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Desde hace tiempo estoy cansado de las luchas insensatas que desgarran este bajo mundo. En cada discusión, en cada polémica, en cada debate, me encuentro en plena línea de mira, soy juzgado, sermoneado, condenado. En espera del veredicto, aguardo en vano que algún genio bueno capaz de invertir el curso de las cosas intervenga en un arranque de generosidad para sacarme de este mal paso. Pero cuando éste termina por aparecer, cambia de chaqueta o desvía abiertamente la mirada.

A la gente le encanta dárselas de maestro, de dirigente, de juez, de médico, de consejero, de arbitro, de hermano mayor, de confesor, de crítico autorizado, de director de conciencia, de jefe míos, nunca se preocupan por saber si realmente tengo necesidad de ellos, todos quieren ser mi salvador, mi esbirro (los que me asestan alguna puñalada trapera, no los que dan la cara por mí), mis nuevos padres y madres, puesto que los auténticos están muertos, o incluso quieren decididamente ponerse en el lugar de mi patria cuando no sé siquiera lo que es, ni siquiera si tengo una. En cambio, mis amigos, mis defensores, todos los que toman partido por mí se ven en la misma situación que yo; he aquí mi destino.

Por otra parte, tampoco me veo capaz de hacer el papel de héroe trágico que ha fracasado en su pulso con el destino, aunque siento un gran respeto por aquellos que nunca han temido la derrota, como Xingtian, el héroe legendario, que recogió su cabeza cortada y siguió batiéndose. Y con todo, no podría más que mirarles de lejos y darles mis silenciosas condolencias.

Soy igualmente incapaz de hacer vida de ermitaño. No sé por qué he abandonado precipitadamente el templo de Shangqing: ¿era porque no soportaba ya esta «no-acción» en la serenidad? ¿Era porque no tenía paciencia para leer las láminas grabadas de los miles de volúmenes del Canon taoísta en una edición Ming que, felizmente, no había sido quemada gracias a la intervención de algunos viejos monjes? ¿Era porque me daba pereza saber más cosas de la vida de estos ancianos que conocieron mil dificultades? ¿Acaso tenía miedo también de sondear los secretos interiores de estas jóvenes monjas? ¿Era para no arruinar completamente mis propias aptitudes mentales? A fin de cuentas, no soy más que un simple esteta.

En la ruta del Tibet, a más de cuatro mil metros de altitud, me he puesto a calentarme al amor del fuego con un equipo de peones camineros. Viven éstos en una casa de piedra, cuyo interior está completamente renegrido por el humo. Alrededor, no hay más que altas montañas blancas cubiertas de nieve y de hielo. Por la carretera ha llegado un autobús del que ha bajado un grupo muy animado, algunos con una mochila a la espalda, otros con pequeños martillos de hierro, o con archivadores llenos de muestras: al parecer son estudiantes que están realizando un cursillo de investigación. Han introducido la cabeza por la ventana para ver la estancia negra y ahumada, pero únicamente ha entrado una muchacha que llevaba un pequeño paraguas rojo. Fuera, flotaban unos copos de nieve.

Creyendo sin duda que era yo un peón caminero, ella me ha pedido agua. Le he sacado un cacillo del caldero negro de hollín suspendido encima del hogar. Ella ha lanzado un grito. Se ha quemado en la boca al beber. Yo me he excusado. Acercándose a la lumbre, me ha preguntado:

– ¿No es usted de aquí?

Su rostro ceñido por el pañuelo estaba colorado por el frío. Desde que ando por estas montañas, no he visto en parte alguna una muchacha de tan esplendorosa belleza. He querido pincharla un poco:

– ¿Acaso cree que los montañeses son incapaces de pedir excusas?

Ella se ha puesto todavía más colorada.

– ¿Está usted también de cursillo? -me ha preguntado.

A mí me incomodaba decirle que habría podido ser su profesor.

– He venido a sacar unas fotos.

– ¿Es usted fotógrafo?

– Si así lo quiere.

– Nosotros venimos a recoger muestras. ¡Aquí el paisaje es verdaderamente magnífico! -ha exclamado ella.

– Es muy cierto.

A fin de cuentas, yo no soy en verdad más que un esteta. Imposible no sentirse emocionado al ver a una muchacha tan hermosa.

– ¿Le puedo sacar una foto?

– ¿Con mi paraguas abierto? -ha replicado ella al punto haciendo girar su pequeño paraguas rojo.

– Pero mi carrete es en blanco y negro.

No le he explicado que en realidad llevaba un carrete de profesional.

– No importa, las verdaderas fotografías artísticas se hacen siempre con carretes en blanco y negro.

Daba la impresión de saber de lo que hablaba.

Ha salido conmigo. Unos pequeños copos de nieve revoloteaban por los aires. Se protegía del viento con su paraguas de color rojo vivo.

Por más que estemos ya en el mes de mayo, la nieve de esta vertiente no se ha fundido por completo. En las zonas en que aún queda una poca, brotan por doquier las florecillas púrpura de la fritilaria, y a veces matas de telefios rojos; bajo las peñas desnudas, unas plantas de artemisia extienden sus tallos verdes vellosos en los que se abren pujantes flores amarillas.

– Póngase allí -le he ordenado.

En segundo término, las montañas nevadas que habían relumbrado por la mañana no eran más que siluetas en medio de la grisalla formada por los finos copos.

– ¿Está bien así?

Ella inclina la cabeza, se pone en pose. El viento redobla su violencia y le impide mantener derecho su paraguas.

Está aún mejor así, tratando de resistir al viento.

Delante de nosotros discurre un riachuelo cuajado por el hielo. En la orilla, enormes botones de oro se abren en una extraordinaria exuberancia.

Ella ha exclamado señalando al río:

– ¡Vayamos abajo!

Ella corre pugnando contra el viento con su paraguas. Yo he puesto el zoom. En contacto con su respiración, los copos se transforman en vaho. Sobre su pañuelo y su pelo resplandecen unas gotas de agua. Le he hecho una seña.

– ¿Ya ha terminado? -exclama ella en medio del viento.

Unas finas perlas de agua brillan en sus cejas. Ahora está perfecta. Por desgracia se me ha acabado el carrete.

– ¿Puede enviarme estas fotos? -me ha preguntado llena de esperanza.

– Sí, si me da su dirección.

Ella ha vuelto a subir al autobús y me ha alargado por la ventanilla una página arrancada de su cuaderno en la que ha anotado su nombre y el número de su calle en Chengdu. Me ha gritado que sería bienvenido en su casa y me ha saludado con la mano.

Más tarde, de paso por Chengdu, fui a esa calle. Me acordaba del número, pero no me detuve. Y nunca le he enviado sus fotos. Al hacer revelar todos mis carretes, no he hecho sacar más que unos pocos clichés de ellos, tan sólo aquellos que podían tener alguna utilidad para mí. No sé si algún día los revelaré e ignoro si esta muchacha seguiría siendo tan turbadora sobre el papel.

En el Huanggang, pico principal de los montes Wuyi, he fotografiado, en el límite de los pastos, un soberbio alerce solitario en un bosque de coníferas. A media altura, el tronco se dividía en dos ramas casi horizontales, como un halcón gigante que despliega las alas para emprender el vuelo. En medio de las alas, una rama hacía pensar en la cabeza inclinada de un ave, con la mirada fija hacia abajo.

La naturaleza es extraña. Puede crear tanto belleza como fealdad. Al sur de la zona de protección de la naturaleza de estos mismos montes Wuyi, he visto un torreya de China inmenso y decrépito, totalmente hueco, en el que pueden anidar las serpientes pitón. Del tronco de un negro metálico se elevaban lateralmente algunas ramas en las que temblaban unas hojitas de un verde oscuro. En la puesta del sol, cuando el pequeño valle estaba envuelto en la sombra del atardecer, se alzaba en medio del mar de bambúes de un verde tenue aún iluminado. Sus ramas rotas, negras y podridas, se desplegaban en todos los sentidos cual maléficos demonios. He revelado esta foto, y, cada vez que la veo, me embarga la mayor de las tristezas, no puedo mirarla largo rato. Me he dado cuenta de que removía en mi interior los aspectos más sombríos de mi alma, los que a mí mismo me aterran. Y, de todas formas, ya sea tanto delante de la belleza como de la fealdad, no puedo sino echarme atrás.

En los montes Wudang he visto probablemente al último viejo maestro taoísta de la secta de El Veraz, una especie de encarnación de la fealdad. Me informé al respecto en el llamado Viejo Campamento. Al otro lado de un muro que resguarda unas estelas dedicadas a un emperador Ming y destruidas por las guerras, vive en una casucha medio en ruinas una vieja monja taoísta. Le he preguntado sobre el período de esplendor en el que el templo era aún rico y hemos acabado hablando de la doctrina taoísta. Ella me ha informado de que no quedaba más que un solo viejo maestro de la secta de El Veraz, que tenía más de ochenta años y que nunca bajaba de las montañas. Se pasaba todo el año en el templo del Tejado de Oro y nadie era capaz de sacarle de allí.

Al despuntar el día, he partido en el primer tren para Nanya y he subido por un camino de la ladera de la montaña en dirección al Tejado de Oro, donde he llegado pasado mediodía. En la cima, el tiempo estaba cubierto y frío, no había ningún paseante. He circulado por un laberinto de desiertos pasillos. Las salidas estaban cerradas, sólo una pesada puerta claveteada se encontraba entreabierta. He tenido que sacar fuerzas de flaqueza para empujarla. Un anciano de cabellos y barba hirsutos que estaba cerca de un brasero se ha levantado. Muy alto y fuerte, con el rostro negro y un aspecto terrible, me ha preguntado brutalmente:

– ¿Qué hace usted aquí?

– Perdone, ¿es usted el señor de estos lugares? -he preguntado yo lo más cortésmente posible.

– ¡Aquí no hay ningún señor!

– Sé que este monasterio no ha reanudado aún sus actividades, pero ¿es usted el antiguo superior de estos lugares?

– ¡Aquí no hay ningún superior!

– En ese caso, disculpe usted, ¿es monje taoísta?

– ¿Y qué puede importarle a usted si soy monje o no?

Frunce el ceño de cejas entrecanas alborotadas.

– Perdóneme, ¿es usted de la secta de El Veraz, no es así? He oído decir que únicamente aquí, en este templo, quedaba un…

– ¡Me traen sin cuidado las sectas!

Sin esperar a que hubiera terminado, me ha echado afuera empujando la puerta.

– Soy periodista -me he apresurado a explicar yo-. Ahora, el Gobierno ha dicho que había que aplicar una nueva política respecto a los asuntos religiosos, ¿no cree que puedo serle de ayuda dando a conocer su situación?

– ¡Me traen sin cuidado los periodistas!

Y me ha cerrado la puerta en las narices.

En aquel momento me he percatado de que cerca del hogar había sentados también una anciana y una muchacha, tal vez su familia. Sabía que los monjes taoístas de la secta de El Veraz pueden tomar mujer, tener hijos e incluso practicar las artes amatorias. No puedo dejar de sospecharlo aviesamente. Con sus dos grandes ojos abiertos de par en par bajo sus pobladas cejas alborotadas, su bronca y sonora voz, debe de ser un apasionado de las artes marciales. No es de extrañar que nadie se haya atrevido a establecer contacto con él desde hace tiempo. Sin duda yo no sacaría nada más llamando de nuevo a su puerta. Por un angosto sendero cerrado por una cadena, bordeando el acantilado, he llegado al templo del Tejado de Oro construido enteramente en cobre amarillo.

Mezclado con la llovizna, el viento aúlla. Delante del templo, una mujer de edad madura, de anchas manos y grandes pies, estaba prosternada, con las manos juntas, ante la puerta de bronce cerrada. Iba ataviada como una campesina, pero su actitud delataba su naturaleza de mujer habituada a vagabundear. Me he alejado, aparentando estar contemplando el paisaje, apoyado en la barandilla de hierro fijada entre las columnas. El aullante viento dobla los pequeños pinos prendidos a los intersticios de las rocas. Unas nubes rozan el sendero, dejando a trechos al descubierto el mar de oscuro bosque que se extiende por el valle.

Me he vuelto para echar un vistazo. Ella se mantenía de pie detrás de mí, con las pierias separadas, los ojos cerrados, sin la menor expresión. Estas gentes tienen su propio mundo, un mundo inaccesible para mí, en el que nunca podré penetrar. Tienen su propia manera de vivir y de defenderse, al margen de la sociedad. Yo no puedo sino volver a vivir mal que bien lo que las gentes consideran como la vida normal, no tengo otra salida, en esto radica probablemente mi drama.

He descendido por el sendero hasta una zona llana donde un restaurante permanecía abierto. No había ningún cliente en su interior, sólo algunos camareros con camisa blanca estaban comiendo. No he entrado.

En la ladera de la montaña, una gran campana de bronce de la altura de un hombre estaba tirada en el suelo, en medio del barro. La he golpeado con la mano, pero no ha salido ningún sonido de ella. Debía de haber aquí un templo, pero ahora, hasta donde alcanza la vista, no hay más que hierbajos inclinados por el viento. He descendido la pendiente hasta que he divisado un sendero empedrado muy escarpado que conduce al pie de la montaña.

Imposible aminorar la marcha. Llevado por mi impulso, he llegado en unos diez minutos a un pequeño valle profundo y tranquilo. Los árboles que se alzaban a cada lado de los escalones de piedra ocultaban el cielo. El ruido del viento se atenuaba y apenas sentía en mi rostro la llovizna que caía sin duda de las nubes que flotaban en la cumbre de las montañas. El bosque era cada vez más tupido. No sabía si era el que yo divisaba en medio de la bruma desde el templo del Tejado de Oro, ni tampoco recordaba haber tomado ese camino en la ascensión. Cuando he visto, al volverme, los innumerables escalones de piedra, me ha faltado valor para volver a subirlos de nuevo a fin de reencontrar mi camino. Más valía seguir bajando.

Las losas de piedra estaban cada vez más desgastadas, nada que ver con el sendero de subida, mejor conservado. Dándome cuenta de que había cruzado al otro lado de la montaña, he empezado a bajar al ritmo de mis pasos. Cuando llega su hora, sin duda el hombre deja descender así su alma hacia los infiernos sin detener su curso.

Al principio estaba aún dubitativo, me volvía por momentos, pero a continuación, fascinado por el espectáculo de los infiernos, he dejado de pensar. De cada lado del sendero, las redondeadas cimas de los pilares de piedra tenían el aspecto de calvas cabezas. Las profundidades del pequeño valle parecían más húmedas aún, los pilares se inclinaban en todos los sentidos, las peñas desgastadas por la erosión semejaban calaveras puestas sobre las dos filas de pilares. He temido que el viejo monje taoísta, debido a la impureza de mi corazón, me hubiera echado mal de ojo con el fin de extraviarme. El espanto se ha apoderado de mí súbitamente, un miedo cerval que ha alterado mis sentidos.

Los cendales de niebla me han atrapado en sus redes, el bosque se oscurecía. En ese momento, los escalones y los pilares de piedra húmeda se asemejaban a unos cadáveres. Avanzaba en medio de osamentas blancuzcas. Mis pies no obedecían ya a mi cerebro y me arrastraban irresistiblemente hacia los abismos de la muerte. El sudor corría por toda mi espalda.

Tenía necesariamente que controlarme y abandonar a toda prisa esta montaña. Despreocupándome de los matorrales que cubrían el sotobosque, he aprovechado un recodo del sendero a fin de precipitarme por él y agarrarme a un tronco de árbol para frenar mi carrera. Mis manos y mi rostro ardían, me parecía que la sangre corría por mis mejillas. Levantando la cabeza, he visto sobre una rama un ojo totalmente redondo fijo en mí. He mirado a mi alrededor, y por todas partes las ramas abrían grandes ojos y me observaban fríamente.

Tenía que calmarme, pues al fin y al cabo todo eso no era más que un bosque de árboles de la laca. Los montañeses, al recoger ésta, habían practicado unas incisiones en los troncos de los árboles. Crecían en este estado, creando este paisaje infernal. También cabría decir que no se trataba más que de una ilusión debida a mi miedo interior; mi negra alma me espiaba, estos ojos múltiples eran en realidad yo mismo que me observaba. Siempre he tenido la impresión de ser permanentemente espiado, cosa que ha obstaculizado sin cesar mis movimientos. En realidad, no se trata más que del temor que siento de mí mismo.

He vuelto otra vez al sendero. La llovizna ha empezado de nuevo a caer. Los escalones de piedra estaban remojados. No he mirado ya nada y he descendido a ciegas.

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