Capítulo XXVI

La señora Rival abrió de un empujón la puerta del «Peacock Arms», avanzando de una manera algo vacilante en dirección al mostrador. Iba hablando en voz baja. No era desconocida en aquel local y fue saludada afectuosamente por el camarero.

—¿Qué tal, Flo? ¿Cómo te van las cosas?

—No está bien —respondió la señora Rival—. No es justo. No está bien. Yo sé lo que estoy hablando, Fred, y sostengo que no está bien, no, señor.

—Claro que no, Flo —replicó Fred para que se tranquilizara—. Me gustaría saber qué es concretamente lo que te pasa. ¿Quieres que te sirva lo de siempre?

La señora Rival abatió la cabeza. Pagó y comenzó a sorber el líquido del vaso que le acababan de poner delante. Fred se alejó momentáneamente para atender a otro cliente. La bebida reanimó a la mujer ligeramente. Continuaba profiriendo palabras sueltas y frases en voz baja pero ahora lo hacía con mejor talante. En cuanto el camarero volvió a situarse a su alcance tornó a dirigirse a él. Sus maneras resultaban ya menos bruscas.

—Sin embargo, no pienso seguir adelante con esto. No. Si existe alguna cosa que yo no puedo soportar, ésta es el engaño. Es que no lo aguanto… No lo he tolerado jamás.

—Eso es verdad, Flo.

Fred, un hombre experto en aquellas lides, examinó a su cliente con atención. «Lleva encima unos cuantos golpes ya —se dijo—. Me figuro que podrá resistir tan sólo un par más. Algo la ha sacado de sus casillas».

—El engaño… —continuó diciendo la señora Rival—. Y luego perju… perju… Bueno, ya sabes qué palabra quiero pronunciar.

—Claro que lo sé —replicó Fred.

El hombre se volvió para saludar a un conocido. Salió a colación el tema de la mala actuación de varios galgos en las carreras. La señora Rival continuaba hablando.

—No me gusta el asunto y no quiero seguir prestándome a nada. Lo diré… La gente no puede tratarme así. No, no pueden. Es decir, no hay derecho a que abusen de una… Y, por otra parte, si una no se defiende, ¿quién va a hacerlo en su lugar? Ponme otro, querido —añadió levantando la voz, mirando a Fred.

El camarero obedeció.

—De ser tú, yo optaría por marcharme a casa ahora mismo —le aconsejó aquél.

Se preguntaba Fred qué habría sido lo que había dejado tan trastornada a aquella mujer. Habitualmente se la veía de buen humor. Mostrábase siempre cordial con todo el mundo, siempre dispuesta a la risa.

—Ya ves las cosas que pasan, Fred: me tienen en el saco. Cuando la gente pide que le hagan algo debería hablar con franqueza. Debería decir qué significado encierra lo que vas a hacer, qué se propone exactamente. Todos mienten. ¡Asquerosos embusteros! ¡Uf!, no puedo resistirlos.

—Lo mejor sería que te fueras a casa —opinó Fred al observar que por la nada tersa superficie de sus mejillas se deslizaba una lágrima—. Piensa también que no tardará mucho en llover. El agua puede estropearte ese bonito sombrero.

En los labios marchitos de la señorita Rival floreció una sonrisa afectuosa.

—¡Oh! No sé qué hacer, de veras.

—Yo me marcharía a mi casa a dormir —sugirió el camarero, siempre amable.

—Sí, pero…

—No querrás que se te eche a perder ese sombrero, ¿verdad?

—Eso es muy cierto. Sí, muy cierto… Una observación muy atinada la tuya, Fred.

La señora Rival abandonó por fin el taburete, dirigiéndose con paso vacilante hacia la puerta.

—Algo parece haber afectado profundamente a Flo hoy —comentó uno de los clientes del establecimiento.

—Habitualmente está tan alegre como unas castañuelas… Naturalmente, todos tenemos días buenos y días malos —declaró otro de los presentes, un individuo de sombrío gesto.

—Si alguien me hubiera asegurado que Jerry Grainger iba a entrar el quinto en la meta, inmediatamente detrás de Queen Caroline, no lo hubiera creído —afirmó el que había hablado en primer lugar—. Si me preguntas qué ha pasado, te lo diré con entera franqueza: ahí hubo «tongo». En las carreras, actualmente, no hay nada que vaya como Dios manda. La mayor parte de los caballos se presentan en la pista «drogados». ¿He dicho la mayor parte? ¡Todos!

Al llegar a la calle, la señora Rival levantó la cabeza, contemplando indecisa el firmamento. Sí. Tal vez fuera a llover. Echó a andar por la acera, aprestando el paso ligeramente, girando poco después a la izquierda y más adelante a la derecha, deteniéndose por último frente a un edificio de fachada más bien sucia.

Al sacar una llave de su bolso y empezar a subir las escaleras que había en el fondo del vestíbulo, la señora Rival se detuvo. Alguien se estaba dirigiendo a ella desde el hueco de aquéllas…

—Arriba te espera un caballero.

—¿A mí?

La señora Rival daba la sensación de sentirse un tanto sorprendida.

—Puede decirse de él que da la impresión de ser un caballero. No es lord Brummel precisamente, pero va bien vestido y es educado.

En cuanto hubo llegado ante su puerta, la señora Rival introdujo la menuda llave en la cerradura.

La casa olía a verduras, a pescado y a eucalipto. Este último olor era el que más se notaba en la entrada. La patrona de Merlina Rival era una mujer que cuidaba sus pulmones en invierno e iniciaba su buena labor en tal aspecto a mediados de septiembre.

Merlina abrió por fin la puerta de su piso, entrando en el mismo. Luego… se quedó paralizada. Casi inmediatamente dio un paso atrás.

—¡Oh! ¡Es usted!

El detective inspector Hardcastle abandonó la silla en que se hallaba sentado.

—Buenas noches, señora Rival.

—¿Qué desea usted? —inquirió aquélla, con menos finesse de la que habitualmente empleaba.

—He venido a Londres por una cuestión del servicio y como había un par de cosas acerca de las cuales quería hablar con usted, no se me ha ocurrido nada mejor que visitarla. La… ¡ejem!… la mujer con quien tropecé en la entrada me dijo que no creía que tardara usted mucho en regresar.

—¡Ah! Bien; no comprendo qué…

Hardcastle le señaló una silla.

—Siéntese —sugirió cortésmente.

Daba la impresión de que sus papeles habían sido invertidos. La señora Rival, con un movimiento de autómata, tomó asiento, fijando una dura mirada en su interlocutor.

—¿A qué se refieren ese par de cosas? —inquirió.

—Se trata de unos detalles insignificantes, en los que he reparado después…

—¿Está usted pensando en… Harry?

—En efecto.

—Entonces escuche… —la señora Rival estaba dando a sus palabras un acento de desafío. De ello se dio cuenta en seguida el inspector, que acababa de percibir también el vaho del alcohol que salía de la boca de la mujer—. Estoy harta de Harry… Es algo que data de muchos años atrás. No quiero ni volver a pensar en él. Espontáneamente, me presenté a usted cuando vi la fotografía en los periódicos, ¿no? Le conté todo lo que sabía. Todo eso pasó, ha quedado ya muy atrás. No quiero que nadie me lo recuerde… No puedo decirle más de lo que le he dicho. Le he referido cuanto recordaba y no quiero saber más de ello.

—Se trata de un punto sin importancia, ya se lo he indicado —insistió el inspector afablemente, en tono de excusa.

—Bien. Hable usted. ¿Qué es? —inquirió la señora Rival.

—Usted identificó a la víctima del crimen cometido en Wilbraham Crescent, afirmando que era su marido, con el que contrajo matrimonio, verdadero o falso, hace quince años aproximadamente. ¿Es eso cierto?

—Yo imaginé que a estas alturas usted sabría cuándo sucedió eso exactamente.

«Es más aguda de lo que me figuré en un principio», se dijo Hardcastle.

—Y no se ha equivocado en su suposición. Hemos comprobado tal extremo. Ustedes se casaron el día 15 de mayo del año 1948.

—Se asegura que los que contraen matrimonio en el mes de mayo no llegan nunca a conocer la felicidad —explicó la señora Rival lúgubremente—. A mí, desde luego, mayo no me trajo suerte.

—A pesar de los años transcurridos desde la última vez que se vieron, usted identificó a su esposo con bastante facilidad.

La señora Rival se agitó, algo inquieta.

—No había envejecido mucho. Harry sabía cuidarse.

—Y además pudo usted facilitarnos información adicional. ¿No recuerda haberme escrito hablándome de cierta cicatriz?

—Naturalmente que lo recuerdo. Tenía una cicatriz detrás de la oreja izquierda. Aquí.

La señora Rival señaló el lugar exacto llevándole la mano derecha al mismo.

—¿Detrás de la oreja izquierda? —Hardcastle dio algún énfasis a esta última palabra.

—Pues… —la mujer parecía dudar ahora—. Sí. Creo que sí. Sí. Estoy segura de ello. Por supuesto, obrando un tanto apresuradamente no es difícil citar la parte izquierda por la derecha y viceversa. Pero sí… fue la izquierda. Aquí —la señora Rival tornó a llevarse la mano al mismo sitio.

—Y esa cicatriz fue lo que quedó de una herida que se produjo su marido afeitándose, ¿no?

—Exacto. El perro saltó sobre él. El mastín que entonces teníamos era muy aficionado a tal género de ejercicios. Harry y el animal eran inseparables cuando mi esposo se encontraba en casa. La navaja en aquel momento se hundió en la carne, causándole una herida bastante profunda. Harry sangró mucho. Aquélla acabó por curarse, ni que decir tiene, pero quedó la señal.

Parecía hablar con más seguridad en estos momentos la señora Rival.

—Es ése un punto muy interesante. En fin de cuentas, un hombre presenta el aspecto que puedan presentar otros muchos. Se piensa en ello, especialmente, cuando han transcurrido muchos años. Ahora bien, hallar un individuo que se parece mucho a su esposo, el cual tiene una cicatriz en determinado sitio… Eso zanja todas las vacilaciones que pudiera haber con respecto a la seguridad de la identificación, ¿verdad? Así se da con una base sólida, que permite orientar las investigaciones policíacas en un sentido u otro.

—Me alegro de que se sienta complacido.

—Y ese accidente de la navaja de afeitar ocurrió…, ¿cuándo?

La señora Rival reflexionó unos segundos.

—Debió ser… Unos seis meses después de nuestra boda, aproximadamente. Sí. Nosotros nos hicimos del perro aquel verano, recuerdo.

—Es decir, entre los meses de octubre y noviembre de 1948.

—Eso es.

—Y después, en el año 1951, su esposo la dejó…

—Quizá me apartara yo también de él —manifestó la señora Rival con dignidad.

—Es igual. El caso es que después de 1951 usted no volvió a ver a su marido… Hasta el día en que descubrió su fotografía en los periódicos, ¿es así?

—Efectivamente. Eso es lo que le dije a usted.

—¿Y no tiene ninguna duda en relación con sus declaraciones, señora Rival?

—En absoluto. Sólo volví a ver el rostro de Harry CastIeton después de muerto.

—Es raro —murmuró Hardcastle—, muy raro…

—¿Qué es lo que le parece raro? ¿Qué quiere decir?

—El tejido cicatrizado tiene sus cosas curiosas. Claro, para usted o para mí una cicatriz es únicamente eso: una cicatriz. No nos dice nada de particular. Pero los médicos son capaces de obtener de aquélla toda una serie de enseñanzas. Por ejemplo pueden revelar, aproximadamente, la fecha de su formación.

—No sé adonde quiere usted ir a parar.

—Se trata de esto, sencillamente, señora Rival: de acuerdo con el informe médico de la policía, confirmado por otro particular, al que hemos consultado, la cicatriz que su marido tenía en la oreja databa solamente de cinco a seis años atrás.

—Tonterías. No lo creo. Yo… Nadie puede afirmar tal cosa. De todos modos no fue entonces cuando…

—¿Se da cuenta? —prosiguió diciendo Hardcastle en el mismo tono de voz—. Si la cicatriz data de cinco o seis años atrás hay que dar por descontado que el hombre que fue su esposo no tenía aquélla en el momento de dejarla a usted, en el año 1951.

—Tal vez tenga usted razón. Pero, sea como sea, era Harry.

—Recuerde que no le vio desde entonces, señora Rival. Y si no le vio, ¿cómo pudo enterarse de la existencia de la cicatriz, resultado de una herida que se había producido cinco o seis años antes?

—Me está usted enredando, inspector. Una no puede acordarse exactamente de todos los detalles. La verdad es que Harry tenía esa cicatriz y yo lo sabía.

Hardcastle se puso en pie.

—Será mejor que reflexione, estudiando el contenido de su declaración, señora. No querrá usted buscarse un conflicto, ¿verdad?

—¿Buscarme un conflicto? ¿Qué quiere darme a entender?

Hardcastle pronunció la palabra con desgana:

—Perjurio.

—¿Autora de un delito de perjurio yo?

—Sí. Aquél constituye una grave falta, que pudiera llevarla a la cárcel, incluso. Porque en su día habrá de prestar solemne juramento ante un tribunal. Me agradaría… que se lo pensase usted bien, señora Rival. Es un paso serio el que ha de dar. ¿Es que hubo alguna persona que le sugirió que nos contara esa historia de la cicatriz?

La señora Rival se irguió. Los ojos le centelleaban en aquellos instantes. Ofrecía, incluso, un aspecto magnífico.

—Jamás he oído tantas tonterías juntas —repuso—. Esto es absurdo, francamente. Intenté cumplir con mi deber. Impulsada por tal sentimiento fui en su busca, tratando de ayudarle. Le confié cuanto recordaba. Yo creo que si he cometido alguna equivocación estoy más que justificada, ¿no? En fin de cuentas he conocido a muchos… amigos y una confusión así siempre es posible. Con todo, yo me inclino a pensar que estoy en lo cierto. Ese hombre era Harry y Harry tenía una cicatriz detrás de la oreja izquierda. Seguro. Todo lo que he sacado en limpio por su parte, en pago a mi actitud, inspector, ha sido esto: que usted aparezca por mi casa insinuando que he mentido.

El inspector Hardcastle se puso en pie.

—Buenas noches, señora Rival —dijo—. Piénseselo bien.

La mujer levantó la cabeza, en un gesto de reto. Hardcastle salió. Nada más marcharse, la expresión del rostro de la señora Rival cambió. Su actitud de desafío se había desvanecido como por encanto. Ahora era simplemente una mujer preocupada, asustada.

—Meterme en esto —murmuró—, meterme en este asunto… No pienso seguir así… Por nadie del mundo daría la cara. Me ha mentido, me ha engañado… Es monstruoso. Sí. Monstruoso. Se lo diré. No voy a callarme absolutamente nada.

Se puso a pasear de un lado a otro de la habitación, vacilando. Finalmente tomó una decisión. Cogió un paraguas que había en un rincón y dejó el piso.

Llegó hasta el final de la calle, deteniéndose sin saber qué hacer frente a una cabina telefónica. Continuó andando. Entró en las oficinas de una estafeta de correos, pidió cambio y se introdujo en una de las cabinas del local. Establecida la comunicación con la central pidió un número, aguardando unos segundos.

—Hable.

La señora Rival obedeció mecánicamente.

—Oiga… ¡Oh! Es usted… Aquí Flo. Sí, ya recuerdo que me dijo que no la llamara, pero es que no tengo más remedio. No se ha portado usted lealmente conmigo. No me hizo saber a lo que me exponía. Usted sólo me indicó que para usted supondría una gran contrariedad la identificación de ese hombre. Ni por un instante se me ocurrió pensar que podía verme mezclada en un crimen… Sí, usted lo afirma, pero eso no es lo que me señaló antes… Naturalmente. Ahora pienso que está complicada en el hecho… Se lo advierto; no crea que voy a cargar con culpas ajenas… Ya es algo desempeñar el papel de… de… cómplice. El caso es que yo estoy asustada, no lo oculto… ¡Decirme que escribiera contando lo de la cicatriz! Ahora resulta que la cicatriz data sólo de un par de años atrás. Y aquí me tiene jurando que no, que él ya la tenía cuando me abandonó… Eso es perjurio, un delito grave, que puede llevarme a la cárcel. No está nada bien que se haya andado con tantos rodeos… No… Una cosa es servir a alguien, hacerle un favor… Ya lo sé… Ya sé que me paga por ello. De todas maneras no es tanto dinero como para… ¡Bien! La escucharé, pero yo no voy a… Conforme, conforme… Guardaré silencio… ¿Qué dice? ¿Cuánto? Eso es mucho dinero. ¿Cómo voy a saber que usted lo ha obtenido legalmente…? Sí, por supuesto, eso es distinto ¿Puede jurarme que no tuvo nada que ver con el hecho? Me refiero al acto de suprimir a una persona… Estoy convencida de que fue así. Naturalmente, lo comprendo… A veces una se junta con cierta gente y va más allá de donde se proponía. No es culpa de una, no… Tiene usted una habilidad tan grande para convencer… Siempre le pasó lo mismo… De acuerdo. Considero el asunto terminado, pero lo otro ha de ser pronto… ¿Mañana? ¿A qué hora? Sí… Sí… Acudiré a la cita, pero nada de cheques… Me expongo a sufrir una pérdida y… No, no quiero continuar mezclada en esto. Aunque la cosa no tenga nada de particular… Conforme… Ya que usted dice eso… La verdad, no quisiera que me juzgara… De acuerdo, de acuerdo entonces.

La señora Rival abandonó la estafeta de Correos para avanzar con alguna torpeza por la acera. No se sentía descontenta en aquellos momentos.

Valía la pena arriesgarse un poco con tal de lograr aquella importante suma de dinero. Este le iría muy bien. Y el peligro no era tan grande, en fin de cuentas. Según las preguntas que le formularan diría que no se acordaba o que se le había olvidado todo. Son muchas las mujeres incapaces de recordar detalles o sucesos que datan de un año atrás. Si insistían mucho declararía que había confundido a Harry con otro hombre. ¡Oh! Disponía de centenares de respuestas para salir del paso.

La señora Rival era de esas personas que tienen azogue en las venas. Su ánimo se levantaba con la misma facilidad con que se abatía… Entonces comenzó a pensar seriamente en las cosas que iba a comprarse con aquel dinero…

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