Capítulo II

En el número 19 de Wilbraham Crescent la maquinaria de la ley había comenzado a funcionar. Encontrábanse allí un médico, un fotógrafo, el especialista en huellas digitales… Todos se movían eficientemente de un lado para otro, concentrados en sus tareas respectivas.

Finalmente llegó el Detective Inspector Hardcastle, un hombre alto, de rostro severo, sobre cuyos ojos campeaban unas expresivas cejas. Deseaba comprobar si cada una de las piezas del complicado mecanismo funcionaba bien, si todo se iba haciendo adecuadamente. Echó un último vistazo al cadáver, intercambió unas breves palabras con el médico, un forense del servicio policíaco, y pasó al comedor, donde se hallaban reunidas tres personas ante sendas tazas de té ya vacías: la señorita Pebmarsh, Colin Lamb y una joven de espigada figura y rizados cabellos castaños, de ojos inmensamente grandes y atemorizados. «Muy linda», pensó el inspector entra paréntesis.

Se presentó a la señorita Pebmarsh.

—Soy el Detective Inspector Hardcastle.

Algo sabía acerca de la señorita Pebmarsh, si bien en el terreno profesional sus caminos no se habían cruzado nunca. Habíala visto algunas veces. Tratábase de una maestra de escuela quien había conseguido un empleo relacionado con la enseñanza del sistema Braille en el Aaronberg Institute, que acogía a muchas criaturas privadas del sentido de la vista. Quedaba absolutamente fuera de lo normal que su impecable casa hubiese sido escenario de un crimen… Ahora bien, las cosas improbables se dan en la vida con más frecuencia de la que uno desearía.

—Esto, señorita Pebmarsh, debe haber constituido una experiencia terrible para usted —dijo Hardcastle—. Tiene que haberle causado una impresión tremenda, forzosamente. Lo que yo necesito ahora es un relato escueto de los hechos, por el orden en que sucedieron éstos. Tengo entendido que fue la señorita… —Hardcastle echó una rápida mirada a su bloc de notas—, Sheila Webb quien realmente descubrió el cadáver. Si usted me lo permite, señorita Pebmarsh, me iré con esta joven a la cocina. Así podré charlar con ella tranquilamente.

El inspector abrió la puerta que ponía en comunicación el comedor con la cocina, aguardando a que la chica pasara ante él. Dentro de aquella pequeña dependencia se encontraba ya un agente, quien escribía apoyado en una mesita cuyo tablero era de «fórmica».

—Esta silla parece bastante cómoda —dijo Hardcastle, ofreciendo a Sheila Webb una versión moderna de una silla estilo Windsor.

La chica, todavía muy nerviosa, tomó asiento, observando al policía con sus grandes y asustados ojos.

Hardcastle estuvo a punto de decirle. «No tengas miedo, hijita, que no voy a comerte». Pero, naturalmente, se contuvo, concentrándose de un modo exclusivo en el interrogatorio oficial.

—No tiene usted por qué estar preocupada. Ye he dicho que lo único que deseo es hacerme con un relato claro de lo sucedido. Veamos… Se llama usted Sheila Webb. ¿Vive en…?

—Palmerston Road, número 14… Detrás de la fábrica de gas.

—Sí, ya sé. Supongo que trabaja usted en algún sitio.

—En efecto. Soy taquimecanógrafa. Trabajo en el «Secretarial Bureau», de la señorita Martindale.

—La razón social completa es «Cavendish Secretarial & Typewriting Bureau», ¿verdad?

—Así es.

—¿Y cuánto tiempo hace que trabaja usted para esa firma?

—Estoy allí desde hace un año aproximadamente. Bueno, unos diez meses, para concretar más.

—Entendido. Ahora explíqueme cómo el venir aquí, al número diecinueve de Wilbraham Crescent, hoy.

—Se lo diré en seguida, sí, señor —Sheila Webb parecía expresarse en aquellos instantes con menos nerviosismo—. La señorita Pebmarsh llamó al «Bureau» por teléfono, solicitando los servicios de una taquígrafa para las tres. Al regresar a la oficina, después de la comida de mediodía, la señorita Martindale me comunicó el recado.

—Esa venía a ser una de tantas cosas como se presentan durante el día, ¿verdad? Quiero decir que era lo normal… ¿Le dieron el recado porque era usted la siguiente en una supuesta lista…? Bueno, es que yo ignoro su forma habitual de distribuirse el trabajo…

—Fui la designada yo porque la señorita Pebmarsh preguntó por mí, señalando que debía ser Sheila Webb quien fuera a su casa.

—¿La señorita Pebmarsh pidió que la enviaran a usted? —las cejas de Hardcastle subrayaron aquella circunstancia—. ¡Ah, bien! Ya comprendo. Había trabajado usted para ella en otra ocasión anterior, ¿verdad?

—No —respondió Sheila, rápidamente.

—¿Que no? ¿Está segura de lo que dice?

—Sí que lo estoy. La señorita Pebmarsh no es una de esas personas de las cuales una se olvida fácilmente. Eso sí que resulta extraño, ¿no le parece?

—¡Y tanto! Bueno, dejemos tal hecho a un lado, de momento. ¿A qué hora llegó usted aquí?

—Tuvo que ser antes de las tres porque el reloj de cuclillo… —Sheila se interrumpió de pronto—. ¡Qué raro! De veras que es rarísimo —sus hermosos ojos se habían dilatado—. No llegué a darme cuenta de ello en el momento preciso…

—¿De qué no se dio usted cuenta, señorita Webb?

—Pues… de los relojes. Fíjese: el cuclillo dio las tres cuando debía ser esta hora. En cambio los otros marchaban adelantados en más de sesenta minutos. ¿No le parece extraño?

—Lo es —convino el inspector—. Dígame: ¿en qué momento descubrió el cadáver?

—En el instante en que me disponía a pasar por detrás del sofá. Sí… allí estaba… él… Fue terrible, terrible.

—La comprendo perfectamente. ¿Reconoció usted al hombre? ¿Le había visto con anterioridad?

—¡Oh, no!

—¿Está segura de lo que dice? Tenga presente que su aspecto podía diferir bastante del habitual en él. Piense, piense… ¿Está segura de no haber visto antes a ese hombre?

—Completamente segura.

—Está bien. No hablemos más de eso. ¿Qué hizo usted luego?

—¿Qué hice luego?

—Sí.

—Pues… nada, nada en absoluto. No hubiera podido…

—¿No tocó el cadáver?

—Sí… sí… Para ver… sólo para ver… sí… Pero aquel cuerpo estaba frío… y yo… me manché la mano de sangre. ¡Oh! Fue espantoso… Tenia los dedos cubiertos de una sustancia espesa y pegajosa.

Sheila Webb comenzó a temblar.

—Vamos, vamos, cálmese —dijo Hardcastle, cortésmente—. Todo pasó ya. Olvídese de esa sangre. Vayamos a lo siguiente. ¿Qué sucedió después?

—No sé… ¡Ah, sí! Ella entró en la casa.

—¿Se refiere a la señorita Pebmarsh?

—En efecto. Claro que yo no pensé entonces que pudiera tratarse de la misma. Entró con su gran cesto en una mano.

La joven había aludido a aquél recalcando mucho las palabras, como si fuese un elemento incongruente, fuera de lugar, en el cuadro que estaba intentando reconstruir de la mano del inspector.

—¿Y qué dijo usted entonces?

—No sé si llegué a hablar… Intenté hacerlo, pero me fue imposible. Sentía un ahogo tremendo.

Sheila se llevó una mano a la garganta y el inspector asintió.

—Y luego… ella preguntó: «¿Quién anda por ahí?» Nada más pronunciar esta frase fue a deslizarse por detrás del sofá y yo pensé… pensé… que iba a tropezarse con aquello. Y grité… Y después no pude dejar de continuar gritando. No sé por qué salí corriendo de la habitación, de la casa…

—Igual que un cohete —apuntó el inspector, recordando la descripción de Colin.

Sheila Webb le miró pensativa, diciendo un tanto inesperadamente:

—Lo siento, inspector.

—No tiene usted que preocuparse. Ha compuesto un relato muy completo de los hechos que con su persona guardan relación. Deje de pensar en todo esto ahora. ¡Ah! Se me ocurre una pregunta. ¿Por qué se encontraba usted en el cuarto de estar?

—¿Por qué…? —inquirió la joven, perpleja.

—Sí. Usted llegó aquí posiblemente con unos minutos de anticipación a la hora señalada. Me imagino que pulsaría el botón del timbre. No habiéndole contestado nadie, ¿por qué entró?

—¡Oh! Porque ésas fueron las instrucciones que me dieron.

—¿Dictadas, por quién?

—Por la señorita Pebmarsh.

—Pero… Yo creí que entre ustedes dos no se había cruzado una sola palabra.

—Y no está equivocado. Ella habló con la señorita Martindale… Yo debería entrar en la casa y esperar en el cuarto de estar, que se halla en la parte derecha del vestíbulo.

Hardcastle se quedó pensativo.

Sheila Webb le preguntó tímidamente.

—¿Es… eso todo, inspector?

—Me parece que sí. Le agradecería que aguardara aquí diez minutos más por si surge algo nuevo y tengo necesidad de formularle varias preguntas más. Después la enviaré a su casa en un coche de la policía. ¿Vive usted con sus familiares?

—Mis padres murieron ya. Yo vivo con una tía.

—¿Su nombre?

—La señora Lawton.

El inspector se puso en pie, tendiendo su mano a la chica.

—Muchas gracias, señorita Webb —dijo—. Intente descansar esta noche. Lo necesita después de las emociones sufridas hoy.

La joven sonrió débilmente en el momento de deslizarse dentro del comedor.

—Cuida de la señorita Webb, Colin —dijo el inspector—. Ahora, señorita Pebmarsh, ¿tendría usted inconveniente en pasar aquí?

Hardcastle había alargado una mano para guiar a la señorita Pebmarsh, pero ésta avanzó resueltamente ante él, buscó a tientas una silla que había arrimada a la pared, la separó unos centímetros de ésta y se sentó.

El inspector cerró la puerta. Antes de que llegara a pronunciar una palabra, Millicent Pebmarsh inquirió bruscamente:

—¿Quién es ese joven?

—Colin Lamb es su nombre.

—Eso me dijo, pero, ¿quién es? ¿Por qué se encuentra aquí en esta casa?

Hardcastle contempló unos instantes a la ciega, un tanto sorprendido.

—Pasaba casualmente por la calle cuando la señorita Webb salió corriendo, dando gritos… Después de entrar aquí y ver lo que había sucedido nos telefoneó. Yo mismo le pedí que no se marchara.

—Se ha dirigido a él llamándole, simplemente, Colin.

—Es usted una buena observadora, señorita Pebmarsh. —¿Observadora? ¡Qué difícilmente encajaba en aquel caso tal palabra! Y, sin embargo, al mismo tiempo, no había ninguna otra que cuadrara mejor—. Colin Lamb es amigo mío. He de añadir que hacia tiempo que no le veía. —Hardcastle añadió—: Se trata de un especialista en biología marina.

—¿Ah, sí?

—Bueno, señorita Pebmarsh, me sentiría muy satisfecho si usted pudiera referirme algo con relación a este sorprendente asunto.

—Lo haré de buena gana. No obstante, poco es lo que puedo contarle.

—Creo que hace ya tiempo que reside usted aquí, ¿no?

—Desde el año mil novecientos cincuenta. Yo soy… era… maestra. Cuando mi médico me comunicó que todo cuanto probara a hacer por salvarme la vista, cada vez más débil, resultaría en balde, me afané por especializarme en el sistema «Braille» y en diversas técnicas más proyectadas para ayudar a los ciegos. Actualmente trabajo en el «Aaronberg Institute», que acoge a los niños ciegos o con taras de otra índole.

—Gracias por su información. Pasemos a examinar los acontecimientos de esta tarde. ¿Esperaba usted alguna visita hoy?

—No.

—Le leeré una descripción del hombre muerto. Quizá le sugiera la imagen de alguna persona conocida. Altura: 1,73 a 1,75; edad: 60 años, aproximadamente; cabellos: oscuros tirando a grises; ojos castaños, rostro completamente afeitado, de rasgos regulares, mandíbula firme… Bien constituido, sin exceso de grasas. Traje gris oscuro, manos perfectamente conservadas. Podría ser un empleado de banca, un contable, un abogado o un individuo que ejerciera una profesión liberal, de un tipo u otro. ¿Puede usted localizar con los datos anteriores a un hombre por el estilo entre sus amistades?

Millicent Pebmarsh reflexionó detenidamente antes de contestar.

—Es difícil pronunciarse en un sentido u otro. Por supuesto, esa descripción fija unos límites muy amplios. Se adaptaría a un sinfín de personas. Tal vez haya visto a ese hombre en alguna ocasión, pero jamás podría estar segura de ello.

—¿No ha recibido usted últimamente ninguna carta, anunciándole una visita?

—Con toda certeza que no.

—Perfectamente. Usted telefoneó al «Cavendish Secretarial Bureau» solicitando los servicios de una taquígrafa y…

Millicent Pebmarsh interrumpió al inspector.

—Perdone. Yo no hice nada de eso.

—¿Que usted no telefoneó al «Cavendish Secretarial Bureau» para pedir…?

Hardcastle escrutó atentamente la faz de la señorita Pebmarsh.

—No hay teléfono en la casa.

—Al final de la calle hay una cabina de servicio público —se apresuró a puntualizar el inspector Hardcastle.

—Sí, ya lo sé. Mire… Puedo asegurarle, inspector, que en ningún instante he tenido necesidad de disponer de una taquígrafa y que, por tanto, no, se lo repito, no telefoneé a esa firma que acaba usted de mencionar.

—¿No se interesó usted especialmente por la señorita Sheila Webb?

—Jamás oí tal nombre antes de hoy.

Hardcastle, asombrado, miró atentamente a su interlocutora.

—No cerró usted la puerta principal de la casa con llave…

—Es una cosa que hago con gran frecuencia durante el día.

—Cualquiera podría entrar.

—Eso es precisamente lo que parece haber ocurrido en el presente caso —manifestó la señorita Pebmarsh secamente.

—Señorita Pebmarsh, ese hombre, de acuerdo con el testimonio del forense, murió aproximadamente, entre la 1:30 y las 2:45. ¿Dónde se encontraba usted entonces?

Millicent Pebmarsh reflexionó.

—A la 1:30 debía estar disponiéndome a abandonar la casa si es que no me había ido ya. Tenía que comprar algunas cosas.

—¿Puede decirme exactamente a dónde fue?

—Déjeme pensar… Fui a la oficina de Correos, en Albany Road hay una, para depositar un paquete y adquirir algunos sellos… Después me marché de compras, sí… En «Field & Wren», un establecimiento de mercería, compré unos alfileres e imperdibles que necesitaba. A continuación emprendí el regreso. Puedo decirle exactamente qué hora era al llegar aquí. Mi reloj de cuclillo sonó por tres veces cuando yo avanzaba por el sendero que conduce a la entrada.

—Y de los otros relojes, ¿qué me dice?

—¿Cómo?

—Al parecer, sus otros relojes marchaban una hora adelantados.

—¿Adelantados? ¿Me está usted hablando del reloj de caja que hay en un rincón del cuarto de estar?

—No se trata de ése solamente… A los otros relojes de esa habitación les ocurre lo mismo.

—No le entiendo. En el cuarto de estar no hay más relojes que los que yo he mencionado.

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