Capítulo XI

—Ramsay —dijo Colin, pensativo.

—¿Qué pasa con Ramsay?

—Me ha llamado la atención ese hombre… Viaja por el extranjero. Se ve obligado a ello y cuando menos se lo figura. Su esposa nos ha dicho que es un técnico del ramo de la construcción, pero eso parece ser cuanto de él conoce.

—Es una buena mujer —opinó Hardcastle.

—Si… Nada feliz. Tal es la impresión que produce.

—Se la ve fatigada. Los críos son siempre muy engorrosos.

—Yo me figuro que hay algo más.

—El, seguramente, pertenece a ese grupo de hombres que consideran que una esposa y dos hijos representan una carga insoportable —dijo Hardcastle.

—Sólo Dios sabe a ciencia cierta lo que ocurre en el corazón de las personas —declaró Colin—. ¡Hay que ver de lo que son capaces dos chiquillos! Una esposa como la señora Ramsay, excesivamente castigada, se encuentra en magníficas condiciones para acceder de buen grado a un, digámoslo así, arreglo.

—Yo no me atrevería a catalogarla entre «ese» grupo de mujeres.

—Mi querido amigo: no hablaba de que viviera en pecado. Supongamos que ella se hubiese prestado a desempeñar un papel, el de la señora Ramsay precisamente, el suyo actual, aportando así un paisaje de fondo a otra vida, un respaldo. Naturalmente, para eso, él habría tenido que contarle una historia bien pensada, que le justificase en todo momento. Sigamos suponiendo que él está dedicado al espionaje, a nuestro lado, claro. He aquí un pretexto altamente patriótico.

Hardcastle esbozó una sonrisa.

—Vives en el seno de un extraño mundo, Colin —dijo.

—Pues es verdad, Dick. Y un día u otro tendré que abandonarlo… Hay momentos en que uno no sabe con qué carta quedarse y recela de todo y de todos. La mitad de esos individuos trabajan para ambos bandos. Al final no saben a cuál pertenecen en realidad. Se sienten presos en la maraña de… ¡Oh! Bueno, dejemos esto. Sigamos con lo que nos trajo aquí.

—Habremos de visitar a los McNaughton —contestó Hardcastle deteniéndose ante la entrada del número sesenta y tres—. Parte de su jardín coincide con el del número diecinueve… igual que el de Bland.

—¿Qué sabes acerca de los McNaughton?

—No mucho… Se avecindaron aquí hace cerca de un año. Una pareja de edad ya. Creo que él es un profesor jubilado, muy aficionado a la jardinería.

En el jardín delantero había numerosos rosales y espesos macizos de flores diversas bajo las ventanas.

Una risueña joven que vestía pantalones y blusa de trabajo, de chillones colores, abrió la puerta de la entrada, preguntándoles:

—¿Qué deseaban ustedes, señores?

Hardcastle murmuró al tiempo que le entregaba una tarjeta:

—¡Vaya, hombre! Aquí si que es patente la colaboración de la mano de obra extranjera.

—La policía… —dijo la joven.

Esta dio un paso atrás, mirando a Hardcastle como si hubiese sido el propio diablo en persona.

—¿La señora McNaughton? —inquirió el inspector.

—Si, se encuentra en la casa.

La muchacha les condujo a un cuarto de estar, desde cuya ventana se divisaba el jardín posterior de la vivienda. Estaba vacío.

—Se halla en la planta superior —explicó la joven, quien no había vuelto a sonreír. Seguidamente salió al vestíbulo, llamando—: Señora McNaughton, señora McNaughton…

Una voz lejana respondió.

—¿Qué sucede, Gretel?

—La policía… Acaban de llegar dos agentes. Les he llevado al cuarto de estar.

Oyóse el rumor de unos apresurados pasos en el piso y las palabras: «¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Qué será lo que venga luego?» Los pasos fueron acercándose rápidamente y por último la señora McNaughton se presentó en el cuarto de estar. Veíase seriamente preocupada a juzgar por la expresión de su rostro. Hardcastle decidió en el acto que aquél era su gesto habitual.

—¡Oh, Dios mío! ¿Inspector… Hardcastle? —Había bajado la vista, leyendo la tarjeta—. Pero… ¿para qué quiere usted vernos? Nosotros no sabemos absolutamente nada con respecto a lo ocurrido. Bueno, es que me imagino que su visita a esta casa se halla relacionada con el crimen cometido en nuestra barriada… ¿O es que desean comprobar si nos hallamos al corriente en cuanto al pago de la licencia del televisor?

Hardcastle la tranquilizó.

—Es que el hecho en sí es tan extraordinario, ¿verdad? —dijo la señora McNaughton más animada—. Y al medio día, más o menos… ¡Qué hora más extraña para entrar a robar en una casa! Precisamente aquella en que todo el mundo se encuentra en sus hogares. Claro que, ¡suceden tantas cosas terribles en la actualidad! Ahí es nada: en pleno día. Como les ocurrió a unos amigos nuestros… Habiendo salido a comer a un restaurante, se presentó ante su casa uno de esos camiones que utilizan las agencias de mudanzas, apeándose del mismo unos hombres que en poco tiempo dejaron la casa vacía. Todos los vecinos les vieron, desde luego, pero a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza que se tratara de una cosa irregular. ¿Sabe usted? Yo creí haber oído gritar a alguien ayer. Angus dijo que serían esas temibles criaturas de la señora Ramsay. Siempre andan por el jardín haciendo ruido, imitando el despegue de las naves del espacio, de los cohetes o bombas atómicas. A veces una queda sobrecogida de espanto…

Hardcastle procedió a mostrarle su fotografía a la señora McNaughton.

—¿Ha visto usted en alguna ocasión a este hombre?

La señora McNaughton contempló la cartulina con avidez.

—Casi seguro que le he visto. Si. En efecto ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Fue el individuo que nos visitó una vez para preguntarnos si nos interesaría adquirir una nueva enciclopedia de catorce volúmenes? ¿O el que otro día nos ofreció un modelo muy moderno de aspirador eléctrico? Yo no sabía qué hacer para quitármelo de encima y entonces al hombre no se le ocurrió otra cosa que ir en busca de mi marido, que se hallaba trabajando en el jardín delantero. Angus estaba plantando unos bulbos. Cuando se entrega a tales tareas le disgusta que le interrumpan. El inoportuno visitante, imprudentemente, siguió haciendo la propaganda de su artefacto. Lo de siempre. Le enseñó cómo limpiar las cortinas, el piso de la entrada, las escaleras, los cojines del cuarto de estar… Agotó todos los argumentos. Por último, Angus levantó la vista, preguntándole: «¿Puede plantar bulbos?» El vendedor se quedó desconcertado, optando en seguida por marcharse.

—¿Y cree usted que ése era el hombre que aparece en la fotografía?

—Pues… no. Realmente, no. Aquél era más joven, ahora que caigo en la cuenta. No obstante, creo haber visto ese rostro antes. Sí. Cuanto más miro la fotografía más segura estoy de que vino a mi casa para pedirme que le comprara algo.

—Quizá le ofreciera una póliza de seguros diversos, en nombre de cualquier compañía.

—No, no se trataba de eso. Mi esposo se ha ocupado ya ampliamente de tal cuestión. Tenemos varias pólizas suscritas. No. Sin embargo, cuanto más miro esta foto…

Hardcastle no esperaba nada de todo aquello. Acababa de clasificar a la señora McNaughton basándose en su experiencia dentro de ciertas situaciones. Ella quería a toda costa experimentar la emoción de haber visto a alguien relacionado con el crimen. Cuanto más mirara la fotografía más se aferraría a su idea.

El inspector suspiró.

—Aguarde… Ese hombre conducía un carro de reparto, creo. Ahora bien, no consigo recordar cuándo le vi… El vehículo llevaba el anuncio de una panadería.

—¿No le vería usted ayer, señora McNaughton?

El rostro de la señora McNaughton se oscureció. Echóse hacia atrás un mechón de cabellos que le caía sobre la frente.

—No, Ayer, no. Al menos… —Hizo una pausa—. Me parece que no —su faz se iluminó débilmente con una tímida sonrisa—. Quizá mi esposo se acuerde.

—¿Se encuentra en la casa?

—Ahí fuera, en el jardín.

La señora McNaughton señaló hacia una ventana. Unos metros más allá el inspector divisó a un hombre ya de edad que se deslizaba por un sendero llevando una carretilla.

—¿Le parece bien que salgamos un momento para charlar con él?

—¡No faltaba más! Vengan por aquí.

Cruzando por una puerta lateral llegaron al jardín. El rostro del señor McNaughton estaba cubierto de sudor.

—Estos caballeros son policías, Angus —explicó su esposa, respirando agitadamente—. Están efectuando indagaciones en relación con el crimen cometido ayer en casa de la señorita Pebmarsh. Tienen una fotografía de la víctima. Yo estoy segura de haberle visto en alguna parte antes. ¿No fue éste el individuo que nos visitó la semana pasada para preguntarnos si disponíamos de objetos antiguos y queríamos desprendernos de los mismos?

—Déjame ver… Haga el favor: sostenga un momento la fotografía ante mí —le dijo el señor McNaughton a Hardcastle—. No puedo tocar nada porque tengo las manos sucias de tierra.

Después de mirar brevemente la foto manifestó:

—No he visto a este hombre jamás.

—Sus vecinos me han dicho que es usted muy aficionado a la jardinería —apuntó el inspector.

—¿Quién le dijo a usted eso? ¿La señora Ramsay?

—No. El señor Bland.

Angus McNaughton dio un resoplido.

—Bland no tiene la menor idea de lo que significa esta afición —declaró—. La verdad es que lo que él hace y nada… Ha concentrado su atención casi exclusivamente en las begonias, en los geranios, en los macizos de lobelias. Eso tiene poco que ver con la auténtica jardinería. Al final acaba uno creyendo que vive en un parque público. ¿Le interesan a usted los arbustos, inspector? Por supuesto, ésta es la peor época del año para plantar cualquier cosa, pero, mire, aquí tengo un par en los que he puesto mi confianza. Estoy convencido de que lograré ponerlos en marcha. Se sorprendería usted si le fuese posible comprobar los resultados de mis trabajos. Piense que, según se dice, esos arbolitos sólo prosperan en Devon y Cornwall.

—Temo no poder clasificarme entre los jardineros prácticos —aventuró Hardcastle por seguir la conversación.

McNaughton le miró igual que un artista al que acabara de confesarle alguien su ignorancia en materia de arte, no obstante comprender el placer que éste proporciona.

—El asunto que me ha traído a esta casa, señor McNaughton, es en verdad un tema de conversación bastante menos grato que el que usted propone —manifestó el inspector.

—Ya me hago cargo. Habla usted del suceso de ayer. Me encontraba aquí fuera, en el jardín, cuando ocurrió el hecho.

—¿Sí?

—Bueno, yo estaba refiriéndome al momento en que se oyeron los gritos de una joven.

—¿Qué hizo usted?

—Pues… lo cierto es que no hice nada. En realidad pensé que eran esos condenados chicos de la señora Ramsay. Siempre andan de un lado para otro chillando, dando voces, escandalizando…

—¿No observó que aquellos gritos no procedían del mismo punto?

—Hubiera reparado en tal detalle si esas criaturas se dedicasen a jugar exclusivamente en su jardín. Pero ésta es una cosa que no ocurre nunca. Para ellos no existen vallas, telas metálicas ni otros obstáculos por el estilo. Se dedican a cazar a los gatos de la señora Hemming allí donde se presentan, por toda la manzana. Lo que pasa es que hoy no hay nadie que tenga autoridad sobre ellos, eso es lo malo. Su madre tiene un carácter muy débil. Por supuesto, es lo que sucede siempre; cuando no hay ningún hombre en la casa los muchachos alegremente campan por sus respetos.

—Tengo entendido que el señor Ramsay pasa la mayor parte del año en el extranjero.

—Creo que trabaja en no sé qué construcciones —manifestó el señor McNaughton vagamente—. Siempre está de viaje. Construye diques, tuberías de conducción de petróleo y otras cosas así. Exactamente, no lo sé. Hace un mes tuvo que marcharse corriendo a Suecia. Le habían avisado de pronto. La madre de los chicos quedó al frente de la casa, sola. Ya se lo puede usted figurar: mucho trabajo. La cocina, las faenas domésticas cotidianas… ¿Y quién iba a contener a esos diablos? No es que sean malos, que tengan tendencias perversas. Sencillamente es que están necesitados de un poco de disciplina.

—Bien. Aparte de los gritos, ¿no notó nada extraño? A propósito: ¿a qué hora fue eso?

—No tengo idea. Antes de salir a trabajar al jardín me quito siempre el reloj. El otro día me lo rocié con el agua de la manguera y me costó mucho trabajo repararlo luego. ¿A qué hora fue eso, querida? Tú oíste los gritos también, ¿verdad?

—Debían ser las dos y media… Habría pasado media hora desde el instante en que terminamos de comer.

—¿A qué hora suelen comer ustedes?

—A la una y media… cuando hay suerte —explicó el señor McNaughton—. Nuestra servidora, una danesa, no tiene la menor idea sobre el significado del tiempo.

—¿Qué hacen después? ¿Se tienden a dormir un poco?

—A veces sí. Hoy, por ejemplo, yo no lo hice. Quería continuar con la tarea que había iniciado. Estaba arreglando mis plantas, abonándolas, concretamente.

—Un montón de abono… —consideró el inspector—. ¡He ahí algo que muchos miran con indiferencia y, sin embargo, a cuántas maravillas da lugar aquél!

El señor McNaughton estaba radiante.

—Tiene usted muchísima razón. ¡Ah! ¡Y cuanto más natural sea ese abono, tanto mejor! Yo prescindo de los preparados químicos… Es un disparate utilizar éstos. Déjeme, déjeme enseñárselo todo.

El señor McNaughton cogió a Hardcastle ansiosamente de un brazo, yendo con él hasta la valla que separaba su jardín del de la casa número 19. En un macizo de lilas la tierra se veía cubierta de una brillante capa de estiércol. El dueño de la casa, después, llevó la carretilla hasta un pequeño cobertizo que había al lado. Dentro del mismo había muchas herramientas perfectamente ordenadas.

—Se nota que es usted un hombre metódico —declaró Hardcastle.

—Es preciso cuidar aquellas cosas de que nos valemos para trabajar —contestó sencillamente el señor McNaughton.

Hardcastle contemplaba pensativo la casa número 19. Al otro lado de la valla había una pérgola de rosas que conducía a uno de los muros de la construcción.

—¿No vio usted a nadie en ese jardín o en cualquiera de las ventanas de la casa mientras preparaba su estiércol?

—No, no vi a nadie —contestó Angus McNaughton—. Lamento no serle de más utilidad, inspector.

—Oye, Angus… Yo creo que vi a alguien remoloneando por el jardín del 19.

—Debes de estar equivocada, querida —repuso McNaughton con firmeza.

Vueltos al coche, Hardcastle dijo a Colin, con un gruñido:

—Esa mujer quiso darnos a entender que había visto algo.

—¿Crees que reconoció al hombre de la fotografía?

—Lo dudo. Quiere pensar que lo ha visto. Estoy familiarizado con esa clase de testigos. En cuanto decidí concretar se fue atrás, ¿no?

—Efectivamente.

—Nada más natural, sin embargo, que haya llegado a estar sentada frente a nuestro hombre en cualquier autobús, por ejemplo. Siempre cabe tal posibilidad. Pero ella se empeña en forzar la cosa.

—Sí. Yo también pienso lo mismo de esa mujer.

—Poco es lo que hemos conseguido hasta ahora, Colin —dijo Hardcastle suspirando—. Desde luego, nos enfrentamos con hechos raros. Casi parece imposible que la señora Hemming —por muy absorbida que la tengan sus gatos—, sepa tan pocas cosas en relación con sus vecinos, la señorita Pebmarsh en particular. También resulta extraña su vaguedad, su desinterés por todo lo concerniente al crimen.

—¿Y no es acaso aplicable esa actitud a cuanto la rodea?

—Se trata de una mujer extraordinariamente aficionada a los gatos —dijo Hardcastle—, y cuando uno se enfrenta con una persona así… Bueno. Todos los fuegos, robos y crímenes de la ciudad ocurridos en torno a ella le pasarían desapercibidos.

El inspector había pronunciado las anteriores palabras como si estuviese reflexionando en voz alta.

—Ha conseguido aislarse con toda esa serie de obstáculos que ha levantado a su alrededor, con sus telas metálicas y los enmarañados macizos de plantas, que no dejan siquiera ver su jardín.

Los dos hombres llegaron por fin a la jefatura de policía. Hardcastle sonrió, diciendo a su amigo:

—Sargento Lamb: queda usted en libertad desde este momento.

—¿No vamos a hacer más visitas?

—Por ahora, no. Más tarde haré otra… pero iré solo.

—De acuerdo. He de darte las gracias por la mañana, que ha sido muy amena. ¿No podrías ordenar que las notas que he tomado fueran pasadas a máquina?

Colin entregó a Hardcastle sus papeles.

—La encuesta judicial se celebrará pasado mañana, ¿no? ¿A qué hora?

—A las once.

—Muy bien. Asistiré a ella. Creo que llegaré a tiempo.

—¿Te marchas fuera?

—Dentro de una hora tomaré el tren para Londres… He de poner mis informes al día.

—Ya me imagino ante quién.

—Me parece que no lo sabes.

Hardcastle sonrió.

—Da recuerdos al viejo.

—He de ver a un especialista también.

—¿A un especialista? ¿Para qué? ¿Qué te pasa?

—Nada… Desde luego, ando algo pesado de cabeza, pero no es un especialista de la clase médica lo que necesito. El individuo en cuestión encaja mejor en tu sector de actividades.

—¿Scotland Yard?

—No. Un detective privado, amigo de mi padre y mío. Este fantástico asunto le gustará, servirá para animarle, también. Tengo entendido que actualmente está necesitado de algo que excite su interés por la vida. Precisa de un estimulante, en suma.

—¿Cómo se llama tu hombre?

—Hércules Poirot.

—He oído hablar de él. Creí que ya había muerto.

—No, no ha muerto. Pero tengo la impresión de que se aburre soberanamente, lo cual es mucho peor.

Hardcastle estudió el rostro de Colin con sincera curiosidad.

—Eres un tipo raro, Colin. ¡Qué amigos tan raros tienes!

—Tú incluído, ¿no? —dijo Lamb sonriendo.

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