Capítulo XXI

El detective inspector Hardcastle echó un vistazo al calendario que tenía encima de su mesa de trabajo. Diez días, exactamente. La policía no había hecho muchos progresos porque tropezaba con una dificultad inicial: la identificación de un cadáver. Esto se estaba prolongando más de lo que él hubiera podido figurarse en un principio. Parecía haberse llegado a un callejón sin salida. El examen de las prendas de aquel hombre, llevado a cabo por técnicos en los laboratorios oficiales, no había arrojado ningún dato útil, aprovechable. La tela en sí tampoco había proporcionado pista alguna. Era de muy buena calidad, del tipo que suele autorizarse para las exportaciones. Había sido bien cuidada, pero las prendas que vestía la víctima al morir tenían ya algún tiempo. Los dentistas no habían servido de nada tampoco, ni las lavanderías, ni los quitamanchas… ¡Enfrentábanse con un «hombre misterioso»! De entre el público no había surgido nadie afirmando que había sido reconocido aquél.

Hardcastle suspiró al pensar en la gran cantidad de llamadas telefónicas que habían tenido que atender, en el gran número de cartas recibidas tras la publicación en los periódicos de una fotografía con el siguiente pie: «¿CONOCE USTED A ESTE HOMBRE?». Asombroso: eran muchísimas las personas que creían conocerlo. Había entre ellas no pocas hijas que veían en él a un hipotético padre del que habían estado separadas años y años. Una mujer de ochenta años había asegurado que la foto en cuestión era la de un hijo suyo que abandonara el hogar treinta años antes. Innumerables esposas estimaron que se trataba del marido desaparecido. Las hermanas no habían mostrado tan solícito interés por aquellos hermanos declarados en ignorado paradero. Y, por supuesto, había innumerables hombres y mujeres que aseguraban haber visto a aquel individuo en Lincolnshire, en Newcastle, en Devon, en Londres, en el «Metro», en un autobús, en lo alto de un acantilado, apostado en la curva de una carretera, saliendo de un cine con las solapas del abrigo levantadas para ocultar su rostro… Así habían surgido centenares de pistas. Las más prometedoras habían sido estudiadas y comprobadas cuidadosamente, pero no conducían a ninguna parte.

Pero hoy el inspector se sentía ligeramente más esperanzado. Miró la carta que tenía encima de la mesa. Merlina Rival. No le agradaba mucho aquel nombre. Nadie que estuviese en su juicio, pensó, se atrevería a bautizar a un hijo suyo con el mismo. Indudablemente, sería un nombre adoptado por la mujer que lo llevaba. Pero el tono general de su escrito le gustaba. Este no le había parecido extravagante. En él no se mostraba la corresponsal excesivamente confiada. Limitábase a decir que era posible que el hombre de la foto fuese su esposo, del que se separara varios años antes. Esperaba su visita aquella misma mañana. Hardcastle apretó el botón de un timbre y a los pocos segundos entraba en el despacho el sargento Cray.

—¿No ha llegado todavía la señora Rival?

—En este preciso instante ha entrado en el vestíbulo. Me disponía ya a notificárselo a usted.

—¿Qué aspecto tiene?

El sargento Cray reflexionó unos segundos.

—Teatral, diría yo. Mucho maquillaje… y no del bueno. Una mujer en la que se puede confiar a medias, en mi opinión.

—¿Estaba nerviosa?

—No, no se le nota que lo esté.

—Muy bien. Hágala pasar.

Cray abandonó el despacho, regresando en seguida para anunciar a la visitante.

—La señora Rival, inspector.

Hardcastle se puso en pie, estrechando la mano de la mujer. Juzgó que debería rondar la cincuentena, pero mirada de lejos —de bastante lejos— podían atribuírsele unos treinta años de edad. De cerca, por efecto del maquillaje, descuidadamente aplicado, un observador imparcial la hubiera supuesto en la proximidad de los sesenta… Al final, Hardcastle se decidió por lo que había pensado al principio. Cabellos oscuros, muy tintados. Iba destocada. Estatura media. Complexión corriente. Vestía una chaqueta y falda de tonos sombríos y una blusa negra. Llevaba en la mano un bolso en cuyo material figuraba una tela de dibujo escocés. En las muñecas le tintineaban uno o dos brazaletes. Adornaba sus manos con varias sortijas. En conjunto, pensó el inspector, formulando estimaciones de tipo moral basadas en su experiencia, una mujer «especial…» No debía ser excesivamente escrupulosa. Probablemente era fácil entenderse con ella. Sería generosa, quizá, de un modo razonable, amable. ¿Podía confiar en ella? Hardcastle se dijo que lo mejor sería aplazar la respuesta a tal pregunta. Provisionalmente había de pensar que sí.

—Me alegro mucho de conocerla, señora Rival, y espero que nos preste una valiosísima ayuda.

—Desde luego, no tengo una seguridad absoluta —manifestó la visitante—, pero ese hombre tiene toda la cara de Harry. Bueno… Quizás exagere. La verdad es que se parece mucho a él. Ni que decir tiene que de antemano estoy resignada con lo que sea. Pero lamentaría haberle hecho perder a usted el tiempo.

—No se preocupe, señora. Andamos necesitados de ayuda en este caso y le agradecemos la que está decidida a prestarnos, independientemente de los resultados.

—Es que… verá usted, ha pasado ya bastante tiempo desde la última vez que vi a mi marido.

—Vayamos por partes. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Hallándome en el tren he procurado recordar algunos hechos, a fin de poderle hablar con la mayor precisión posible. Es terrible esto… ¡Hay que ver cómo se pierde la memoria con los años! En mi carta le decía que habían pasado diez años, pero la verdad es que han sido más. Estimo que se acercará a los quince. ¡Pasa el tiempo con tanta rapidez! Claro, una se resiste a admitir tal cosa, tal vez porque así nos hacemos la ilusión de que tardamos más en envejecer, ¿no cree usted?

—En efecto… De todos modos usted estima que su separación dura ya quince años, aproximadamente. ¿Cuándo se casaron?

—Unos tres años antes de que ocurriera eso —respondió la señora Rival.

—¿Dónde vivían entonces?

—En una población llamada Shipton Bois, en Suffolk. Aunque de poca monta, centro comercial de dicha región.

—¿A qué se dedicaba su esposo?

—Era agente de seguros. Al menos —la señora Rival hizo una pausa— eso decía él…

El inspector escrutó detenidamente el rostro de su interlocutora.

—¿Descubrió usted acaso que no era cierto lo que él afirmaba?

—Pues… no. Por entonces no. Fue posteriormente cuando pensé que me había estado engañando. Para un hombre una cosa así no debe resultar muy difícil, ¿verdad?

—Supongo que ello depende de las circunstancias particulares de cada caso.

—Quiero decir que un pretexto así justifica las frecuentes ausencias del hogar.

—¡Ah! ¿Solía ausentarse a menudo su esposo, señora Rival?

—Sí. Al principio esto no me preocupó, pero luego…

—¿Qué pasó más tarde?

La señora Rival calló, inquiriendo al cabo de unos segundos:

—¿No podríamos verlo? Al fin y al cabo, si no es Harry…

Hardcastle se preguntó que estaría pensando aquella mujer concretamente. Notábase en su voz un acento forzado, ¿de emoción, quizás? El inspector no sabía a qué atenerse.

—Nos iremos ahora mismo.

Salieron del despacho, encaminándose a la salida. En la calle les aguardaba un coche. A Hardcastle no le extrañó el nerviosismo de ella. Era el que habitualmente se apoderaba de las personas que se disponían a visitar el depósito de cadáveres. El inspector pronunció las palabras de siempre para calmarla.

—Todo irá bien, no se inquiete. Además, es cuestión de un minuto o dos tan sólo.

Les aproximaron una camilla de ruedas. Uno de los funcionarios de la dependencia levantó una punta de la sabana con que había sido cubierto el cadáver. La señora Rival contempló el inmóvil rostro unos momentos. Su respiración se tornó más agitada. Luego abrió la boca levemente, como si le faltara aire, y volvió la cabeza bruscamente hacia otro lado.

—Es Harry. Sí. Tiene otro aspecto, parece más viejo…, pero es él.

El inspector hizo una seña al funcionario del depósito y cogiendo del brazo a su acompañante la condujo al coche, regresando después a la Jefatura de Policía. Hardcastle guardó silencio. Dejó que la mujer se recobrara de la impresión sufrida por sí sola. A los pocos minutos de sentarse nuevamente en el despacho se presentó un policía con una bandeja en la que había dos tazas de té.

—Tómese esto, señora Rival. Le sentará bien. Ya charlaremos después.

—Gracias.

Ella se sirvió azúcar en abundancia, y procedió a beberse el confortable brebaje.

—Me encuentro mejor. No es que me importara mucho realmente. Solamente… Está justificado que una se trastorne un poco, ¿no es cierto?

—¿Está convencida de que ese hombre es su esposo?

—Estoy segura de ello. Por supuesto, con más años, pero no ha cambiado mucho. Siempre se le veía muy limpio. Era un hombre distinguido. A primera vista se le notaba una cosa: que tenía «clase». ¿Entiende lo que quiero decir?

Sí, pensó Hardcastle. La frase era gráfica y encajaba perfectamente tratándose de describir a la víctima. Tenía «clase». Evidentemente, el hombre había parecido siempre mejor de lo que era en realidad. Algunos individuos tenían esa suerte y ellos la aprovechaban para sus fines particulares.

—Cuidaba mucho sus ropas y demás efectos personales —prosiguió diciendo la señora Rival—. Me imagino que por tal razón y su natural simpatía… ellas se enamoraban fácilmente de mi marido, no sospechando nada anormal.

—Explíquese, por favor, señora.

Hardcastle extremó el tono afectuoso de su voz.

—Me estaba refiriendo a las mujeres que tenían contacto son él, en general. Las mujeres llenaban la mayor parte de su vida.

—Comprendo. Y usted se enteró de eso, naturalmente.

—Yo sospechaba ya algo. Estaba casi siempre fuera de casa. Desde luego, yo ya conocía a los hombres. Pensé que lo más probable era que tuviese relación con alguna chica de vez en cuando. Claro, hay temas que no pueden abordarse en una conversación normal. Los hombres mienten en esos casos. He ahí todo lo que una saca en limpio. Pero jamás me figuré que llegase a hacer de sus escapadas un negocio.

—Y luego vio confirmados sus temores, ¿verdad? La mujer asintió:

—¿Cómo se enteró de ello?

La señora Rival se encogió de hombros.

—Al regreso de uno de sus viajes. Había ido a Newcastle, me explicó. Añadió que tenía que quitarse de en medio en seguida. Aseguraba que su juego había sido descubierto. Una mujer, por culpa suya, se encontraba en un serio apuro. Una maestra de escuela, señaló. Corría el peligro de que se armara un grave alboroto. Le acosé a preguntas. No me costó mucho trabajo lograr que confesara. Quizá pensara que sabia más de lo que di a entender. Las mujeres, como ya le he indicado antes, se enamoraban con relativa facilidad de él. Les pasaba, sencillamente, lo que me había pasado a mí. Se cruzaban unos anillos y quedaba establecido un compromiso. Luego, él las convencía para que invirtieran su dinero en algún negocio supuestamente provechoso. Ellas aceptaban casi siempre.

—¿Había procedido de igual modo con usted?

—Sí, pero yo me negué a darle nada.

—¿Por qué razón? ¿Es que ya entonces no le inspiraba confianza?

—Le diré… Yo no he sido nunca de esas personas que confían a ciegas en los demás. He vivido amargas experiencias; he conocido el lado amargo de las cosas. Me pregunté por otro lado por qué había de ser él quien operara con mi dinero. Esto era algo que estaba a mi alcance también. La mejor manera de conservar lo que una tiene es, prácticamente, la de no hacer cesiones estúpidas o injustificadas. He visto caer en esa trampa a muchas ya… Las mujeres solemos incurrir en tales tonterías.

—¿Cuándo le propuso él efectuar inversiones con su dinero? ¿Antes o después de casados?

—Creo que me lo sugirió antes, pero como yo no respondí a sus requerimientos no volvió a abordar aquel tema. Tras nuestro casamiento me habló de cierta oportunidad maravillosa, a su juicio, que se le había presentado. «No hay nada que hacer», le respondía. Desde luego, yo obraba así impulsada por mi desconfianza, pero también pensando en que los hombres se dejan a menudo cautivar por espejismos que se traducen en irremediables fracasos.

—¿Había tenido su esposo algún tropiezo con la policía?

—Esta le tenía sin cuidado —manifestó la señora Rival—. No hay una sola mujer que no procure ocultar experiencias del tipo de las que mi marido provocaba. Aquella última vez, sin embargo, todo parecía ser diferente. Tratábase de una joven educada. No resultaría tan fácil de engañar como a las otras.

—¿Iba a tener un hijo acaso?

—Sí.

—¿Era la primera vez que ocurría una cosa así?

—Yo me inclino a creer que no —la mujer agregó—: Con respecto a él no sabía a qué atenerme, concretamente. ¿Le guiaba el afán de lucro? ¿Hacía de sus actividades un medio de vida? ¿O era de esos individuos que al mismo tiempo que se divierten no ven inconveniente en que las mujeres con quienes tienen que ver corran con los gastos inevitables en toda distracción?

La señora Rival pronunció esas palabras con un dejo de amargura.

Hardcastle inquirió suavemente:

—¿Le quería usted, señora Rival?

—Con franqueza: no lo sé. Supongo que cuando accedí a sus proposiciones matrimoniales algo significaría para mí…

—Se casaron ustedes, efectivamente, ¿no?

—Sobre esto tengo mis dudas… Sí, la ceremonia tuyo lugar en una iglesia. Ahora bien, yo no sé si con anterioridad había contraído matrimonio con otras mujeres. En tal caso usaría cada vez un nombre distinto. Castleton era su apellido cuando me casé con él. No creo que ése fuese el suyo, el verdadero.

—Harry Castleton, ¿no?

—Sí.

—Y ustedes vivieron en esa población llamada Shipton Bois como marido y mujer… ¿Por espacio de cuánto tiempo?

—Unos dos años. Antes habíamos vivido en las proximidades de Doncaster. No sé si me sorprendí mucho cuando volvió aquel día a casa para contármelo todo. Pienso que yo debía abrigar sospechas desde varios meses atrás. Naturalmente, aquéllas no habían tomado cuerpo en mí más que de un modo ligero. ¡Parecía un hombre tan respetable! Mi marido daba la impresión de ser todo un caballero.

—¿Qué sucedió entonces?

—Me dijo que tenía que desaparecer lo más rápidamente posible y yo le contesté que podía marcharse cuando quisiera, que yo no estaba dispuesta a secundarle en nada —la mujer agregó, pensativamente—: Le di diez libras. Era todo lo que yo tenía en casa. El me objetó que andaba escaso de dinero… Ya no volví a verle ni a saber de él. Hasta hoy. O, mejor dicho, hasta que me enfrenté con su fotografía en la Prensa.

—¿No tenía ninguna señal especial en el cuerpo? ¿Ninguna cicatriz, por ejemplo? ¿No sufrió nunca ninguna operación o fractura?

—Me parece que no.

—¿Utilizó alguna vez el apellido Curry?

—¿Curry? No… Bueno, no lo sé, a ciencia cierta.

Hardcastle empujó la tarjeta que tenía encima de la mesa en dirección a su interlocutora.

—He aquí lo que encontramos en uno de sus bolsillos —dijo.

—Continuaba haciéndose pasar por agente de seguros, por lo que veo. Claro, usa, usaba, he querido decir, diferentes nombres siempre.

—Me indicó antes que no supo nada de él en el transcurso de estos últimos quince años…

—Ni siquiera se le ocurrió nunca enviarme una postal de felicitación por Navidad —apuntó la señora Rival, irónica—. Tampoco creo que supiera mi paradero, sin embargo. Volví a los escenarios tras su partida, durante algún tiempo. Siempre andaba de tournée. ¡Qué vida la mía entonces! Torné a ser Merlina Rival…

—Merlina… ¡ejem! Supongo que ése no es su verdadero nombre.

La mujer volvió la cabeza denegando. Sus labios se distendieron en una débil sonrisa.

—Ese fue un nombre que yo me inventé. No es nada corriente, ¿verdad? Mi verdadero nombre es Flossie Gapp. Debí ser bautizada con el de Florence, pero todo el mundo me ha llamado siempre Flossie o Flo.

—¿A qué se dedica usted actualmente? ¿Trabaja todavía como actriz, señora Rival?

—En ocasiones —contestó la mujer con un leve acento de reticencia—. De vez en cuando, podríamos decir.

Hardcastle quiso mostrarse discreto.

—Comprendo…

—Trabajo aquí y allá… Ayudo en algunas reuniones, colaboro en ciertas tareas domésticas… No vivo mal. Conoce una caras nuevas todos los días. Las cosa van poniéndoseme cada vez mejor.

—Así pues, desde su separación ya no volvió a saber de Harry Castleton…

—Ni una palabra. Pensé que se habría marchado al extranjero… o que habría muerto.

—¿Puedo preguntarle, señora Rival, si conoce algún detalle particular que explique la presencia de Harry Castleton en Crowdean?

—No tengo la menor idea. Ni siquiera sé a qué se ha estado dedicando estos últimos años.

—¿Sería posible que se dedicase a hacer pólizas de seguro falsas… o algo de ese tipo?

—Sencillamente: lo ignoro. En mi opinión, eso es poco probable. Harry sabía ser precavido. Jamás se hubiera arriesgado a intentar una cosa que hubiese entrañado el riesgo de llevarle a los archivos policíacos directamente. El se inclinaba hacia otras actividades, en las que desempeñaban un papel principal las mujeres.

—¿Está usted pensando en alguna forma de chantaje?

—Pues… no lo se. Sí, es posible. Quizás anduviera por en medio alguna de sus antiguas relaciones interesada en que no se divulgase determinada aventurilla perteneciente al pasado. En ese terreno él se movía con desenvoltura. Observe usted esto: no afirmo nada. Cuanto le estoy diciendo no son más que suposiciones. Yo no creo que mi marido fuese, dando aquéllas por buenas, un chantajista exigente, capaz de conducir a la víctima de turno a la desesperación. De hacer eso habría montado un negocio en pequeña escala… todo lo más.

La señora Rival pronunció estas últimas palabras apoyándolas con un gesto que revelaba a las claras su convencimiento.

—Harry Castleton gustaba a las mujeres, ¿verdad?

—En efecto. Se enamoraban de él fácilmente. Su aspecto respetable, sus modales de gentleman, le ayudaban muchísimo en su trabajo… ¿Quién era la que no se sentía orgullosa de haber conquistado a un hombre como él? Además, junto a Harry veían un futuro tan maravilloso, tan lleno de seguridades… Comprendo su actitud, porque yo pasé por una situación semejante —terminó manifestando la señora Rival, expresándose con toda franqueza.

Hardcastle llamó a uno de sus subordinados.

—¿Quiere hacerme el favor de traer los relojes?

El agente obedeció. Habíalos dispuesto sobre una bandeja, cubriéndolos con un paño. El inspector recogió éste, observando atentamente el rostro de la señora Rival, quien contempló con curiosidad aquéllos.

—Son muy bonitos —comentó la mujer—. Este dorado es el que más me gusta…

—¿No ha visto usted antes estos relojes? ¿No significan nada para usted?

—No… ¿Por qué me lo pregunta?

—¿No puede establecer ninguna relación entre su esposo y el nombre de Rosemary?

—¿Rosemary? A ver… Déjeme pensar. Hubo una pelirroja que… No. Se llamaba Rosalie. No sé de ninguna que llevara ese nombre. Ni puedo saberlo… Harry era muy reservado en todo lo que atañía a sus asuntos particulares.

—Si usted viera un reloj cuyas manecillas marcaban las cuatro y trece minutos…

Hardcastle hizo una pausa.

La señora Rival dejó oír una maliciosa risita.

—Pensaría inmediatamente que se acercaba la hora de tomar el té.

El inspector suspiró.

—Señora Rival: le estamos muy agradecidos. Pasado mañana tendrá lugar la encuesta, aplazada primeramente. Supongo que no tendrá inconveniente en declarar para dejar sentados oficialmente todos los detalles referentes a la identificación del cadáver.

—En absoluto. Me imagino que tendré que decir quién era, ¿no es eso? ¿O habré de ser más explícita? ¿He de aludir como ahora a la manera de vivir de mi marido y todo lo demás?

—De momento no será preciso. Simplemente habrá de afirmar bajo juramento que la víctima era Harry Castleton, su marido. La fecha exacta de la boda quedaría registrada en Somerset House. ¿Dónde contrajeron ustedes matrimonio? ¿Se acuerda?

—En un sitio llamado Donbrook… Creo que en la iglesia de San Miguel. Estoy hablando de veinte años atrás. ¡Cuánto tiempo. Señor! Se siente una casi con un pie en la tumba.

La mujer se puso en pie, tendiendo la mano a Hardcastle. Inmediatamente después de marcharse la señora Rival, el inspector se sentó ante su mesa de trabajo, jugueteando con un lápiz. Luego entró en el despacho el sargento Cray.

—¿Satisfactoria la entrevista? —inquirió.

—Eso parece —repuso Hardcastle—. La víctima se llamaba Harry Castleton… Un nombre supuesto, probablemente. Llevaremos a cabo algunas indagaciones. Es posible que por ahí ande más de una mujer deseosa de venganza.

—Un hombre de tan irreprochable aspecto… —comentó Cray.

—Por lo que se ve, tal cosa fue explotada a fondo por él. Hardcastle volvió a pensar en el reloj de la inscripción. Rosemary. ¿Tratábase de algún recuerdo?

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