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¿Qué más se puede contar?

Tú hablas de esas ruinas invadidas de zarzales y azotadas por los violentos vientos de las cumbres, de las piedras quebradas, cubiertas de musgos y de líquenes, del gecko que trepa sobre una losa hendida.

Le dices que, en otro tiempo, resonaban aquí la campana de la mañana y el tambor del atardecer, que el humo del incienso remolineaba, que novecientos noventa y nueve bonzos vivían en las mil celdas que poseía el templo, que, en los días de nirvana, se realizaban suntuosas reuniones religiosas.

Cuentas que cuando los humos del incienso se elevaban del sinfín de pebeteros, los fieles acudían desde cien lis a la redonda para ver con sus propios ojos al viejo monje entrar en un estado de beatitud. Los peregrinos se apresuraban por los caminos a través de la floresta.

Cuentas que las salmodias de las sutras resonaban más allá de la gran puerta de la pagoda. No quedaba la menor esterilla disponible en todo el templo. Los últimos en llegar se arrodillaban en el mismo suelo y los que lo hacían más tarde aún tenían que esperar afuera. Y detrás de la masa de los fíeles que no lograban entrar se apretujaba también un gentío inmenso. Era una concentración excepcional.

Dices que no había un solo fiel que no quisiera obtener la gracia del viejo monje. Cada discípulo esperaba recoger su mensaje, pues, antes de entrar en beatitud, el gran maestro enseñaba el dharma. La sala de las sutras donde él estaba se hallaba en la planta baja del pabellón de las obras canónicas, a la izquierda del templo del Gran Tesoro.

Dices que en el patio, delante de esa sala, dos canelos en plena floración perfumaban el aire, el uno rojo y el otro blanco, y que el suelo estaba cubierto de esterillas desde la sala hasta el patio. Bajo el agradable sol del otoño, los bonzos esperaban sentados, con el corazón apaciguado, a que el viejo monje enseñara por última vez el dharma.

Dices que permanecía sentado con las piernas cruzadas sobre un estrado de madera de sándalo negro, tallado con unas flores de loto, que practicaba una purificación y una abstinencia totales desde hacía siete días y siete noches, sin comer ni beber, manteniendo los ojos cerrados, una larga túnica apedazada flotando sobre sus hombros. Delante del altar, en los pebeteros de cincelado bronce, se consumían unos pequeños leños de madera de sándalo blanco cuyo aroma se expandía por toda la sala. Estaba flanqueado por dos de sus discípulos y una decena de bonzos que habían recibido la tonsura de su propia mano aguardaban respetuosamente al pie del estrado. En la mano izquierda, retorcía un rosario y, en la derecha, sostenía una campanilla que golpeaba suavemente con un fino palillo de metal apretado entre los dedos. Como una ligera seda, el sonido de la campanilla emprendía el vuelo y flotaba entre las banderolas suspendidas en la sala.

Dices que los bonzos oyeron entonces su dulce voz: «Buda nos enseña que, para alcanzar la iluminación, no hay que conocer a Buda por su aspecto corporal; lo que se denomina la figura corporal de Buda son las figuras ilusorias de su cuerpo, las figuras que se ven no son su figura, sino la negación de su figura. Lo que os transmito es que hasta las mismas palabras de Buda no pueden ser aceptadas, y al mismo tiempo tienen que ser aceptadas, no pueden ser transmitidas, y lo que no puede ser transmitido no puede ser admitido, pero al mismo tiempo tiene que ser admitido, eso es lo que yo os transmito, y ésta es la gran ley que Buda os transmite, ¿alguna pregunta?».

Dices que entre la multitud de los discípulos, nadie ha comprendido el sentido de sus palabras y nadie se atreve tampoco a hacer ninguna pregunta. Pero el aprieto mayor es para los dos discípulos que le velan a su diestra y a su siniestra. Desde hace siete días, no se atreven a relajarse un solo instante, en callada espera de que el maestro les haga partícipes de sus intenciones y de su enseñanza. En el pebetero, la última varilla de incienso acaba de consumirse. Por fin, el primer discípulo se arma de valor. Avanza un paso, se arrodilla y acto seguido se prosterna, juntas las manos: «Vuestro discípulo tiene una pregunta que haceros, pero no sabe si debe hacerla».

El viejo monje abre ligeramente los ojos y pregunta cuál es la pregunta. El discípulo alza la cabeza, pasea su mirada alrededor y pregunta: «Antes de alcanzar el nirvana, ¿transmitirá el maestro su enseñanza a un sucesor?». Todos han comprendido: es absolutamente necesario que designe a un sucesor para que se ocupe de un tan vasto monasterio con tantos bonzos, cirios e incienso. ¿Cómo sería posible que no tuviera sucesor un gran maestro como él?

El viejo maestro menea la cabeza, coge contra su pecho su cuenco de las ofrendas y dice: «Toma este cuenco…». El incienso está casi enteramente consumido, las volutas de humo se elevan por los aires formando unos círculos incompletos antes de disiparse. La pesada campana de hierro de doce mil libras del templo del Gran Tesoro, fundida durante la era Zhenyuan de los Tang, se pone a resonar, seguida de los sones de los tambores. En la sala de las sutras, los monjes se apresuran a golpear sus peces de madera y sus piedras sonoras. Comprendiendo que el viejo maestro ha transmitido ya su enseñanza y designado a su sucesor, la multitud salmodia las sutras y declama el nombre de Buda Amithaba.

Pero los dos primeros discípulos permanecen un tanto atónitos, no han oído que después de las palabras «coge este cuenco» ha añadido «y ve a mendigar». Tan sólo ven moverse los labios del maestro, pero ni el uno ni el otro consiguen recoger su enseñanza. Alargan la mano al mismo tiempo para apoderarse del cuenco de las ofrendas y ninguno quiere soltarlo. El cuenco acaba rompiéndose. Los dos hombres se quedan estupefactos de la impresión. Comprenden cuál era la intención del maestro, pero no se atreven a dirigirle la palabra. Únicamente el viejo monje ha tomado conciencia de que el templo caerá un día en ruinas. Incapaz de soportarlo más, cierra los ojos y, sentado, hace el vacío en su interior, sobre su asiento en forma de flor de loto, cruzado de manos. Concentra su atención sobre el punto «puerta de la vida» y, por propia voluntad, pone fin a su existencia.

Dices que la campana y el tambor resuenan en la sala de las sutras y también afuera. En el interior, los monjes recitan al unísono unas oraciones que se propagan hasta el patio. Allí la multitud de monjes las repite a coro hasta las tres salas y las dos alas laterales, luego hasta el exterior del templo donde se concentran los fieles con sus palanquines, asnos y caballos. Los fieles que no han podido acceder al edificio no quieren quedarse al margen y vociferan a voz en grito el nombre de Buda Amithaba con tanta fuerza que se les oye incluso desde el interior del templo.

Los monjes levantan la gran urna sellada donde ha sido colocado el viejo monje en estado de beatitud, escoltado de sagradas banderolas de bordados brocados, franco está el camino para los dos primeros discípulos que agitan los espantamoscas y asperjan aguardiente para purificar almas y cuerpos, y cada vez es mayor la masa de los fieles que se precipita en el interior del templo para tener la dicha de contemplar la figura mortuoria del gran maestro. Quienes alcanzan a verle exclaman: «¡Misericordia!» y los que no lo consiguen se hallan en el colmo de la excitación, con la cabeza levantada se apretujan de puntillas, perdiendo su sombrero y sus zapatos, derribando los pebeteros, indiferentes al carácter solemne del lugar.

Una vez sellada la tapa de la urna, ésta es instalada sobre una pira delante del templo del Gran Tesoro, y a continuación, antes de encender el fuego, da comienzo una sesión de lectura de sutras con miras a la liberación del alma, no es posible el menor error en el ceremonial, resultaría inconcebible la menor negligencia, pero ningún templo podría contener a decenas de miles de personas apretujándose y empujándose, ni los mozos más fuertes podrían resistir la oleada de la muchedumbre, las gentes zarandeadas y pisoteadas lanzan gritos de dolor. Nadie sabría decir dónde se inició el fuego, ni cuántas víctimas perecieron quemadas o aplastadas, si hubo más muertos por ahogamiento o abrasados, de todas formas el fuego duró por espacio de tres días y tres noches antes de que el Señor de las alturas se apiadara, dejando caer por fin una lluvia bienhechora que no dejó más que una extensión de ruinas y de estelas rotas, objetos de estudio para las generaciones venideras.

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