Un viejo compañero de clase, que no he vuelto a ver desde hace más de diez años, me enseña la foto que ha sacado de un cajón. Se le ve en compañía de una persona de edad y sexo indeterminados. Dice que es una mujer. Están en un huerto, delante de un viejo templo en ruinas. Me pregunta si conozco la novela La amazona del río.
Evidentemente que me acuerdo: una novela de capa y espada en varios volúmenes que un compañero escondía en su casa y que había traído a la escuela primaria cuando íbamos al instituto. Estas novelas estaban formalmente prohibidas. Viejos libros como Los trece caballeros y las siete espadas, Crónica de los caballeros de los montes Emei, Las trece hermanas, uno podía llevárselos a casa si era amigo de su propietario, en caso contrario había que echarles un vistazo durante la clase, con el libro escondido en el cajón del pupitre.
También recuerdo que, siendo más joven aún, tuve una serie de historietas sacadas de La amazona del río. Por desgracia, perdí algunas jugando a las canicas y me quedé inconsolable.
Asimismo recuerdo que este libro, o Las trece hermanas, o alguna otra «amazona», influyó en el despertar de mi sexualidad, de la que ignoraba todo a la sazón. Debía de ser una serie de historietas que procedían de la librería de un viejo librero. En una página figuraba una flor de melocotonero arrastrada por un viento violento, y debajo se explicaba que durante una triste noche de tempestad había sucedido esto o lo otro. El sentido oculto era que la «amazona» había sido apresada por un malhechor que, por supuesto, también dominaba las artes marciales. En la otra página, la «amazona» se hacía discípula de un maestro de kung-fu de Wulin y se entrenaba para realizar el número mágico de las espadas volantes, y seguidamente, sin pensar en nada más que en tomarse cumplida venganza, encontraba a su enemigo y le inmovilizaba la cabeza con la punta de su espada. Pero de repente, presa de un incomprensible sentimiento de piedad, se limitaba a cortarle un brazo, perdonándole la vida.
– ¿Crees que existen todavía amazonas? -me pregunta mi viejo compañero de clase.
– ¿Ésta de la foto es una de ellas? -Ignoro si está bromeando.
En la foto, mi compañero, con su imponente estatura, sus gafas, su uniforme de trabajo de geólogo, su aire sencillo y honesto, me hace pensar siempre en la rata de biblioteca llamada Pierre de Guerra y paz de Tolstoi. Cuando leí esta novela, mi amigo era todavía muy delgado, pero su rostro totalmente redondo, que traslucía bondad, con unas gafas descansando siempre en la punta de la nariz, se asemejaba un poco a unos retratos de Pierre que figuraban en una colección de las obras de Tolstoi, ilustrada por un pintor ruso. En la foto, la «amazona», que no le llega al hombro, ataviada como una campesina con una larga chaqueta de dos faldones paralelos, unas botas militares de goma que sobresalen por debajo de sus pantalones, luciendo un par de ojillos en un semblante asexuado, el cabello cortado a ras de las orejas a la manera de las mujeres mandos del campo, único indicio acerca de su sexo, la «amazona» no se asemejaba en nada a las que se batían cuerpo a cuerpo en mis novelas de capa y espada, mis estampas y mis historietas, con ese aire marcial que les daba su talle ceñido por un ancho cinturón.
– No la infravalores, es muy ducha en artes marciales, y es capaz de matar a cualquiera con la misma facilidad con que arranca una hierba.
Habla en serio.
En la ruta procedente del este de Zhuzhou, el tren llevaba un poco de retraso. Se ha parado en una pequeña estación, sin duda para dejar pasar a un expreso. El nombre de la estación me ha recordado enseguida a mi compañero de clase que trabajaba aquí, en un equipo de prospección geológica, y del que no había vuelto a tener noticias desde hacía más de diez años. El año pasado, el redactor jefe de una revista me hizo llegar, sin embargo, el manuscrito de un texto que él le había mandado, y el nombre del lugar mencionado en el sobre era precisamente el que yo leía en el andén. No llevaba su dirección encima, pero pensé que, en un distrito tan pequeño, no debía de haber varios equipos de prospección geológica. Así que no tendría ninguna dificultad en localizarle. Me bajé entonces inmediatamente del tren. Era un buen amigo de infancia. Las buenas cosas no abundan en este bajo mundo. ¿Existe mayor felicidad que hacer una visita de improviso a un buen amigo?
Al llegar de Changsha, había cambiado de tren en Zhuzhou. Al principio, no pensaba hacer una parada allí, pues no tenía ni parientes ni amigos. No había allí folclore ni antigüedades que prospectar, y anduve errante un día entero por la ciudad y por las riberas del Xiang. Sólo más tarde me di cuenta de que no había hecho otra cosa que andar en busca de impresiones, en suma, algo sin mayor interés.
Había partido de Pekín con mi hatillo a cuestas, como si fuera un refugiado, para llegar a la región montañosa adonde había huido de niño y a los lugares donde había ido a hacerme «reeducar» en una Escuela de Mandos del 7 de Mayo, doce o trece años antes. En esa época, las relaciones entre colegas de un mismo organismo, sin cesar agitados por los movimientos políticos, eran terriblemente tensas. Todo el mundo gritaba eslóganes, defendiendo hasta la muerte a su propia facción, temiendo sin cesar verse abatido por sus adversarios. Nadie habría imaginado que una nueva «dirección suprema» fuese a ordenar que los representantes del ejército vinieran a retirarse a los organismos culturales y que todo el mundo, de no importa qué facción, iba a tener que partir hacia el campo.
Yo soy un refugiado desde mi nacimiento. Mi madre decía que me había dado a luz en pleno bombardeo. Los cristales de la sala de partos del hospital estaban protegidos por tiras de papel, para amortiguar la onda expansiva de las bombas. Felizmente, ella había escapado a las bombas y yo había venido al mundo sano y salvo. Sin embargo, era incapaz de llorar. No di mi primer grito hasta que el tocólogo me dio una pequeña azotaina. He aquí probablemente lo que me ha predestinado a huir durante toda mi vida. Me he acostumbrado a ello y he aprendido a encontrar un poco de placer en los espacios vacíos entre estos períodos de desorden. Mientras todo el mundo permanecía en el andén, sentado sobre su hatillo a la espera, confié mi equipaje a alguien y, como un perro vagabundo, anduve errante por las calles de la ciudad. Incluso terminé por reencontrar en una fonda a un obstinado adversario de mi facción. En aquellos tiempos, la carne de cerdo estaba racionada, y cada uno recibía un vale por una libra de carne al mes. Yo pensaba que también a él le apetecería. En esta fonda, había inesperadamente en el menú un plato de carne de perro a la pimienta, del que cada uno pidió una ración. Compartiendo la misma suerte, sentados a la misma mesa, sin decir ni mu, pidiendo unas rondas de aguardiente. Bebimos y comimos carne de perro juntos, como si la despiadada lucha de clases ya no existiera, como si nadie fuese ya el enemigo de nadie. Pero, por supuesto, ni él ni yo, ninguno de los dos, sacó a relucir la situación política. De hecho, sentados a esa mesa, había tantas cosas de las que se podía hablar, ya fuera de la vieja calle, del papel de arroz con olor a paja que podía adquirirse aquí, de las telas locales hechas a mano que podían comprarse sin necesidad de vales de algodón, del té que se vendía también sin vales y, por último, de los cacahuetes a las cinco especies totalmente inencontrables en Pekín. Él y yo habíamos comprado y los habíamos sacado de nuestras bolsas para comérnoslos con el aguardiente. Y son estos pequeños recuerdos insignificantes los que me han impulsado a pasar toda una jornada en Zhuzhou, después de transbordar de tren en Changsha. En este caso, no tenía ninguna razón para no ir a ver a mi buen amigo de infancia; ¿por qué no darle esta alegría inesperada?
Reservo una cama en un hotel próximo a la pequeña estación y dejo allí mi mochila. En caso de no encontrar a mi amigo, siempre puedo descabezar un sueño en el hotel, mientras hago tiempo para coger el primer tren de la mañana.
En una pequeña tienda que abre de noche, tomo un cuenco de caldo de arroz con alubias mungo que disipa totalmente mi fatiga. Voy a preguntarle a un mando que está tomando el fresco, tumbado en un sillón delante de la oficina del recaudador, para averiguar si existe aquí un equipo de prospección geológica. Se incorpora al punto y me dice que sí, a unos dos lis de aquí, dice en un primer momento, no, a unos tres lis, todo lo más cinco. Al final de esta calle, allí donde no hay ya ninguna farola, hay que doblar una callejuela, atravesar unos arrozales, y luego un pequeño río, por un puente. Del otro lado, no muy lejos, hay algunas casas de pisos de estilo moderno, completamente aisladas, que albergan al equipo de prospección geológica.
A la salida del pueblo, el cielo está tachonado de una multitud de estrellas que iluminan la noche estival. Por doquier resuena el croar de las ranas. Ando metiendo los pies en los charcos de agua, pero no me fijo en ello, pues pienso únicamente en encontrar a mi amigo. Y a eso de medianoche termino por llamar a su puerta en la oscuridad.
– ¡Tú por aquí! -exclama él, loco de alegría.
Es fuerte y corpulento y de una estatura imponente. Vestido con pantalón corto, el torso desnudo, me asesta unos golpes con el abanico de junco que lleva en la mano, lo que me da un poco de aire. Era también una costumbre entre los compañeros ésa de darse unas buenas palmadas en la espalda. En aquella época, yo era el pequeño de la clase y mis compañeros me llamaban «diablillo». Hoy en día, evidentemente, soy un «viejo diablo».
– ¿De dónde sales?
– ¡De debajo de la tierra!
También yo estoy loco de alegría.
– Trae aguardiente, o mejor no, sandía, pues hace demasiado calor -le dice a su mujer.
Ésta es una mujer robusta que trasluce honestidad. Debe de ser natural de aquí. Se limita a reír, sin decir palabra. Es evidente que, al crear una familia, él no ha perdido su amabilidad de antaño.
Me pregunta si recibí el manuscrito que me envió y me explica que ha leído las obras que yo he ido publicando estos últimos años. Pensando que debía de tratarse de mí, dirigió su manuscrito a la redacción de una revista que publicó uno de mis artículos, pidiendo que me lo hicieran llegar.
Me explica que escribió eso porque tenía ganas de pelea, porque no podía aguantarse más. Un globo sonda, en cierto modo.
¿Qué podía decirle yo? Su novela contaba la historia de un niño del campo cuyo abuelo era un viejo hacendado. En la escuela estaba mal visto por sus compañeros y, cada día, oía al profesor explicar que era preciso desmarcarse claramente de los enemigos de clase. Pensando que, al fin y al cabo, todas sus desgracias provenían de este anciano enfermo que no se acababa de morir nunca, ponía en su infusión una flor salvaje venenosa, esa misma que hay que retirar cuando se corta la hierba para los cerdos. Al amanecer, a la hora en que los altavoces difundían El Oriente es rojo para llamar a los campesinos al trabajo, el chiquillo encontraba a su abuelo muerto, tendido en el suelo, con la boca llena de una negra sangre. Describía el estado de ánimo de este niño que miraba este mundo incomprensible con los ojos de un pequeño campesino. Yo le pasé este manuscrito a un redactor conocido mío. Me lo devolvió sin emplear las fórmulas que habitualmente se utilizan en los medios literarios cuando se devuelve un manuscrito. No era el tono oficial del tipo: la intriga no está suficientemente trabajada, la concepción general de la obra no es lo bastante elevada, los caracteres no están del todo elaborados, o bien la obra no es lo suficientemente típica, no, me dijo simplemente que estaba bien escrito, pero que el autor iba demasiado lejos y que las autoridades no permitirían nunca su publicación. Yo lo único que había podido decirle es que el autor trabajaba en el campo como prospector geológico, que estaba habituado a los senderos de montaña y que no podía conocer los límites impuestos en el mundo literario que no era posible transgredir. Le cuento esto con franqueza.
– Bueno, ¿y cuáles son esos límites? -pregunta él con un aire perdido detrás de sus gafas. Sigue pareciéndose a la rata de biblioteca llamada Pierre. ¿Acaso los periódicos no han reafirmado recientemente la libertad de creación y la necesidad que tiene la literatura de describir la realidad?
– Es precisamente a causa de esta jodida realidad por lo que yo he tenido problemas y por lo que estoy aquí -le digo.
Se echa a reír.
– También ha sido jodido para la historia de esta «amazona del río».
Coge la foto y la guarda en un cajón.
– La conocí cuando yo vivía en este templo en ruinas por mi trabajo de prospección. Durante todo el día, ella me hacía partícipe de sus preocupaciones. Llené un cuaderno entero. Ésta es su experiencia.
Saca de un cajón un cuaderno que agita hacia mí.
– Da ampliamente para escribir un libro, cuyo título ya lo tengo pensado, y que sería Notas del templo en ruinas.
– No es un título para una novela de capa y espada.
– Por supuesto que no. Si te interesa, llévatelo y échale un vistazo. Puede servir de materia para una novela.
Luego guarda el cuaderno en el cajón y le dice a su mujer:
– Pensándolo bien, es mejor que traigas aguardiente.
– No me hables de escribir una novela -le digo-. Ahora, no consigo ya ni siquiera publicar mis viejos textos. Tan pronto como ven mi nombre me devuelven mis manuscritos.
– También tú harías mejor ocupándote prudentemente de la geología en vez de escribir lo que sea -le interrumpe su mujer trayendo el aguardiente.
– Entonces, ¿a qué te dedicas ahora? ¡Cuéntame!
Se muestra lleno de solicitud hacia mí.
– Vagabundeo de aquí para allá para escapar de la censura. Me fui hace ya varios meses. Cuando la tempestad se haya calmado, intentaré volver. Si la situación degenera, buscaré un lugar para poner pies en polvorosa. De todos modos, no pienso dejar que me metan en un campo de reeducación por el trabajo como a un manso cordero, como a los viejos derechistas de los años cincuenta.
Y nos echamos a reír.
– Voy a contarte una historia divertida, ¿de acuerdo? -pregunta-. He formado parte de un pequeño destacamento al que las autoridades dieron la orden de buscar minas de oro. ¿Quién hubiera creído que en plena montaña íbamos a capturar a un hombre salvaje?
– Bromeas. ¿Le viste con tus propios ojos?
– ¡No sólo lo vi, sino que además lo capturamos! Algunos estábamos buscando un atajo en la montaña para volver al campamento antes de que cayera la noche. Debajo de una cresta, había un bosque que había sido quemado y había sido plantado de maíz. En ese campo, totalmente amarillo, se veía moverse algo, sin duda una bestia salvaje. Para nuestra seguridad, íbamos armados cuando andábamos por esos lugares. Enseguida pensamos que se trataba de un oso o de un jabalí. No habíamos encontrado oro, pero la suerte nos sonreía a pesar de todo, ya que íbamos a conseguir carne. Algunos rodearon el lugar donde se le veía moverse, pero la cosa aquella debía de habernos oído, dado que emprendió la huida en dirección al bosque. Debían de ser más o menos las tres de la tarde. El sol declinaba ya hacia el oeste, pero el pequeño valle estaba aún perfectamente iluminado. Cuando la cosa aquella se puso a moverse, su cabeza asomó entre los tallos de maíz. ¡Y allí descubrimos a un hombre salvaje con unos pelos que le llegaban hasta los hombros! Todos los muchachos le vieron. Estaban en el colmo de la excitación y exclamaban a voz en grito: «¡Es el hombre salvaje! ¡Es el hombre salvaje!». «¡No dejéis que se escape!», gritaba otro mientras disparaba. Trabajaban durante todo el año en las montañas y raramente tenían ocasión de pegar un tiro. Se desquitaban. Llevados por el entusiasmo, corrían, daban gritos, descargaban sus armas. Al final, le obligaron a salir. Desnudo como vino al mundo, con sus partes al aire, se rindió, manos en alto, pero dio un traspié y se cayó al suelo cuan largo era. No llevaba más que un par de gafas atadas detrás de la cabeza con un hilo bramante. Los cristales totalmente redondos estaban gastados, como de cristal deslustrado.
– ¿Es esto un cuento? -digo.
– ¡Es la pura verdad! -dice su mujer desde la habitación. Todavía no se ha dormido.
– Si quisiera contarle cuentos a alguien, ése no serías tú. Ahora eres novelista.
– El verdadero novelista es él -digo yo dirigiéndome a su mujer-. Tiene dotes innatas de narrador. En nuestros tiempos, en clase, nadie le superaba en este terreno. Una vez que empezaba, los demás nos quedábamos boquiabiertos escuchándole. Lástima que su novela se haya visto abortada antes incluso de haber podido ver la luz.
No podía dejar de sentir un poco de compasión por él.
– Él es así. Sólo habla de este modo porque estás tú aquí; normalmente, nunca dice una palabra de más -dice su mujer desde su cuarto.
– ¡Escucha, pues! -le dice a su mujer.
– ¡Continúa! -Ha excitado verdaderamente mi curiosidad.
Toma un trago de aguardiente para recuperar fuerzas.
– Nuestro grupito se acerca, le quita las gafas y le zarandea un poco con los cañones de los fusiles. Le preguntan en tono severo: «Si eres un hombre, ¿por qué huyes?». Presa de los temblores, él no deja de gemir. Uno de los chavales le da unos cuantos cachetes en la cabeza y le amenaza: «¡Si sigues haciendo ver que eres un diablo, te fusilarán!». En ese momento, él estalla en sollozos diciendo que se escapó de un campo de reeducación y que no se atreve a volver. Le preguntan qué crimen ha cometido. Él dice que es «derechista». «¡Pero si hace tiempo que los "derechistas" han sido rehabilitados! -exclaman mis compañeros-. ¿Tú no has regresado a tu casa?» Explica que su familia no se ha atrevido a darle protección y que se ha refugiado en estas montañas. «¿Dónde tienes a tu familia?», le preguntan de nuevo. «En Shanghai.» Mis compañeros exclaman: «¡Menudos hijos de perra los de tu familia! ¿Y por qué no te protegen?». Dice que tienen miedo de verse comprometidos. Y todos exclaman: «¿Qué historias son éstas de verse comprometidos? ¡Si los "derechistas" han recibido todos indemnizaciones y todo el mundo anda ahora loco por tener un elemento de derechas en su familia!». Y le preguntan también: «¿No estarás mal de la cabeza?». Él dice que no, pero que es muy miope. Y todo el mundo da rienda suelta a sus ganas de reír.
Su mujer se echa también a reír en el cuarto de al lado.
– Realmente no hay otro como tú para contar este tipo de historias -digo sin poder aguantarme la risa. No me sentía tan contento desde hace mucho tiempo.
– Había sido tachado de «elemento derechista» en 1957 y enviado en 1958 a una granja de rehabilitación por el trabajo.
En 1960 estalló la hambruna, ya no había nada de comer. Cubierto de edemas, a un paso de la muerte, huyó para regresar a Shanghai. Permaneció oculto dos meses en casa de los suyos, que se habían empeñado en que regresara al campamento, pues en esa época las raciones de cereal eran insuficientes. ¿Cómo habrían podido tenerle escondido largo tiempo en su casa? Por consiguiente, había vuelvo a partir a la ventura por esas altas montañas donde llevaba viviendo desde hacía más de veinte años. Cuando le preguntaron cómo se las había arreglado para sobrevivir, él explicó que, el primer año, le había recogido una familia de montañeses. Él les ayudaba a cortar leña y a hacer algunas labores agrícolas. A continuación, oyó decir, en la comuna popular que se encontraba un poco más abajo, que iba a venir gente a indagar acerca de su persona y se refugió aún más lejos. Sobrevivió gracias a esta familia que le ayudaba a escondidas y le traía cerillas, un poco de sal y aceite. ¿Cómo se había vuelto «derechista»? Él explicó que en la universidad llevaba a cabo investigaciones sobre las inscripciones oraculares en caparazones de tortuga. En aquella época, lleno de un ardor juvenil, había pronunciado en el transcurso de una discusión algunas palabras insensatas sobre la situación del momento. «¡Levántate, síguenos, que vas a reanudar tus investigaciones sobre las inscripciones oraculares!» Pero él se negó con obstinación, diciendo que tenía que cosechar el maizal que representaba su reserva de cereales para el año, que temía que los jabalíes vinieran a pisotearlo todo si él se iba. Exclamaron todos: «¡Déjales que hagan lo que les venga en gana!». Él quería ir a buscar sus ropas. «Pero ¿dónde las tienes?» «En una cueva, al pie de un acantilado.» Cuando no hacía frío, no se las ponía. Alguien le dio una chaqueta para que se la atara alrededor de la cintura. Luego se lo llevaron al campamento.
– ¿Así terminó la cosa?
– Sí -dijo-. Pero yo he imaginado otro final, tal vez inexacto.
– Dilo, a ver.
– Al día siguiente, tras haber comido y bebido hasta el hartazgo, se despierta después de un sueño reparador y de repente rompe ruidosamente en sollozos. Imposible comprender lo que le pasa. Le preguntan. Llorando a lágrima viva, él no consigue pronunciar más que una frase en medio de sus sollozos: «¡De haber sabido que en el mundo existían personas tan buenas, no hubiera sufrido en vano las injusticias de estos últimos años!».
Tengo ganas de echarme a reír, pero me contengo.
Advierto tras sus gafas un destello de divertida malicia.
– Esta conclusión es superflua -digo yo tras un instante de reflexión.
– La he añadido con toda intención -reconoce dejando las gafas sobre la mesa.
Descubro que la malicia que yo creía advertir en su mirada es más bien tristeza. Es otro hombre cuando lleva puestas las gafas, con su apariencia alegre y sencilla. Nunca le había visto bajo este aspecto de ahora.
– ¿Quieres echarte un momento? -me pregunta.
– No me urge, no tengo sueño por el momento.
Por la ventana, se ven ya los primeros resplandores de la mañana. Fuera, el calor estival se ha disipado y se ha levantado un vientecillo fresco.
– También podemos charlar tumbados -dice él.
Instala para mí una tumbona de bambú y para él una hamaca. Luego apaga la luz y se tumba.
– Debes saber que en aquella época, durante el Movimiento, hicieron indagaciones sobre mí, y fue justamente el equipo que capturó al hombre salvaje el que me detuvo. Estuve a punto de morir fusilado, la bala me rozó el cuero cabelludo, fallaron el tiro, tuve suerte. Aparte de eso, son buena gente.
– Eso es lo que está bien en tu historia del hombre salvaje. Es alegre, mientras que la gente es en extremo cruel. No deberías contarlo todo.
– Para ti es una novela, pero para mí es la vida misma. De hecho, no podré escribir nunca la novela.
– Tan pronto como se habla de piojos, todo el mundo, temiendo serlo, quiere atraparlos, ¿qué se le puede hacer?
– ¿Y si a todo el mundo le importa un bledo?
– La gente tiene miedo de que la detengan, eso es todo.
– Pero tú, precisamente, ¿no quieres atraparlos, verdad?
– Y por dicha razón quieren atraparme a mí.
– ¿Es por eso por lo que vas a seguir corriendo mundo por esas carreteras?
– En cualquier caso, es mejor así, ¿no? ¿Me habría atrevido, de lo contrario, a venir a tomar algo contigo? Me hubiera largado hace ya tiempo, como el hombre salvaje.
– Y tampoco yo te daría protección en mi casa. O bien, ¿nos largamos los dos como unos hombres salvajes?
Y se sienta entre risas en la hamaca.
– Este final es mejor dejarlo correr -dice a su vez tras un momento de reflexión.