Capítulo XXV

NARRACIÓN DE COLIN LAMB


Tuve que aguardar uno o dos minutos. Finalmente la puerta se abrió. Desde el marco de la misma una rubia nórdica de buena estatura y enrojecida faz, vistiendo unas prendas de alegres colores, me miró inquisitivamente. Acababa de secarse las manos, desde luego, pero en los dedos le habían quedado unas motas de harina. Como además ostentaba otra muy sensible en la nariz no me costó trabajo suponer lo que había estado haciendo hasta aquel momento.

—Dispénseme —le dije—. Tienen ustedes una pequeña, ¿no? Ha tirado una cosa por la ventana.

Sonrió, alentadora. El idioma inglés no era su fuerte todavía.

—Perdóneme… ¿Qué dice usted?

—Una pequeña, aquí… Una niña.

—Sí, sí…

—Tiró una cosa… Por la ventana.

Gesticulé un poco para subrayar mis palabras.

—Le he subido lo que la chiquilla tiró.

Le mostré el objeto, una navajita de mango de plata. Ella le miró sin reconocerla.

—No creo que… No la he visto…

—Anda usted atareada con la cocina, ¿eh? —le dije procurando desplegar la mayor simpatía posible.

—Sí, sí… en efecto —respondió ella asintiendo enérgicamente.

—No quisiera molestarle. Si me lo permite yo mismo le haré entrega a la niña de esto.

—¿Cómo dice?

Por fin pareció entenderme. Avanzamos hasta el fondo del vestíbulo y la joven me abrió una puerta. Daba a un agradable cuarto de estar. Junto a la ventana había sido instalada una camita, en la cual se encontraba una niña de nueve o diez años con una pierna escayolada.

—Este caballero… dice… que tú tiraste…

En este instante, por suerte, llegó hasta nosotros un fuerte olor a quemado desde la cocina. Mi introductora lanzó una exclamación.

—Dispénseme, por favor, dispénseme.

—Vaya, vaya —le indiqué amablemente—. Yo le diré a esta pequeña lo que hay que decirle.

La nórdica salió corriendo del cuarto, yo cerré la puerta del mismo y me acerqué a la camita de la chiquilla.

—¿Qué tal nena? ¿Cómo estás de tu pierna?

—Bien —respondió simplemente ella, procediendo a examinarme con una mirada tan penetrante que casi consiguió ponerme nervioso.

La niña llevaba los cabellos distribuidos en dos trenzas. Tenía una frente abultada, el mentón adelantado y unos ojos inteligentes.

—Yo soy Colin Lamb. ¿Y tú cómo te llamas?

La niña me contestó con viveza:

—Geraldine Mary Alexandra Brown.

—Eso es todo un nombre, pequeña. Los tuyos acostumbrarán a abreviarlo, ¿no?

—Sí. Me suelen llamar siempre Geraldine. Y Gerry también. Pero este último nombre no me gusta. A papá esa clase de abreviaturas no le agradan.

Una de las grandes ventajas de tratar con los niños radica en la conducta especial que siguen. Cualquier adulto me hubiera preguntado, al llegar la conversación a aquel punto, qué quería. Geraldine estaba dispuesta a continuar la charla sin experimentar la necesidad de formular preguntas estúpidas. Estaba sola, aburrida, y la presencia de un visitante representaba para ella una novedad interesante. Seguramente se mostraría inclinada al diálogo en tanto no apareciera como un tipo fastidioso, inaguantable.

—Me imagino que tu padre está fuera —aventuré.

Geraldine me contestó con igual prontitud que antes, especificando cuantos detalles conocía sobre el tema.

—Trabaja en los talleres de la firma «Cartinghaven Engineering» de Beaverbridge, situados a catorce millas y media de aquí exactamente.

—¿Y tu madre?

—Mamá murió —replicó Geraldine sin el menor asomo de tristeza—. Murió cuando yo tenía dos meses… Viajaba en un avión procedente de Francia, que se estrelló. No se salvó nadie en aquel accidente.

Hablaba la chiquilla haciendo un gesto de satisfacción. Comprendí… Una criatura como Geraldine no acertaba a ver la tragedia en sí derivada de aquel episodio, sino la aureola que prestaba a la víctima las circunstancias de haber perecido en un accidente devastador.

—Ya comprendo. Entonces te cuida…

Miré expresivamente hacia la puerta del cuarto.

—Esa es Ingrid. Vino de Noruega. No hace más que dos semanas que está aquí. No conoce el inglés todavía. Yo la estoy enseñando.

—Y ella, ¿qué hace? ¿Te enseña el noruego?

—Poco, poco…

—¿Te es simpática?

—Sí. Me gusta. Pero las cosas que prepara en la cocina me parecen algo extrañas a veces. Se come el pescado crudo.

—Yo he comido también pescado crudo en Noruega. Y en ocasiones lo he encontrado muy rico.

Geraldine tenía sus dudas sobre lo relacionado con este asunto.

—Hoy está probando a ver si hace una tarta de manzanas.

—Eso es delicioso.

—¡Hum! Si. A mí me gusta… —Geraldine añadió, cortésmente—: ¿ha venido a comer?

—Pues… no exactamente. En realidad es que pasaba por debajo de tu ventana y… me parece que se te cayó algo.

—¿A mí?

—Sí.

Le enseñé la navajita de mango de plata.

—¡Qué bonita!

Saqué la menuda hoja.

—¡Ah! Ya sé para lo que puede servir: para pelar naranjas y otras frutas, ¿verdad?

Asentí.

Geraldine suspiró.

—La navaja no es mía. No se me cayó a mí. ¿Por qué pensó usted que me pertenecía?

—Como estabas asomada a la ventana…

—Me paso el día así. Tuve una caída y me quebré una pierna, ¿no lo ve?

—¡Qué mala suerte!

—¿Verdad? Y no me rompí la pierna haciendo nada de particular. Iba a apearme de un autobús cuando éste arrancó de pronto. Al principio me dolió un poco, pero luego ya no volví a sentir nada.

—Este reposo forzado debe aburrirte.

—Sí. Pero papá me trae muchas cosas: plastilina, lápices, cuadernos, rompecabezas… Sin embargo, yo ya me he cansado de todo esto y paso la mayor parte del tiempo mirando por la ventana con estos gemelos.

Geraldine me enseñó muy orgullosa sus gemelos de teatro.

—¿Me los prestas un momento? —inquirí.

Eché un vistazo al panorama que se divisaba desde la casa tras ajustármelos.

—Son estupendos —comenté.

Lo eran ciertamente. El padre de Geraldine, si es que era él quien se los había comprado, no reparó en gastos al adquirirlos. Resultaba asombroso comprobar con qué claridad se veía a través de los gemelos de la pequeña la casa número 19 de Wilbraham Crescent y las viviendas vecinas. Devolví aquéllos a su dueña.

—Son magníficos —insistí—. Sí, amiguita, ¡se trata de unos gemelos de primera clase!

—Son iguales que los que usan los mayores —recalcó la niña muy contenta.

—Ya me he dado cuenta.

—Tengo un libro —declaró Geraldine. La chiquilla me enseñó un cuaderno.

—Escribo cosas en él de vez en cuando. Es como el juego de los trenes… Mi primo Dick es muy aficionado a éste. Con los números de las matriculas de los coches hacemos lo mismo. Ya sabe usted en qué consiste eso, ¿no? Se empieza en el 1… Hay que ver hasta qué número se puede llegar.

—Parece entretenido.

—Lo es. Desgraciadamente son pocos los coches que circulan por aquí. Al final he tenido que renunciar…

—Me imagino que tú tienes que saber muchas cosas acerca de esas viviendas de ahí abajo, esto es, quiénes viven en ellas, qué hacen sus ocupantes, etc.

Pronuncié estas palabras un poco al azar, pero Geraldine se apresuró a responder lo referente a cada una de las mismas.

—¡Ya lo creo! Desde luego, ignoro los nombres reales de esas personas, por lo cual me he visto obligada a darles otros nuevos.

—Sí que debe ser eso divertido —sugerí.

—Ahí tiene usted a la Marquesa de Carabás —dijo la niña señalando a lo lejos—. Esa del jardín que recuerda una selva y vive entre un montón de gatos.

—Antes de subir aquí estuve hablando con uno, precisamente. Era un minino de pelaje color naranja.

—Sí. Le vi a usted.

—Tienes que ser una observadora maravillosa. No creo que se te escape nada.

Geraldine sonrió complacida. Ingrid abrió la puerta de la habitación y se acercó a nosotros respirando fatigosamente.

—¿Estás bien, nena?

—Nos encontramos perfectamente —repuso Geraldine con firmeza—. No tienes por qué estar preocupada, Ingrid.

La chiquilla agitó bruscamente las manos, intentando dar más expresividad a sus palabras.

—Tú vete, márchate a la cocina.

—Está bien. Tengo que hacer allí. Supongo que te ha alegrado la visita de este señor.

—Cuando prepara algún plato especial se pone nerviosa —me explicó Geraldine—. Y a veces comemos tarde por esa causa. Me agrada que vaya venido usted. No hay nada como una persona que le distraiga a una… Así se deja de pensar en la comida…

—Hablame de la gente que vive en esas casas. Cuéntame todo lo que hayas visto. ¿Quién habita en la siguiente vivienda? En ésa en que todo lo existente resplandece, de puro limpio.

—¡Oh! Ahí vive una ciega. A pesar de esto va de un lado para otro igual que cualquiera de nosotros. El portero me habló en una ocasión de ella: Harry. Es un nombre muy simpático, ¿sabe? Me cuenta muchas cosas. Por él me enteré del crimen…

—¿El crimen? —pregunté fingiendo un asombro que estaba muy lejos de sentir, naturalmente.

Geraldine asintió. Sus bonitos ojos brillaron. Dábase cuenta de la importancia de la noticia que me iba a dar.

—En esa casa se cometió un crimen recientemente. Yo lo vi todo…

—¡Oh! ¡Qué interesante!

—¿Verdad que sí? Yo no había presenciado nunca un crimen. Bueno quiero decir que jamás había tenido la oportunidad de ver un sitio en el que había pasado una cosa tan terrible como ésa…

—¿Qué… ¡ejem…! qué viste?

—En aquel momento había ahí menos animación que en ningún instante del día. En ese aspecto aquélla era la hora peor de la jornada. Lo más emocionante fue cuando alguien salió corriendo de la casa dando gritos. En seguida pensé que debía haber ocurrido algo.

—¿Quién gritaba?

—Una mujer. Era muy joven. Y bastante guapa. No cesaba de chillar. Un hombre avanzaba por la acera y ella fue a parar a sus brazos… Así —Geraldine movió sus brazos para ilustrar su relato. De pronto guardó silencio, mirándome fijamente—. Aquel hombre se parecía mucho a usted.

—Debía ser mi doble —respondí sin dar importancia a su observación—. ¿Qué sucedió después? Todo esto es muy interesante, chiquilla…

—El la dejó en el suelo. Bueno…, recostada contra la pared. El hombre entró en la casa a continuación y el Emperador —ése es el gato color naranja, al que llamo así a causa de su orgullosa pose—, dejó de acariciarse los hocicos, muy sorprendido. Tras esto, la señorita Pikestaff abandonó su casa, la que tiene el número 18, quedándose en la escalinata mirando…

—¿La señorita Pikestaff?

—Sí. Yo la llamo siempre así. Tiene un hermano, al que no para de molestar. Le hace la vida imposible.

—Sigue… —dije con creciente interés.

—Luego pasaron muchas otras cosas. El hombre salió de la casa… ¿Seguro que no era usted?

—Probablemente hay montones de hombres como yo… —aduje modestamente.

—Sí, eso es cierto, quizá —replicó Geraldine, con algún desconsuelo por mi parte—. Sea como sea, aquel individuo se aproximó a la carretera e hizo una llamada telefónica desde la cabina pública que hay allí. La policía no tardó en llegar. —Los ojos de Geraldine centellearon—. Vinieron muchos agentes. Estos se llevaron el cadáver del número 19 en una ambulancia. Había innumerables curiosos congregados frente a la casa. Descubrí a Harry entre los espectadores. Es el portero de este bloque de pisos. Luego me lo contó todo.

—¿Te dijo quién era el asesinado?

—Me dijo, sencillamente, que era un hombre y que nadie sabía cómo se llamaba.

—¡Qué interesante, chica! —exclamé.

Recé con fervor pidiéndole a Dios que Ingrid no escogiera aquel instante para volver con su deliciosa tarta de manzanas o cualquier otra golosina.

—Bueno, ahora retrocedamos un poco. Háblame de lo que pasó antes. ¿Viste tú a aquel hombre —al que fue asesinado—, en el momento de llegar a la casa?

—No, no le vi. Debía estar dentro de aquélla desde hacía varias horas.

—¿Quieres decir que vivía allí?

—¡Oh, no! Allí no vive nadie más que la señorita Pebmarsh.

—¡Ah! De manera que sabes su verdadero nombre.

—Sí. Me enteré de él por los periódicos. Y la joven que gritó se llama Sheila Webb. Harry me contó que el apellido de la víctima era Curry. ¡Qué chocante! Esta palabra le recuerda a una la comida[10]… Y más adelante hubo un segundo crimen. El mismo día no… En la cabina telefónica de la carretera. Desde aquí se ve, pero yo tengo que asomarme y volver la cabeza a un lado… No vi nada. Ignoraba lo que iba a pasar. De lo contrario no hubiera perdido de vista aquel sitio. Por la mañana había bastante gente en la calle contemplando la casa de la señorita Pebmarsh. Yo creo que eso es una tontería, ¿verdad?

—Sí, en efecto, es una estupidez.

En este punto de la conversación apareció de nuevo Ingrid.

—Vengo en seguida —afirmó.

La joven tornó a marcharse.

—¿Para qué la queremos, después de todo? —me preguntó Geraldine—. Siempre anda preocupada con la comida. Ingrid prepara únicamente ésta y el desayuno. Papá cena por la noche en el restaurante y desde allí envía algo para mí. Pescado o cualquier otra cosa.

La niña se expresaba juiciosamente.

—¿A qué hora sueles comer, Geraldine?

—En cuanto Ingrid acaba de prepararlo todo. Ella anda un poco liada con las horas; por supuesto, con el desayuno no puede fallar. Tiene que disponer lo necesario con puntualidad si no quiere que papá se enfade. A mediodía no va con tantos aprietos. Lo mismo comemos a las doce que a las dos. Ingrid sostiene que no hay por qué comer a una hora determinada, que con sentarse a la mesa cuando está todo listo es suficiente.

—Es una idea un poco acomodaticia —opiné—. ¿A qué hora comiste… el día del crimen?

—A las doce, aproximadamente. Ese día le tocaba salir a Ingrid. Las jornadas que tiene libres las aprovecha para irse al cine o a la peluquería. Entonces viene a cuidar de mí una señora que se apellida Perry. Es una mujer terrible, verdaderamente. Me aburro mucho con ella.

—¿Sí? ¿Por qué?

—No se puede hablar con ella. En cambio siempre me trae dulces, caramelos y cosas por el estilo.

—¿Qué edad tienes, Geraldine?

—Diez años y tres meses.

—Me he dado cuenta de que sabes llevar muy bien una conversación —manifesté.

—Eso es debido a que hablo mucho con papá —repuso la niña muy seria.

—De manera que el día del crimen comiste temprano, ¿verdad?

—Sí. De este modo Ingrid pudo marcharse poco después de la una, a pesar de haber fregado los platos.

—Entonces tú estabas asomada a la ventana aquella mañana, observando a la gente, ¿eh?

—¡Oh, sí! Estuve mirando desde las diez. Tenía entre manos un crucigrama.

—Me preguntaba yo si llegarías a ver al señor Curry en el momento de entrar en la casa…

—No, no le vi —declaró Geraldine—. Desde luego, reconozco que esto es raro.

—Bueno, tal vez llegara a aquélla muy temprano.

—No penetró en la vivienda por la puerta principal ni llamó al timbre, por lo tanto. En caso contrario le hubiera visto.

—Es posible que entrara por el jardín, por otro lado de la casa.

—No —contestó Geraldine—. La construcción da a otras viviendas. Los ocupantes de las mismas no habrían consentido a nadie que pasara por sus jardines.

—Sí, pequeña, estamos de acuerdo.

—Me gustaría saber qué aspecto ofrecía el señor Curry.

—Yo te lo diré. Era un hombre viejo ya. Contaría unos sesenta años. Iba afeitado y vestía un traje gris oscuro.

Geraldine movió la cabeza.

—Ofrecía, por tanto, el aspecto de tantas otras personas —comentó aquélla con un gesto de desaprobación.

—Sea como sea me imagino que es bastante difícil para ti diferenciar un día de otro, puesto que todos te han de parecer iguales. Al fin y al cabo te pasas horas y horas en esa cama, siempre mirando a lo lejos, siempre haciendo lo mismo.

—No es tan difícil como usted se figura. —Geraldine se creció con mi velado reto—. Puedo decirle todo lo que sucedió aquella mañana. Sé, por ejemplo, cuándo entró y salió de la casa número 19 la señora Cangrejo.

—Te refieres a la mujer que limpia diariamente allí, ¿verdad?

—Sí. La llamo de este modo porque anda como los cangrejos. Tiene un hijo, todavía pequeño. A veces le acompaña, pero aquel día llegó sola. La señorita Pebmarsh se va alrededor de las diez. Trabaja en una escuela dedicada a la educación de los niños ciegos. La señora Cangrejo se marcha a las doce, aproximadamente. En ocasiones lleva consigo un paquete que no traía al entrar. Me imagino lo que contendrá: un poco de mantequilla, unos trocitos de queso y cosas por el estilo. La señorita Pebmarsh no ve… Sé con todo detalle lo que ocurrió aquel día porque Ingrid y yo reñimos y ella se negó después a hablarme. Le estoy enseñando inglés y quería que le explicara cómo se dice «hasta la vista». Ella tenía que decírmelo en alemán, esto es, «auf wiedersehen». Yo lo sé porque en una ocasión estuve en Suiza y oía a la gente pronunciar a menudo la frase. También acostumbraban a decir: «Grüss Gott…»

—Bueno, ¿qué le indicaste a Ingrid que tenía que decir para traducir al inglés su «auf wiedersehen»?

Geraldine exteriorizó una maliciosa risita. Luego empezó a hablar, pero sus propias carcajadas le impidieron seguir. Por fin pudo contestar a la pregunta que acababa de formularle.

—Le dije que siempre que deseara separarse de una persona con un cordial «¡Hasta la vista!», pronunciara la frase inglesa equivalente: «Get the hell out of here!»[11]. Ensayó la misma con nuestra vecina, la señorita Bulstrode, quien, naturalmente, se puso muy furiosa con ella. Ingrid, desde luego, acabó enterándose de la jugarreta, enojándose a su vez mucho conmigo. No volvimos a ser amigas hasta el día siguiente por la tarde, a la hora del té.

Digerí por fin aquella información.

—Por dicha razón tú te dedicaste a mirar por los gemelos.

Geraldine asintió.

—A eso debo ahora el poder afirmar que el señor Curry no entró por la puerta principal. Tal vez penetrara por la noche en la casa, escondiéndose en el ático. ¿Usted lo cree probable?

—Todo es probable en este caso. Ahora bien, eso de que estabas hablando no me lo parece mucho.

—No… —replicó Geraldine, reflexiva—. Hubiera llegado un momento en que habría sentido hambre y no iba a comer para que ella no advirtiera su presencia.

—¿No llegó nadie a la casa? ¿No viste ningún coche, ni vendedor ambulante, nadie…?

—El mozo de la tienda de comestibles visita el número 19 los lunes y los jueves. El lechero llega a las ocho y media de la mañana.

Geraldine era una auténtica enciclopedia.

—La misma señorita Pebmarsh se encarga de comprar las verduras. A la puerta de esa casa no llamó nadie… si exceptuamos al lavandero. Por cierto que la lavandería era nueva.

—¿Una nueva lavandería?

—Si. Habitualmente va por allí la «Southern Down». Casi todo el mundo se sirve de ella. La de aquel día se llamaba… Sí. Era la «Snowflake Laundry»[12]. Jamás había oído hablar de esa lavandería. Seguramente llevan poco tiempo en el negocio.

Me costó mucho trabajo disimular el interés que me produjo esta última noticia. Quería evitar como fuera que la chiquilla comenzase a hacer una novela de sus observaciones, desfigurando las mismas.

—¿Entregó el lavandero algún paquete? También pudiera ser que lo recogiera…

—Entregó un gran cesto de ropa. Este era mucho más grande que los de costumbre.

—¿Se hizo cargo de él la señorita Pebmarsh?

—No. Había salido de nuevo.

—¿A qué hora sucedía eso, Geraldine?

—A la 1:35, exactamente. Lo anoté en mi cuaderno —señaló la niña muy ufana.

Geraldine me enseñó aquél, abriéndolo después para que contemplara una breve anotación, subrayando las escasas palabras que había escrito con un dedo índice un tanto sucio: «El lavandero llegó a las 1:35 Número 19.»

—Debieras pertenecer a Scotland Yard —le dije.

—¿Hay mujeres detectives en ella? Eso me gustaría para mí. No me refiero a las mujeres policías. Estas me parecen tontas.

—No me has contado qué ocurrió a la llegada del lavandero.

—No ocurrió nada —manifestó Geraldine—. El conductor de la furgoneta se apeó, descargó el cesto y lo llevó a la parte trasera de la casa. Seguramente no pudo entrar. La señora Pebmarsh acostumbra a cerrar aquella puerta con llave. Lo más probable es que dejara el cesto allí y se volviera.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre?

—Corriente.

—¿Lo compararías conmigo?

—¡Oh, no! Era un hombre mucho más viejo. Pero la verdad es que no le vi muy bien porque él se acercó con el coche a la casa… por ahí —Geraldine señaló hacia la derecha—. Se detuvo enfrente del número 19, aunque en el punto opuesto al lado que hubiera debido utilizar. Claro que en una calle como ésta este detalle carece de importancia. Luego cruzó la puerta exterior inclinado sobre el cesto. No acerté a verle más que la nuca y al salir se estaba frotando el rostro. Quizás hallara algo cansado aquel trabajo de trasladar el cesto.

—Y se marchó en seguida, ¿no?

—Sí. ¿Por qué encuentra usted eso tan curioso?

—No lo sé… Pensé que quizás hubiera visto él algo interesante.

Ingrid abrió la puerta. Iba empujando una mesita de ruedas.

—Ahora vamos a comer.

—Estupendo —exclamó Geraldine—. Estoy medio muerta de hambre.

—Yo me voy. Adiós, Geraldine.

—Adiós. ¿Qué va usted a hacer con esto? —la niña me enseñó la navajita—. No es mía. Pero me gustaría que lo fuese.

—Todo parece indicar que no pertenece a nadie, Geraldine. Bueno, lo mejor será que te quedes con ella. Es decir, hasta que alguien la reclame. Sin embargo, me inclino a pensar que esto último no va a suceder —dije hablando con toda sinceridad.

—Dame una manzana, Ingrid —solicitó la niña.

—¿Una manzana?

Pomme! Apfel!

Geraldine tornaba a sus clases de idiomas. Dejé a las dos entregadas a sus respectivas tareas.

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