres modernas, pero el director cogió mi cámara y exigió ver mis documentos.

Por supuesto, todavía existen hombres que conocen los cantos de piedad filial. En la región de Jingzhou, en Jiangling, cuna de los hombres del país de Chu, se han perpetuado hasta nuestros días. Dichos cantos son cantados en el curso de una ceremonia mágica organizada por el sacerdote taoísta de la aldea. Se llama a eso «golpear la olla cantando». Una referencia escrita a ello pueden encontrarse en el Zhuangzi: * cuando Zhuangzi pierde a su mujer, se pone a cantar golpeando una olla, transformando sus funerales en un acontecimiento alegre gracias a ese sonoro canto.

Algunos especialistas actuales de la etnia yi han demostrado que el antepasado fundador de los Han, Fuxi, está relacionado con el tótem del tigre de los Yi, del que se encuentran vestigios un poco por todas partes en los países de Ba y de Chu. En los ladrillos de la dinastía de los Han descubiertos en Sichuan, la Reina Madre de Occidente está representada bajo el aspecto de una tigresa de rostro humano. Cuando estaba en la aldea del cantor yi, observé a dos niños que jugaban en el suelo, delante de un seto de mimbre trenzado. Iban tocados con sombreros de cabeza de tigre, bordados con hilo rojo, semejantes a los de los niños de las regiones de Sud-Jiangxi y de Sud-Anhui. En los emplazamientos antiguos de Wu y de Yue, en el curso inferior del Yangtsé, los hombres del Jiangsu y del Zhejiang, conocidos por su inteligencia y delicadeza, han conservado este temor hacia la tigresa. ¿Es una reminiscencia perdida en el inconsciente de hombres que adoraban unos tótemes de tigresa en la época de la sociedad matriarcal? Nadie lo sabe. La historia, al fin y al cabo, no es más que una densa niebla. Aquí, sólo la voz del sacerdote es perfectamente clara y nítida.

Le pregunto a mi guía si puede traducirme el sentido general de estos textos sagrados. Él dice que le indican al muerto el camino en las tinieblas. Hablan del dios del cielo, de los dioses de las cuatro direcciones, de los dioses de la montaña y del agua, y revelan el origen de los antepasados del difunto. El alma del muerto puede entonces retornar a su tierra natal siguiendo el camino que le es mostrado.

A continuación le pregunto al sacerdote cuántos fusiles había en la ceremonia más importante que él haya organizado. Hace memoria un instante y responde por mediación del cantor que su número era de más de cien. Pero que, para las exequias de un jefe de tribu, presenció ceremonias con mil doscientos fusiles. En aquel entonces tenía quince años y ayudaba a su padre, pues el sacerdocio se transmite de padres a hijos.

Con entusiasmo, un mando yi del distrito pone a mi disposición un pequeño jeep para llevarme a Yancang a visitar la gigantesca tumba, que se alza hacia el cielo, del antiguo rey de los yi. Se trata de una colina redondeada con la cima cóncava, de unos cincuenta metros de alto. En la época de la «revalorización de las tierras para la revolución», las gentes se volvieron como locas. Para hacer cal, se llevaron las tres hiladas de piedras funerarias que rodean la colina, desenterraron y rompieron las urnas, para sembrar luego maíz en este espacio despoblado. Actualmente, sólo unos pocos y desmedrados hierbajos, inclinados por el viento, crecen aún allí. Según los investigadores yi, las terrazas de los muertos del antiguo país de Ba, de las que contamos con un testimonio en los documentos chinos de los Anales del país de Huayang, se asemejan mucho a esta tumba que se alza hacia el cielo. Estaban consagradas al culto de los antepasados y destinadas a la observación del cielo.

Afirma que los antepasados de los yi son originarios de la región de Aba en el noroeste de Sichuan y que tienen antepasados comunes con los antiguos qiang. Ése es precisamente el lugar de nacimiento de Yu el Grande, descendiente de los qiang. Comparto, por consiguiente, su punto de vista. Los qiang y los yi están muy próximos por su color de piel, su rostro y su constitución física; puedo atestiguarlo dado que acabo de volver de esas regiones. Me da una palmada en la espalda para invitarme a tomar algo en su casa. Nos hemos hecho amigos. Le pregunto si es cierto que, entre los yi, hay que beber siempre aguardiente mezclado con sangre para sellar una amistad. Él asiente: hay que matar un gallo y mezclar su sangre con el aguardiente. Por lo que a él se refiere, ya la ha puesto en la olla, así que la tomaremos mientras comamos. Acaba de mandar a su hija a Pekín para que estudie allí. Me la recomienda con el ruego de que la tome bajo mi cuidado. Él ha escrito también un guión cinematográfico. Si pudiera ayudarle a encontrar un estudio de realización, sería capaz de desplazar allí a todo un regimiento de jinetes yi para que participasen en el rodaje. Intuyo que pertenece a la clase de los aristócratas propietarios de esclavos, los yi de piel oscura. No me desmiente. Me cuenta que el año pasado fue a los montes Daliang. Llegó a remontarse hasta la décima o incluso varias decenas de generaciones -ya no recuerdo- de antepasados de la rama que tiene en común con un mando local yi.

Le pregunto si, en la sociedad yi de otro tiempo, la jerarquía de los clanes era muy rigurosa. A un muchacho y una muchacha de un mismo clan que deseasen casarse o que tuvieran relaciones sexuales,- ¿se les mataba por ello? ¿Y ocurría lo mismo con los primos hermanos? Si un esclavo yi blanco mantenía relaciones sexuales con una aristócrata yi de piel oscura, ¿debía ser el muchacho condenado a muerte y la mujer obligada a suicidarse?

– Es exacto -dice él-, pero ¿acaso no ocurre lo mismo entre vosotros los han?

Tras pensarlo un poco, caigo en la cuenta de que lo que dice es cierto. He oído decir que las condenas al suicido podían ser ejecutadas bajo forma de ahorcamiento, envenenamiento, harakiri, ahogamiento, salto al vacío. Las penas de muerte consistían en el estrangulamiento, el apaleamiento, el ahogamiento con una piedra atada al cuerpo, la caída desde lo alto de una roca, el ser pasado a cuchillo y el fusilamiento. Le pregunto si puede confirmarlo.

– Más o menos, pero ¿no ocurre lo mismo entre vosotros los han?

Tras pensarlo un poco, confieso que tiene razón.

También quisiera saber si se practicaban torturas más crueles. El hecho de cortar los talones, por ejemplo, o de cortar los dedos y las orejas, sacar los ojos, reventar la pupila, agujerear la nariz.

– Sí, todo eso existió en el pasado, por supuesto, poco más o menos como durante la Revolución Cultural.

Tiene razón, ¿a qué viene tanto asombro por mi parte?

Cuenta que, en los montes Daliang, conoció a un antiguo oficial del Kuomintang que seguía presentándose como licenciado de tal promoción de no sé qué año de la Academia Militar de Huangpu y como coronel de no recuerdo qué regimiento del ejército nacionalista. Tras ser hecho prisionero y reducido a la esclavitud por el jefe de una tribu, se escapó, y posteriormente fue capturado de nuevo. Le llevaron a un mercado, encadenado de la clavícula, y vendido por cuarenta cartuchos de plata a otro amo. Con la llegada del Partido Comunista, su condición de antiguo esclavo le libró de toda persecución, pues nadie conocía su historia. Ahora, dado que vuelve a hablarse de una nueva alianza entre el Partido Comunista y el Kuomintang, se ha atrevido a contarla. Han querido nombrarle miembro de la Conferencia Consultiva del pueblo chino, pero él ha declinado el ofrecimiento. Cuenta ya setenta años y tiene cinco hijos, de los tiempos en que era esclavo. Su amo le proporcionó dos mujeres, que le dieron nueve hijos, cuatro de los cuales fallecieron. Vive todavía en las montañas y no tiene ningunas ganas de saber lo que ha sido de su primera mujer y de sus hijos. El mando me pregunta si escribo novelas. ¡Está dispuesto a ofrecerme esta historia gratis!

Tras la comida, cuando salgo de su casa, la callejuela está sumida en la oscuridad; el cielo se recorta entre dos hileras de tejados en un largo rectángulo gris oscuro. En un día de mercado, la calle estaría llena de yi con la cabeza tocada con turbantes y de miao con su pañuelo anudado a la cabeza, pero esa calle apenas se diferenciaría de cualquier otra del interior del país.

De camino al centro de acogida donde me hospedo, paso por delante de un cine. No sé si están proyectando alguna película. Un llamativo cartel, que representa a una mujer espléndida de turgente pecho, es iluminado por un proyector. En el título de la película debe figurar un nombre de mujer o la palabra amor. Es todavía pronto, no tengo ningunas ganas de volver a mi habitación con cuatro camas vacías. Vuelvo sobre mis pasos para ir a casa de un amigo que acabo de conocer. Ha estudiado arqueología en la universidad. No sé cómo llegó aquí y tampoco se lo he preguntado. Él me ha dicho simplemente de mala gana que no tenía el doctorado hecho.

Según su punto de vista, la etnia yi vive principalmente en la cuenca del Jinshajiang y de su afluente el Yagongjiang. Sus antepasados son los qiang, que fueron emigrando paulatinamente aquí al desaparecer el sistema esclavista de la llanura central de la época de los Shang y de los Zhou. En la época de los Reinos Combatientes, cuando el reino de Qin y el de Chu se batieron en el actual Guizhou, sus antepasados volvieron a emigrar hacia el Yunnan. Éste es un hecho atestiguado fehacientemente por el texto antiguo en lengua yi, los Anales yi del suroeste. Sin embargo, el año pasado, descubrió a orillas del lago Cao más de cien herramientas de piedra que datan del Paleolítico, y posteriormente, en el mismo lugar, unas herramientas del Neolítico cuyo pulimento se asemeja mucho al de las herramientas del emplazamiento de Hemudu en el curso inferior del Yangtsé. También han sido sacados a la luz vestigios de edificaciones que se asemejan a casas construidas sobre pilotes en el vecino distrito de Hezhang. Piensa, por ello, que en el Neolítico existía una relación entre el lugar donde nosotros estamos y la cultura de los antepasados de las tribus baiyue.

Cuando me ve llegar, saca de debajo de una camita de niño una cesta llena de piedras, creyendo que vengo a ver las herramientas que ha encontrado. Nos miramos riendo. Le digo:

– No he venido por las piedras.

– ¡Es cierto, las piedras no son lo prioritario, vamos, ven, ven!

Deja al punto la cesta detrás de la puerta y llama a su mujer:

– ¡Trae de beber!

Yo le digo que acabo de beber.

– ¡No te preocupes, si te emborrachas, puedes pasar la noche aquí!

Debe de ser del Sichuan. Al oír su manera de hablar, me siento próximo a él y adopto su acento. Su mujer prepara inmediatamente unos platos para acompañar un aguardiente con un aroma maravillosamente aterciopelado. Desbordante de entusiasmo, mi amigo se lanza a grandes discursos: sobre los fragmentos de fósiles de machairodm extraídos de las zonas pantanosas del lago Cao, que se venden como huesos de dragón; sobre los mandos locales capaces de reunirse una mañana entera para decidir la simple compra de un ábaco.

«Antes de comprarlo, conviene pasarlo un instante por el fuego para ver si las bolas son de cuerno de buey o bien de madera pintada.»

«¿Es auténtico o de imitación?»

Nos reímos los dos hasta quedarnos sin respiración. Nos duele la tripa, nadamos en plena euforia.

Cuando salgo de su casa, me parece tener los pies de una ligereza desacostumbrada, típica de las altiplanicies. Sé que he bebido justo lo necesario, sin pasarme. Más tarde, me acuerdo de que he olvidado coger de su cesta un hacha de piedra utilizada por los descendientes del hombre de Yuanmou. * Él había exclamado mientras me mostraba las piedras de la cesta colocada tras la puerta:

– ¡Coge tantas como quieras, son talismanes transmitidos de generación en generación!

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