Capítulo XIII
NARRACIÓN DE COLIN LAMB
Subía por Charing Cross Road y me adentré en el laberinto de calles que serpenteaban entre New Oxford Street y Covent Garden. Encuéntranse por allí todo género de establecimientos: hay tiendas de antigüedades, «hospitales» de muñecas, locales en que lo mismo se vende una zapatilla de ballet que artículos comestibles de procedencia extranjera…
Me resistí al señuelo de las vitrinas de un «hospital» de muñecas, saturado de ojos de cristal azules o castaños, llegando por fin a la meta que me había propuesto alcanzar. Tratábase de una pequeña y desaseada tienda, una librería concretamente, situada en una calleja lateral que no quedaba muy lejos del Museo Británico. Observé los anaqueles llenos de los libros de costumbre. Había allí novelas viejas, obras antiguas de texto y rarezas de diversas clases con sus rótulos indicadores de los precios respectivos, bajos, naturalmente. Descubrí ejemplares que tenían todas sus páginas y algunos con la encuadernación intacta, los cuales constituían verdaderas excepciones.
Entré de lado en el «establecimiento». Había que hacer eso para pasar al interior. Los libros, día a día, iban suponiendo un obstáculo mayor, que dificultaba el acceso al local desde la calle. Dentro, aquéllos se habían adueñado de casi todo el espacio disponible. Evidentemente, se multiplicaban carentes de unas manos cuidadosas que impusiesen un poco de orden. Entre los estantes quedaban unos pasillos tan estrechos que costaba bastante trabajo deslizarse a lo largo de los mismos. Todas las superficies, por reducidas que fuesen, aparecían ocupadas. Los libros formaban unas columnas que desde las mesitas y los estantes superiores aspiraban visiblemente a llegar al techo.
En un rincón, sentado en una banqueta, cercado por sus artículos, había un viejo de faz grande y aplanada que recordaba la cabeza de un pez, tocado por un sombrero. Notábase en él el aire de la persona que, empeñada en una lucha desigual, se ha dado de antemano por vencida. Había intentado denodadamente imponerse a sus libros, pero éstos habían podido más que él. Era una especie de Rey Canuto del mundo del libro, declarándose en retirada frente a aquella oleada de letra impresa. De haber adoptado otra actitud, el señor Soloman, propietario del local, hubiera obtenido idénticos resultados. El hombre me reconoció en seguida. La severa expresión de su cara de pez se ablandó levemente y aquél hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo.
—¿Ha conseguido usted algo de lo que a mi me interesa? —le pregunté.
—Tendrá que echar un vistazo por aquí, señor Lamb. ¿Continúa interesándose por las algas marinas?
—Así es.
—Ya sabe usted entonces dónde están esos libros. Biología marina, fósiles, obras sobre la Antártida: segundo piso. Anteayer recibí un nuevo paquete. Comencé a examinar el contenido, pero no pude terminar… Los descubrirá en un rincón.
Siempre caminando de lado, me acerqué a una minúscula y desvencijada escalera, llena de polvo, que arrancaba de la parte posterior de la librería. En el primer piso habían sido reunidas las obras referentes a los países orientales, publicaciones de Arte, Medicina y clásicos franceses. Había allí un cuarto al que no tenía acceso todo el público, destinado a los bibliófilos, en el que se guardaban volúmenes «raros» o «curiosos». Proseguí mi ascensión hasta el segundo piso…
De una manera más bien inadecuada se hallaban aquí clasificados los libros sobre Arqueología e Historia Natural. Me deslicé por entre varios estudiantes, unos militares viejos y dos o tres pastores y dando la vuelta a una estantería me acerqué a un rincón en el que vi algunos paquetes de libros en el suelo, parte de los cuales habían sido abiertos. Me enfrenté con un obstáculo: una pareja de estudiantes que olvidados del mundo permanecían estrechamente abrazados en un ángulo favorecido por las sombras. Al verme se turbaron mucho. Ni él ni ella sabían a donde mirar.
—Dispensen —les dije, empujándoles decidido a un lado.
Luego levanté una cortina que disimulaba una puerta e introduciendo la llave que saqué de uno de mis bolsillos en su cerradura abrí aquélla. Me encontré en un vestíbulo de desconchadas paredes, de las cuales colgaban cuadros con temas relativos al ganado de las Tierras Altas de Irlanda. Vi otra puerta con un tirador deslumbrante, muy pulido. Dejé caer el limpio picaporte y la puerta se abrió, quedando yo frente a una mujer ya anciana, de blancos cabellos, armada con unos impertinentes de viejísima traza, la cual vestía una falda negra y una inapropiada blusa muy holgada, a rayas azules.
—¡Ah, eres tú! —dijo la mujer sin utilizar otra fórmula previa de saludo—. Ayer estuvo preguntando por ti. No parecía muy contento.
La anciana movió la cabeza haciendo un gesto que recordaba el de una niñera riñendo a un chiquillo travieso.
—Tendrás que intentar superarte —agregó.
—Vamos, vamos, Nanny, no se ocupe usted de eso —le contesté.
—Haz el favor de no llamarme Nanny —repuso la dama—. Eso es una insolencia. Ya te lo he dicho en alguna otra ocasión.
—Usted tiene la culpa. Procure no hablarme como si fuese una criatura.
—En efecto, ya eres talludito. Bueno, mejor será que entres y te despaches cuanto antes.
La mujer oprimió el botón de un intercomunicador que había sobre una mesa, diciendo:
—Es el señor Colin… Sí, le hago pasar.
Después de oprimir nuevamente el botón del aparato la anciana me hizo una seña.
Pasé a otra habitación en la que flotaba una humareda tan espesa que resultaba difícil ver nada.
Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a aquélla, divisé la hercúlea figura de mi jefe acomodada en un sillón que ya tendría muchos años. Junto a uno de sus brazos había una mesita de pie giratorio, un mueble de otra época más bien.
El coronel Beck se quitó los lentes, hizo girar la mesita, sobre la cual había un libro de muchas páginas y me miró con aire de desaprobación.
—Por fin usted, ¿eh? —me dijo.
—Sí, señor.
—¿Ha conseguido algo positivo?
—No, señor.
—Tenia que ser así, Colin, tenía que ser así. ¿A qué podía conducirle a usted la inspección de todas las «Crescent»?
—Todavía pienso que eso puede dar resultado.
—Es que no podemos estar esperando indefinidamente…
—Admito que fue sólo una corazonada.
—Ningún daño hay en ello —repuso el coronel Beck. Era éste un hombre que a veces se contradecía.
—Mis mejores trabajos nacieron de unas corazonadas. Ahora bien, la suya da la impresión de ir a dar pocos frutos. ¿Acabó ya con las tabernas?
—Si, señor. Como ya le notifiqué, he iniciado mi trabajo con las «Crescent», esto es, aquellas casas que forman calles en tirada de semicírculo o, mejor, media luna. En la denominación de la vía correspondiente siempre figura la palabra mencionada.
—Nunca supuse que con ese vocablo aludiera usted a las panaderías que elaboran artículos franceses, aunque hubiera estado justificado. En algunos de esos establecimientos se elaboran «croissants» franceses que no tienen de tal procedencia más que el nombre. Actualmente logran su conservación procurándoles un ambiente frío, igual que suelen hacer con todos los alimentos que ingerimos hoy. Tal es el motivo de que ninguno de ellos sepa jamás a nada[4].
Esperé un momento para ver si mi superior procedía a explayarse. Aquél era uno de sus temas de conversación favoritos. Pero el coronel Beck, adivinando mi actitud, se contuvo.
—¿Finalizó su inspección?
—Casi. Aún me queda por recorrer algún camino, sin embargo.
—Necesita más tiempo, ¿no?
—Efectivamente, necesito más tiempo, sí. Pero no deseo cambiar de escenario de momento. Se ha producido una coincidencia y ésta, quizá, podría significar algo.
—No se ande por las ramas. Refiérame hechos.
—Lugar en que ahora se concentran mis indagaciones: Wilbraham Crescent.
—De donde no ha sacado nada todavía.
—No estoy seguro.
—Concrete, muchacho, concrete.
—La coincidencia a que he hecho referencia se circunscribe a esto: un hombre fue asesinado en Wilbraham Crescent.
—¿Quién le asesinó?
—No se sabe todavía. La policía encontró en sus bolsillos una tarjeta en la que figuraba un nombre y unas señas, falsas ambas cosas.
—Ya, ya… Muy sugestivo. ¿Tiene eso alguna relación con lo nuestro?
—Conforme, conforme. Sin embargo… —repitió el coronel—. Bueno, ¿a qué ha venido usted? ¿A pedir permiso para continuar husmeando en Wilbraham Crescent, por absurdo que parezca su empeño? ¿Dónde para eso?
—Se encuentra en un lugar llamado Crowdean, a diez millas de Portlebury.
—Sí, sí. Un emplazamiento muy estratégico. Pero, ¿a qué ha venido? Usted, habitualmente, no pide permiso para nada. Suele hacer lo que se le antoja. ¿Acaso no es verdad lo que digo?
—Sí, señor. Temo que tenga usted mucha razón para hablar de ese modo.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Hay varias personas cuyas vidas quisiera que fuesen investigadas.
Con un suspiro, el coronel Beck volvió a colocar la mesita en posición, sacando de uno de sus bolsillos un bolígrafo, fijando luego su mirada en mí.
—Usted dirá.
—Existe una casa llamada «Diana Lodge». Es el número 20 de Wilbraham Crescent. Una mujer llamada Hemming y cerca de dieciocho gatos que la habitan.
—¿«Diana Lodge»? De acuerdo. ¿A qué se dedica la señora Hemming?
—A nada. Vive por y para sus gatos.
—Una buena cobertura, diría yo. Por supuesto, de ahí pudiera salir algo. ¿Es eso todo?
—No. Quiero hablarle de un hombre apellidado Ramsay. Vive en el número 62, también de Wilbraham Crescent. Un técnico en construcciones, me han dicho que es. Esto me ha parecido un tanto vago… Se pasa la mayor parte de su vida en el extranjero.
—¡Hombre! Me gusta el cariz que toma esto —manifestó el coronel Beck—. Pero que mucho… Usted desea poseer informes concretos sobre él, ¿no? Conforme.
—Está casado con una buena mujer y el matrimonio tiene dos hijos… bastante atravesados.
—Pues sí que puede estar casado. ¿Por qué no? Existen precedentes. ¿Se acuerda de Pendleton? Tenía esposa e hijos. Una mujer magnífica. Jamás he conocido otra más estúpida que ella. Ni por una sola vez se le ocurrió pensar que su marido no era todo lo respetable que la buena señora se imaginaba. Y ahora que caigo en la cuenta… Pendleton disfrutaba también de una esposa alemana, con un par de hijas. Y de otra en Suiza… No sé si tantas esposas representaban un exceso de carácter exclusivamente personal o venían a ser aquéllas una especie de camuflaje. El se agarraría a esto último, desde luego. Bueno. Usted lo que desea son informes relacionados con el señor Ramsay. ¿Algo más?
—No sé… En el 63 habita un matrimonio. El es profesor. Se encuentra jubilado ya. McNaughton, se apellida. Es escocés. Entrado en años. Pasa su tiempo dedicado a la jardinería. No tengo ningún motivo para desconfiar de esa gente, pero…
—Conforme. Haremos las comprobaciones oportunas. ¿Por qué circunstancia particular ha concentrado su atención en esas personas?
—Los jardines de sus casas tocan o se hallan muy próximos al correspondiente a la vivienda en que fue cometido el crimen.
—Eso suena igual que un ejercicio de francés. «¿Dónde está el cadáver de mi tío? En el jardín del primo de mi tío». ¿Qué puede decirme acerca del número 19?
—Habita esta casa una mujer ciega, antigua maestra. Trabaja en una institución dedicada a los niños invidentes. La policía local ha comprobado ya todos los extremos relativos a ella.
—Está capacitada para ganarse la vida y se la gana, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Y en relación con las otras personas, ¿qué piensa? ¿Ha formulado ya una hipótesis?
—Yo pienso que de haber sido cometido un crimen en cualquiera de las casas habitadas por las personas que he mencionado, el asesino, aunque exponiéndose, hubiera podido trasladar el cadáver de la víctima al número 19 a una hora propicia del día. Una mera posibilidad, eso es todo. Y hay algo que me agradaría enseñarle a usted. Esto.
Beck cogió la moneda manchada de tierra que le alargué.
—¿Un haller checo? ¿Dónde lo halló usted?
—No fui yo quien lo encontró, pero sé que estaba en el jardín posterior de la casa número 19.
—Muy interesante. En su obsesión por las «crescents» y «medias lunas» es posible que llegue a alguna parte. —El coronel Beck añadió, pensativamente—: Existe una taberna llamada «The Rising Moon»[5] en una calle próxima a ésta. ¿Por qué no prueba su suerte allí?
—Visité ese local ya.
—Tiene usted siempre una respuesta a punto, ¿eh? —dijo el coronel—. ¿Quiere un cigarrillo?
—Muchas gracias. Hoy dispongo de poco tiempo.
—¿Se dispone a volver a Crowdean?
—Sí. Quiero asistir a la encuesta judicial.
—Ya verá como es aplazada. ¿Seguro de que no anda detrás de ninguna chica allí?
—Absolutamente seguro —respondí un tanto amoscado. Inesperadamente, el coronel Beck comenzó a reír, fijando su regocijada mirada en mí.
—Mire usted bien dónde pisa, hijo mío. Las faldas andan haciendo constantemente de las suyas. ¿Cuánto tiempo hace que la conoce?
—Le he dicho que no hay ninguna… Está bien. Hay una muchacha por en medio; la joven que descubrió el cadáver.
—¿Cuál fue su reacción al suceder eso?
—Gritar.
—Estupendo —comentó el coronel—. Como si lo viera: echó a correr en dirección a usted y reclinando la cabeza en su hombro le contó lo que había visto. ¿Fue así?
Repliqué fríamente:
—No sé de qué me está hablando. Eche un vistazo a todo esto. Saqué varias de las fotografías tomadas por los especialistas de la policía.
—¿Quién es este hombre?
—El asesinado.
El coronel Beck apartó la vista de las cartulinas para indicarme, muy serio:
—Diez contra uno a que esa muchacha que tan bien le ha caído es la autora del crimen. La historia que cuenta se me antoja falsa desde el principio hasta el fin.
—Aún no la ha oído usted. La verdad es que todavía no se la he contado.
—No necesito que me la refiera —repuso el coronel Beck, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo—. Procure asistir a la encuesta, hijo mío, y no pierda de vista a la chica ¿se llama acaso Diana, o Artemisa, o algo que tenga relación con los semicírculos y las medias lunas?
—No.
—Está bien. ¡Recuerde que también puede darse tal posibilidad!