Capítulo IV

NARRACIÓN DE COLIN LAMB


—¿A dónde vamos? —le pregunté a Dick Hardcastle.

Este se dirigió al chófer del vehículo.

—Llévenos al «Cavendish Secretarial Bureau». Este se encuentra en Palace Street. Suba la explanada que queda a la derecha.

—Sí, señor.

El coche arrancó. Por los alrededores de la casa había algunas personas que estudiaban con interés aquélla. El gato color naranja se hallaba sentado todavía a la entrada de la vivienda vecina, la de Diana Lodge. Ya no se pasaba las manos por los hocicos sino que permanecía muy erguido, haciendo oscilar su cola con ligereza. Por su elevada posición quedaba al nivel de las cabezas de los curiosos, a los que contemplaba con ese absoluto desdén que por los humanos sienten, más que ningún otro animal, los gatos y los camellos.

—El «Secretarial Bureau» y luego la mujer de la limpieza, por ese orden —manifestó Hardcastle—. El tiempo pasa… —El inspector consultó su reloj de pulsera—. Hace un rato que dieron las cuatro —hizo una pausa antes de añadir—: Una chica atractiva, ¿verdad?

—Muy atractiva —respondí.

Hardcastle me miró, divertido.

—Nos contó una notable historia, querido. Será mejor que procedamos a comprobarla cuanto antes…

—¿No pensarás que…?

Hardcastle me atajó.

—Siempre he sentido un gran interés por las personas que encuentran por casualidad un cadáver…

—Pero, ¡si esa muchacha estuvo a punto de enloquecer a causa del pánico! Debieras haberla oído gritar…

Dick me miró burlonamente una vez más, repitiendo que se trataba de una joven sumamente atractiva.

—Bueno, ¿y cómo fue que te encontraras vagando por Wilbraham Crescent, Colin? ¿Qué hacías por allí? ¿Admirar nuestra hermosa arquitectura victoriana? ¿O te plantaste en aquel distrito con un fin concreto?

—Tenía un propósito, desde luego. Buscaba el número sesenta y uno… y no logré dar con él. ¿Es que no existe?

—Naturalmente que existe. La numeración llega al ochenta y ocho, según creo.

—Pero… Fíjate, Dick: al alcanzar el número veintiocho vi el final de Wilbraham Crescent.

—La gente que no conoce bien el lugar sufre siempre esas confusiones. Si giras hacia la derecha por Albany Road arriba y das otra media vuelta poco más adelante te encontrarás en la otra mitad de Wilbraham Crescent. Las viviendas se hallan unidas por sus partes posteriores, esto es, jardín contra jardín…

—Ya comprendo —respondí después de haber escuchado atentamente su explicación—. Pasa una cosa semejante con muchas plazas y parques de Londres. Ahí tienes la plaza Onslow. O si no, Cadogan. Echas a andar por un lado y de repente te encuentras en una plaza o en unos jardines. Hasta los taxistas suelen desorientarse. Pero, sea como sea, ese número sesenta y uno existe. ¿Tienes alguna idea sobre la identidad de las personas que viven allí?

—¿En el sesenta y uno? Veamos… Sí. En esa casa habita, seguramente, Bland, el maestro de obras.

—¡Oh! Mal asunto.

—¿Qué pasa?

—No había pensado precisamente en un maestro de obras. A menos… ¿Vive allí desde hace tiempo? ¿Ha comenzado a trabajar ahora como tal maestro?

—Bland nació allí, creo. Se trata, pues, de un vecino. ¿Quién con más derecho que él a ostentar ese título? Trabaja en su profesión desde hace años.

—Desconcertante.

—En su profesión es de lo peor que existe. Acostumbra utilizar en las obras que le encomiendan materiales de nula calidad. Levanta ese tipo de casas que producen una excelente impresión a primera vista, dentro de las cuales todo se cae o funciona mal cuando alguien se decide a habitarlas. El hombre se bandea bien. Se comprende: la mucha práctica. Por ahora va escapando…

—No está bien que me tientes, Dick. El hombre que yo quiero habría de ser una criatura de inquebrantables virtudes.

—Bland se hizo de un puñado de dinero hace un año… Mejor dicho, fue su esposa quien lo consiguió. Ella es canadiense; llegó aquí durante la guerra y conoció a nuestro hombre. Su familia se opuso a su matrimonio con Bland y en cierto modo rompió con ellos cuando se casaron. Hace unos meses murió un tío abuelo de la señora. Había perdido aquél a su único hijo en un accidente aéreo. Esto, unido a las bajas habidas en la familia en los distintos frentes en que luchaban las fuerzas armadas y otras circunstancias dejaba a la señora Bland como heredera única. En consecuencia, el abuelo le legó su dinero. Tengo entendido que gracias a esto se libró Bland de la ruina. Por entonces iba a declararse en quiebra.

—Parece ser que sabes muchas cosas acerca de ese buen maestro.

—¡Oh! Ya sabes lo que pasa… Los organismos de la Hacienda nacional se interesan siempre por aquellos hombres que se hacen ricos de la noche a la mañana. Sus jefes se preguntan si habrán llevado o no a la práctica determinadas triquiñuelas y al final optan por llevar a cabo a su vez las comprobaciones precisas. Así procedieron en este caso y todo resulto bien.

—De todas maneras, un hombre que se ha vuelto rico repentinamente no me interesa. No encaja en lo que yo busco.

—¿No?

Incliné la cabeza.

—¿Y terminaste con ello?

—Se trata de una historia que resultaría un poco larga de tenerla que contar —respondí evasivamente—. ¿Quieres que cenemos juntos esta noche, tal como habíamos planeado, o supone un obstáculo tu trabajo…?

—Nada de eso. De momento sólo hay que preocuparse de poner nuestra maquinaria en funcionamiento. Nos proponemos averiguar cuanto sea posible acerca del señor Curry. Una vez sepamos quién era y a qué se dedicaba es muy probable que entremos en posesión de ciertos datos que nos permitan dar con la persona o personas interesadas más o menos directamente en quitarlo de en medio.

Hardcastle fijó su mirada en los edificios cercanos a la calzada.

—Hemos llegado.

El «Cavendish Secretarial & Typewriting Bureau» se encontraba situado en la principal vía comercial, denominada, un tanto grandilocuentemente, Palace Street. Al igual que muchos otros locales del distrito, ofrecía el aspecto de una casa de estilo victoriano debidamente adaptada al gusto moderno. A la derecha de ella, en una construcción similar, se leía el siguiente rótulo: «Edwin Glen, Fotógrafo Artista. Especialidad en retratos infantiles, grupos de bodas, etc.» Para realzar tal anuncio el escaparate se hallaba lleno de ampliaciones en todos los tamaños imaginables, en las que aparecían efigies de niños hasta la edad de seis años. Esto, evidentemente, había sido proyectado para atraer a las mamás. Veíanse también algunas parejas y hombres de aire tímido acompañados por sonrientes niñas. Al otro lado del «Cavendish Secretarial Bureau», estaban las oficinas de una anticuada firma dedicada al comercio de carbones. Más allá surgía un moderno edificio de tres pisos, en brusco contraste con las casas circundantes, proclamándose a sí mismo el «Oriente», café y restaurante.

Hardcastle y yo penetramos en el edificio que habíamos estado buscando, utilizando luego las escaleras. En el piso correspondiente encontramos una puerta abierta, que cruzamos siguiendo la indicación de un rótulo, que había a la derecha, el cual rezaba: «Entre, por favor». Vimos una sala espaciosa en la que tres jóvenes escribían a máquina. Dos de ellas continuaron absortas en su tarea pese a nuestra llegada. La tercera, acomodada ante una mesa sobre la cual había un intercomunicador, hizo un alto en su labor mirándonos con un gesto de interrogación. Parecía tener un caramelo en la boca. Habiéndoselo colocado dentro de ésta en una posición conveniente nos preguntó con voz un poco gangosa:

—¿En qué puedo servirles?

—¿La señorita Martindale? —inquirió Hardcastle.

—Me parece que en este momento se encuentra ocupada telefoneando…

La chica manipuló en el intercomunicador diciendo por fin ante el mismo:

—Dos caballeros desean verla, señorita Martindale. —La joven levantó la vista, preguntándonos—: ¿sus nombres, por favor?

—Hardcastle —repuso Dick.

—El señor Hardcastle, señorita Martindale. —Seguidamente la muchacha interrumpió la comunicación, poniéndose en pie, agregando—. Por aquí, hagan el favor.

La joven nos condujo ante una puerta en la que en letras doradas aparecía el apellido de la directora del establecimiento. Abierta aquélla se hizo a un lado para dejarnos pasar.

—El señor Hardcastle —anunció al tiempo que cerraba la puerta a nuestras espaldas.

La señorita Martindale estaba sentada tras una gran mesa. Al entrar nosotros nos miró atentamente. Era una mujer de aspecto vivaz que rondaría los cincuenta años. Llevaba sus rojizos cabellos peinados a lo «pompadour». Tenía unos ojos brillantes que daban la impresión de mantenerse siempre alerta.

Su mirada se detuvo en Dick, fijándose luego en mí.

—¿El señor Hardcastle?

Dick sacó de su cartera una de sus tarjetas oficiales, entregándosela. Yo procuré quedar en segundo plano ocupando una silla junto a la entrada del despacho.

La señorita Martindale enarcó las cejas, denotando su sorpresa y su disgusto.

—¿El detective inspector Hardcastle? ¿En qué puedo serle útil, inspector?

—He venido para solicitar de usted una pequeña información, señorita. Creo que está en condiciones de poder ayudarme.

Guiándome por el tono de su voz pensé que Dick había decidido andarse con ciertos rodeos antes de abordar la cuestión que le había llevado allí, mostrándose lo más amable posible. Yo dudaba de que la señorita Martindale respondiera adecuadamente a su sutil maniobra. Pertenecía a ese tipo humano que los franceses denominan con la frase une femme formidable.

Yo estaba estudiando el escenario de la entrevista. En la pared, por encima de la cabeza de la directora de la firma, descubrí toda una colección de fotografías dedicadas. Una de ellas era de Ariadne Oliver, escritora de novelas policíacas, a la que conocía superficialmente. Afectuosamente suya, Ariadne Oliver, rezaba su dedicatoria, estampada a través del retrato. Muy agradecido, Garry Gregson, eran las palabras que se leía en otro. Garry Gregson, escritor de obras de misterio, había muerto dieciséis años atrás. Suya siempre, Miriam, era la dedicatoria que figuraba en otra fotografía de Miriam Hogg, escritora especializada en la novela de tipo romántico. La literatura atrevida quedaba representada allí por Armand Levine, cuyo rostro tímido, coronado por una gran calva, se asomaba al despacho desde su retrato, en el que el escritor había dejado correr la pluma brevemente, poniendo en letra muy menuda: «Reconocido», palabra que iba seguida de su nombre completo. Existía cierta similitud en los «trofeos» ostentados por cada una de aquellas personas. Los hombres, en su mayoría, vestían trajes de gruesa lana y las mujeres, muy serias, tendían a perderse entre una masa de pieles.

Mientras yo repasaba todo aquello, no dando descanso a los ojos, Hardcastle comenzó a disparar sus preguntas.

—Trabaja aquí una chica llamada Sheila Webb, ¿verdad?

—En efecto. Me parece que no se encuentra en este instante en la oficina… Al menos…

La señorita Martindale oprimió uno de los botones de su intercomunicador, diciendo.

—Edna: ¿ha vuelto ya Sheila Webb?

—No, señorita Martindale, todavía no.

Aquélla cortó la comunicación.

—Salió a primera hora de la tarde para atender a un cliente —explicó—. Debe estar de regreso ya. También es posible que luego se fuera al «Curlew Hotel», al final de la Explanada, donde tenía que presentarse a las cinco.

—Muy bien. ¿Qué podría contarme usted en relación con la señorita Sheila Webb?

—Poca cosa —replicó la señorita Martindale—. Trabaja conmigo desde… veamos, sí, desde hace un año, aproximadamente. Como empleada no puedo reprocharle nada.

—¿Sabe usted dónde estuvo trabajando anteriormente?

—No me sería difícil averiguarlo si le interesa conocer tal dato, inspector Hardcastle. Debemos tener en nuestro archivo sus referencias. De memoria puedo adelantarle que figuró en la nómina de otra firma londinense y que sus antiguos patronos dieron de ella unas referencias excelentes. Creo, aunque no estoy segura, que se trataba de una entidad dedicada a la compra-venta de inmuebles…

—¿Ha dicho usted que es eficiente en su cometido?

—Muy eficiente —señaló la señorita Martindale, quien no daba la impresión de ser una de esas personas que prodigan los elogios.

—¿Extraordinaria?

—No, yo no llegaría a afirmar eso. Trabaja con bastante rapidez y es una chica bien educada. Como mecanógrafa resulta cuidadosa y exacta.

—¿Existe entre ustedes alguna relación de carácter privado?

—No. Sheila Webb vive con una tía suya. —Al tocar este punto la señorita Martindale dio señales de desasosiego—. ¿Podría saber, inspector Hardcastle, por qué me hace todas esas preguntas? ¿Es que se ha metido en algún lío esta chica?

—Yo no diría tanto… ¿Conoce usted a una tal señorita Millicent Pebmarsh?

—Pebmarsh… —repitió la señorita Martindale enarcando las cejas—. Pues… sí. Ahora lo recuerdo, por supuesto. Sheila fue a su casa esta tarde. La cita quedó fijada para las tres.

—¿Cómo se concertó aquélla?

—Por teléfono. La señorita Pebmarsh requirió los servicios de una taquimecanógrafa y yo le envié a esa joven.

—¿Se interesó ella especialmente por Sheila Webb?

—Sí.

—¿A qué hora se produjo la llamada telefónica?

La señorita Martindale reflexionó unos segundos.

—Fui yo quien habló con ella. Esto quiere decir que la chica estaría comiendo. Serían las dos menos diez… Antes de las dos, de todos modos. ¡Ah! Aquí veo un apunte, en mi bloc de notas. Era la una y cuarenta y nueve minutos, exactamente.

—¿Le habló la misma señorita Pebmarsh?

La señorita Martindale no pudo evitar un gesto de sorpresa.

—Eso supongo.

—¿No reconoció usted su voz? ¿No la conoce personalmente?

—No. No la conozco. Me dijo que se llamaba Millicent Pebmarsh, dándome a continuación sus señas, un número de Wilbraham Crescent. Luego, como ya he dicho, preguntó por Sheila Webb. Quiso saber si estaba libre y si podría presentarse en su casa a las tres.

La declaración era clara, terminante. Me dije que la señorita Martindale sería en determinadas circunstancias una excelente testigo.

—Le quedaría muy reconocida si tuviera la amabilidad de explicarme a qué viene todo esto —solicitó la directora del «Bureau» dando muestras de impaciencia.

—Pues verá, señorita Martindale. Millicent Pebmarsh niega haber hecho tal llamada.

Los ojos de su interlocutora se dilataron a causa del asombro…

—¿De veras? ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—Usted, por otra parte, afirma que la llamada telefónica se produjo, si bien no se halla en condiciones de asegurar que fue la propia Millicent quien se encontraba al otro extremo del hilo.

—No, por supuesto. No puedo hacer afirmaciones categóricas en ese aspecto. No conozco a esa mujer. Claro que no se me alcanza qué fin… ¿Ha habido una suplantación de personalidad o algo por el estilo?

—Peor que eso —repuso Hardcastle secamente—. ¿Expuso la señora Pebmarsh, o la persona que fuese, alguna razón para justificar sus preferencias por Sheila Webb?

La señorita Martindale reflexionó un segundo.

—Creo recordar que alegó que la joven había trabajado ya en una ocasión anterior para ella.

—¿Y era cierto eso?

—Sheila dijo que no recordaba haber hecho nada con destino a la señorita Pebmarsh. Sin embargo, inspector, no hay que tomar sus palabras al pie de la letra. Las chicas visitan puntos muy diferentes y variados de la ciudad y es imposible que se acuerden de si han estado o no en un sitio u otro al cabo de unos meses. Sheila no estaba muy segura… Simplemente: no recordaba haber visitado el domicilio de esa cliente. Bueno, pero aun suponiendo que hubo aquí una suplantación no acierto a ver, inspector, qué puede motivar en este asunto su interés.

—Iba a ocuparme precisamente de eso. Cuando la señorita Webb llegó al número diecinueve de Wilbraham Crescent entró en la casa y luego en el cuarto de estar. La joven me dijo que ésas eran las instrucciones que le habían dado. ¿Está usted de acuerdo?

—De acuerdo por completo —contestó la señorita Martindale—. Nuestra cliente manifestó que podía ser que llegara a la casa con algún retraso. Sheila, de no ser atendida por nadie, debería entrar en la vivienda y aguardar allí a la dueña.

—Cuando la señorita Webb penetró en el cuarto de estar —prosiguió diciendo Hardcastle—, encontró el cadáver de un hombre tendido en el suelo.

La señorita Martindale contempló absorta al inspector. Por unos segundos no acertó a pronunciar una palabra.

—¿Un cadáver, ha dicho usted?

—El cadáver de un hombre que había muerto asesinado. Precisaré más: el hombre en cuestión murió apuñalado.

—¡Oh, Dios mío! ¡Qué impresión tan terrible debió experimentar esa chica!

Era de esperar un comentario de este tipo en una mujer como la señorita Martindale.

—¿Le dice a usted algo el apellido Curry? El nombre completo de la víctima era R. H. Curry.

—No, no me sugiere nada.

—Pertenecía a la «Metropolis & Provincial Insurance Company»…

La señorita Martindale continuó moviendo la cabeza, denegando.

—Ya ve usted cómo queda planteada la situación, señorita. Me ha dicho antes que la señorita Pebmarsh le telefoneó solicitando la presencia de Sheila Webb en su casa a las tres de la tarde. Por otro lado aquélla niega a haberla llamado. No obstante, Sheila fue allí, descubriendo el cadáver de un hombre…

El inspector esperó la respuesta de la señorita Martindale pacientemente.

Ella le dirigió una inexpresiva mirada.

—Todo esto se me antoja tremendamente extraño —comentó con un gesto de desaprobación.

Dick Hardcastle suspiró, poniéndose en pie.

—Tiene usted un bonito despacho —opinó cortésmente—. Este negocio cuenta ya con algunos años de existencia, ¿verdad?

—Quince, exactamente. Nos ha ido muy bien. Iniciado en pequeña escala hemos ido ampliándolo hasta llegar, quizás, a abarcar más de lo que podemos… En la actualidad empleo ocho chicas, las cuales no paran de trabajar un momento a lo largo de la jornada.

—Ya veo que hacen ustedes una gran cantidad de trabajos literarios —declaró Hardcastle fijándose en las fotografías de las paredes.

—En efecto. Al comenzar todo esto me especialicé con los escritores. Durante muchos años trabajé con el famoso Garry Gregson, autor de novelas de misterio. Financié este «Bureau» con un legado suyo, precisamente. Conocía a algunos de sus amigos y compañeros de profesión y éstos me fueron recomendando a otros. Sabía lo que cada uno deseaba y ello supuso una gran ayuda para mí en la primera etapa del desenvolvimiento del negocio. En el terreno de la investigación presto servicios sumamente útiles, facilitando fechas y citas, aclarando puntos legales y señalando los trámites policíacos en determinadas circunstancias, suministrando detalles referentes a ciertas substancias químicas y sus efectos… Hacemos lo que se presenta en tal aspecto, señor inspector. También facilitamos a nuestros clientes nombres extranjeros de personas o establecimientos públicos, con sus señas respectivas, para las novelas cuya acción transcurre fuera de Inglaterra. Antiguamente, los lectores no exigían de sus escritores favoritos tanta precisión, pero en la actualidad hay muchos que nada más advertir un fallo en ese sentido se apresuran a subrayarlo mediante la oportuna carta…

La señorita Martindale hizo una pausa. Hardcastle dijo cortésmente:

—Estoy seguro de que tiene usted muchos motivos para felicitarse a sí misma.

El inspector fue hacia la puerta. Yo la abrí en el acto.

En la oficina, las tres chicas se preparaban para salir. Las máquinas de escribir estaban ya enfundadas. Edna, la recepcionista, no pudo hacer un gesto más expresivo de desconsuelo en aquellos instantes. Estaba de pie y en una mano tenía uno de sus zapatos y en la otra el tacón correspondiente al mismo.

—Aún no ha transcurrido un mes desde el día que me los compré —declaró, quejosa—. Y me costaron bastante caros. La culpa es de ese enrejado de la esquina, uno de los respiraderos del «Metro». ¿Sabéis a cuál me refiero? Al de enfrente de la pastelería… Metí el pie en aquél y el tacón saltó. Como no podía andar me descalcé, regresando aquí con un par de bollos y los zapatos en las manos. Aún no sé cómo podré coger ahora el autobús…

Al llegar a este punto de su discurso Edna advirtió nuestra presencia, apresurándose a esconder el zapato motivador de su disgusto, al tiempo que miraba de un modo especial a la señorita Martindale, que no me pareció una mujer inclinada a aprobar el calzado femenino de altísimos tacones. Ella misma usaba unos zapatos planos sumamente «sensatos»…

—Gracias por su atención, señorita Martindale —dijo Hardcastle—. Lamento haberla entretenido tanto tiempo. Si repara usted en algo que…

—Naturalmente —contestó la señorita Martindale, interrumpiendo a su interlocutor con franca brusquedad.

En el momento de acomodarnos en el coche dije yo:

—De manera que la historia de Sheila Webb, pese a tus sospechas, resulta ahora ser completamente cierta.

—Está bien, está bien —manifestó Dick—. Tú ganas.

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