49

En una vieja calle del pueblo, delante de un pequeño bazar, ha instalado los dos tableros de su puesto de caligrafía. Cuelgan de ellos unas sentencias paralelas de la buena fortuna trazadas sobre un papel de parafina rojo. «Dragones y fénix conducen a la felicidad, un casamiento llama a la puerta», «Encontrar la felicidad fuera, recoger el dinero del suelo», «Un comercio floreciente en los cuatro mares, una riqueza próspera en los tres ríos». Se trata de esas viejas sentencias que fueron sustituidas por citas y eslóganes revolucionarios. Otras dos dicen: «Cuando se conoce a un hombre, una sonrisa vale tres partes de la felicidad», «La desgracia involuntaria desaparece por sí sola». No sé si es él quien las ha compuesto o las ha heredado de sus antepasados. Escribe en un estilo florido: el trazo de los caracteres está bastante logrado, se dirían poco menos que talismanes taoístas.

Ya bastante entrado en años, está sentado detrás de su puesto, ataviado con un traje de estilo antiguo con dos faldones cruzados y tocado, en lo alto del cráneo, con una vieja gorra militar de colores desvaídos que le da un aire cómico. En su puesto, veo también una brújula de los ocho trigramas que hace las veces de pisapapeles. Me acerco para entablar conversación.

– ¿Marcha el negocio?

– Marcha.

– ¿Cuánto cuesta un juego de dos sentencias?

– Los hay de dos o tres yuanes, eso depende del número de caracteres.

– ¿Y concretamente por el carácter «felicidad»?

– Un yuan.

– ¿Por un solo carácter?

– Sí, pero se lo haré delante mismo de usted.

– ¿Y por un talismán que ahuyente catástrofes e infortunios?

– Eso no es fácil de escribir -dice alzando la cabeza hacia mí.

– ¿Por qué?

– Es usted mando, sabe bien por qué.

– No soy mando.

– Pero bien que come de la olla del Estado -afirma de manera categórica.

– Anciano -digo yo acercándome-, ¿no será usted monje taoísta?

– Hace ya mucho que no ejerzo.

– Me lo temía, pero me gustaría saber si se acuerda aún de los ritos taoístas.

– Por supuesto, pero el Gobierno tiene prohibidas las supersticiones.

– Nadie le pide que se entregue a las supersticiones. Yo recopilo las músicas que acompañan a las oraciones, ¿podría cantarme alguna? La Asociación Taoísta de los montes Qingcheng ha reanudado ahora oficialmente sus actividades: ¿qué teme usted?

– Hay un gran templo, pero a nosotros, los practicantes taoístas de aldea, no se nos deja ejercer.

Aún estoy más interesado:

– Es justamente un practicante como usted lo que ando buscando. ¿Podría cantarme una o dos estrofas? Por ejemplo, las plegarias para los enterramientos o la oración para ahuyentar las desgracias y espantar a los fantasmas.

Canta dos versos y se detiene al punto:

– No es bueno provocar así a los diablos y a los dioses, primero hay que implorar y quemar incienso.

Mientras canta, se han acercado varias personas y una de ellas le reconviene, desencadenando un estallido de risa general.

– ¡Eh tú, viejo, cántanos alguna cosa un poco más ligera!

– Voy a cantaros una canción montañesa -declara entonces el anciano como para darse ánimos a sí mismo.

– ¡Venga, venga! -exclama la gente.

De repente el anciano entona con voz sobreaguda:


La pequeña hermana de la montaña recoge el té,

en la llanura tu prometido ha cortado los juncos,

provocando que los patos mandarines emprendieran el vuelo hacia ambos lados,

pronto una pareja formarán la pequeña hermana y su prometido.


La gente le aclama, luego algunos le animan con fuerza:

– ¡Canta una canción ligera!

– ¡Venga, viejo!

El anciano agita la mano en dirección de la gente:

– Imposible, imposible, pues si lo hago será una falta grave.

– ¡No es tan grave cantar una canción!

– ¡No te preocupes por ello, viejo, canta!

La multitud vocifera, la callejuela está atestada de gente, las bicicletas que ya no pueden pasar hacen sonar sus timbres.

– ¡Bueno, vosotros lo habéis querido! -dice el anciano levantándose, incitado por la multitud.

– ¡Cántanos la canción del mono con el sombrero de piel de sandía que entra en la habitación de las mujeres!

Todos aclaman la elección propuesta. El anciano se seca un poco la boca y se dispone a cantar cuando de repente dice en voz baja:

– ¡La policía!

Todo el mundo vuelve la cabeza. No lejos, un policía patrulla, cubierto con su amplia gorra blanca adornada con una cinta roja.

– ¿Qué mal hacemos con ello?

– ¿Es que no se puede bromear un poco, eh?

– ¡La policía no se ocupa de este tipo de cosas!

– Decid lo que queráis, pero despejad, ¿u os creéis que mi negocio va a funcionar así? -espeta el anciano volviéndose a sentar.

Una vez que el policía se presenta, el gentío se dispersa de mala gana. Yo le pregunto:

– Anciano, ¿puedo invitarle a venir a cantar a mi habitación? Una vez que haya recogido su puesto, le llevaré primero a comer al restaurante y a tomar algo conmigo, ¿de acuerdo?

El anciano se siente atraído por la propuesta:

– De acuerdo, cierro. Recogeré mi muestrario, espere a que haya guardado mis tableros.

– Pero le hago perder tiempo -le digo a manera de excusa.

– No pasa nada, somos amigos. No me gano la vida con esto. Vengo a la ciudad a vender caligrafías para ganar un poco más de dinero. Si no hiciera más que esto, haría mucho tiempo que me hubiera muerto de hambre.

Me voy yo primero a encargar unos platos y bebida a una fonda que hay en la esquina de la calle. Un instante más tarde, llega él, trayendo dos cestas en palanca.

Charlamos mientras comemos. Me explica que a la edad de diez años, su padre le envió a un monasterio taoísta para ayudar en las cocinas, conforme a la voluntad de su abuelo enfermo. Aún es capaz de recitar a la inversa, sin trabucarse, el manual que el viejo maestro taoísta le diera. A la muerte de su maestro, tomó en sus manos el monasterio y conoció todas las ceremonias rituales. A continuación, durante la reforma agraria, no pudo seguir siendo sacerdote y el Gobierno exigió que regresara a su aldea a trabajar la tierra. Cuando le pregunto respecto a la geomancia, la conducción de los cinco truenos, el pataleo de la Osa Mayor, la palpitación de los huesos del rostro, él lo conoce todo. Estoy encantado. Pero la fonda está llena de campesinos que han hecho negocios y ganado dinero. Le digo que tengo un magnetófono en mi mochila y que todo cuanto me explica constituye un documento inestimable. Quiero que venga a mi hotel después de la comida, podrá recitar y cantar a su antojo. Se seca la boca:

– Coja la bebida, beberemos en mi casa. En casa, tengo el hábito y los accesorios necesarios.

– ¿Tiene también el cuchillo de sacerdote que ahuyenta a los fantasmas?

– Por supuesto.

– ¿Y también las tablillas que permiten ahuyentar a los espíritus y destituir a los generales?

– Tengo también los gongs y los tambores, todo lo preciso para las ceremonias. Se lo dejaré ver todo.

– ¡De acuerdo! -digo descargando un golpe sobre la mesa-. Iré con usted.

– ¿Su casa está en la capital?

– No está lejos, no está lejos. Voy a dejar mi palanca en casa de alguien, usted vaya por delante y espéreme en la estación de autobuses.

Apenas cinco minutos más tarde, llega a paso ligero y me acucia para que suba en un autobús que está a punto de salir. Subo sin pensármelo dos veces. El autobús corre sin hacer ninguna parada y veo a través de las ventanas los últimos resplandores del sol desaparecer tras las montañas. Cuando llega al final de línea, una pequeña localidad, debemos de haber recorrido desde la cabeza de distrito una veintena de kilómetros. El autobús vuelve a salir enseguida, es el último del día.

La pequeña localidad está en realidad constituida por una sola calle de unos cincuenta metros de longitud como máximo. Ignoro si hay alguna posada aquí. El me dice que espere un poco y entra en una casa. Pienso que, si estoy aquí con este hombre cálido, es porque debe de tratarse de un encuentro predestinado. Vuelve a salir de la casa trayendo en ambas manos una cubeta medio llena de queso de soja y me invita a seguirle.

A la salida de la localidad, por el camino de tierra, comienza a caer la noche.

– ¿Vive usted en una aldea próxima a la localidad?

– No está lejos -se limita responder.

Pronto, ninguna vivienda resulta ya visible y la noche se adensa. Por doquier, en los arrozales, resuena el croar de las ranas. Estoy un poco inquieto, pero apenas si me atrevo a hacer ninguna pregunta. Detrás de mí se deja oír el hipido del motor de un motocultor. Enseguida, mi compañero le hace grandes señas y corre en su persecución. Yo le alcanzo y salto dentro del remolque. Recorremos una docena de lis más por este camino de tierra, sacudidos como pequeños guisantes dentro de un remolque vacío. En la noche cerrada centellea, cual tuerto, el faro amarillo del motocultor que ilumina una veintena de pasos por delante el camino lleno de baches. Ni el menor peatón. El viejo no cesa de charlar a voz en grito en dialecto local con el conductor, como si discutiesen, pero yo me consigo pescar ni una sola de sus palabras debido al ruido del motor. Aun cuando estén decidiendo cómo liquidarme, no puedo hacer otra cosa que encomendarme al cielo.

Terminamos por llegar al final del camino. Allí se alza una casa sin luz: el propietario del motocultor ha llegado a su casa. Después de abrir la puerta, los dos hombres se reparten algunas porciones de queso de soja en la cubeta. Siguiendo a mi guía, me adentro a tientas por un sendero que serpentea entre los diques de los campos.

– ¿Queda aún lejos?

– No está lejos, no está lejos -repite él.

Por suerte él camina delante. Si deja en el suelo su cubeta y despliega sus artes de kung-fu -pues sé que todos los viejos taoístas son unos apasionados de ellas-, no me quedará más remedio que arrojarme en un arrozal y rodar por el barro. Ahora, unas montañas se reflejan en los arrozales en terraza, el croar de las ranas no menudea ya. Trato de reanudar la conversación. Le pregunto primero por la cosecha, luego sobre las dificultades que encuentra. Dice que es imposible que la gente se enriquezca dependiendo exclusivamente de la tierra. Este año ha gastado tres mil yuanes para transformar en estánque dos hectáreas de arrozal. Le pregunto si cría tortugas, pues actualmente en la ciudad está de moda comer su carne. Se dice que es anticancerígena y que además es nutritiva. Se venden muy caras. El dice que puso unos alevines y que si tuviera tortugas se los comerían todos. Ahora, no le falta dinero, sino que la madera es difícil de adquirir. Tiene seis chicos, pero sólo el mayor está casado, los otros esperan a construirse una casa para dejar a la familia. Me siento más tranquilizado y contemplo las estrellas, disfrutando del espectáculo de la noche.

En la sombra de la montaña, delante de nosotros, brilla el resplandor de un fuego. Hemos llegado.

– Ya le dije que no estaba lejos.

Evidentemente, los habitantes del campo tienen su propia noción de las distancias.

Pasadas las diez de la noche, llego así pues a una pequeña aldea de montaña. En la entrada de su casa quema incienso en honor de numerosas estatuas de madera o de piedra más o menos maltrechas. Deben de haber sido recuperadas de algún templo al ser destruido durante la lucha contra «las cuatro antiguallas», * más de una década atrás. Ahora puede exponerlas públicamente y en las vigas del techo hay pegados unos talismanes. Salen los seis hijos, el mayor de dieciocho años, el más joven de once. Sólo el mayor de ellos no se encuentra allí. Su mujer es menudita y su anciana madre octogenaria es aún muy vivaracha. Su mujer y sus hijos se muestran muy solícitos conmigo, soy un huésped distinguido a sus ojos. No sólo van a buscar agua para que me enjuague la cara, sino que quieren también que me lave los pies y hacerme poner los zapatos de tela del amo de casa. Por último, preparan una infusión de té para mí.

Un instante después, los hijos traen gongs, tambores y címbalos, un pequeño y un gran gong cuelgan de un marco de madera. Al punto se eleva la música y el viejo baja a la planta baja con paso lento y majestuoso. Ha cambiado totalmente de aspecto, va vestido con gran solemnidad con un viejo hábito morado de monje taoísta, apedazado y adornado con unos peces yin y yang y figuras de ocho trigramas. Enciende personalmente una varilla de incienso y hace una profunda inclinación delante de la hornacina de las divinidades. Los aldeanos de todas las edades, despertados por el gong y el tambor, se apretujan en el exterior, en el umbral de la puerta. La escena se transforma en una animada sesión ritual. No me ha mentido.

Eleva primero con ambas manos el cuenco de agua pura mascullando algo, luego asperja con el agua los cuatro rincones de la estancia. Cuando el agua rocía los pies de la gente apretujada en el umbral de la puerta, se alza una gran algarabía mezclada de risas. Únicamente él permanece con expresión inmutable, los ojos entornados, las comisuras de la boca hacia abajo, ostentando la solemnidad de quien está en comunicación con los espíritus. Sin embargo, la gente se ríe cada vez más fuerte. De pronto, se alza las mangas de su hábito y golpea violentamente con unas tablillas sobre la mesa, haciendo detenerse en seco las risas. Se vuelve y me pregunta:

– Puedo cantar el canto del año del gran viaje, el canto por la buena y mala fortuna de las nueve estrellas, el canto de los descendientes, el canto de la metamorfosis, la fórmula de presagio de los cuatro desastres, la llamada de los nombres mágicos de los antepasados, las oraciones por el dios de la Tierra, la llamada al alma de la Osa Mayor. ¿Cuál le gustaría escuchar?

– Bueno, en primer lugar la llamada al alma de la Osa Mayor.

– Está destinada a proteger a los muchachos de las enfermedades y de las catástrofes. ¿A qué niño quiere proteger usted? Dígame su nombre y los datos y hora de su nacimiento.

– Tú mismo, Pequeño Perro -propone alguien.

– No, yo no.

Un chaval sentado en el umbral de la puerta se pone en pie y va a esconderse entre el gentío. Nuevo estallido general de risas.

– ¿De qué tienes miedo? Si el viejo te hace eso, no tendrás ya enfermedades -dice una mujer.

El chaval, refugiado detrás de la multitud, no quiere hacer ya acto de presencia.

Agitando sus mangas, el anciano me explica:

– Bueno, normalmente, hay que preparar un cuenco de arroz, hacer cocer un huevo de gallina, ponerlo dentro del cuenco de arroz y ofrecerlo mientras se quema incienso. El niño debe prosternarse delante del altar y se implorará a los reyes de las cuatro direcciones, el Señor de la Estrella de longevidad del Sur, los Nueve Señores de la Estrella Polar, los dioses santos protectores del país, los padres y madres difuntos de la familia, los descendientes del Genio del Hogar, para que todos ellos bendigan al niño.

Diciendo esto, levanta su cuchillo de ceremonia, da un salto en el aire y se pone a cantar a voz en cuello:

– ¡Alma, alma, regresa pronto! Al este, el niño de las ropas azules, al sur, el niño de las ropas rojas, al oeste, el niño de las ropas blancas que te protege, y el niño de las ropas negras que está al norte te acompaña. Alma extraviada, alma viajera, no viajes más, largo es el camino, no es fácil regresar a casa. Toma una regla de jade para medir el camino, por si llegaras con las tinieblas. Si caes en las redes celestiales y terrenales, las cortaré con las tijeras. Si tienes hambre y sed, si estás fatigada, tengo arroz para ti. ¡No escuches los cantos de los pájaros en los bosques, no mires a los peces en los profundos estanques, si mil veces te llaman, no respondas, alma, alma regresa pronto a casa! ¡Los espíritus te protegen, no dejes de acumular virtudes! ¡A partir de ahora, el alma hun permanece íntegra, el alma bo se protege, * el frío y el viento no pueden penetrar, el agua y la tierra no se sentirán ofendidas, los jóvenes son fuertes, los viejos robustos, se vive cien años gozando de buena salud!

Agita su cuchillo de ceremonia y describe un gran círculo en el aire. Hinchando las mejillas, sopla a pleno pulmón en su cuerno. Luego se vuelve hacia mí:

– Si trazo también un talismán, el que lo lleve no conocerá más que la fortuna.

No consigo darme cuenta de si él mismo cree en sus procedimientos mágicos, pero en cualquier caso agita sus manos y sus pies con convicción y ostenta una expresión de gran satisfacción. Organizar esta ceremonia en su propia morada, animado por sus hijos, respetado por los habitantes de la aldea y más aún en presencia de un invitado de fuera, le lleva por supuesto al colmo de la excitación.

A continuación encadena imprecación tras imprecación, invoca a cielo y tierra, el sentido de sus palabras es cada vez más confuso, sus gestos cada vez más enloquecidos. En torno al altar, despliega sus artes pugilísticas y en el manejo de la espada. Sus hijos acompañan sus transformaciones, siguiendo el ritmo de sus pasos y de su melodía con la ayuda de gongs y de tambores, que tocan con fuerza creciente. Sobre todo el más joven de los seis, que toca el tambor: se ha quitado decididamente la camisa, dejando brillar su piel negra y sobresalir los músculos de sus hombros. Detrás de la puerta se agolpan espectadores cada vez más numerosos. Los que están en primera fila reciben tantos empujones que se han sentado en el suelo. Al término de cada canto, todo el mundo aclama y aplaude siguiéndome a mí. El anciano se siente cada vez más dichoso. Hace una demostración de todos los movimientos de artes marciales que conoce, sin el menor temor, invoca uno tras uno a todos los espíritus que posee en sí, en un estado de semiebriedad, de semilocura. No se detiene para recuperar el aliento hasta que yo doy la vuelta al casete de mi magnetófono. En la estancia y afuera, la excitación del gentío está su punto álgido. La gente ríe, se interpela, parlotea. Incluso las grandes reuniones de campesinos no deben de ser tan animadas.

Mientras se seca con una toalla, se dirige a las niñas que tenía delante de sí:

– Cantad, vosotras también, para el profesor.

Las chiquillas ríen burlonamente entre ellas, cotorrean durante un momento dándose empujones unas a otras antes de hacer salir de su grupo a una niña llamada Maomei. Graciosa, no cuenta más que catorce o quince años, pero no tiene aire de tímida del todo. Pregunta guiñando sus grandes ojos redondos:

– ¿Cantar qué?

– Una canción montañesa.

– ¡Voy a cantar «La boda de las hermanas»!

– ¡Canta más bien «Flores de las cuatro estaciones»!

Al lado de la puerta, una mujer de mediana edad me recomienda:

– Es mejor que cante «La boda de las hermanas», pues es una bonita canción.

La muchacha me mira, se inclina, luego desvía la mirada. Su voz cristalina se abre paso entre la algarabía del gentío y se eleva directa en los aires. Me transporta al punto a las montañas. El viento, los cristalinos y oscuros manantiales, las penas que se pasan como la corriente lenta de las aguas, son a la vez lejanos y claros. Imagino las antorchas de los viajeros en la negra sombra de la montaña. Delante de mis ojos flota la visión de un anciano, con una tea de abeto encendida en la mano, que conduce a una muchacha de la misma edad que la joven cantora, delgadísima, con ropas de algodón estampado. Desfilan por delante de la puerta del instructor de estudios de una pequeña aldea. Yo estaba en su casa descansando, no sabía de dónde venían, ni adonde se dirigían, delante de ellos una inmensa montaña de negros bosques profundos. Me dirigieron una mirada sin detenerse, luego penetraron en el bosque. Una pavesa caída delante de la puerta brilló todavía durante un instante. Cuando volví la mirada para dar con el rastro de la antorcha, vi una minúscula llama danzar en la oscuridad, más allá de las rocas. Flotaba en la noche negra y las pavesas que caían detrás de ella trazaban levemente el camino que seguían. Luego todo desapareció, la pequeña llama danzante, las pavesas, igual que una canción, un canto de tristeza puro y luminoso flotando en la sombra de una estancia y en la mecha de una lámpara, no mayor que un guisante. En aquellos años, yo era como ellos, con los pies desnudos en los arrozales trabajando la tierra, y al caer la noche, la casa del instructor era el único refugio donde podía charlar, tomar el té, sentarme y distraerme de mi soledad.

La tristeza ha afectado a todo el mundo, nadie dice una palabra. La muchacha ha parado de cantar desde hace un buen rato, cuando otra, mayor que ella, apoyada contra la puerta, deja escapar un profundo suspiro. Sin duda una muchacha que está a punto de casarse:

– ¡Qué tristeza!

Luego el gentío reclama de nuevo:

– ¡Canta una canción ligera!

– ¡Tío, canta «Las cinco vigilias»! *

– Canta «Las dieciocho caricias».

Son sobre todo los jóvenes los que le interpelan.

El anciano recupera el aliento, se quita su hábito y se levanta del banco para alejar a la joven cantora y los niños pequeños sentados en el umbral de la puerta.

– ¡Vamos, pequeños, vamos, a acostaros! ¡Se acabaron los cantos, vamos, a acostaros!

Nadie quiere marcharse. La mujer de mediana edad, de pie delante de la puerta, les llama entonces uno por uno por su propio nombre. El viejo golpea con el pie en el suelo, como si estuviera enfadado, y se pone a gritar:

– ¡Salid todos! ¡Vamos a cerrar, a cerrar, id a dormir!

La mujer avanza por la estancia y empuja a las chiquillas afuera mientras les grita a los chicos:

– ¡Salid, vosotros también!

¡Los jóvenes sacan la lengua y lanzan un extraño grito!

– Yé…

Finalmente, dos muchachas algo mayores abandonan obedientemente la casa. La gente echa fuera a los otros niños. La mujer va a cerrar la puerta y los adultos que se han quedado en el exterior aprovechan la ocasión para introducirse en la estancia. Una vez echada la tranca, el calor aumenta, así como un fuerte olor a transpiración. El anciano se aclara un poco la voz, escupe al suelo, guiña un ojo hacia el gentío. Ha cambiado de fisonomía. Con expresión maliciosa, avanza con andares de gato. Guiñando los ojos a los presentes, canta con voz contenida:

El hombre prepara, ¿qué prepara?

prepara su bastón,

la mujer prepara, ¿qué prepara?

prepara su acequia.

El gentío le aclama. El anciano se seca la boca con la mano:

El bastón ha caído dentro,

¡se agita como una locha!

Las carcajadas estallan, la gente se parte de la risa, algunos patalean.

– ¡Cántanos también «El pequeño idiota se casa»! -se alza una voz.

Los jóvenes pegan un grito:

– ¡Tcha!

El anciano desplaza la mesa a un lado y hace un espacio en medio de la estancia. Se acuclilla en el suelo, cuando de repente llaman a la puerta. Disgustado, pregunta:

– ¿Quién hay?

– Yo -responde del exterior una voz de hombre.

Abren la puerta y entra un joven, con la chaqueta echada sobre los hombros, el cabello peinado con raya. La gente cuchichea:

– El jefe de la aldea, el jefe de la aldea, el jefe de la aldea…

El anciano se levanta. El recién llegado muestra una sonrisita que refrena al punto cuando su mirada cae sobre el magnetófono puesto sobre la mesa, luego se dirige hacia mí.

– Es mi invitado.

El viejo se vuelve para presentarme al joven.

– Es mi hijo mayor.

Le tiendo la mano. Él se quita la chaqueta que lleva echada sobre los hombros y pregunta sin estrechar la mano:

– ¿De dónde viene?

– Es un profesor de Pekín -se apresura a explicar el anciano.

Su hijo frunce el ceño:

– ¿Tiene usted una carta oficial?

– Tengo un documento -digo sacando mi carnet de miembro de la Asociación de Escritores.

Él lo examina del derecho y del revés, luego me lo devuelve.

– Si no tiene usted una carta oficial, esto no sirve de nada.

– ¿Qué clase de carta oficial quiere usted?

– Una carta del Ayuntamiento del cantón o bien un sello del Ayuntamiento del distrito.

– ¡Pero si mi carnet lleva el sello!

Se queda perplejo, vuelve a coger el carnet y va a examinarlo atentamente bajo la lámpara. Me lo devuelve una vez más:

– No se ve bien.

– ¡He venido especialmente de Pekín con el fin de recopilar canciones populares!

No doy mi brazo a torcer, por supuesto, sin andarme con muchos cumplidos. Como me mantengo firme, se vuelve hacia su padre y le gruñe en tono severo:

– ¡Papá, sabes perfectamente que esto va contra los principios!

– Es un amigo al que acabo de conocer.

El padre quisiera continuar explicándose, pero delante de su hijo, jefe de la aldea, no se ve con valor.

– ¡Volved todos a acostaros! Esto va contra los principios.

El hijo repite una vez más esta frase a los presentes. Algunos han ahuecado ya el ala y sus hermanos menores han recogido los instrumentos musicales y los utensilios. No soy el único en sentirme decepcionado, pues el anciano está en verdad desolado, como si hubiera recibido un jarro de agua fría en la cara. Toda su vitalidad y su espíritu le han abandonado, tiene la mirada extraviada, se encoge de manera que inspira lástima. Me siento obligado a explicarme:

– Su padre es un artista popular como ya no quedan, he venido especialmente para instruirme con él. Sus principios están bien, en principio, pero existen también principios más elevados que están por encima de los suyos…

Sin embargo, sería incapaz de explicarle en este momento cuáles son esos grandes principios.

– Vaya usted mañana al Ayuntamiento del cantón, allí le dirán si esto es legal y regrese con un sello.

Se aplaca un poco, se lleva a su padre a un rincón y le cuchichea alguna cosa más. Por último, se echa de nuevo la chaqueta sobre los hombros y sale.

Una vez que todo el mundo se ha ido, el anciano vuelve a echar la tranca a la puerta y se dirige hacia la cocina. Un instante más tarde, su endeble mujer trae un gran cuenco de queso de soja cocido con carne salada y toda clase de verduras en conserva. Yo me niego a comer, pero el anciano insiste. En la mesa, nadie abre el pico. A continuación, me instalo para dormir con él en una habitación que comunica con la pocilga, al lado de la cocina. Es pasada la una de la noche.

Apenas la lámpara ha sido apagada cuando los mosquitos atacan. Golpeo sin cesar mi rostro, mi cabeza, mis orejas y mis manos. La atmósfera resulta asfixiante, reina en la estancia un olor nauseabundo. El perro de la casa está excitadísimo a causa de mi presencia. Entra y sale, provocando los gruñidos incesantes de los cerdos que se agitan sin cesar. Debajo de la cama, algunas gallinas que han olvidado encerrar en el gallinero están también alteradas a causa del perro. Por momentos, baten las alas. Por más que esté agotado, no consigo conciliar el sueño. Poco tiempo después, un gallo debajo de la cama entona sus cocoricós, pero el anciano sigue roncando. No sé si los mosquitos le pican o si pican solamente a los desconocidos. A menos que mi amigo no pierda toda percepción una vez caído en el sueño. No pudiendo aguantar más, me levanto resueltamente, abro la puerta de la estancia principal y me quedo sentado en el umbral.

Se levanta un viento fresco y dejo de sudar. A través de los contornos confusos de los árboles del bosque, no discierno ninguna estrella en medio de la grisura de la noche. La gente duerme aún profundamente en las dispersas casas de tejados de negras tejas. Nunca habría imaginado que podría pasar una velada tan alegre en esta pequeña aldea de montaña, de apenas una docena de hogares. La decepción de haber sido interrumpido se disipa cuando se apodera de mí el fresco; lo que normalmente llamamos la vida permanece en lo indecible.

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