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Salgo del centro de acogida de la reserva natural y regreso a casa del jefe de aldea jubilado, de la etnia qiang. En la puerta pende un gran candado. He ido ya tres veces sin poder encontrarle. Pienso que esta puerta que podría abrirme un mundo misterioso estará cerrada en adelante.

Me voy callejeando bajo una llovizna. No he caminado por un paisaje semejante de lluvia y de bruma desde hace años. Paso cerca del centro de asistencia médica cantonal de Wolong que parece abandonado; en el bosque, reina una perfecta calma tan sólo interrumpida en la lejanía por el ruido continuo y ensordecedor de un torrente. No sentía una despreocupación semejante desde hace mucho tiempo. Ya no tengo ninguna necesidad de pensar, dejo vagar mi espíritu. Ni sombra de hombre o de coche por la carretera principal, todo está verde, es primavera.

Al borde de la carretera, una gran casa solitaria y vacía. ¿Acaso se tratará de la guarida del cabecilla de los bandidos Song Guotai, de quien me habló ayer por la noche el comisario político de la reserva natural? Hace cuarenta años, únicamente un sendero de montaña que tomaban las caravanas pasaba por aquí. Hacia el norte, atravesaba los montes Balang a más de cinco mil metros de altitud y se adentraba en las regiones de etnia tibetana de las altiplanicies del Qinghai y del Tibet; hacia el sur, seguía el río Minjiang para adentrarse en la cuenca del Sichuan. Los contrabandistas que llegaban del sur cargados de opio y los que venían del norte cargados de sal tenían todos obedientemente que pechar aquí su tributo y considerar esto como un honor, puesto que a los que se rebelaban se les laceraba el rostro. Era entonces el viaje sin retorno a la morada del rey de los infiernos.

Es una vieja casa toda de madera; los dos pesados batientes de la puerta están abiertos de par en par y dan a un amplio patio yermo rodeado de edificios, con capacidad para albergar a toda una caravana de varias decenas de caballos. Pienso que, en aquella época, bastaba que la gran puerta estuviera cerrada y que los bandidos se mantuvieran armados con fusiles en los balcones de madera corridos de la parte superior de los edificios para que las caravanas que hacían noche allí cayeran en la trampa. Incluso en caso de tiroteo, el patio no tenía ningún ángulo muerto innacesible a las balas.

En el patio, dos escaleras. Subo, haciendo crujir los escalones. Avanzo con paso pesado, para indicar mi llegada, pero la planta superior está asimismo desierta. Empujo las puertas de estancias vacías, una tras otra, sin descubrir más que polvo y olor a moho. Sólo un pañuelo grisáceo colgado de un alambre y un zapato estropeado denotan que se ha vivido aquí, varios años antes sin duda. Desde que se creó una reserva natural, todos los organismos y el personal que ocupaban este caserón, como la cooperativa de abastecimiento y de venta, la central de compra de productos locales, el almacén de aceites y de cereales, el centro veterinario, han sido trasladados a la callejuela de un centenar de metros de largo construida por la oficina de gestión. Por lo que se refiere al centenar de hombres que se reunían en la primera planta de este caserón a las órdenes de Song Guotai, queda menos rastro aún, de ellos o de sus fusiles. En aquel tiempo, tumbados sobre esterillas de paja, fumaban opio mientras bromeaban con las mujeres que habían raptado. Durante el día, éstas tenían que prepararles la comida y, por la noche, yacer con ellos por turno. A veces, por un reparto de botín poco equitativo o por una de las muchachas, estallaba una disputa, que se solucionaba a tiro limpio. Pienso en la animación que debía de reinar sobre este suelo.

– Sólo su jefe Song Guotai era capaz de tenerles en un puño. Era célebre por su ferocidad y astucia.

El hombre que dice esto, el comisario político, resulta de lo más convincente cuando toma la palabra. Afirma que, en los cursillos, consigue arrancar lágrimas a los estudiantes durante sus charlas sobre la protección de los pandas o incluso sobre el patriotismo.

Cuenta que una de las mujeres raptadas por los bandidos, una combatiente del Ejército Rojo, todavía vive. En 1936, cuando la Larga Marcha pasó por la estepa Mao'ergai, un regimiento del Ejército Rojo cayó en una emboscada de los bandidos. Una decena de jóvenes lavanderas del Jiangxi fueron raptadas y violadas. La más joven tenía diecisiete o dieciocho años, y fue la única superviviente. Pasó por varias manos antes de ser comprada por un viejo montañés de la etnia qiang, que la tomó por esposa. Ella vive ahora en un valle de los alrededores. Todavía es capaz de enumerar los nombres de toda su compañía y de su unidad así como el nombre de su instructor, que actualmente es un alto funcionario. Suspirando profundamente, el comisario añade que, por supuesto, no puede contarles eso a los estudiantes, y acto seguido vuelve a hablar del jefe de los bandidos Song Guotai.

Al principio, dice, Song Guotai no era más que un traficante de poca monta que se dedicaba al tráfico de opio con un comerciante. Este último fue abatido por el cabecilla de los bandidos instalado aquí y Song Guotai se puso a las órdenes de este nuevo jefe. Tras mil peripecias, se convirtió en el hombre de confianza de su jefe y vivía en un pequeño patio trasero de la casa. Posteriormente, el pequeño patio fue destruido por los morteros del Ejército de Liberación, y ahora está invadido de árboles. Era en aquellos tiempos un verdadero pequeño Chongqing. * El viejo Chen, cabecilla de los bandidos, se entregaba día y noche al libertinaje en su antro lleno de concubinas. Song Guotai era el único hombre autorizado a servirle en el interior de la casa. Un buen día llegó una caravana de Ma'erkang, en realidad una cuadrilla de malhechores, que le echó el ojo a esta guarida ya acondicionada. Las dos bandas se batieron por espacio de dos días, causando bajas y heridos por ambos bandos sin que ninguno saliera vencedor ni vencido. Se negoció y selló la reconciliación frotándose la boca con la sangre de un animal. Entonces se abrió la gran puerta para recibir a los adversarios. Los bandidos se diseminaron por toda la casa, entregándose a la bebida y al juego. En realidad, se trataba de un ardid del viejo jefe que deseaba embriagar a sus enemigos. Asimismo ordenó a sus jóvenes mujeres descubrirse los pechos y revolotear, cual mariposas, entre las mesas. ¿Quién habría sido capaz de acabar con esta cuadrilla de malhechores? Todo el mundo bebió hasta la completa embriaguez. Únicamente los dos cabecillas permanecían sentados a la mesa. A una señal convenida por el viejo Chen, Song Guotai sirvió de beber. Pero en el momento en que escanciaba el vino, echó mano al revólver que el jefe adversario había dejado a su lado, y, en menos de lo que cuesta decirlo, descerrajó dos tiros, dando muerte al viejo Chen y a su enemigo, y acto seguido preguntó al resto de los bandidos: «¿Quién es el que se niega a someterse?». Los bandidos se miraron sin atreverse a decir esta boca es mía. Tras estos acontecimientos, Song Guotai se instaló en la pequeña corte del viejo Chen y todas las mujeres pasaron a su dominio.

Me cuenta esta historia con verdadero ardor. No debe de alardear cuando afirma arrancar lágrimas a los estudiantes durante sus charlas. Luego explica que, en 1950, los soldados de dos compañías rodearon de noche el edificio y el pequeño patio, y al alba, lanzaron un llamamiento para que los bandidos depusieran las armas y se rindieran. La gran puerta estaba bloqueada por el fuego de varias metralletas y no habría podido escapar nadie. Se hubiera dicho que había tomado parte personalmente en el combate.

– ¿Y después?

– Al principio opusieron resistencia, por supuesto, y el pequeño patio fue destruido con morteros. Los supervivientes arrojaron sus fusiles y se rindieron, pero no así Song Guotai. Los otros entraron a registrar el patio, pero no encontraron más que a algunas mujeres sumidas en el desconsuelo. Se cuenta que, en su habitación, un pasadizo secreto conducía a la montaña, pero nadie lo ha descubierto, y él desapareció. Ahora han pasado cuarenta años de todo aquello. Algunos afirman que sigue todavía con vida, otros que ha muerto, pero sin que exista prueba alguna de ello. No son más que suposiciones.

El se apoya en una silla de bejuco y prosigue enumerando con sus dedos:

– Existen tres hipótesis acerca de su suerte: una pretende que huyó a otra provincia en la que habría conseguido ser olvidado y que se habría hecho campesino. La segunda sería que murió en combate, pero que los bandidos no dijeron nada acerca de ello. Éstos tienen sus propias reglas. Son capaces de batirse entre sí con la mayor ferocidad, pero jamás se confiarán a la gente ajena. Tienen su propia ética -el espíritu caballeresco de las personas al margen de la ley-, pese a conservar una crueldad extrema. Los bandidos tienen también una doble personalidad. En cuanto a las mujeres, aunque hubieran sido raptadas, una vez caídas en esta guarida, pasaban a ser propiedad de la banda y no les traicionaban jamás, por más que tuvieran que soportar sus vejámenes.

Sacude la cabeza, no por incomprensión, sino más bien pensando tal vez en lo complejo de los seres humanos.

– Por supuesto, tampoco cabe excluir la tercera posibilidad: que habría huido a la montaña, sin poder salir de ella, y que se habría muerto de hambre.

– ¿Ha sucedido alguna vez que alguien se perdiera en la montaña y muriera en ella?

– ¡Ya lo creo! Y no tan sólo campesinos venidos de otras regiones para recoger plantas medicinales, sino también cazadores de la región que han muerto allí de agotamiento.

– ¿De veras? -Siento el más vivo interés por esta última afirmación.

– Hace un año, uno de ellos pasó más de diez días en la montaña sin regresar. Sus familiares avisaron al alcalde de la cabeza de cantón que vino a solicitar nuestra ayuda. Nos pusimos en contacto con la oficina de policía de la región forestal que dio suelta a un perro policía para buscarle. Le dieron a oler las prendas del hombre y él siguió su rastro. Finalmente, le encontraron muerto, atrapado en la quebradura de una roca.

– ¿Cómo es posible?

– Todo es posible. El pánico, la caza furtiva… La caza está formalmente prohibida en la zona protegida. También hubo un hombre que mató a su hermano pequeño.

– ¿Y por qué?

– Le confundió con un oso. Los dos hermanos ponían trampas en la montaña para cazar al almizclero. Eso da mucho dinero. Ahora, las trampas se han modernizado. Desatando los cables de los depósitos de madera de desmonte, se obtienen unos alambres que permiten poner en la montaña en un solo día varios cientos de trampas. El espacio es tan inmenso que resulta imposible vigilarlo enteramente y, ante su codicia, no hay nada que hacer. Estos dos hermanos pusieron un buen número de trampas en la montaña y luego se separaron. Si hemos de dar crédito a las supersticiones que corren por esta montaña, habrían sido víctimas de un hechizo. Estaban rodeando una cima y quiso la casualidad que se topasen de manos a boca. En medio de la densa niebla, el hermano mayor confundió a su hermano pequeño con un oso y lo abatió. Regresó a su casa en plena noche llevándose con él el fusil de su hermano. Dejó los dos fusiles apoyados contra la puerta de la tapia del chiquero de su casa para que su madre los viera cuando fuera a dar de comer a los animales de madrugada. Y sin entrar siquiera en su casa, regresó a la montaña, volvió a localizar el lugar donde su hermano había caído muerto y se cortó el gaznate.

Bajo del edificio vacío y me quedo un instante en este patio con capacidad para albergar a una caravana entera, y luego me dirijo hacia la carretera principal. Sigue sin haber ni coches ni paseantes. Contemplo la verde montaña perdida en medio de la bruma enfrente de mí. Se distingue una pronunciada bajada de madera de color grisáceo. El manto vegetal está ya totalmente destruido. En otro tiempo, antes de que la carretera llegara hasta aquí, las dos vertientes debían de estar cubiertas de frondosos bosques. Siempre he sentido ganas de ir al bosque primitivo, sin que sepa muy bien por qué me atrae tanto.

La llovizna no cesa de caer, cada vez más densa, formando una pantalla ligera que recubre las crestas montañosas, y difumina los vallecitos y barrancos. Una tormenta sorda e indistinta ruge tras las cumbres. Caigo en la cuenta de repente de que el ruido que más oigo es el del río que hay más abajo de la carretera. No cesa nunca, rugiendo en todo momento, con la misma corriente violenta. El río que desciende de las montañas nevadas para desembocar en el Minjiang discurre con una impetuosidad rebosante de una energía peligrosa y opresiva que los cursos de agua de las llanuras jamás poseen.

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