Capítulo XXIX

NARRACIÓN DE COLIN LAMB


Una vez más me encontraba en Wilbraham Crescent, avanzando hacia el oeste. Me detuve frente a la puerta de la casa número 19. Nadie salió de la misma dando gritos en esta ocasión. Allí reinaba la más absoluta tranquilidad. Oprimí el botón del timbre. Abrió la puerta la señorita Millicent Pebmarsh.

—Soy Colin Lamb —le dije—. ¿Me permite que entre? Quisiera hablar con usted unos instantes.

—Pase.

La dueña de la casa me precedía. Encaminóse al cuarto de estar.

—Está usted pasando una larga temporada aquí, señor Lamb, por lo que veo. Tengo entendido que no pertenece a la plantilla de policía de la localidad…

—Y no anda usted descaminada. En realidad creo que sabe perfectamente quién soy yo… desde la primera vez que hablamos.

—No estoy muy segura de entender bien sus palabras.

—He sido un estúpido, señorita Pebmarsh. Vine a Wilbraham Crescent en su busca. La encontré el primer día y, ¡ni siquiera me di cuenta de todo ello!

—Es posible que todo lo del crimen le distrajera.

—También me conduje estúpidamente al contemplar un trozo de papel de cierto modo.

—¿Y a qué viene todo esto?

—Viene a cuento de que el juego ha terminado, señorita Pebmarsh. He descubierto el lugar en que son elaborados determinados planes. Los documentos y apuntes necesarios para la confección de los mismos son conservados por usted, la encargada de transcribirlos al sistema Braille. Los informes conseguidos por Larkin en Portlebury fueron pasados a usted. De sus manos, aquéllos continuaron viaje hasta su punto de destino por medio de Ramsay. Este, cuando era preciso, visitaba esta casa durante la noche utilizando el jardín. En el suyo dejó caer una moneda checa un día…

—Un descuido por su parte.

—Todos incurrimos en descuidos antes o después. Su «camuflaje» ha sido excelente. Es usted ciega, trabaja en una institución que atiende a la educación de los niños invidentes, lo que le da ocasión de tener en su domicilio muchos libros escritos en el sistema Braille, algunos de los cuales pertenecen a sus alumnos… Es usted, además, una mujer de gran personalidad, de inteligencia nada común. No me explico cuál es la fuerza que la anima…

—Digamos, si le parece bien, que soy un caso de vocación.

—Sí. Quizás eso lo explicara todo.

—¿Y por qué me está diciendo todas esas cosas? No es lo corriente en estas situaciones.

Consulté mi reloj de pulsera.

—Dispone usted de dos horas, señorita Pebmarsh. Dentro de dos horas se presentarán aquí varios miembros del Servicio Especial para hacerse cargo de…

—No le comprendo. ¿Por qué se ha adelantado a aquéllos? Esto parece un aviso…

—Lo es. He venido aquí para esperar a esos agentes y procurar que de esta casa no desaparezca nada de lo que en estos instantes contiene. Con una excepción: usted. Dispone de dos horas de tiempo para marcharse si eso es lo que desea.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué?

Respondí hablando lentamente:

—Porque me enfrento con la posibilidad de que usted se convierta en breve en mi suegra. Claro que también podría equivocarme.

Los dos callaron. Millicent Pebmarsh se levantó, acercándose a la ventana. Yo no apartaba los ojos de ella. Con respecto a Millicent Pebmarsh he de decir que no me había hecho la menor ilusión. No confiaba lo más mínimo en ella. Era ciega, pero hasta una mujer ciega logra en ciertas ocasiones hacerse con uno, de cogernos desprevenidos. Su ceguera no significaba ningún inconveniente grave para tal propósito si le facilitaba la oportunidad de apoyar en mi espalda el cañón de una pistola automática.

Me contestó suavemente:

—No le diré si está usted equivocado o no. ¿Qué es lo que le hace pensar que… eso ha de ser así?

—Los ojos.

—Pero no nos parecemos…

—No.

Ahora Millicent Pebmarsh habló en tono de reto.

—Hice cuanto pude por ella.

—Ese es un tema susceptible de discusión. Para usted hay otra causa más importante.

—Así tiene que ser.

—No estoy de acuerdo.

Se produjo otra pausa en la conversación. Luego le pregunté:

—¿Descubrió la identidad de la muchacha… aquel día?

—Sólo cuando oí pronunciar su nombre… He estado informada sobre ella… siempre.

—Jamás fue usted tan poco humana como le hubiera gustado llegar a ser.

—No diga tonterías.

Volví a consultar mi reloj.

—El tiempo pasa —señalé.

Millicent Pebmarsh se apartó de la ventana para deslizarse tras una mesa.

—Tengo una fotografía aquí de cuando era todavía una niña…

Yo me encontraba detrás de ella cuando abrió el cajón. No, no era un arma automática. Se trataba de un pequeño puñal no menos temible. Mi mano se aferró fuertemente sobre la suya obligándole a soltar aquél.

—Puede que sea blando, pero no estúpido —le dije.

Millicent Pebmarsh se dejó caer sobre una silla, sin revelar la menor emoción.

—No voy a aceptar su ofrecimiento. ¿Qué conseguiría? Me quedaré aquí hasta que los suyos vengan. Siempre surgen oportunidades, incluso dentro de la prisión.

—¿Convenciendo a los demás, quizás?

—Ya que lo ha citado le diré que es un procedimiento.

Estábamos sentados uno frente a otro. Eramos dos personas hostiles que, a pesar de todo, se comprendían.

—He solicitado mi baja en el Servicio —le expliqué—. Volveré a mi trabajo de siempre, a la biología marítima. Quizá se me presente la ocasión de ocupar la cátedra que de esta asignatura hay vacante en una Universidad de Australia.

—Veo que es usted un hombre prudente. Aún no ha logrado sentir lo que da nuestra actividad. Es usted como el padre de Rosemary, quien no pudo comprender nunca esta frase de Lenin: «Hay que desterrar la dulzura».

Pensé en las palabras de Hércules Poirot.

—Estoy contento —declaré—. Soy un ser humano…

Continuamos sentados en silencio. Cada uno de nosotros, como ocurre siempre, convencido de que el otro se hallaba en un error.


CARTA DEL DETECTIVE INSPECTOR HARDCASTLE A MONSIEUR HÉRCULES POIROT



Estimado monsieur Poirot:

Nos hallamos ahora en posesión de ciertos datos y creo que le interesará a usted conocerlos.

Un señor llamado Quetin Duguesclin, de Quebec, salió del Canadá, en viaje a Europa, hace cuatro semanas, aproximadamente. Carecía de parientes cercanos y sus planes en cuanto al regreso eran algo vagos. Su pasaporte fue encontrado por el dueño de un pequeño restaurante de Boulogne, quien lo entregó a la policía. Hasta ahora no ha sido reclamado por nadie.

El señor Duguesclin estaba unido por los lazos de una amistad de toda la vida a los miembros de la familia Montresor, de Quebec. El jefe de esa familia, Henry Montresor, murió hace dieciocho meses, dejando una considerable fortuna a su único pariente, su resobrina Valerie, esposa de Josaiah Bland, de Portlebury, Inglaterra. Una firma famosa de abogados londinenses actuó en nombre de los albaceas canadienses. Todo contacto entre la señora Bland y su familia del Canadá cesó desde el momento de su matrimonio, que los miembros de aquélla desaprobaron. El señor Duguesclin comunicó a un amigo suyo que proyectaba visitar a los Bland con motivo de su visita a Inglaterra, ya que siempre había sentido un gran cariño por Valerie.

El cadáver anteriormente identificado como de Henry Castleton ha resultado ser, positivamente, el de Quetin Duguesclin.

Almacenadas en un rincón del patio de los Bland han sido descubiertas varias tablas. Pese a haber sido fregadas apresuradamente, tras un tratamiento químico realizado por los expertos, aparecieron en ellas las palabras SNOWFLAKE LAUNDRY, claramente perceptibles.

No quiero molestar su atención con detalles de poca importancia, pero le diré que el fiscal considera fácil la consecución de la orden de arresto de Josaiah Bland. La señorita Martindale y la señora Bland son, como usted supuso, hermanas, pero aunque comparto sus puntos de vista con respecto a la participación de la primera en los crímenes nos costará trabajo hacernos con pruebas satisfactorias. Indudablemente, estamos ante una mujer de despejada mentalidad. La señora Bland me hace concebir esperanzas. Es el tipo clásico de la mujer que acaba por «cantar de plano».

La muerte de la primera señora Bland, a consecuencia de una operación de las fuerzas enemigas en Francia, y el segundo matrimonio de Josaiah con Hilda Martindale (que pertenecía al Cuerpo Auxiliar Femenino), que tuvo lugar en aquella misma nación, son datos que quedarán, a mi juicio, claramente establecidos, pese a que en aquella época no pocos archivos resultaron destruidos.

Experimenté un gran placer al entrevistarme con usted y debo darle las gracias por las provechosas sugerencias que me hizo con tal ocasión. Confío en que las obras realizadas en su piso en Londres habrán sido ejecutadas a su entera satisfacción.

Suyo affmo. s. s.

RICHARD HARDCASTLE



NUEVA COMUNICACIÓN DE RICHARD HARDCASTLE A HERCULES POIROT



¡Buenas noticias! ¡La mujer de Bland ha confesado! ¡Lo admitió todo! Echó la culpa de lo sucedido a su marido y a su hermana. Comprendió «lo que se proponían hacer» cuando era ya demasiado tarde. ¡Creyó que lo único que se proponían era administrar una droga al desventurado visitante a fin de que no advirtiera la suplantación efectuada tiempo atrás! Todo un pretexto, sí, señor. No obstante, considero que no es la inspiradora inicial del caso.

La gente del Portobello Market ha identificado a la señorita Martindale como la dama «americana» que adquirió dos de los relojes.

Ahora asegura la señora McNaughton haber visto a Duguesclin en la furgoneta de Bland, en el instante de entrar el vehículo en el garaje. ¿Vio realmente al desventurado canadiense?

Nuestro común amigo Colin se ha casado con la joven del «Bureau». Si quiere saber mi opinión le diré que creo que está loco. Deseándole todo género de prosperidades,

quedo suyo affmo. s. s.

RICHARD HARDCASTLE

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