Capítulo VIII

Además de su número, la casa que ostentaba el 20 de Wilbraham Crescent tenía un nombre: «Diana Lodge». Las puertas exteriores presentaban serios obstáculos para los rateros merced al pródigo empleo de las telas metálicas. Unos laureles moteados, de melancólico aire, imperfectamente forjados, suponían también en las verjas otros tantos inconvenientes para los intrusos capaces de forzar una puerta.

—Ninguna otra casa pudiera haber sido bautizada con más propiedad que ésta con el nombre de «Los Laureles» —observó Colin Lamb—. ¿A qué viene esa denominación de «Diana Lodge»?[3]

Miró a su alrededor atentamente. En «Diana Lodge» no imperaba el orden. Destacaba la masa de vegetación enmarañada que crecía allí, detalle más saliente del lugar unido a un fuerte olor a amoníaco. La casa no parecía hallarse en muy buenas condiciones y a simple vista se veían en ella cosas que andaban necesitadas de una reparación. La única señal existente de que alguien habitaba la vivienda era la puerta pintada recientemente y cuya brillante superficie azul hacía que fuese más visible el abandono del jardín y de la construcción que lo presidía. No había timbre y el sitio del botón correspondiente lo ocupaba una manecilla de la que, evidentemente, había que tirar. El inspector procedió así, y entonces oyó a lo lejos, dentro del edificio, un remoto tintineo.

Esperaron unos segundos. A continuación percibieron unos sonidos bastante curiosos. Tratábase de un canturreo… Sin duda alguien que cantaba y hablaba a medias.

—¿Qué diablos…? —empezó a decir Hardcastle.

La persona que canturreaba parecía estar acercándose a la puerta. Ya era posible entender algunas de sus palabras.

—No cariño, por aquí… Cleo, CleopatraMimiiii

Por último quedó abierta la puerta principal. Frente a Colin Lamb y Hardcastle apareció una señora envuelta en una bata de matiz verde algo desvaído, una prenda que según todos los indicios hacía tiempo que se hallaba en uso. Los cabellos de aquella mujer, en grisáceos mechones, habían sido rizados para componer un peinado muy de moda treinta años atrás. Una gargantilla de piel color naranja ceñía el cuello de la dueña de la casa. El inspector preguntó, dudoso:

—¿La señora Hemming?

—Yo soy la señora Hemming. Cuidado, Sumbeam, con cuidado, cariño…

Fue entonces cuando Hardcastle se dio cuenta de que lo que había tomado por una gargantilla era en realidad un gato. No era allí dentro el único. En el vestíbulo divisó el inspector tres. Dos de ellos maullaban desesperadamente. No apartaban la vista de los recién llegados, frotando sus lomos contra el borde de las faldas de su ama. Un fuerte olor a gato ofendía el olfato de Hardcastle y su amigo.

—Soy el detective Inspector Hardcastle.

—Me imagino que viene usted a verme por sugerencia de aquel odioso tipo de la Sociedad Protectora de Animales que me visitó hace poco tiempo —manifestó la señora Hemming—. ¡Qué hombre tan antipático! Formulé una denuncia contra él… ¡Decir que mis gatos vivían en condiciones nada favorables para su salud y bienestar! ¡Un sujeto cargante, de veras! Yo vivo exclusivamente para mis gatos, inspector. Son mi único gozo, mi sola distracción y me desvelo para que tengan cuanto necesitan. MiiiiMiiii… No, ahí no, cariño. Quieto, quieto, Cha-Cha-Mimi.

Cha-cha-Mimi no prestó la menor atención al gesto prohibitivo de su dueña y saltó, plantándose encima de la mesita del vestíbulo. Una vez en ella se quedó sentado, pasándose afanosamente las manos por los hocicos, con los ojos fijos en aquellos desconocidos que tenía delante.

—Entren —dijo la señora Hemming—. No, en esa habitación no. Se me había olvidado…

Abrió una puerta que quedaba a la izquierda. La atmósfera resultaba irrespirable, casi.

—Vamos, pequeños, vamos.

En el cuarto descubrió Hardcastle varios cepillos y peines sobre las sillas. Había en éstas cojines de desvaídos tonos, sucios. Dentro divisó seis gatos más, como mínimo.

—Vivo para ellos —explicó la señora Hemming—. Entienden todo lo que les digo.

El inspector Hardcastle hizo de tripas corazón, internándose valientemente en el cuarto. Era un hombre verdaderamente alérgico a los gatos. Como siempre suele ocurrir en tales ocasiones, los animalitos mostraron inmediatamente sus preferencias por él. Uno saltó sobre sus rodillas; otro se restregó voluptuosamente contra sus pantalones. El detective inspector Hardcastle, que era un hombre de gran valor, apretó los labios, soportando el tormento.

—Tenía el propósito, señora Hemming, de hacerle unas preguntas acerca de…

—Lo que usted guste —dijo ella, interrumpiéndole—. Nada tengo que ocultar. Puedo enseñarle la comida que reservo a mis animales, el sitio en que duermen. Cinco de ellos comparten conmigo mi habitación; los otros siete se acomodan aquí. No comen más que pescado de buenísima calidad, que yo les preparo personalmente.

—Lo que me ha traído aquí no tiene nada que ver con sus gatos —declaró Hardcastle levantando la voz—. Deseaba hablar con usted sobre el desgraciado suceso que ha tenido por marco la casa vecina. Probablemente conocerá el hecho…

—¿En la casa de al lado? ¿Se está usted refiriendo al perro del señor Josiah?

—No, no. He aludido al número 19, en cuyo interior ayer fue hallado el cadáver de un hombre asesinado.

—¿De veras? —inquirió la señora Hemming, demostrando una cortés atención…, pero nada más.

Manteníase pendiente de sus gatos, constantemente atareados con sus idas y venidas.

—¿Me permite que le pregunte si se encontraba usted ayer en su casa por la tarde? Me refiero al espacio de tiempo comprendido entre la 1:30 y las 3:30.

—¡Oh, sí, pues claro! Habitualmente hago mis compras a primera hora de la mañana. En seguida regreso para hacer la comida de estos pequeños y proceder a su peinado y aseo.

—¿Y no notó usted nada extraño en la casa vecina? ¿No observó la presencia de unos coches de la policía, entre ellos una ambulancia?

—Pues… Creo que no llegué a asomarme por las ventanas de la fachada principal. Penetré en el jardín porque echaba de menos a Arabella. Es una gata muy joven, ¿sabe usted? Habíase subido a uno de los árboles y temí que no pudiera bajar de él. Luego probé de tentarla con un plato de pescado, pero la pobrecilla estaba asustada. Al final tuve que renunciar a mi propósito y me metí en la casa. Y, usted no me creerá, pero le aseguro que le estoy diciendo la verdad: en el instante de cruzar el umbral se lanzaba la gatita detrás de mí.

La señora Hemming miró alternativamente a sus visitantes buscando su asentimiento.

—Yo sí la creo —declaró Colin Lamb, incapaz de guardar silencio por más tiempo.

—¿Cómo dice? —le preguntó la señora Hemming, ligeramente sobresaltada.

—Me gustan muchísimo los gatos —manifestó Lamb—, y he hecho un estudio de su carácter y manera de conducirse. Lo que usted cuenta se aviene perfectamente con lo observado por mí en ellos y las reglas que suelen determinar en condiciones normales su comportamiento. Vea usted lo que ocurre en estos momentos dentro de este cuarto… Los animalitos se congregan en torno a mi amigo, a quien, hablando con franqueza, no le agradan los gatos, y en cambio a mí no me prestan la menor atención pese a mi favorable actitud para con ellos.

Tal vez la señora Hemming estuviera pensando en aquellos instantes que Colin no se expresaba de acuerdo con su personalidad de sargento de la policía… Esto era posible, pero su rostro no delató nada. Limitóse a murmurar vagamente:

—Estos pequeños saben muy bien lo que se hacen.

Un hermoso gato persa de pelo gris colocó sus menudas garras sobre la rodilla de Hardcastle, mirando a éste extasiado. Luego clavó aquéllas en la tela del pantalón, tomando ésta sin duda por la de un cojín o acerico. Incapaz de continuar resistiendo tantos ataques seguidos, el inspector se puso en pie.

—¿Podría ver, señora, el jardín posterior de la casa? —preguntó. Colin esbozó una sonrisa.

—¡No faltaba más!

La señora Hemming había abandonado su asiento también.

El gato de pelo color naranja dejó el cuello de su ama.

Esta le sustituyó, con gesto distraído, por el ejemplar persa. Después echó a andar delante de los dos hombres.

—Nos conoces ya, ¿eh? —dijo Colin dirigiéndose al gato color naranja—. Y tú, sí, tú eres una monería —añadió mirando a otro persa, instalado en una mesa, junto a una lámpara china, el cual no cesaba de hacer oscilar el rabo.

Colin le pasó la mano por el lomo, le rascó detrás de las orejas, y el animal empezó a ronronear.

—Cierre la puerta al salir, por favor, señor… —solicitó la señora Hemming desde el vestíbulo—. Sopla un viento bastante frío hoy y no quiero que mis pequeños se resfríen. Además, por ahí fuera andan esos terribles chiquillos… No se puede dejar a estos animales vagando a sus anchas por el jardín. Se exponen a que les ocurra algo.

La mujer fue al fondo del pasillo y abrió una puerta.

—¿A qué chiquillos se refiere usted? —inquirió el detective inspector Hardcastle.

—A los dos hijos de la señora Ramsay. Viven en la parte sur de la manzana. Nuestros jardines, más o menos aproximadamente, caen enfrente uno del otro. Unos gamberros… Eso es lo que son esas criaturas. Tienen un tirachinas… o lo tenían. Insistí en que debían ser desposeídos de él. Ahora continúan inspirándome la misma desconfianza de siempre. Se esconden por aquí, preparan emboscadas para cazar a mis desventurados animalitos… En la época de verano no paran de arrojar manzanas.

—No hay derecho —comentó Colin.

El jardín posterior se parecía al de la parte delantera de la vivienda. También aquí todo quedaba presidido por el desorden. El césped crecía en el más absoluto abandono; algunos árboles andaban necesitados de una poda a fondo; los arbustos se veían, asimismo, excesivamente frondosos… Los visitantes encontraron allí más y más laureles. En fin, aquel espacio era una prolongación del que ya examinaran. Había además unos lúgubres cipreses, de los destinados al ornato, que faltos de recorte y cuidados habían desbordado el seto que, indudablemente, fueran destinados en un principio a formar.

Colin Lamb pensó que tanto él como su amigo estaban perdiendo el tiempo allí.

Las ramas de los árboles y arbustos formaban una tupida masa. Desde allí era absolutamente imposible ver el jardín de la señorita Pebmarsh. «Diana Lodge» podía ser considerada una vivienda aparte de las demás. Desde el punto de vista de su única habitante lo mismo hubiera dado que la construcción careciese de casas vecinas.

—¿El número 19, dijo usted? —preguntó la señora Hemming, deteniéndose vacilante en medio del jardín posterior—. Yo creí que en esa casa no vivía más que una persona, una mujer ciega…

—El hombre asesinado no habitaba en aquélla.

—¡Ah, ya comprendo! —exclamó la señora Hemming todavía vagamente—. Vino aquí para ser asesinado. ¡Qué cosa más rara!

—Esa —manifestó Colin, absorto en sus pensamientos de pronto—, constituye una descripción endiabladamente precisa del crimen.

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