Capítulo VI
NARRACIÓN DE COLIN LAMB
Cuando hubimos dado buena cuenta de un par de excelentes bistecs, rociados con numerosos tragos de cerveza, Dick Hardcastle suspiró, satisfecho, anunciando que se sentía mejor que nunca.
—¡Al diablo con los agentes de seguros, los relojes de fantasía y las chicas que dan alocados gritos en plena calle! Veamos qué es lo que te cuentas tú, Colin. Yo creí que habías terminado con esta parte del mundo. Y de pronto te localizamos vagando por las vías más retiradas de Crowdean. Un especialista en biología marítima no puede encontrar nada en Crowdean, querido, te lo digo yo…
—No te rías de la biología marítima, Dick. Se trata de una rama de la Ciencia sumamente útil. Pero sucede que con sólo mencionarla la gente se pone en guardia, temiendo que vayas a explayarte en consideraciones relativas al tema, no dejándote nunca, por tanto, que te expliques.
—Vamos, sí, que no has encontrado ninguna oportunidad de delatarte a ti mismo, ¿verdad?
—Olvidas —dije fríamente— que me gradué en Cambridge. El título no será de mucha categoría, pero es un título oficial al fin y al cabo. La especialidad es muy interesante y un día u otro pienso volver a ella.
—Sé en lo que has estado trabajando, por supuesto —manifestó Hardcastle—. Y no tengo más remedio que felicitarte. El juicio de Larkin se celebrará el mes que viene, ¿verdad?
—Así es.
—Resulta desconcertante. ¿Cómo pudo facilitar informaciones al exterior durante tanto tiempo? Alguien debía haber sospechado de él…
—Pues no ocurrió nada de eso. Cuando a uno se le mete en la cabeza que tal o cual individuo es una excelente persona ni por asomo se le pasa por aquélla lo contrario.
—Tiene que ser un tipo inteligente —comentó Dick.
—No, yo no creo que lo sea. Me parece que obró de acuerdo con las instrucciones que recibía. Tenía acceso a documentos muy importantes. Se los llevaba y cuando esos papeles eran fotografiados los recogía de nuevo volviéndolos a poner en su sitio dentro del mismo día. Una organización excelente. Adoptó la costumbre de comer cada día en un restaurante distinto. Creemos que colgaba su gabán en aquellas perchas en que descubría una prenda exactamente igual que la suya, si bien el dueño de esta última no era siempre el mismo sujeto. Se producía un sencillo y rápido cambio de gabanes, pero el otro hombre jamás cruzó la palabra con Larkin. Nos gustaría averiguar otros pormenores sobre este asunto. Todo había sido bien planeado. Los dientes de las distintas piezas engranaban perfectamente. Ahí había alguien que tenía con qué pensar.
—¿Y es ése el motivo de que aún andes vagando por la Base Naval de Portlebury?
—Sí. Conocemos las derivaciones del caso en ese sentido y también en el que apunta a Londres. Sabemos cómo, cuándo y dónde Larkin recibió el dinero estipulado. Pero existe una especie de brecha en nuestro muro, un boquete… Entre Portlebury y Londres se desenvuelve la organización aludida. Esa es precisamente la parte de la misma que más nos gustaría conocer porque ahí funciona el cerebro rector. En algún punto de esa brecha se encuentra montado el cuartel general del enemigo, donde se trata todo ordenadamente y de manera que cualquier probable pista dejada pueda inducir a mil confusiones a sus seguidores.
—¿Por qué hizo Larkin eso? —inquirió Hardcastle con curiosidad—. ¿Es un político idealista? ¿Deseaba encumbrarse? ¿Buscaba, sencillamente, dinero?
—Deja a un lado los ideales, Dick —respondí—. A ese hombre lo único que le preocupaba era el dinero.
—¿Y no pudisteis haberlo localizado antes fijándoos en el uso que de él hacía? Porque la verdad es que se lo gastó, ¿no? No pensó un momento en ahorrar.
—Lo fue malgastando conforme iba llegando a su poder. Lo cierto es que lo cogimos antes de lo que nos agrada admitir públicamente.
Dick asintió sorprendido.
—Entendido. Una vez desenmascarado, sin él saberlo todavía, retrasasteis su detención, ¿no es eso?
—Más o menos… El hombre había logrado pasar determinada información, sumamente valiosa, antes de que lo descubriéramos. Después le permitimos que procediera igual con otros papeles de valor aparente. Dentro del Servicio a que pertenezco hemos de hacernos los tontos muchas veces.
—No creo que me gustara mucho ese trabajo, Colin —dijo Hardcastle pensativamente.
—La nuestra no constituye una tarea tan emocionante como mucha gente cree. En realidad resulta aburrida en muchas ocasiones. Pero hay algo más… Actualmente llega uno a experimentar la impresión de que no existe nada que pueda calificarse de secreto. Nosotros conocemos sus secretos y ellos los nuestros. Nuestros agentes trabajan a veces, con frecuencia, para ellos y viceversa. Al final ese doble juego se convierte en una pesadilla. Hay días en que pienso que todos nos conocemos, militemos en un campo o en otro, y que no hacemos otra cosa que representar una especie de comedia tratando de disimularlo.
—Te comprendo perfectamente —declaró Dick.
Seguidamente me dirigió una mirada de curiosidad.
—Ya me hago cargo de por qué motivo no pierdes de vista Portlebury. Ahora bien, Crowdean se encuentra a más de diez millas de aquel lugar…
—Es que actualmente, amigo mío, estoy dedicado al estudio de todas las «Crescent»[2].
—¿Qué?
Hardcastle parecía desconcertado.
—Sí. Para decirlo de otro modo: lunas. Lunas nuevas, lunas crecientes y así sucesivamente. Comencé mis indagaciones en el mismo Portlebury. Existe allí una taberna denominada «The Crescent Moon». Perdí mucho tiempo ahondando en lo que se me antoja un detalle bastante particular. A continuación conocí «The Moon an the Stars», «The Rising Moon», «The Jolly Sickle» y «The Cross and the Crescent», esto en una pequeña población llamada Seamede. No hubo nada que hacer pese a que desde mi punto de vista aquéllos parecían unos lugares ideales. Finalmente abandoné las lunas y empecé con las «Crescent». Hay varias de ellas en Portlebury: Lansbory Crescent, Aldridge Crescent, Livermead Crescent, Victoria Crescent…
Observé la expresión del rostro de Dick en aquel momento y me eché a reír.
—No pongas esa cara, Dick. Poseo algo sólido a que agarrarme.
Saqué mi billetero, buscando en el mismo una hoja de papel que mostré a mi amigo. En el ángulo superior derecho figuraba el membrete de un hotel:
Hallamos este papel, evidentemente un trozo de carta, de esas que suelen entregar a la clientela en ciertos establecimientos públicos cuando alguien solicita el recado de escribir, en la cartera de un tipo llamado Handbury. Este individuo representó un papel importante en el caso Larkin. Era eficiente… muy eficiente. Fue atropellado por un coche en Londres… Nadie consiguió hacerse con la matrícula del vehículo. No sé qué puede significar esto. Pienso, simplemente, que nuestro hombre lo anotaría o copiaría porque lo creyó de gran interés. ¿Se trata de una idea que cruzó por su mente? ¿Algo que vio u oyó? Algo que tenía relación con la luna o media luna «crescent» unida al número 61 y a la letra M. Me ocupé del asunto tras su muerte. No sé concretamente qué es lo que busco, pero estoy seguro de que el papel en cuestión me conducirá a alguna parte. ¿Qué significa el número 61 y la letra mencionada? Mis indagaciones arrancan de Portlebury. Llevo tres semanas de incesante trabajo sin el menor resultado positivo. Crowdean se encontraba en mi ruta. Con franqueza, Dick, no esperaba descubrir nada allí. En Crowdean no existe más que una «Crescent»: Wilbraham Crescent. Yo estuve dando un paseo a lo largo de Wilbraham Crescent para ver qué me sugería el número 61, antes de preguntarte a ti si poseías alguna información que pudiera serme de utilidad… Me sucedió una cosa: que no conseguí dar con el citado número.
—Yo te notifiqué oportunamente que el 61 corresponde a una vivienda ocupada por un maestro de obras.
—No es eso lo que yo busco. ¿Ha recibido ese hombre alguna ayuda de allende nuestras fronteras, de un tipo u otro?
—Pudiera ser. Eso es frecuente hoy en día. En caso afirmativo habrá quedado constancia de ello en alguna parte. Mañana me ocuparé de verlo.
—Gracias, Dick.
—Mañana también, precisamente, me propongo visitar las casas situadas a uno u otro lado del número 19. Gestiones de trámite: deseo preguntarle a los que las habitan si vieron a alguna persona, a qué hora, etc. Quizás incluya en mi recorrido las viviendas situadas directamente detrás del 19, aquellas cuyos jardines dan a la misma. Me inclino a pensar que la que ostenta el número 61 se encuentra entre las aludidas. Si quieres puedes venirte conmigo.
Me aferré al ofrecimiento de Dick, podría decir que con las dos manos.
—Seré el sargento Lamb, a tus órdenes, y tomaré notas taquigráficas.
Quedamos en que yo me presentaría en su despacho a las nueve y media de la mañana siguiente.
Llegué allí a la hora convenida. Al enfrentarme con mi amigo vi que estaba indignado, fuera de sus casillas, verdaderamente.
Una vez hubo despedido al grave subordinado con quien había estado hablando hasta aquel instante le pregunté qué ocurría. Durante unos segundos Hardcastle fue incapaz de pronunciar una palabra. Finalmente exclamó:
—¡Esos condenados relojes!
—¿Otra vez los relojes? ¿Qué sucede ahora con ellos?
—Falta uno.
—¿Que falta uno? ¿Cuál?
—El del estuche de cuero, el que lleva la inscripción «Rosemary» en uno de sus bordes.
Emití un silbido de admiración.
—Es realmente extraordinario. ¿Cómo ha podido pasar eso?
—Esos malditos necios… Bueno, yo lo soy tanto como ellos —Dick era un hombre sincero—. Tiene uno que acordarse de los más nimios detalles, estar en todo… De no ser así siempre se produce algún percance. Ayer los relojes estuvieron todo el día en el cuarto de estar. Los puse en manos de la señorita Pebmarsh uno por uno para que los examinara, por si podía reconocerlos. No logramos nada. Luego fueron a por el cadáver…
—¿Y qué más?
—Salí a la puerta para ver cómo se desenvolvía todo. A continuación volví a la casa. Hablé con la señorita Pebmarsh, que estaba en la cocina, y le dije que me iba a llevar los relojes, a cambio de los cuales le entregaría un recibo.
—Sí, recuerdo haberte oído decir eso.
—Después comuniqué a la chica que pensaba enviarla a su casa en uno de nuestros coches y te pedí que la acompañarás hasta el mismo…
—En efecto…
—Entregué a la señorita Pebmarsh el recibo aunque me dijo que no era necesario puesto que los relojes no le pertenecían. Me reuní contigo. Le indiqué a Edwards que quería que embalase con todo cuidado los relojes para traérnoslos aquí. Naturalmente, habría de dejar en la casa el de cuclillo y el de caja… Aquí fue donde me equivoqué. Hubiera debido concretar más, decir los cuatro relojes. Edwards me ha informado que procedió en seguida a cumplimentar mis órdenes. Insiste en que allí, aparte de los dos que he señalado, no había más que tres relojes.
—Poco tiempo supone eso… Tal hecho significa que…
—Millicent Pebmarsh pudo robar el reloj. Quizá se lo llevara cuando yo abandoné la habitación yéndose directamente a la cocina con él.
—Muy probable, pero, ¿por qué razón había de obrar así?
—Tenemos que enterarnos de muchas cosas todavía. ¿Algún otro posible autor o autora de la sustracción? ¿Cabe pensar en la joven? Reflexioné.
—No lo creo. Yo…
Me interrumpí. Acababa de recordar un detalle.
—Continúa, Colin.
—Nos dirigimos hacia el coche que tú habías designado para que la llevara a su casa —declaré bastante molesto—. Se había dejado los guantes en la casa. «Voy a por ellos», le dije. La joven se opuso, alegando que recordaba muy bien dónde los había puesto. Añadió que ya no le importaba volver a entrar en la vivienda porque el cadáver había desaparecido de ella. Echó a correr… Claro que sólo faltó un minuto de mi lado.
—¿Se había puesto los guantes al unirse a ti de nuevo? ¿Los llevaba acaso en la mano?
Vacilé.
—Sí…, sí, yo creo que sí.
—Evidentemente, ni los llevaba en la mano ni se los había puesto. De lo contrario no habrías vacilado.
—Tal vez se los guardara en el bolso.
—Lo peor del caso es que estás «colado» por esa chica —dijo Hardcastle en tono acusador.
—No digas insensateces —repliqué defendiéndome enérgicamente—. A esa joven la vi por vez primera ayer por la tarde y nuestro encuentro no puede calificarse precisamente de romántico.
—No estoy tan seguro de lo que dices —manifestó Hardcastle—. No todos los días asiste uno al espectáculo de una chica cayendo en brazos de un joven, pidiendo auxilio, de acuerdo con lo que pasaba en las obras literarias de la época victoriana. En tales ocasiones, el hombre se siente siempre héroe y galante protector. Pero no tienes más remedio que abandonar tal actitud, amigo mío. ¿A qué decir más? Sabes muy bien, por lo que hasta ahora conocemos, que Sheila Webb puede que esté metida hasta el cuello en este raro asunto de los relojes.
—¿Qué estás sugiriéndome, Dick? ¿Que esta monería de criatura apuñaló a la victima, escondiendo el arma de manera que ninguno de tus sabuesos pudiera dar con ella, tras lo cual salió corriendo de la casa, para lanzarse en mis brazos sin cesar de gritar, representando en todo momento una verdadera comedia?
—Te quedarías sorprendido si te contara algunas de las cosas raras que he tenido ocasión de presenciar a lo largo de mi carrera —repuso Hardcastle, frunciendo el ceño.
—¿Pero es que no te das cuenta —inquirí indignado— de que estoy cansado de tratar con espías bellísimas de todas las nacionalidades? Todas esas mujeres reunían condiciones más que suficientes para hacer olvidar a un soldado, en unos minutos, sus deberes más elementales, sus responsabilidades más inquietantes. Amigo Dick: yo he sido inmune siempre a los encantos femeninos.
—Al final todo el mundo se enfrenta con su Waterloo correspondiente. Ello depende de la mujer que uno encuentre. Sheila Webb parece ser tu tipo.
—Sea como sea no me explico tus sospechas. ¿Qué es lo que te hace desconfiar de esa muchacha?
Hardcastle suspiró.
—Por lo visto no te has dado cuenta aún de mi situación. Has de fijar, forzosamente, un punto de partida. El cadáver fue hallado en la casa de la señorita Pebmarsh, quien, por tal circunstancia, pasa al primer plano de mi atención. Y fue la señorita Sheila Webb la persona que lo descubrió… No necesitaría decírtelo, pero frecuentemente ocurre que la persona que encuentra un cadáver es al mismo tiempo aquélla que vio por última vez viva a la víctima. Hasta el instante en que conozcamos más hechos, esas dos mujeres tienen que acaparar ineludiblemente nuestra atención.
—Cuando yo entré en el cuarto de estar, después de las tres de la tarde, vi un cadáver que llevaría allí media hora por lo menos, probablemente más tiempo. ¿Qué dices a eso?
—Sheila Webb dispuso para comer de una hora, la que va desde la 1:30 a las 2:30.
Miré exasperado a Dick.
—¿Qué has averiguado acerca de Curry?
Hardcastle exclamó, con un inesperado acento de amargura:
—¡Nada!
—¿Qué quieres darme a entender con ese «¡nada!»?
—Que no ha existido nunca tal persona.
—¿Y cuáles han sido las manifestaciones de los regidores de la «Metropolis Insurance Company»?
—No nos han podido decir nada porque… tampoco existe tal entidad. Igual ocurre con las señas que conocíamos. Tanto la calle Denvers Street como su número correspondiente, desde luego, así como el apellido citado y la firma comercial, son datos completamente fantásticos.
—Muy interesante —opiné—. Ese hombre, por consiguiente, se procuró unas tarjetas plagadas de falsedades.
—Así es.
—¿Con qué idea?
Hardcastle se encogió de hombros.
—Por ahora todo son suposiciones. Existe la posibilidad de que hiciese seguros tan falsos como todo lo demás, ganándose así alguna que otra prima: tal vez se dedicara a hacer ciertas raterías, siéndole relativamente fácil el acceso a los domicilios particulares; quizá fuese un timador o miembro de una agencia privada de detectives… No sabemos con certeza nada.
—Pero lo averiguaréis.
—¡Oh, sí! Al final lo sabremos. Estudiaremos sus huellas digitales para comprobar si existen antecedentes de él en nuestros archivos. En caso afirmativo habríamos dado un paso hacia delante decisivo. Si no ocurre así tropezaremos con una grave dificultad.
—Detective privado… —dijo pensativamente—. No me parece mal orientada esta suposición. Da lugar a determinadas posibilidades.
—Hipótesis, eso es todo lo que hemos conseguido establecer hasta ahora.
—¿Cuándo será la encuesta judicial?
—Pasado mañana. Una cosa de trámite a la que seguirá un aplazamiento.
—¿Qué ha dicho el forense?
—La muerte fue causada mediante un cuchillo muy afilado. Igual que el que suele utilizarse en las cocinas para cortar las verduras o un instrumento similar.
—Con eso la señorita Pebmarsh queda eliminada más bien, ¿no te parece? Es muy difícil, por no decir imposible, que una mujer ciega apuñale a un hombre. Bueno, me imagino que es ciega de veras.
—¡Oh, sí! Hemos hecho averiguaciones en ese sentido. No nos ha engañado. La mujer enseñaba matemáticas en un colegio del Norte… Perdió la vista hace unos dieciséis años, se adiestró en la utilización del sistema Braille y por último logró colocarse en el «Aaronberg Institute».
—¿No podría padecer la señorita Pebmarsh alguna aberración mental?
—¿Una manía relacionada con los relojes y los agentes de seguros?
—En realidad es que todo esto resulta tan fantástico… —No pude evitar unas manifestaciones de entusiasmo— lo mismo que Ariadne Oliver en sus peores momentos y Garry Gregson en la plenitud de su forma de escritor…
—Sigue hablando, querido. Diviértete. Tú no tienes que satisfacer las exigencias de un superintendente o de mi inmediato superior…
—¡Dick! Tal vez obtengamos alguna información útil de los vecinos.
—Lo dudo —repuso Hardcastle con amargura—. Si ese hombre fue apuñalado en el jardín de la fachada y dos hombres enmascarados lo trasladaron al interior de la casa nadie puede haberlo visto… Será mala suerte, chico, pero la verdad es que esto no es ningún pueblo. Wilbraham Crescent es una zona residencial situada junto a una carretera. A la una, las mujeres que hubieran podido descubrir algo sospechoso se encontraban ya en sus casas. A esa hora no circula por allí ni un coche de niños…
—Es posible que haya entre los vecinos algún anciano inválido que tenga la costumbre de permanecer junto a la ventana de su habitación todo el día.
—Lo hemos buscado detenidamente, pero no hay nada de eso por allí.
—¿Qué has averiguado acerca de las casas número 18 y 20?
—La que lleva el número 18 está habitada por el señor Waterhouse, empleado de la firma «Gainsford & Swettenham, Abogados», y su hermana, una mujer muy dominante, que hace de él lo que quiere. Todo lo que sé de la vivienda número 20 es que la ocupa una mujer que mantiene a unos veinte gatos. No me agradan estos bichos…
Le dije a mi amigo que la vida del policía es una de las más duras que se conocen. Seguidamente nos pusimos en marcha.