Capítulo XIV

NARRACIÓN DE COLIN LAMB


Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez que estuviera en Whitehaven Mansions. Varios años atrás había sido un edificio de modernos pisos que destacaban en el lugar en que se encontraba emplazado. Ahora se hallaba flanqueado por otras construcciones más importantes y acordes con la moda. En el vestíbulo del inmueble noté que el ascensor había sido pintado recientemente, presentando las maderas líneas amarillas y verdes en tonalidades muy desvaídas.

Ya en el piso que buscaba oprimí el botón del timbre correspondiente al Apartamento número 203. Me abrió la puerta un servidor irreprochablemente vestido: George, quien me acogió con una amplia sonrisa.

—¡Señor Colin! ¡Cuánto tiempo sin verle!

—Pues es verdad, George. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias, señor. Bajé la voz.

—¿Y él? ¿Cómo se encuentra él?

George bajó también la voz, cosa harto difícil porque, como siempre, se expresaba en el tono justo.

—A veces le veo ligeramente deprimido.

Asentí.

—¿Me hace el favor, señor? Por aquí… George cogió mi sombrero.

—Anúnciame, por favor, como el señor Colin Lamb.

—De acuerdo, señor.

El servidor abrió una puerta, diciendo con toda claridad:

—El señor Colin Lamb desea verle.

George retrocedió lentamente para dejarme entrar.

Mi amigo Hércules Poirot se encontraba sentado en su butacón de costumbre, delante de la chimenea. Observé que una de las barras de la estufa de infrarrojos eléctrica estaba roja a más no poder. Corrían los primeros días de septiembre. Hacía calor más bien. Pero Poirot era uno de los primeros hombres que se barruntaban y sentían la frialdad inicial del otoño, apresurándose a tomar las oportunas precauciones contra el mismo. A uno y otro lado de él tenía varios montones de libros. Sobre una mesa situada a su izquierda había aún más. Al alcance de la mano derecha tenía una taza de la cual se desprendía un líquido resultante de la ebullición de varias hierbas medicinales: una tisana. Poirot era aficionado a éstas y a menudo insistía en que le acompañara en sus degustaciones. A mí aquellos caldos me parecían nauseabundos. Además de producirme arcadas me causaban insoportable cosquilleo en la nariz.

—¡No se levante, por Dios, Poirot!

Pero mi amigo estaba ya en pie al pronunciar yo estas palabras, acercándoseme con los brazos abiertos.

—¡Vaya, vaya! Conque es usted, ¿eh?, mi joven amigo. Mi amigo Colin. Pero, ¿por qué ha agregado a su nombre el apellido Lamb? Déjeme pensar A este respecto circula por ahí un dicho o un proverbio… Algo relacionado con un carnero que se disfrazó de cordero[6]. No. Eso es lo que se dice aquí de las mujeres de edad que intentan aparecer más jóvenes de lo que en realidad son. Esto no le cuadra a usted. ¡Aja! Ya lo tengo. Usted es un lobo que se oculta tras la piel de una oveja. ¿Eh? ¿Qué tal?

—Ni siquiera es eso, amigo mío —respondí—. Sencillamente: dada la índole de mis actividades pensé que incurría en un error al utilizar mi apellido verdadero ya que me exponía a que alguien me relacionara con mi padre. Así nació Lamb, un vocablo breve, sencillo, fácil de recordar. Además, halagándome un poco, creo que se adapta a mi carácter.

—Yo no estoy tan seguro de ello —manifestó Poirot—. ¿Y cómo se encuentra mi buen amigo, su padre?

—El viejo se encuentra magníficamente. Muy ocupado con sus plantas. Los meses pasan con tal rapidez que jamás sé a ciencia cierta qué es lo que está cultivando…

—Así pues, ¿ha concentrado su atención en la horticultura, acaso?

—Todo el mundo parece inclinarse por esa afición u otra semejante al final.

—Exclúyame a mí —manifestó Hércules Poirot—. Una vez me dio por las calabazas, sí, pero ya no he vuelto a ocuparme de ellas. En cuanto a la jardinería se me ocurre: si uno quiere hacerse con las mejores flores, ¿por qué no ir a un buen establecimiento, a la floristería más indicada? Tengo entendido que mi buen superintendente se había aplicado a la tarea de escribir sus memorias. ¿Es verdad eso?

—Comenzó a hacerlo, pero luego observó que lo publicable resultaba tan insípido que no valía la pena tomarse tal molestia.

—Sí, es preciso ser discreto. Una lástima porque su padre hubiera podido relatar cosas muy sustanciosas. Yo le admiro, sinceramente. Le admiré siempre. ¿Sabe usted? Sus métodos suscitaron mi interés desde el primer momento de nuestra relación. Supo manejar como nadie el factor evidente. Montaba la trampa, una trampa evidentísima, demasiado clara, a la que todo el mundo oponía reparos, precisamente porque saltaba a la vista… Pero el criminal, evidentemente también, acababa por caer en ella, no se le escapaba nunca.

Me eché a reír.

—Actualmente los hijos no suelen confesar su admiración por sus padres. Es una concreta faceta de la actividad humana, la mayoría prefiere sentarse ante sus mesas, pluma en mano, previamente cargada de veneno, e ir recordando mezquindad tras mezquindad y tontería tras tontería, vertiendo el triste fruto de su imaginación en las cuartillas. Por lo que a mí respecta, debo confesar que mi padre me inspira auténtica admiración ¡Ojalá llegara a ser como él algún día! Claro que yo he tomado otra orientación.

—La cual está relacionada con la de mi buen amigo —opinó Poirot—. Estrechamente relacionada, si bien usted se ve obligado a moverse entre bastidores mientras que él actuaba ante el público —Hércules Poirot tosió levemente—. Creo que he de felicitarle por su último triunfo, ¿no? Me refiero al affaire Larkin.

—Este marcha bien, sencillamente. Pero me quedan por averiguar algunas cosas si quiero redondear debidamente ese asunto. He de decirle, sin embargo, que no vine aquí para hablar con usted de él.

—Claro, claro…

Poirot me señaló una silla, ofreciéndome una taza de tisana, que yo inmediatamente rechacé.

—Bueno, ¿y qué lleva usted entre manos ahora? —me preguntó.

Eché un vistazo a los libros que tenía alrededor de su butacón.

—Parece ser que anda usted enfrascado en algunas indagaciones, ¿eh?

Poirot suspiró:

—Llámelo así si quiere. Pues sí, quizá no ande usted descaminado en su apreciación. Últimamente he venido sintiendo la imperiosa necesidad de enfrentarme con un problema. Lo de menos era, me dije, el carácter del mismo. Lo que interesaba era aquél en sí. No son los músculos los que yo preciso ejercitar sino las células cerebrales.

—Con la intención, naturalmente, de mantenerlas en forma.

—En efecto —Hércules Poirot suspiró de nuevo—. Ahora bien, tenga en cuenta mon cher, que ese problema no es tan fácil de conseguir como parece a primera vista. Verdad es que el pasado jueves se me presentó uno. En el sitio en que suelo dejar siempre mi paraguas descubrí tres trozos de piel de naranja seca. ¿Cómo pudieron llegar hasta allí? Es el caso que yo no como naranjas jamás. George no se atrevería nunca a dejar esas pieles en semejante sitio. Tampoco era probable que hubiese venido un visitante que llevase aquéllas en uno de sus bolsillos. Sí, desde luego, era todo un problema.

—¿Llegó usted a resolverlo?

—Sí, señor.

Me habló en un tono de voz que denotaba más melancolía que orgullo.

—Al fin no resultó ser de mucho interés. La cosa se basaba en la sustitución de la antigua mujer encargada de la limpieza. Desacatando las órdenes dadas al respecto, la nueva trajo consigo a uno de sus hijos. Por las trazas, como verá, el problema no podía figurar entre los apasionantes, si bien estuvo informado por toda una espesa trama de mentiras, omisiones y todo lo demás… Me produjo una profunda satisfacción pese a que carecía de importancia.

—Una desilusión —sugerí.

Enfin —dijo Poirot—, yo soy un hombre modesto. No obstante, para cortar el hilo de un paquete no hay por qué utilizar un estoque. Moví la cabeza solemnemente, apoyando con mi gesto sus palabras. Poirot continuó hablando:

—Desde hace unos días me entretengo leyendo. Ahora he centrado mi atención en ciertos misterios correspondientes a hechos acaecidos realmente, aplicando a aquéllos las soluciones que se me ocurren.

—¿Se refiere usted a esos casos como el de Bravo, el de Adelaide Barlett y otros por el estilo?

—Exactamente. Pero en cierto modo el de aquél fue demasiado fácil. Yo no abrigo ninguna duda acerca de la identidad de la persona que asesinó a Charles Bravo. Su compañera pudo haber estado complicada en el crimen, pero ella, ciertamente, no representó la fuerza impulsora. Y luego tenemos la figura de esa desgraciada adolescente Constance Kent. El móvil verdadero de la supresión del hermano pequeño, a quien ella amó siempre, evidentemente, fue una incógnita. Para mí no, por supuesto. Lo vi todo claro nada más leer las informaciones referentes al caso. En cuanto a Lizzie Borden, no hubiera tenido que hacer otra cosa que dispararle varias preguntas en relación con determinadas personas. Pero me figuro que ya habrán fallecido cuantos tuvieron que ver con el affaire

Pensé, como en otras ocasiones, que la modestia no era precisamente una de las cualidades de Hércules Poirot.

—¿Qué cree que hice luego? —me preguntó mi amigo.

Me dije que Poirot no debía haber tenido en los últimos días mucha gente con quien hablar y que ahora disfrutaba oyéndose a sí mismo.

—De la vida real pasé a la imaginada, a la pura ficción. Aquí me tiene entre diversos ejemplos de la misma, situados a mi derecha y a mi izquierda. Me he entregado al trabajo… Mire… —Poirot me mostró el libro que yo viera sobre uno de los brazos de su sillón al entrar en el cuarto—. He aquí, mi querido Colin. El caso Laevenworth.

Seguidamente depositó en mis manos la obra aludida.

—Ha retrocedido usted bastante años —comenté—. Siendo un niño creo haber oído hablar a mi padre de este libro. Me parece incluso que llegué a leerlo. Estará pasado de moda, seguramente.

—Se trata de una obra admirable. Leyéndola es posible saborear el ambiente de la época, el cuidado drama que contienen sus páginas. Recuerde las detalladas descripciones del autor para darnos a conocer la belleza de Eleanor, la hermosura de Mary…

—Tendré que volver a leerla. He olvidado tales detalles.

—Y luego está el tipo de la sirvienta, Hannah, absolutamente real. Y el del criminal, que constituye un estudio psicológico excelente. Opté por escuchar a Poirot con toda atención.

—Ocupémonos ahora de las Aventuras de Arsenio Lupin. ¡Qué fantástica, qué irreal resulta esta obra! Y, sin embargo, ¡cuánta vitalidad, qué vigor encierra! Hay en ella también su carga de humor, bien dosificado.

Dejando a un lado las Aventuras de Arsenio Lupin, Poirot cogió otro libro.

—Aquí tiene usted El Misterio del Cuarto Amarillo. ¡Ah! ¡Este sí que es un clásico realmente! No tengo más remedio que confesar mi conformidad con él, desde el principio hasta el fin. En su tiempo suscitó muchas críticas. Fue considerado por muchos falso su asunto, mi querido Colin. Un error. Estaba muy próximo a la falsedad, en todo caso. Le separaba de ella el espesor de un cabello. No. Todo lo que ese libro contiene es verdad, una verdad oculta cuidadosamente tras el astuto juego de las palabras. Todo se aclara en el momento supremo, cuando los hombres se encuentran en la confluencia de tres pasillos —Poirot hizo una leve reverencia—. Definitivamente; una obra maestra, a mí me parece que casi olvidada en la actualidad.

Poirot se había remontado a veinte años atrás, con el propósito de estudiar la labor de los escritores del género que habían ido surgiendo después.

—He leído, asimismo, algunas de las primeras obras de la señora Ariadne Oliver, una amiga mía… Bueno, creo que usted también la conoce. No apruebo por completo sus libros. Los sucesos que en ellos se relatan son improbables por todos conceptos. La autora recurre demasiado frecuentemente al brazo de largo alcance de la coincidencia. Siendo joven en la época en que escribió esos volúmenes, incurrió en la necedad de dar a su detective la nacionalidad finlandesa. Es evidente que ella no sabe ni una palabra acerca de los fineses ni de Finlandia. Es decir, si exceptuamos lo que haya podido aprender en los libros de Sibelius. No obstante, sabe hacer de vez en cuando una deducción inteligente, posee unos hábitos mentales sanos y en los últimos años ha aprendido una gran cantidad de detalles referentes a los procedimientos policíacos. Entiende también algo más de armas de fuego y de cuanto se relaciona con su empleo. Ha cubierto una laguna tremenda últimamente. Por lo visto acostumbra a consultar con algún amigo abogado o procurador determinados puntos de carácter legal.

Hércules Poirot dejó el libro de la señora Ariadne Oliver, que en aquel instante tenía en sus manos, para coger otro.

—Aquí tenemos a Cyril Quain. ¡Ah! El señor Quain es el maestro de la coartada.

—No lo recuerdo muy bien, pero se me antoja un escritor aburrido.

—Es cierto que en sus libros no ocurre nada particularmente emotivo —explicó Poirot—. Desde luego, en ellos anda un cadáver por en medio. Y a veces más de uno. Pero todo radica siempre en la coartada, en el horario de ferrocarriles, las rutas de las líneas regulares de autobuses, la disposición de las carreteras… Confieso que me agrada este intrincado, este detallado, uso de la coartada. Y la gozo intentando sorprender a Cyril Quain en un error…

—Supongo que siempre logrará salirse con la suya —señalé.

Poirot se mostró sincero.

—Siempre no —admitió—. Ocurre que al cabo de algún tiempo uno se da cuenta de la semejanza existente entre los distintos libros de dicho autor. Las coartadas se parecen siempre en el fondo, aunque se refieren a cosas distintas. Mon cher Colin: me imagino a Cyril Quain sentado frente a la mesa de su despacho, fumando una pipa, tal como se ve en las fotografías, rodeado de sus obras de consulta, de folletos de vías aéreas, de horarios y guías de todas clases y procedencias… Debía conocer, incluso, las rutas marítimas. Usted dirá lo que quiera, Colin, pero el trabajo de Cyril Quain está presidido por el orden y el método.

Hércules Poirot se olvidó de Quain para coger otro libro.

—Aquí tenemos ahora a Garry Gregson, un prodigioso escritor de novelas de emoción e intriga. Creo que llegó a publicar unas sesenta y cuatro. Con respecto a Quain viene a ser el polo opuesto. En los libros de aquél no sucede nada; en los de Gregson ocurren demasiadas cosas. Ocurren de una manera inadmisible muchas veces y en aluvión, revueltas. Todas son de un tono subido. Se trata de una especie de melodrama agitado. Hay sangre, cadáveres, pistas, emociones amontonadas… Todo es sensacional, espeluznante, en esos libros. No hay nada que recuerde la vida tal y como es ésta. Usted diría que las obras de Gregson no son, por ejemplo, como mi taza de té. Tiene usted razón. Aquéllas recuerdan más bien uno de esos cócteles americanos de oscuro origen, compuestos con ingredientes sospechosos.

Poirot suspiró, hizo una pausa y continuó con su discurso.

—Volvamos la mirada hacia América —cogió uno de los libros del montón que tenía a su izquierda—. Le ha llegado el turno a Florence Elks. También, al igual que Quain, trabaja con método, escribiendo páginas saturadas de acontecimientos llenos de color, apuntados con sagaz intención. Es alegre y viva. Esa dama posee buen juicio, si bien como les sucede a numerosos escritores americanos, se halla un poco obsesionada con la bebida. Yo soy, como usted sabe, mon ami, un excelente catador de vino. Siempre me ha producido una gran satisfacción comprobar que un clarete o un borgoña introducidos en una historia de esta clase han llegado a ella con todos los honores de la autenticidad: con la anotación de la cosecha correspondiente. En cambio no me interesa, en absoluto, saber la cantidad de whisky o de aguardiente de maíz que consume un detective americano a lo largo de una de esas novelas del tipo mencionado que nos envían desde el otro lado del mar. El hecho de que el héroe ingiera un cuarto o medio litro de alcohol periódicamente, alcohol que saca de uno de los cajones de la cómoda que tiene en el dormitorio, me parece que no afecta en nada a la historia en curso. La cuestión de la bebida en los libros americanos significa tanto como la cabeza del rey Charles para el pobre señor Dick cuando intentó escribir sus memorias. Le resultaba imposible evitar que figurara en el cuadro que se disponía a pintar.

—¿Qué me dice usted acerca de la escuela de los «duros»? —inquirí.

Poirot agitó una mano desechando la idea con la misma viveza con que hubiera espantado un inoportuno mosquito.

—¿La escuela de la violencia por la violencia? ¿Y desde cuándo ha tenido eso interés? Yo he presenciado muchas escenas de ese carácter en los primeros tiempos de mi carrera, como agente de policía. ¡Bah! Eso es lo mismo que si leyera un libro de texto de Medicina. Tout de même, sitúo a la novela policíaca americana en lugar preeminente. La estimo más ingeniosa, más imaginativa que la inglesa. El ambiente resulta menos sobrecogedor que el que se respira en las obras de la mayor parte de los escritores franceses. Ocupémonos, por ejemplo, de Louisa O'Malley…

Hércules Poirot buscó otro libro.

—Esta mujer escribe con la corrección de un erudito. Y, no obstante, provoca en sus lectores una gran emoción en marcha ascendente, cuidadosamente graduada. Esas mansiones neoyorquinas de muros color pardo rojizo… ¿Dónde radican exactamente? Pienso en los apartamentos que describe nuestra autora, en los esnobismos de sus personajes. Soterradas, discurren por insospechados cauces las corrientes que conducen al crimen. Pudo haber sucedido todo tal como ella nos lo cuenta y así ocurre. Esta Louisa O'Malley es excelente, magnífica. De veras.

Poirot suspiró. Echando hacia atrás la cabeza se bebió lo que quedaba en la taza de su tisana.

—Y luego… están los favoritos de todas las épocas.

Mi amigo buscó un nuevo libro.

Las aventuras de Sherlock Holmes —murmuró admirativamente, para añadir en seguida, con devoción, una sola palabra—: Maître!

—¿Sherlock Holmes? —inquirí.

—¡Oh, no! ¡Sherlock Holmes, no! Mi exclamación iba dirigida a su creador, a Sir Arthur Conan Doyle. Estas historias de Sherlock Holmes que todos conocemos se componen de elementos un tanto traídos por los pelos en realidad. Hay no pocas cosas falaces en ellas y se desarrollan de una manera artificiosa. Quería referirme al arte con que fueron escritas… ¡Ah! Esta es otra cuestión. En las páginas de Conan Doyle se paladea un lenguaje de buena ley. Y, sobre todo, hay que mencionar ese magnífico personaje que es el doctor Watson, una verdadera creación. He ahí uno de los éxitos indiscutibles de nuestro escritor.

Mi amigo, en virtud de una asociación de ideas, añadió:

Ce cher, Hastings… Mi amigo Hastings, del cual usted me ha oído hablar con frecuencia. Hace tiempo que no he tenido noticias de él. ¡Qué decisión tan absurda la suya, al sepultarse en un país sudamericano, en un continente en el que cada día hay una revolución!

—Eso no ocurre solamente en Sudamérica hoy —observé—. Actualmente se registran revoluciones en todo el mundo.

—No vayamos a ponernos a discutir ahora sobre la bomba atómica, amigo mío. Puesto que no podemos alterar ciertas cosas, dejémoslas como están.

—La verdad es que vine a hablar con usted de otra cuestión que nada, absolutamente, tiene que ver con aquélla.

—¡Ah! Va usted a contraer matrimonio, ¿verdad? Me alegro, mon cher, me alegro mucho.

—¿Qué diablos le ha hecho pensar en eso, Poirot? No se trata de tal asunto, ¡ni hablar de ello!

—¡Hombre! Todos los días ocurren cosas como ésa.

—Es posible —repuso con firmeza—, pero no a mí. Yo quería decirle que andaba ocupado con un pequeño problema criminal.

—¿Sí? ¿Un problema criminal, ha dicho? Y ha venido usted a exponerme el caso. ¿Por qué?

—Pues… —yo me sentía ligeramente embarazado—. Pensé que le agradaría conocerlo.

Poirot me estudió unos segundos. Luego se acarició el bigote con cuidado, para contestarme, a su manera, finalmente:

—El amo suele ser cariñoso con él perro. A veces le arroja una pelota. También el animal es capaz de mostrarse afectuoso con su dueño. El perro mata un conejo o una rata y corre en busca de su amo, depositando la caza a sus pies. ¿Y qué hace entonces? Sencillamente: menear el rabo.

Sin poderlo remediar, me eché a reír.

—¿Y estoy yo ahora moviendo el rabo?

—Creo que sí, amigo mío. Sí, creo que sí.

—De acuerdo. ¿Qué dice ahora el amo? ¿Desea examinar la caza? ¿Quiere saberlo todo?

—Por supuesto. Ha venido a hablarme de un crimen que usted piensa que despertará mi interés, ¿no es así?

—Lo malo del caso es que no hay una sola cosa en él que tenga sentido.

—Imposible —comentó Poirot—. Todo tiene sentido, absolutamente todo.

—Bueno, pues intente sacar consecuencias de lo que voy a referirle. Yo no lo he logrado. He de advertirle que esto no es nada que me afecte a mí directamente. He tenido intervención en el asunto por casualidad. Tenga presente que el misterio puede que se desvanezca en cuanto el cadáver sea identificado.

—Habla usted sin método ni orden —señaló Poirot severamente—. Le ruego que me ponga al corriente de los hechos. Me ha dicho que se trata de un crimen, ¿verdad?

—Efectivamente. La víctima es un hombre.

Le describí con todo detalle los acontecimientos que habían tenido por escenario la casa número 19 de Wilbraham Crescent. Hércules Poirot se recostó en su butacón, cerrando los ojos. Mientras estuvo escuchando mi narración no cesó un momento de dar golpecitos en el brazo de su sillón con el dedo índice de la mano derecha. Al callar yo también, él guardó silencio. Después me preguntó, sin abrir los ojos:

Sans blague?[7]

—¡Oh, no, en absoluto! —respondí.

Epatant —manifestó Hércules Poirot.

Pareció saborear la palabra repitiéndola sílaba tras sílaba. E-pa-tant. Tras esto continuó golpeando suavemente.

—Bueno —inquirí impacientemente, después de haber aguardado unos segundos más—, ¿qué tiene usted que decir de todo esto?

—Pero, ¿qué quiere que diga?

—Desearía que me diese la solución del problema. De sus manifestaciones, a lo largo de otras charlas, he deducido que usted cree posible lograr hallar aquélla sin más trabajo que el de tenderse en un sillón reflexionando intensamente. Usted ha sostenido siempre que no es preciso andar de acá para allá haciendo preguntas a la gente o buscando pistas.

—Desde luego, es una teoría que he defendido siempre.

—En esta ocasión le he cogido la palabra. Ya le he dado a conocer los hechos. Ahora déme usted la respuesta.

—Sin más, ¿eh? Aún se desconocen muchas cosas, mon ami. Nos hallamos solamente en el principio, ¿no es así?

—Insisto pese a todo en que me diga algo.

Hércules Poirot reflexionó un instante.

—Una cosa es evidente —dijo—. Debe tratarse de un crimen muy simple.

—¿Simple? —repetí desconcertado.

—Naturalmente.

—¿Por qué tiene qué ser simple?

—Por una razón: por su compleja apariencia. ¿No lo comprende?

—Creo que no.

—Es curioso —musitó Poirot—. Todo lo que usted me ha contado… Estoy casi seguro de que los hechos que acaba de referirme me son vagamente familiares. Ahora bien, donde, cuando he tropezado con un tema similar…

Poirot se interrumpió.

—Su memoria tiene que ser forzosamente un vastísimo depósito de crímenes. Pero, por supuesto, no puede recordarlos todos, ¿es cierto?

—Así es, desgraciadamente. No obstante, en ocasiones, tales similitudes suelen ser útiles. En Lieja vivió hace tiempo un fabricante de jabones. El hombre envenenó a su esposa al objeto de contraer matrimonio con una rubia taquimecanógrafa. Quedaron establecidas determinadas características. Años después, muchos años después, se dieron una serie de circunstancias parecidas. Esta vez fue un asunto relacionado con el robo de un perrito pequinés. ¡Ah! Pero el modelo era el mismo. Recurrí al equivalente, a aquel del que fueran protagonistas la rubia taquimecanógrafa y el fabricante de jabones. Y entonces, voilá! Así es como vienen a uno esas impresiones. Me ha parecido reconocer determinados detalles en lo que me acaba de contar.

—¿Se refiere a los relojes? —sugerí esperanzado—. ¿A los falsos agentes de seguros?

—No, no.

—¿Ha pensado en las mujeres ciegas?

—No, no, no. Por favor, no embrolle mis ideas.

—Me desconcierta usted. Poirot —le dije—. Esperaba que me diese la respuesta ansiada inmediatamente.

—Pero, amigo mío, hasta el momento presente usted no me ha facilitado más que un modelo. Aún hay que averiguar muchas cosas. Es de suponer que ese hombre acabe siendo identificado. Esa es una labor en la que la policía se ha mostrado siempre competente. Esta posee unos archivos muy completos; está facultada para publicar en todos los periódicos la fotografía de la víctima; conoce las listas de personas desaparecidas; posee laboratorios capaces de proceder a un examen científico de las ropas, etcétera, etcétera. ¡Oh, sí! La policía dispone de grandes medios para realizar su labor. No hay que dudarlo un momento, ese hombre será identificado.

—De modo que por el momento no hay nada que hacer. ¿Es eso lo que usted piensa?

—Siempre hay algo que hacer —manifestó Hércules Poirot gravemente.

—¿Por ejemplo?

Poirot levantó un dedo.

—Hablar con los vecinos.

—Ya lo he hecho. Acompañé a Hardcastle cuando éste fue a interrogarles. No conseguimos ningún informe especialmente provechoso.

—¡Ah! Eso es lo que ustedes creen. Pero yo les aseguraría lo contrario. Usted va a esas personas para preguntarles: «¿Ha visto algo sospechoso?» En cuanto le respondan que no, usted cree que ya está todo hecho. No me refería a eso al recomendarle que charlara con los vecinos. Quería sugerirle la conveniencia de lograr por todos los medios que ellos les hablaran a ustedes. En una u otra entrevista, inevitablemente, hallarían una pista. Esa gente sacará a colación el tema de la jardinería, de los perritos domésticos, de las peluqueras, modistas, de las amistades de uno y otro sexo, de la cocina… Entre tanta palabrería vana siempre se da con un vocablo revelador, que arroja un foco deslumbrante de luz sobre el problema. Me ha dicho que no lograron nada provechoso como consecuencia de sus entrevistas. Yo sostengo que eso no puede ser. Si usted pudiera repetirme esos diálogos palabra por palabra…

—Puedo hacerlo, desde luego —declaré—. Tomé notas taquigráficas de cuanto oí mientras representaba el papel de agente, las cuales transcribí, siendo mecanografiadas posteriormente. Se las he traído. Aquí las tiene.

—¡Ah, qué buen chico es usted! De veras, ¿eh? Ha procedido usted pero que muy bien. Je vous remercie infinitment.

Me sentía un poco embarazado.

—¿Se le ocurren a usted más sugerencias? —le pregunté.

—Sí. Siempre hay algunas sugerencias que formular. Veamos lo de la chica… Hable con ella. Vaya a verla. Ya son ustedes amigos, ¿verdad? ¿No se arrojó a sus brazos cuando salía huyendo aterrorizada de la casa en que se cometió el crimen?

—La lectura de las obras de Garry Gregson ha influido en usted —observé—. Se expresa ya en un estilo melodramático.

—Tal vez tenga usted razón —admitió Poirot—. Los libros que uno lee con preferencia influyen inevitablemente en nosotros.

—En cuanto a lo de la muchacha… —comencé a decir, haciendo en seguida una pausa.

Poirot me miró inquisitivamente.

—¿Qué?

—No me gustaría… No quiero que…

—¡Ah, vamos! Allí, en lo más recóndito de su mente, usted piensa que la joven está complicada de un modo u otro en el caso.

—No, no. Fue una pura casualidad que ella estuviera en la casa…

—No, mon ami, nada de casualidad. Eso lo sabe usted perfectamente. Me lo ha dicho hace unos instantes. Alguien solicitó sus servicios por teléfono, preguntando por la muchacha además.

—Es que ella no sabe por qué.

—Usted no puede estar muy seguro de que ella no sepa el porqué de ese interés. Lo más probable parece que lo sepa y quiera ocultar tal hecho.

—Yo no lo creo —repliqué obstinadamente.

—Existe la posibilidad de que llegue usted a averiguarlo por sí mismo hablando con la joven, cuyas ideas a lo mejor necesitan ser aclaradas.

—No sé cómo… Quiero decir… Apenas la conozco. Hércules Poirot entornó los ojos nuevamente.

—Hay un momento en el curso del proceso de atracción mutua entre dos personas de sexos opuestos en que esa declaración resulta ser particularmente cierta. Supongo que es una muchacha muy bonita…

—Sí, en efecto, es muy linda.

—Usted hablará con ella —ordenó Poirot—, porque los dos son amigos ya. Luego, juntos, irán a ver a esa mujer ciega con cualquier pretexto. Más adelante visitará usted la firma para quien Sheila Webb trabaja, alegando, por ejemplo, que necesita que le pasen un manuscrito a máquina. Probablemente trabará relación con cualquiera de las otras chicas que trabajan en ese servicio de secretariado. Hágalo así y luego venga por aquí a contarme cuanto le hayan dicho esas personas, ce por be.

—¿No me tiene lástima? —le pregunté.

—No, en absoluto. ¡Si se va a divertir!

—Al parecer usted no se acuerda de que tengo que atender a mi trabajo normal.

—Actuará mejor tomando esto a modo de descanso —me aseguró Poirot.

Me puse en pie, echándome a reír.

—Bien, se ha convertido usted en mi doctor puesto que sabe qué es lo que más me conviene ¿No le queda nada que decirme ya? ¿Qué impresión le ha producido este extraño asunto de los relojes?

Poirot se recostó de nuevo en su butacón, entornando los ojos. Sus palabras no pudieron resultar para mi más inesperadas:


Ha llegado el momento, dijo la morsa,

de hablar de muchas cosas.

De zapatos, de buques, de lacres,

de coles y de reyes.

De la causa de que el mar hierva,

y de sí los cerdos tienen o no alas.


Mi interlocutor volvió a abrir los ojos, haciendo un gesto de asentimiento.

—¿Me ha comprendido? —preguntó.

—Acababa usted de citar un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas.

—Exacto. De momento eso es cuanto puedo hacer por usted mon cher. Reflexione sobre lo que le he dicho.

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