Capítulo XVII

Una hora y media después el detective inspector Hardcastle se sentaba de nuevo ante su mesa de trabajo, dispuesto a saborear, complacido, una taza de té. No obstante, su rostro se veía aún ensombrecido.

—Dispense, señor. Pierce quisiera hablarle…

Hardcastle levantó la vista.

—¿Pierce? ¡Ah, sí! Dígale que pase.

Pierce, un joven agente, bastante nervioso en aquellos instantes, entró.

—Perdone, señor. He estimado que era mi deber decírselo.

—Decirme, ¿qué?

—Esto ocurrió después de la encuesta. Yo me encontraba de servicio. Esa joven, la que acaba de ser asesinada… estuvo hablando conmigo.

—¿Que estuvo hablando con usted? ¿Y qué le dijo?

—Me indicó que deseaba referirle algo a usted.

El inspector, repentinamente alerta, se incorporó.

—¿Especificó de qué se trataba?

—No, señor. Lo siento… Tal vez hubiera debido hacer que… Le pregunté… si quería que yo le diese a usted algún recado… Llegué a sugerirle la conveniencia de que se pasara por aquí más tarde. En aquellos momentos usted estaba ocupado, conversando con el jefe y el juez por lo que creí…

—¡Maldita sea! —murmuró Hardcastle, irritado—. ¿No pudo haberle dicho que esperara a que yo estuviese libre?

—Lo siento, señor —el joven agente se ruborizó—. Desde luego, debí proceder así. Pero pensé que su comunicación no tendría ninguna importancia. Ella no pareció juzgarla demasiado interesante. Se limitó a comentar que era una cosa que la preocupaba.

—¿Una cosa que le preocupaba? —repitió inconscientemente el inspector.

Este guardó silencio durante un buen rato, dedicado a considerar ciertos hechos. Aquélla era la muchacha que encontrara en la calle, cuando él se encaminaba a casa de la señora Lawton, la misma que intentara ver a Sheila Webb; la joven le había reconocido y por un momento había cruzado por su mente, sin duda, la idea de abordarle a él. Su gesto vacilante no se le había escapado. Algún propósito concreto guiaba sus pasos. Ahora Hardcastle se decía que había cometido un error. No había recogido la pelota con suficiente rapidez. Absorbido por su afán de averiguar algo más en relación con Sheila Webb, había descuidado aquel importante punto. ¿Que la chica había mostrado señales inequívocas de hallarse preocupada? ¿Por qué razón? Ahora, quizás, esta pregunta no tenía ya respuesta…

—Continúe, Pierce —dijo el inspector—. Cuénteme cuanto recuerde. —Apresuróse a añadir, pues Hardcastle era un hombre justo—. Usted no podía saber que lo de esa chica fuese importante.

¿Qué hubiera logrado dando rienda suelta a su indignación? ¿Por qué echar parte de la culpa de lo sucedido a aquel muchacho? ¿Qué podía haber sospechado éste? En su adiestramiento influía enormemente la disciplina, base esencial de su formación. Ellos habían de procurar que sus superiores fuesen abordados durante la hora y en el lugar adecuado. Todo hubiera cambiado de haber dicho la chica que el suyo era un mensaje importante o urgente. Pero no había sido así. Hardcastle se acordó de la primera vez que la viera en la oficina. Creía conocer bien aquel tipo de mujer. Una criatura de lenta reflexión. Un ser que quizá desconfiaba de sus propios procesos mentales.

—¿Puede usted recordar exactamente lo sucedido, Pierce? ¿Se acuerda bien de sus palabras? —inquirió el inspector.

Pierce dirigió a su jefe una mirada de agradecimiento.

—Se acercó a mí cuando ya todo el mundo se marchaba. Vaciló un momento, volviendo la cabeza a un lado y a otro como si buscara a alguien. No creo que pensara en usted, señor, al principio. Deseaba localizar a otra persona, indudablemente. Luego me preguntó si podría hablar con el policía que había prestado declaración. Ya le he dicho que entonces le vi ocupado, cosa que le di a conocer, preguntándole a continuación si quería darme el recado a mí o prefería entrevistarse con usted en este despacho. Me parece que se mostró de acuerdo. Resalté que si era algo especial…

—Siga, siga…

Hardcastle se inclinó levemente.

—Apuntó que no, que era algo que no entendía, que no se explicaba cómo podía haber sido en la forma por ella relatada.

El inspector repitió las palabras de su subordinado a modo de pregunta.

—Eso es, señor. Claro está, no tengo mucha seguridad en cuanto a las frases exactas de la joven. Es posible que me dijera esto también: «No comprendo cómo lo que ella contó puede ser cierto». La chica parecía un poco confusa… El caso es que cuando yo le contesté manifestó que no era nada realmente importante.

«Nada realmente importante», eso había declarado Edna Brent. Y, sin embargo, no mucho después aquélla había sido encontrada, estrangulada, en el interior de una cabina telefónica del servicio público.

—Mientras ustedes dos hablaban, ¿observó la presencia de alguna persona por sus inmediaciones?

—La gente abandonaba el edificio en aquellos instantes. El público asistente a la encuesta había sido numeroso. Este crimen ha causado sensación, divulgándose la noticia del mismo por todo Crowdean. Aparte de que la prensa le ha dado un realce…

—¿No recuerda a nadie concretamente que estuviese cerca de ustedes dos? Por ejemplo: cualquiera de las personas que aquella mañana prestaron declaración.

Pierce meditó unos segundos.

—No, no me acuerdo de nadie especialmente, señor.

—Bien ¡Qué le vamos a hacer! Si más adelante se le viene a la memoria algún detalle que no me haya contado comuníquemelo en seguida, Pierce.

Una vez a solas, Hardcastle se esforzó por dominar la ira que sentía contra él mismo. Aquella muchacha, dotada según le había sido fácil apreciar de un cerebro de pájaro, sabía algo… No estaría en el secreto del asunto, pero debía haber visto u oído algo raro, algo que llamara su atención. Eso, desde luego, la había preocupado. Y la encuesta no había producido en ella más efecto que el de intensificar sus preocupaciones al respecto.

¿Qué podía ser? ¿Radicaría la cosa en la declaración de alguien? Lo más seguro era que se hubiese referido a Sheila Webb, al expresarse en aquellos términos tan ambiguos. Dos días antes se había presentado en la casa de su compañera para hablar con ella. ¿Y por qué no se había dirigido a Sheila Webb dentro de la oficina, donde pasaban muchas horas juntas? ¿Por qué había querido verla en privado? ¿Había averiguado algo en relación con la sobrina de la señora Lawton que la dejara perpleja? ¿Intentaba solicitar una explicación sin que el asunto trascendiera, sin que las otras chicas se enteraran de nada? No andaba descaminado, seguramente, al suponer esto… El inspector llamó al sargento Cray.

—¿A qué cree usted que iría Edna Brent a Wilbraham Crescent? —preguntó aquél a su superior.

—He estado pensando en ello —manifestó Hardcastle—. Posiblemente, la chica se dejó llevar de la curiosidad… Desearía ver cómo era el lugar en que se había cometido el crimen. No tiene nada de particular esto… La mitad de la población de Crowdean ha desfilado por allí.

—Es una hipótesis razonable —opinó el sargento Cray.

—Por otra parte —señaló, el inspector hablando lentamente— pudo haberse presentado en Wilbraham Crescent porque deseaba hablar con una de las personas que allí viven…

En cuanto su subordinado hubo dejado el despacho, Hardcastle cogió un bloc, anotando en él unos números. Eran éstos: el 20, 19 y el 18. Luego fue encerrando cada uno entre otros tantos pares de interrogaciones. A continuación, escribió los apellidos de los dueños de las casas: Hemming, Pebmarsh, Waterhouse. Las tres casas de la parte alta de la manzana quedaron eliminadas. Con la intención de visitar una de ellas, Edna Brent no habría ido a la opuesta.

Hardcastle estudió las tres posibilidades.

Se fijó en el número 20 primero. El cuchillo utilizado para el primer asesinato había sido encontrado allí. Parecía lo más probable que el arma hubiese sido arrojada a aquella casa desde el jardín del número 19… Naturalmente, la misma dueña del 20 podía haberla tirado entre las matas de su «selva» en miniatura. Al ser interrogada la señora Hemming había reaccionado indignándose. «¡Qué jugada más canallesca arrojar un cuchillo como ése contra mis gatos!» Esto era lo que había dicho. ¿Cómo relacionar a la señora Hemming con Edna Brent? Hardcastle decidió que no había punto de conexión posible. Entonces pasó a ocuparse de la señora Pebmarsh.

¿Habíase presentado Edna Brent en Wilbraham Crescent con la idea de visitar a la señorita Millicent Pebmarsh? Esta figuraba entre las personas que habían prestado declaración en la encuesta. ¿Había habido algo en sus palabras que provocara la incertidumbre en el ánimo de la joven? Un momento, sin embargo. Edna se había sentido preocupada también antes de la celebración del acto. ¿Había llegado a descubrir algo reservado referido a la ciega? ¿Había averiguado, quizá, la existencia de una relación entre la señorita Pebmarsh y Sheila Webb? Tal vez a esto se refirieran las palabras de Edna Brent hablando con Pierce, palabras que por otro lado se presentaban a diversas interpretaciones. La muchacha había dicho, aproximadamente, que «no podía ser verdad lo que ella dijera».

«Conjeturas y nada más que conjeturas», pensó el inspector cada vez más enojado.

¿Y qué decir de los habitantes del número 18? La señorita Waterhouse había descubierto el cadáver de la chica. El inspector Hardcastle había sentido siempre una gran aprensión por las personas que involuntariamente o no realizan tales hallazgos. Encontrando el cadáver de la víctima el criminal se ahorra una dilatada serie de dificultades. Por ejemplo, ya no tiene que correr los azares del planteamiento de una buena coartada; si se ha descubierto en la tarea de hacer desaparecer sus huellas dactilares quedan justificadas las que la policía encuentre… En muchos casos la posición del asesino resulta poco menos que inquebrantable. Exigía una condición: la no existencia de un motivo evidente. ¿Y qué motivos podía haber tenido la señorita Waterhouse para eliminar a la pequeña Edna Brent? Por cierto que aquélla no había prestado declaración en la encuesta, aunque, claro, era posible que hubiese estado allí, en la sala. ¿Tenía Edna alguna sospecha…? ¿Veía, quizás, en la señorita Waterhouse a la persona que suplantara a Millicent Pebmarsh al llamar por teléfono al «Cavendish Bureau» para solicitar el envío al número 19 de Wilbraham Crescent de una taquimecanógrafa?

Más conjeturas todavía…

Y, por supuesto, había que reparar en Sheila Webb…

Hardcastle alargó la mano en dirección al teléfono, llamando al hotel en que se hospedaba Colin Lamb. Pronto le pusieron en comunicación con él.

—Aquí Hardcastle… ¿A qué hora os reunisteis tú y Sheila Webb para comer?

Colin tardó unos segundos en contestar:

—¿Cómo te has enterado de que estuvimos comiendo juntos?

—He formulado una suposición que ha resultado ser cierta. Bien, el caso es que os reunisteis en un restaurante con tal fin, ¿no?

—¿Por qué no había de hacerlo, Dick?

—A mí me parece muy natural. Me interesaba saber la hora, simplemente. ¿Os fuisteis directamente al restaurante nada más terminada la encuesta?

—No. Ella tenía que comprar una cosa. Nos citamos en ese establecimiento chino que hay en Market Street para la una.

—Enterado.

Hardcastle consultó sus notas. Edna Brent había muerto entre las 12:30 y la 1.

—¿No quieres saber qué es lo que comimos?

—No. Puedes reservarte eso. Yo sólo quería averiguar la hora de vuestro encuentro. Un trámite más que había que cubrir, Colin.

—Ya me hago cargo.

Hubo una pausa. Hardcastle dijo luego:

—Si esta noche no tienes nada que hacer…

Colin Lamb le interrumpió.

—Me voy, Dick. Acabo precisamente de hacer mis maletas. Al volver al hotel me entregaron una carta recibida durante mi ausencia. Tengo que marcharme al extranjero.

—¿Cuándo regresarás?

—Eso no lo sabe nadie. Creo que estaré fuera una semana… Tal vez tarde más… ¡También es posible que no vuelva nunca!

—Mala suerte, ¿no es así?

—No estoy muy seguro de ello —repuso Colin colgando el teléfono.

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