Capítulo XVIII

Hardcastle llegó al número 19 de Wilbraham Crescent en el preciso instante en que la señorita Pebmarsh abandonaba su casa.

—¿Me puede usted conceder unos minutos? —preguntó cortésmente el inspector.

—¡Oh! ¿Es usted el detective inspector Hardcastle?

—Sí. ¿Tiene inconveniente en que charlemos un rato?

—No quisiera llegar tarde al instituto. ¿Me entretendría mucho tiempo?

—Tres o cuatro minutos solamente.

La mujer penetró en la casa y Hardcastle la siguió.

—¿Está usted enterada de lo que ha sucedido esta tarde?

—¿Ha ocurrido algo?

—Me figuré que conocía la noticia. En el interior de la cabina del teléfono público que hay ahí abajo en la carretera, fue asesinada una joven.

—¿Asesinada? ¿Cuándo?

Hardcastle echó un vistazo al gran reloj de caja que había en el cuarto.

—Hace dos horas y tres cuartos.

—No sabía nada, nada… —replicó la señorita Pebmarsh.

El inspector notó en su voz un momentáneo acento de ira. Aquél pensó que, seguramente, por ignorados caminos, había llegado a su mente un estado de consciencia respecto a su invalidez que le había producido un fugaz arranque de desesperación.

—¡Una chica asesinada! —exclamó Millicent Pebmarsh—. ¿Quién es ella?

—Se llamaba Edna Brent y trabajaba en el «Cavendish Secretarial Bureau».

—¡Otra de esas jóvenes! ¿Es que había sido enviada a alguna parte, igual que le ocurriera a su compañera, Sheila…? ¿Cuál era su apellido?

—Me parece que no —contestó el inspector—. ¿No vino esa chica aquí, a verla?

—¿Que si estuvo aquí? No. Desde luego que no.

—De haberse acercado a esta casa, ¿la habría encontrado a usted en ella?

—Lo ignoro. Depende de la hora…

—A las 12:30 o quizás un poco más tarde.

—Pues sí —declaró la señorita Pebmarsh—. A esa hora sí que me habría encontrado en casa.

—¿A dónde fue usted después de la encuesta?

—Vine directamente hacia acá. —La mujer se detuvo, inquiriendo a continuación—: ¿por qué cree que esa chica se proponía verme?

—Edna Brent asistió a la encuesta hoy y ella debió verle a usted allí. Algún motivo la impulsaría a dirigirse hacia Wilbraham Crescent. De acuerdo con nuestros informes la muchacha no conocía a ninguna de las personas que habitan en este distrito.

—Doy por descontado que ella me viera en el Palacio de Justicia. Ahora bien, ¿justifica eso que después quisiera venir aquí? ¿Para qué?

El inspector esbozó una sonrisa de disculpa. Luego comprendiendo que la señorita Pebmarsh no podía contemplar su gesto, procuró hablarle dando a sus palabras una entonación especial, para desarmarla.

—Con las chicas no sabe uno nunca a qué atenerse. Quizá deseara conseguir su autógrafo o algo por el estilo…

—¡Un autógrafo! —exclamó la señorita Pebmarsh, desdeñosa. A continuación añadió—: Sí… Supongo que tiene usted razón. Suelen ocurrir estas cosas, a veces. —Inmediatamente movió la cabeza, poseída de cierta agitación—. Hoy, sin embargo, inspector Hardcastle, puedo asegurarle que no ha ocurrido lo que acaba de indicarme. Desde la hora de mi regreso, tras la encuesta, en mi casa no se ha presentado nadie.

—Pues nada más entonces, señorita Pebmarsh. Muchas gracias. La policía se ve obligada siempre a considerar todas las posibilidades.

—¿Qué edad tenía esa muchacha?

—Me figuro que unos diecinueve años.

—¿Diecinueve años? Era muy joven —la voz de la señorita Pebmarsh se alteró ligeramente—. Sí… Muy joven. ¡Pobrecilla! ¿Quién seria capaz de matar a una criatura así?

—Se dan casos… —apuntó Hardcastle.

—¿Era bonita… atractiva…?

—No. A mi juicio, no.

—Entonces ése no puede haber sido el móvil del crimen —dijo Millicent Pebmarsh, absorta en sus pensamientos—. Lo siento. Siento de veras, inspector Hardcastle, no serle de más utilidad.

El inspector se marchó. La personalidad de la señorita Pebmarsh le había impresionado siempre, desde el primer momento de su relación con ella.


* * *

La señorita Waterhouse se encontraba también en casa. Abrió la puerta con una rapidez que delataba su secreto deseo de sorprender a alguien haciendo cualquier cosa indebida.

—¡Ah, es usted! —exclamó—. De veras, inspector, ya he dicho a sus agentes cuanto sabía.

—Estoy seguro de que habrá respondido adecuadamente a cuantas preguntas le han formulado mis hombres. Sin embargo, he de decirle que no es posible reparar en todos los detalles inmediatamente. Hay que fijarse en ciertos pormenores que surgen después.

—¿Para qué? Desde luego, todo esto es terrible —manifestó la señorita Waterhouse, dirigiendo al inspector una severa mirada—. Entre, entre. No va usted a quedarse ahí… Entre y siéntese y hágame cuantas preguntas desee, aunque no alcanzo a comprender qué podría yo responderle. Como ya les informé, salí de casa para hacer una llamada telefónica. Abrí la puerta de la cabina de servicio público y vi a mis pies a la joven. Jamás he recibido un susto más grande… Eché a correr, en busca de un policía. Luego, por si le interesa saberlo, le diré que me metí aquí, administrándome una dosis medicinal de coñac. Medicinal —repitió la señorita Waterhouse, por si Hardcastle no había oído aquella palabra.

—Una sabia medicina, señorita —contestó el inspector.

—Pues eso es todo. ¿Qué quiere que le diga más?

—Deseaba preguntarle si estaba usted segura de no haber visto a esa muchacha antes.

—Tal vez la viera hasta una docena de veces, pero no lo recuerdo. Quiero decir que es posible que me haya servido en «Woolworts» o que haya estado sentada a mi lado en el autobús, o que me haya vendido alguna entrada en la taquilla de cualquier cine…

—La joven trabajaba como taquimecanógrafa en el «Cavendish Bureau».

—Creo que jamás he tenido necesidad de contratar los servicios de una taquimecanógrafa. Tal vez la muchacha haya estado empleada en las oficinas de «Gainsford & Swettenham», a cuya plantilla pertenece mi hermano. ¿Es eso lo que quiere sugerirme?

—No, no. No se ha descubierto ninguna relación de ese tipo. Pero me he preguntado en cambio, si la chica llegó a visitarla esta mañana, poco antes de morir asesinada.

—¿Que si vino a verme? No, por supuesto que no. ¿Por qué había de venir a esta casa?

—No lo sabemos —respondió el inspector—. Pero dígame: si alguien asegurara haberla visto cruzar la puerta del jardín o acercarse a la misma, ¿se atrevería usted a afirmar que se trataba de una equivocación?

—¿Cómo iba a verla nadie…? ¡Qué tontería! —La señorita Waterhouse vaciló agregando—: A menos que…

—Diga, diga…

Hardcastle se mantenía alerta procurando disimularlo.

—Dígame: si alguien asegurara haberla visto cruzar la puerta de mi jardín para dejar un folleto o una hoja de propaganda, cosa que ocurre a menudo en todas las calles… Efectivamente, encontré un escrito allí a la hora de comer. Concretamente: una circular relativa a una reunión en pro de la abolición de las armas nucleares, creo recordar. Esto es cosa de todos los días. Estimo posible que fuera ella quien introdujese esa hoja en el buzón de la correspondencia. Ahora bien, ¿qué culpa tengo yo de que la chica decidiera dedicarse a tal labor?

—Ninguna, desde luego, en absoluto. Ocupémonos ahora de su llamada telefónica… Usted dijo que su teléfono se hallaba estropeado. De acuerdo con el informe de la Central esto no era cierto.

—¡La Central dice siempre lo que le parece! La verdad es que marqué un número, sin el menor resultado, por lo cual opté por encaminarme a la cabina pública.

Hardcastle se puso en pie.

—Lo siento, señorita Waterhouse. Perdone que la haya molestado una vez más, pero según todos los indicios la muchacha se proponía visitar a una de las personas que por aquí viven.

—En consecuencia, usted se ve obligado a efectuar indagaciones en tal sentido por toda la manzana. Estimo como lo más probable que ella intentara ver a mi vecina, a la señorita Pebmarsh…

—¿Por qué considera eso lo más probable?

—Usted me ha dicho que la joven trabajaba en el «Cavendish Bureau». Recuerdo perfectamente que con anterioridad al hallazgo del cadáver de un hombre en el domicilio de la señorita Pebmarsh ésta había solicitado de dicha entidad el envío de una taquimecanógrafa.

—Millicent Pebmarsh sostiene que no fue la autora de la llamada telefónica.

—Debo decirle reservadamente algo —manifestó la señorita Waterhouse—. A mí me parece que esa mujer no anda muy bien de la cabeza. Yo la juzgo capaz de llamar por teléfono a oficinas como la del «Cavendish Bureau» en demanda de una taquimecanógrafa… Después, seguramente, se olvida de lo que ha hecho.

—En cambio no creo que usted llegue a ver en ella a la autora de un crimen, ¿verdad?

—¿Quién le ha sugerido eso? Ni eso ni nada semejante. Sé que en su casa fue asesinado un hombre, pero no he pensado ni por un momento que ella tuviese relación con tal hecho. No. Todo lo que yo me he figurado es que se haya apoderado de la señorita Pebmarsh una manía. En cierta ocasión conocí a una mujer que se pasaba el día llamando por teléfono a una pastelería pidiendo que le enviasen determinados artículos. No los quería, en realidad, y cuando el mozo del establecimiento aparecía en la puerta de su casa con sus encargos negaba haber solicitado nada. Ya ve que raro, ¿eh?

—Desde luego, hay que convenir que todo es posible —declaró Hardcastle.

Después de decir adiós a la señorita Waterhouse, el inspector se marchó.

La última sugerencia de aquélla le dio que pensar. Había que reconocer, por otro lado, que acababa de mostrarse bastante hábil al apuntar que de haber estado por allí Edna Brent lo más seguro era que ésta se hubiese propuesto visitar la casa número 19. Hardcastle consultó su reloj de pulsera. Había llegado el momento de ir al «Cavendish Secretarial Bureau». Este había abierto sus puertas de nuevo aquella tarde, a las dos. Quizás obtuviera alguna ayuda de las chicas que en aquel lugar trabajaban. Entre ellas, además, se encontraría Sheila Webb.


* * *

En el momento de entrar a la oficina una de las empleadas se puso en pie.

—El detective inspector Hardcastle, ¿verdad? —inquirió la joven—. La señorita Martindale le está esperando.

Hardcastle penetró en el despacho de la directora del «Cavendish Bureau». Nada más enfrentarse con él, aquélla inició su ataque.

—¡Esto es una ignominia, inspector Hardcastle! ¡No hay derecho a que sucedan tales cosas en nuestros días! Tiene usted que averiguar que hay en el fondo de todo este extraño asunto. En seguida. Nada de andarse por las ramas, inspector. La policía fue creada para protegernos a todos y de eso, de protección, andamos muy necesitadas cuantas personas nos cobijamos bajo este techo. Sí. Pido que mis empleadas sean protegidas debidamente, con urgencia.

—Estoy seguro, señorita Martindale, de que…

—Ya ha visto usted que dos de mis empleadas, en distinta forma, han sido atacadas… Claramente se advierte que anda por ahí algún ser irresponsable, algún individuo poseído por una manía, un complejo, se dice actualmente, que le incita a buscar sus víctimas entre las taquimecanógrafas, entre las chicas que trabajan en entidades como la mía. Ahora se ha fijado aquél, quienquiera que sea, en nuestra firma. Primeramente, Sheila Webb fue guiada, en virtud de una perversa treta, a una casa en la que halló el cadáver de un hombre, una broma incomprensible capaz de sacar de quicio a la persona más sentada… Por si esto hubiera sido poco, una de sus compañeras, más tarde, es encontrada en el interior de una cabina telefónica del servicio público, asesinada. Decididamente, inspector, es necesario que aclare usted este misterio.

—No hay nada que desee con más ardor que eso, señorita Martindale. He venido aquí precisamente para ver si pueden ustedes ayudarnos.

—Y, ¿cómo podría ayudarles yo? ¿No ve que de haber podido serles útil habría corrido en busca suya? ¡Ni siquiera hubiese esperado a que se presentase aquí! Es preciso que averigüe usted quien mató a Edna Brent, que descubra al salvaje autor de la broma de que fue víctima Sheila Webb. Soy rigurosa con mis empleadas, inspector. Procuro que se apliquen a su trabajo y no veo con buenos ojos que lleguen tarde a la oficina, ni les consiento que sean desordenadas en lo que a aquél atañe. Pero, por supuesto, no puedo ver con indiferencia sus desventuras… Intento defenderlas. Quiero que aquellos a quienes el Estado paga para que protejan a los ciudadanos honrados, cumplan con su misión.

La señorita Martindale fijó una centelleante mirada en Hardcastle. Parecía más bien una tigresa que hubiese tomado forma humana.

—Dénos tiempo, señorita Martindale.

—¿Tiempo? Naturalmente, por el hecho de estar muerta Edna Brent, me imagino que ustedes piensan que disponen de aquél sin tasa. Supongo que detrás de ese asesinato vendrá otro, siendo la víctima, también esta vez, una de mis empleadas.

—No tiene usted por qué temer eso, señorita.

—Esta mañana, al levantarse de la cama, no creo que estimara probable el asesinato de Edna, inspector. Supongo que de haber sido así habría adoptado ciertas precauciones. Y cuando otra de mis chicas sea asesinada igual que su compañera o pase por un terrible y comprometedor aprieto, usted se quedará muy sorprendido. Lo que está sucediendo se sale de lo corriente. Tiene usted que reconocer que esto parece obra de un loco. Y luego calificamos de absurdas muchas de las noticias que leemos en los periódicos y revistas… De otro lado, no les comprendo a ustedes. Fijémonos, por ejemplo, en el detalle de los relojes hallados en el cuarto de estar de la señorita Pebmarsh. Esta mañana, durante la encuesta, observé que no fueron mencionados para nada.

—La encuesta fue aplazada, según recordará. Durante ella nos ceñimos a los hechos fundamentales.

—Todo lo que yo afirmo —dijo la señorita Martindale, tan irritada como al comienzo de la conversación—, es que tiene usted que hacer algo.

—¿No se halla usted en condiciones de contarme nada interesante? Por ejemplo ¿no le confió Edna nada nunca? ¿No la vio preocupada en ningún instante a lo largo de estos últimos días?

—No creo que de haberla preocupado algo me lo hubiese confiado a mí… Bueno, y, ¿por qué había de sentirse inquieta?

Esta era la pregunta que Hardcastle hubiera querido oír contestada. Pero la señorita Martindale, con toda seguridad, no iba a aclararle nada.

—Me gustaría hablar con sus empleadas —dijo el inspector—. Edna Brent se abstuvo, seguramente, de confiarle a usted sus temores o preocupaciones, pero pudo haber dado cuenta de unos y otras a cualquiera de sus compañeras.

—Me figuro que por ahí no anda usted descaminado. Esas chicas son muy dadas a perder tiempo con sus habladurías. En el momento en que oyen el rumor de mis pasos en el corredor de afuera comienza a percibirse el tecleo de las máquinas. Ahora bien, hasta ese preciso instante, ¿cuál cree usted que ha sido su labor? ¡Ninguna! Y es que, sencillamente, se pasan las horas dándole a la lengua. En ese aspecto son insaciables —la señorita Martindale se calmó un poco, añadiendo a continuación—. En estos momentos en la oficina no hay más que tres… ¿Desea hablar con ellas? Las otras han salido, a fin de atender unas llamadas. Puedo facilitarle sus nombres y señas respectivas si es necesario.

—Muy agradecido, señorita Martindale.

—Supongo que preferirá entrevistarse con esas chicas a solas. De encontrarme yo presente se expresarán con menos libertad pues habrán de admitir que han estado perdiendo el tiempo.

La señorita Martindale se levantó, abriendo la puerta del despacho.

—Señoritas —dijo dirigiéndose a sus empleadas—. El detective inspector Hardcastle desea conversar con ustedes unos minutos. Pueden interrumpir su trabajo. Díganle cuanto sepan en relación con Edna Brent, a fin de ayudarle en su tarea de descubrir al asesino de su compañera.

Con gesto decidido, la rectora del establecimiento tornó a penetrar en su despacho, cerrando la puerta. Tres sobresaltados e infantiles rostros se volvieron hacia el inspector. Este examinó los mismos rápidamente. No por eso dejó de advertir en seguida con quién se las había. Tenía delante a una joven de aire seguro que llevaba lentes. Hardcastle pensó que podía confiar en ella aunque no la juzgó muy despejada. Vio también a una morena de gran viveza que lucía un peinado que sugería la idea de que acababa de ser azotada por una furiosa ventisca. Sus ojos eran de esos a los que parece no escapar nada. Pero muy probablemente, su memoria no respondía a aquel poder de observación. La tercera muchacha era una de esas personas que ríen nerviosamente sin ton ni son, que, sin lugar a dudas, se mostraría de acuerdo con cuanto manifestaran sus compañeras.

Hardcastle se esforzó por dar cierta cordialidad desde el principio del diálogo.

—Supongo que estarán enteradas de lo que le ha sucedido a Edna Brent…

Las tres hicieron violentos gestos de asentimiento.

—A propósito, ¿cómo han llegado a conocer tal noticia?

Las tres muchachas se miraron, como si hubiesen querido ponerse de acuerdo para decidir quién de ellas iba a llevar la voz cantante. Al parecer, la designación recayó en Janet, la joven rubia, la primera que el inspector examinara en silencio al enfrentarse con las jóvenes.

—Edna, contrariamente a lo que tenía que haber hecho, no se presentó aquí a las dos —explicó Janet.

—Y «Sandy Cat» se enfadó mucho —dijo Maureen, la morena, interrumpiéndose a sí misma inmediatamente para aclarar—: He querido referirme a la señorita Martindale.

La tercera chica dejó oír una risita.

—Es que nosotras, ¿sabe?, la llamamos así…

«No va mal el apodo», pensó Hardcastle.

—Cuando se enfada consigue sacarnos de nuestras casillas —manifestó Maureen—. En seguida quiso que la informáramos de si Edna proyectaba no venir a la oficina por la tarde, especificando que su deber, en el caso de haber surgido algo imprevisto, era avisar con tiempo…

La joven rubia agregó:

—Le dije a la señorita Martindale que Edna Brent había asistido a la encuesta, igual que todas, pero que después no la habíamos vuelto a ver, ignorando si se había ido a alguna parte.

—Eso era verdad, ¿no? —inquirió Hardcastle—. Ustedes no sabían a donde se dirigía Edna tras aquel acto…

—Le indiqué que lo mejor era que nos fuésemos a comer las dos a un restaurante —declaró Maureen—, pero al parecer le rondaba algo por la cabeza. Me dijo que no estaba segura siquiera de ir a comer un bocadillo. Pensaba comprarse cualquier cosa, con el propósito de llevársela a la oficina.

—De manera que ella había pensado volver aquí, ¿verdad?

—¡Oh, sí, desde luego! Todas pensamos que obraría así.

—¿Ha notado alguna de ustedes cualquier anomalía en la conducta de Edna Brent, alguna alteración en su aspecto? Me refiero a estos últimos días. ¿La vieron ustedes preocupada, como obsesionada con algo? ¿Les hizo alguna confidencia? Les ruego que, en caso afirmativo, me lo hagan saber.

Las chicas se consultaron mutuamente con unas miradas.

—Edna Brent siempre tenía alguna preocupación —explicó Maureen—. No era muy cuidadosa con su trabajo y cometía frecuentes errores. Le costaba bastante trabajo comprender las cosas.

—Edna era siempre la protagonista inevitable de un sinfín de menudos hechos —manifestó la de la risita nerviosa—. ¿Os acordáis del tacón que perdió hace unos días? Cosas así le pasaban a Edna Brent todos los días.

—Yo también recuerdo el episodio —apuntó Hardcastle.

Casi le parecía ver a la joven contemplando angustiada su zapato y el tacón desprendido, mirando a uno y a otro alternativamente.

Janet declaró solemnemente:

—Al ver que Edna no se presentaba aquí a su hora tuve el presentimiento de que le había ocurrido algo grave.

Hardcastle miró a la muchacha un tanto disgustado. Le fastidiaba la gente que se las daba de lista cuando ya se sabía todo. Estaba completamente seguro de que por la cabeza de la joven no había cruzado aquella idea. Lo más probable era que Janet se hubiese dicho en aquellos momentos: «Edna se la va a ganar cuando "Sandy Cat" se entere de que no ha llegado a su hora».

—¿Cuándo se enteraron ustedes de lo que le había sucedido a Edna Brent?

Las chicas volvieron a intercambiar unas miradas. La de las risitas se ruborizó. Su mirada se posó en la puerta del despacho de la señorita Martindale.

—Es que… ¡Ejem! Salí un segundo a la calle. Quería comprar unos pasteles y sabía muy bien que éstos se habrían terminado cuando yo abandonara la oficina, terminada mi jornada de trabajo. Al llegar a la pastelería, la de la esquina de esta calle, donde me conocen, la mujer que se hallaba tras el mostrador me preguntó: «Trabajaba en el mismo sitio que tú, ¿verdad?» «¿A quién se refiere usted?», inquirí. «A la muchacha que han encontrado asesinada dentro de una cabina telefónica del servicio público», me contestó. ¡Vaya susto que me dio! Volví aquí a toda prisa e informé a mis compañeras. Acordamos que la señorita Martindale debía estar al corriente de lo sucedido y en el instante en que nos disponíamos a entrar en su despacho salió de éste, gritándonos, irritada: «¿Qué hacen ustedes que no oigo ninguna máquina?»

Prosiguió con el relato la joven rubia:

—Entonces dije yo: «Circulan malas noticias acerca de Edna Brent, señorita Martindale».

—¿Y cuál fue el comentario de ésta? ¿Qué hizo?

—Al principio no quiso creerlo —explicó la morena—. «¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó—. Algún comadreo de tienda que han recogido ustedes… Debe tratarse de otra chica. ¿Por qué habían de referirse a Edna?» Seguidamente entró en su despacho, llamando entonces por teléfono a la Jefatura de Policía, por la cual se enteró de que, en efecto, nuestra compañera había muerto asesinada.

—Lo que yo no comprendo —dijo Janet, aturdida—, es por qué querrían matar a Edna…

—Apenas tenía relación con los chicos, que nosotras sepamos… —insinuó la morena.

Las tres se quedaron mirando fijamente a Hardcastle, como si éste se hallase en condiciones de darles la solución del problema. El inspector suspiró. Allí ya no tenía nada que hacer. Tal vez las muchachas que en aquellos momentos se encontraban ausentes pudieran ayudarle un poco más. Entre ellas figuraba Sheila Webb…

—¿Eran Sheila Webb y Edna Brent muy amigas?

También en esta ocasión las tres se consultaron cruzando unas miradas.

—No, no mucho…

—¿A dónde ha ido la señorita Webb?

Le dijeron que la joven se hallaba en el «Curlew Hotel» trabajando con el profesor Purdy.

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