Capítulo XXVII

RELATO DE COLIN LAMB


—No parece haberle sacado usted mucho a la señora Ramsay —dijo quejoso el coronel Beck.

—Tampoco tenía mucho que declarar esa mujer.

—¿Está seguro de eso?

—Sí.

—¿No la juzga un elemento activo?

—No.

Beck escrutó mi rostro.

—¿Satisfecho? —inquirió.

—En realidad, no.

—¿Esperaba obtener conclusiones más positivas?

—Las formuladas no llenan ciertos huecos.

—Tendremos que dirigir nuestras investigaciones en otro sentido… Habremos de renunciar a las calles en forma de media luna, ¿no?

—Sí.

—¿Qué le ocurre? No se expresa usted más que con monosílabos. ¿Se siente molesto, descontento?

—No soy eficiente en este trabajo —repliqué hablando lentamente.

—¿Quiere que le de unas palmaditas en el hombro, diciéndole al mismo tiempo: «Vamos, vamos»?

A pesar de mi desgana me eché a reír.

—Eso está mejor —comentó Beck—. Bueno, ¿qué es lo que pasa? Supongo que hay faldas por en medio.

Denegué con un movimiento de cabeza.

—Eso viene de atrás, coronel.

—En realidad yo lo había advertido —declaró Beck inesperadamente—. La confusión más absoluta impera en el mundo en la actualidad. No se ven claras, ni mucho menos, las salidas a los conflictos planteados. Cuando el desánimo se apodera de uno hay que considerarlo todo o casi todo perdido. El hombre, en esta etapa de su vida, pierde su utilidad. La verdad es que usted ha trabajado primorosamente, muchacho. Dése por contento con ello. Vuelva cuanto antes a sus condenados bichejos.

El coronel Beck hizo una pausa para añadir:

—¿Le gustan de veras esas cosas?

—Para mi constituyen una ocupación apasionante.

—A mí se me antojarían repulsivas. ¡Qué espléndidas variantes nos presenta la Naturaleza en lo tocante a sus criaturas! Me refiero a los gustos de cada uno. ¿Qué tal van las indagaciones relativas al crimen de Wilbraham Crescent? Apuesto lo que quiera a que la chica fue la autora de aquél.

—Está usted en un error —respondí.

Beck extendió un brazo, señalándome.

—He aquí lo que le digo yo, Lamb: «Esté preparado». Y no en el sentido que los exploradores dan a esta frase.

Bajé por Charing Cross Road absorto en mis pensamientos. A la entrada del «Metro» compré un periódico.

Por una información en aquél contenida me enteré de que el día anterior, en Victoria Station, precisamente a la hora de mayor aglomeración, una mujer había caído desvanecida al suelo, siendo recogida en seguida y conducida a un hospital. Al llegar al establecimiento habíase descubierto que acababa de ser apuñalada. La mujer había muerto sin recobrar el conocimiento.

La desconocida se llamaba Merlina Rival.


* * *

Telefoneé a Hardcastle.

—Sí —dijo para contestar a mis preguntas—. Todo pasó tal como ha contado la prensa.

Aprecié un dejo de amargura y dureza en sus palabras.

—Fui a verla anteanoche. Le advertí que su historia acerca de la cicatriz presentaba grandes fallos. Le notifiqué que el examen detenido de aquélla había hecho pensar a los médicos en una herida relativamente reciente. Es curioso ver con qué facilidad cometen las personas equivocaciones garrafales. Siempre por el afán de rematar la obra de manera que ésta no ofrezca ningún punto débil. Alguien pagó a la señora Rival para que identificara el cadáver. Le dieron instrucciones para que declarara que el hombre muerto en Wilbraham Crescent era su marido, que la había abandonado años atrás. Actuó perfectamente. Yo creí su historia al principio, en su totalidad. Luego intentó reforzar la misma. Recordando tan casualmente aquella pequeña cicatriz de su marido daba el carpetazo definitivo al asunto de la identificación, aportando una convincente prueba. Si hubiese mencionado ese detalle en el transcurso de nuestra entrevista todo hubiera parecido demasiado fácil, amañado, quizás.

—En consecuencia, Merlina Rival andaba mezclada en este feo asunto, ¿no?

—Te diré. Yo lo pongo en duda. Supón que un viejo amigo va en su busca y le dice: «Estoy en un apuro, chica. Un individuo con el que llevé a cabo algunos negocios ha sido asesinado. Si la policía le identifica todos nuestros asuntos se vendrán a tierra, provocando una catástrofe. En cambio, si tú apareces en escena asegurando que era tu marido, Harry Castleton, quien te abandonó hace años, el caso quedará zanjado».

—Pero lo mas probable es que Merlina Rival no se prestara al juego, estimándolo excesivamente peligroso.

—El otro le objetaría entonces: «¿Dónde está el peligro? Dando por cierto lo peor, resultará que has cometido un error simplemente. A los quince años de separación, ¿cuál es la mujer que no está expuesta a una cosa así?» Seguramente, en este punto de la conversación el instigador mencionaría una bonita suma de dinero.z Finalmente, ella accede, decidida a ser una buena amiga.

—¿Sin la menor desconfianza?

—Merlina Rival no era una mujer desconfiada. ¡Santo Dios! Mira, Colin, cada vez que capturamos a un asesino pasa lo mismo… Existen siempre muchas personas que le conocen. Pues bien, no hay una sola que no se muestre extrañada, profundamente extrañada de su acción. Hay quien va mas lejos y no quiere creerlo, hasta el instante de enfrentarse con pruebas tangibles.

—¿Qué sucedió cuando fuiste a verla?

—La asusté. Y después de irme obró como yo había esperado que obrara: intentó establecer contacto con el hombre, o la mujer, que la metió en esto. Por supuesto, ordené que la vigilaran. Se acercó a una estafeta de Correos e hizo una llamada desde una cabina de teléfono automático. Desgraciadamente, no fue la que yo había esperado que utilizara, al final de su calle. Tuvo que hacerse de cambio. Al abandonar la cabina daba la impresión de estar muy satisfecha. Continuó en observación, pero nada de interés ocurrió hasta ayer noche. Fue a la Victoria Station y sacó un billete para Crowdean. Pero el astuto diablo que movía los hilos del drama se le había adelantado. Eran las seis y media, una de las «horas punta». Ella avanzaba desprevenida, natural. Probablemente estaría pensando en cómo se desarrollaría la entrevista que iba a celebrar con alguien en Crowdean. Y luego… Nada más fácil entre un grupo apretado de hombres y mujeres que sacar una navaja y oprimirla… Merlina Rival, tal vez, no se dio cuenta inmediatamente de que acababa de ser apuñalada. ¿Te acuerdas del caso de Barton cuando el robo de la pandilla de los Levitti? Recorrió toda la acera de la calle antes de derrumbarse muerto. No había notado más que cierto dolor progresivo… A veces le pasan a uno estas cosas y después la molestia se esfuma con idéntica rapidez que llegó. Al menos se espera siempre que ocurra esto. Merlina Rival, al igual que Barton, seguía en pie, pero ya estaba muerta… ¡Maldita sea! —exclamo Hardcastle para terminar su discurso.

—¿Habéis realizado nuevas indagaciones?

Tenía que hacerle esta pregunta. No pude contenerme. Su réplica no se hizo esperar.

—La señorita Pebmarsh estuvo en Londres ayer. Hizo algunas cosas por cuenta del instituto en que trabaja y regresó a Crowdean en el tren de las 7:40 —Hardcastle guardó silencio un momento, añadiendo luego—: La señorita Sheila Webb se llevó consigo un manuscrito que tenía que comprobar con un escritor extranjero que se hallaba de paso en Londres, camino de Nueva York. Abandonó el «Hotel Ritz» a las 5:30, aproximadamente, metiéndose en un cine, sola, antes de emprender el regreso.

—Escúchame, Hardcastle —dije—. Tengo algo para ti… Garantizado por un testigo presencial. El día 9 de septiembre se detuvo ante el número 19 de Wilbraham Crescent, a la 1:35, la furgoneta de una lavandería. El hombre que conducía ese vehículo dejó un gran cesto en la puerta trasera de la casa. Hay que destacar el tamaño exageradamente grande del referido cesto.

—¿Una lavandería? ¿Cuál?

—¿La «Snowflake Laundry»? ¿La conoces?

—No, desde luego. Todos los días nacen y mueren negocios de esta clase. El nombre es corriente y hasta apropiado para una empresa de tal tipo.

—Bueno… Haz las averiguaciones oportunas. Yo te lo he dicho: un hombre conducía el vehículo; fue el mismo hombre quien llevó el cesto hasta la puerta posterior de la vivienda… ¿Me has entendido bien?

—¿Pretendes darle a esto un nuevo giro, Colin?

—No. Ya te he indicado que hay por en medio un testigo. Haz las comprobaciones oportunas, Dick. Aprovecha esa pista.

Colgué el receptor del teléfono para no darle tiempo a asaetearme a preguntas.

Una vez hube abandonado la cabina telefónica consulté mi reloj de pulsera. Tenía muchas cosas que hacer… y deseaba estar fuera del alcance de Hardcastle mientras tanto. Entre otras había de arreglar mi futuro…

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