Capítulo XXVIII

NARRACIÓN DE COLIN LAMB


Llegué a Crowdean a las doce de la noche, cinco días más tarde. Me fui en seguida al «Clarendon», pedí una habitación y me acosté. Me hallaba cansado de la noche anterior y dormí más de la cuenta. Desperté a las diez menos cuarto.

Pedí que me sirvieran una taza de café, una tostada y también solicité que me trajeran el periódico. Lo recibí en unión de una nota dirigida a mí con las palabras escritas a mano en el ángulo izquierdo.

Examiné la nota, con cierta sorpresa. No la esperaba. El papel era grueso, de los de precio.

Después de darle vueltas y más vueltas desdoblé la cuartilla.

Dentro alguien había escrito con letras grandes estas palabras:


CURLEW HOTEL, 11:30

Habitación 413

(Llamar tres veces)


Miré aquel papel desde distintos ángulos… ¿Qué significado tenía el mismo?

Me fijé especialmente en el número de la habitación: el 413. Las 4:13 marcaban las manecillas de los relojes misteriosos. ¿Una coincidencia? Quizá, quizá no…

Pensé llamar por teléfono al «Curlew Hotel». Luego proyecté ponerme en comunicación con Dick Hardcastle. Más adelante decidí no hacer ninguna de estas dos cosas.

Me había espabilado. Me levanté y después de haberme afeitado, lavado y vestido, salía del «Clarendon», dirigiéndome al «Curlew Hotel», a donde llegué a la hora fijada en la nota.

La temporada de verano había llegado a su fin. Aquel establecimiento no albergaba muchos huéspedes por aquellos días.

No pregunté en la oficina de recepción. Tomé el ascensor para subir al cuarto piso, buscando por el pasillo de éste la habitación 413. Vacilé unos segundos. A continuación, y convencido de que me estaba conduciendo como un necio, di tres golpes en la puerta…

Una voz contestó:

—Entre.

La puerta no había sido cerrada con llave. Abrí la misma, quedándome paralizado a causa del asombro.

Jamás hubiera esperado encontrar allí al hombre que mis ojos estaban contemplando.

Hércules Poirot me miró, divertido.

Une petite suprise, n'est-ce pas? —dijo—. Confío en que, pese a todo, agradable.

—Poirot, viejo zorro, ¿cómo llegó usted hasta aquí?

—En un vehículo bastante confortable.

—Pero, ¿qué hace en este hotel?

—Fue una actitud ventajosa la suya, créame. Insistieron en que había que proceder a decorar de nuevo mi apartamento. Figúrese mi apuro. ¿Qué podía hacer yo? ¿Adónde encaminarme?

—Hay muchos sitios a donde ir —repuse fríamente.

—Probablemente tiene usted razón, pero mi médico me indicó que el aire de mar no me perjudicaría.

—¿Qué clase de médico tiene usted? ¿Uno de esos tipos que se enteran reservadamente de cuál es el sitio que desearía visitar su paciente para aconsejárselo más tarde? ¿Fue usted quien me envió esto?

Le enseñé la nota que yo recibiera en el «Clarendon».

—Naturalmente. ¿Qué otra persona podía haber sido?

—¿Es una coincidencia que tenga usted una habitación cuyo número es el 413?

—No, no es una coincidencia. La pedí yo.

—¿Por qué razón?

Poirot inclinó la cabeza a un lado guiñándome un ojo.

—Se me antojó muy apropiado.

—¿Y lo de llamar tres veces?

—No pude resistir esa tentación. Sólo hubiera podido mejorar esto uniendo a la nota una ramita de romero[13]. Pensé también en producirme un corte en el dedo y marcar la puerta con una huella digital impresa con sangre, pero, ¡bueno está lo bueno, amigo mío! Yo tampoco quería, por otro lado, tener una herida infectada.

—Supongo que esto es la segunda infancia —observé—. Esta tarde le compraré un balón y un conejito lanudo.

—No ha celebrado la sorpresa que le he preparado. No se ha alegrado en lo más mínimo al verme.

—Pero, ¿es que esperaba de mí tal reacción?

Pourquoi pas? Vamos, hablemos en serio después de este rato de broma. Confío en poder ayudar a la policía en su labor. He estado hablando con el jefe de la misma, quien ha sido extraordinariamente amable conmigo, y en este momento aguardo la visita de su amigo el detective inspector Hardcastle.

—¿Y qué piensa usted decirle?

—Tengo la impresión de que los tres vamos a sostener una sustanciosa charla.

Le miré, echándome a reír. Mi interlocutor denominaría charla a lo que se avecinaba, pero yo sabía perfectamente quién era el que iba a hacer todo el «gasto» en la conversación: ¡Hércules Poirot!


* * *

Hardcastle llegó por fin. Llevé a cabo las presentaciones y los dos hombres cruzaron las corteses palabras de costumbre. Nos habíamos instalado cómodamente. Dick miraba de vez en cuando a Poirot a hurtadillas, con la expresión que adopta un visitante del parque zoológico cuando estudia una nueva y sorprendente adquisición. ¡Dudo de que hubiera visto antes de aquel momento un ejemplar como Hércules Poirot!

Finalmente, Hardcastle se aclaró la voz, diciendo a continuación:

—Supongo, monsieur Poirot, que usted desea tener una visión conjunta del caso ¿no es así? —el inspector vaciló—. Estimo que no será fácil… Mi jefe me ha dado instrucciones en el sentido de que haga cuanto esté a mi alcance por usted. Pero advertirá que existen dificultades, preguntas que han de ser formuladas, objeciones… Sin embargo, como ha venido aquí especialmente…

Poirot interrumpió a mi amigo Dick, no sin cierta frialdad:

—Me encuentro aquí a causa de que mi apartamento de Londres está siendo en la actualidad decorado de nuevo, restaurado.

Dejé oír una risita y Poirot me dirigió una mirada de reproche.

—Monsieur Poirot no necesita ir a ver lo que sea por sí mismo. Mantiene que la investigación puede llevarse a cabo desde una butaca. Pero esto no es cierto del todo, ¿verdad, Poirot? De lo contrario no se encontraría aquí.

Poirot replicó dignamente:

—Yo dije que no era necesario que el sabueso fuese de acá para allá rastreando la pista. No obstante, he de admitir que el perro es imprescindible. Un perro traedor, cobrador. Un buen animal de esta clase.

Volvióse hacia el inspector, retorciéndose con un gesto de satisfacción una de las puntas de su bigote.

—Permítame que le diga que a mí no me sucede lo que a todos los ingleses, que viven obsesionados con los perros. Personalmente, puedo prescindir de ellos. En cambio acepto buena parte de su ideario con respecto a dichos animales. El hombre ama y respeta a su perro. Ante sus amigos elogia a su silencioso compañero, destacando su inteligencia y sagacidad. Ahora imagínense esta situación a la inversa. El perro quiere a su amo. Se siente, asimismo, orgulloso de éste, pregonando su sagacidad e inteligencia. Notándose complacido en cuánto apetece, se desvivirá a su vez por complacer, por mimar a su dueño. El hombre es capaz de violentarse, de contrariar su gusto por el descanso en un momento dado, echándose a la calle sólo porque sabe que a su perro le agradan los paseos; el animal, en justa correspondencia, se esforzará por proporcionar al amo lo que ansía con las limitaciones inherentes a su naturaleza.

»Algo semejante ocurre con mi joven y amable amigo Colin. Fue a verme, no para pedirme ayuda, para que colaborara con él en la solución de un problema… Colin confiaba en que podría solucionarlo por sí mismo y no se equivocaba. No. Sabía que estaba desocupado y solo y quiso proporcionarme algo que iba a interesarme, que yo estudiaría inevitablemente, que me proporcionaría trabajo, una labor agradable. Me desafió. Le he dicho muy a menudo que es posible solucionar un caso policíaco sin abandonar el butacón de nuestro despacho o cuarto de estar. Se lo he dicho tantas veces que no quiso desaprovechar esta oportunidad que el azar le deparaba de probarme lo contrario. La verdad es que ha obrado con un poco de malicia. De todos modos, aspiraba a demostrar que lo que yo sostengo no es fácil. Mais oui, mon ami… ¡Eso es cierto! Ha querido burlarse de mí, ¿eh? No se lo reprocho. Me limitaré a decir que lo que pasa aquí es que aún no conoce usted suficientemente bien a su amigo Hércules Poirot.

Poirot se irguió en su asiento, retorciéndose las puntas de su bigote.

Yo le miré, dirigiéndole una afectuosa mirada.

—De acuerdo, entonces. Dénos la solución del problema, si es que la sabe.

—¡Por supuesto que la sé!

Hardcastle le miró incrédulo.

—¿Dice usted que sabe quién fue la persona que mató al hombre hallado en el número 19 de Wilbraham Crescent?

—Naturalmente.

—¿Y también conoce la identidad del asesinado señor Curry?

—Sé quién debe ser.

La expresión de duda en la faz de Hardcastle no podía resultar más elocuente. Su actitud continuaba siendo cortés. Pero el tono con que habló delataba su escepticismo.

—Perdóneme, monsieur Poirot… Ha dicho que sabe quién es el autor de esos tres crímenes. ¿Conoce el por qué?

—Sí.

—¿Ha solucionado por completo el caso?

—Pues… no, en realidad, no todavía.

—Lo que usted ha querido dar a entender es que ha tenido una corazonada —dije yo, poco atento.

—No pienso reñir con usted por una palabra más o menos, mon cher Colin. Todo lo que afirmo es: ¡lo sé todo!

Hardcastle suspiró.

—Compréndalo, monsieur Poirot… Nosotros hemos de disponer de pruebas.

—Naturalmente. Ahora bien, con los recursos que tiene usted al alcance de la mano no le costará mucho trabajo lograr aquéllas.

—No estoy yo muy seguro acerca de eso.

—Vamos, vamos, inspector. El hecho de saber, de saber realmente, ¿no constituye el primer paso? ¿No puede usted arrancar de ahí?

—Siempre no es posible eso —opuso Hardcastle con otro suspiro—. Andan por el mundo, en libertad, hombres que debieran estar cumpliendo condena. Ellos lo saben perfectamente y nosotros también.

—Tales individuos, hay que reconocerlo, constituyen la excepción. No son…

Interrumpí a Poirot:

—Conforme, conforme. Usted está al tanto de todo… ¡Pónganos al corriente a nosotros!

—Me doy cuenta de que continúa usted mostrándose escéptico. Pero antes de nada permítame que le diga esto: estar seguro de una cosa significa que al alcanzar la solución exacta del problema cada pieza del puzzle encaja en su sitio con exactitud. Entonces uno advierte que los hechos no han podido ocurrir de otra manera.

—¡Por el amor de Dios, Poirot! Vaya al grano de una vez. Le doy mi conformidad por anticipado a todas las consideraciones que le sugiera el tema.

Poirot se arrellanó en su butaca, adelantándose hacia el inspector para volver a llenar su vaso.

—Han de comprender una cosa, mes amis: para solucionar cualquier problema hay que empezar por disponer de los hechos. Para eso uno necesita del perro, el perro traedor o cobrador, el cual recoge las piezas, una por una, y las deposita a…

—…a los pies del amo —proseguí diciendo yo—. Sí, señor. Admitido.

—No se puede resolver un caso desde un butacón valiéndose únicamente de las informaciones aportadas por los periódicos. Los hechos, para empezar, han de ser exactos y la prensa se preocupa poco de la exactitud. Los periodistas suelen, por ejemplo, referir algo que sucedió a las cuatro y cuarto redondeando la hora; nos cuentan que un hombre tenía una hermana llamada Elisabeth y resulta luego que no se trataba de una hermana sino de una cuñada, llamada, por cierto, Alexandra… Así sucesivamente. Pero en Colin yo tengo un perro de notables habilidades, habilidades que, he de decirlo, le han llevado lejos en su carrera. Colin ha tenido siempre una memoria magnífica. Es capaz de repetir ce por be conversaciones por él oídas varios días más tarde. Detalla con precisión también, sin florituras ni adornos, sin versiones personales, esto es, de una manera distinta a lo que hacemos los demás, determinados pareceres en permanente vigencia. Jamás dirá, es otro ejemplo: «A las once y veinte entregaron el correo» en lugar de describir lo que pasó realmente, dejando de mencionar una llamada a la puerta y la subsiguiente entrada en la habitación de cualquiera con un puñado de cartas en la mano. Todo esto es sumamente importante. Equivale a afirmar que él oyó lo que yo hubiera oído de haber estado presente, que él vio lo que yo hubiera visto también…

—Únicamente que el desventurado perro es incapaz de efectuar algunas interesantes deducciones…

—De modo que hasta donde es posible yo dispongo de los hechos. Me encuentro ya inmerso en el escenario del drama. Lo que más me sorprendió del caso cuando Colin me puso al corriente del mismo fue su carácter fantástico. Cuatro relojes, todos ellos marcando una hora de adelanto sobre la normal, los cuales fueron introducidos en una casa sin conocimiento de su propietaria. Al menos, eso fue lo que ella dijo. No olvidemos que no hay que admitir nada, nos digan lo que nos digan, hasta que quede comprobado.

—Los dos pensamos lo mismo —contestó Hardcastle haciendo un gesto de aprobación.

—En el suelo yace un hombre muerto, un hombre ya de cierta edad; de aspecto respetable. Nadie sabe quién es (de nuevo, eso es lo que se nos dice). En uno de los bolsillos de su traje se encuentra una tarjeta en la que hay impreso un nombre: R. H. Curry, y una dirección: 7, Denvers Street. Al parecer pertenece a la plantilla de la «Metropolis Insurance Company». Pero tal entidad no existe. No hay tampoco ninguna calle como la citada ni tal señor Curry. He aquí una prueba negativa, pero prueba al fin y al cabo. Sigamos… Aparentemente, se produce a las dos menos diez una llamada telefónica a una agencia de secretarias. Una señorita llamada Millicent Pebmarsh requiere los servicios de una taquimecanógrafa. Pide que le sea enviada a las tres, al número 19 de Wilbraham Crescent. Se interesa especialmente por la señorita Sheila Webb. La joven llega a la dirección referida minutos antes de las tres. De acuerdo con las instrucciones recibidas entra en el cuarto de estar de la vivienda, donde descubre el cadáver de un hombre. Asustada, sale de la casa gritando, precipitándose en los brazos de un caballero.

Poirot hizo una pausa, fijando su mirada en mí.

—Entra en escena nuestro joven héroe —apunté.

—Ya ve —señaló a su vez Poirot—. Ni siquiera usted puede evitar el tono melodramático cuando se alude a esa escena. La historia, efectivamente, es un melodrama. Nos enfrentamos con un cuento fantástico, irreal. Es un asunto que encajaría perfectamente en cualquiera de las obras de determinados escritores: Garry Gregson, por ejemplo. He de advertir que antes de la llegada de mi joven amigo había iniciado un estudio de la labor literaria realizada por escritores de novelas de emoción e intriga que más se destacaron en los últimos sesenta años. Algo interesante, de veras. Uno se inclina a considerar los crímenes reales a la luz de la ficción artística. Es decir, si yo observo que un perro no ha ladrado cuando debía haberlo hecho me digo: «¡Ah! Un crimen estilo Sherlock Holmes». De igual manera, si el cadáver es hallado en una habitación sellada exclamo, naturalmente: «¡Ah! Un caso típico de Dickson Carr». Luego, ahí está mi amiga, la señora Oliver. Si viera que… Pero ya no voy a decir más en este aspecto. ¿Me han comprendido? He aquí el planteamiento de un crimen en circunstancias tan improbables que en seguida se piensa: «Este libro no refleja la vida. Cuanto en él sucede es irreal». ¡Ah! Pero aquí no cabe semejante consideración, pues la historia es real y bien real. Ha sucedido. Esto invita a la meditación, ¿no?

Hardcastle no hubiera planteado las cosas de aquella manera, pero estaba conforme con la idea general, por lo que asintió enérgicamente. Poirot prosiguió diciendo:

—Es lo contrario al pensamiento de Chesterton: «¿Dónde esconderías una hoja?» En un bosque. «¿Dónde esconderías un guijarro?» En una playa. Hay aquí exceso, fantasía, melodrama. Cuando yo me pregunto, imitando a Chesterton: «¿Dónde ocultaría una mujer de mediana edad su belleza en declive?», yo no me contesto: «Entre otros rostros parecidos». No. En absoluto. La esconde bajo una espesa capa de maquillaje, bajo una máscara de rouge y polvos, entre hermosas pieles, entre joyas que rodean su cuello y le cuelgan de las orejas. ¿Me comprenden?

—Pues… —empezó a decir el inspector, queriendo disimular su desorientación.

—Ya verá lo que pasa: la gente se dedicará a contemplar las pieles y las joyas, la coiffure y la haute couture, gracias a lo cual no observarán a la mujer en sí… En consecuencia, me dije, y le dije también a mi amigo Colin: «En vista de que este crimen presenta tan fantásticos adornos con objeto de distraer la atención de uno, ha de ser forzosamente simple». ¿Fue así, Colin?

—En efecto. Ahora bien, todavía estoy esperando a que me demuestre que no se ha equivocado.

—Tiene que continuar aguardando, Colin. Así pues, dejamos a un lado los «adornos» del crimen y fijamos nuestra atención en los puntos esenciales. Un hombre ha sido asesinado. ¿Por qué ha sido asesinado? Y, ¿quién es? La respuesta a la primera pregunta dependerá evidentemente de la que se dé a la segunda. Y en tanto no se obtengan las dos contestaciones es imposible seguir adelante. El individuo podría ser un chantajista, un timador de esos que operan granjeándose primero la confianza de su víctima, o el esposo de una mujer que se creyera en peligro o perjudicada por la existencia de su marido. Podría haber sido ese hombre una docena de cosas más. Conforme voy conociendo detalles me inclino más a pensar con los demás que la víctima era una persona corriente, acomodada, respetable. Repentinamente pienso: «¿Y tú sostienes que éste tiene que ser un crimen de estructura muy simple?» De acuerdo. Dejemos que ese hombre sea exactamente lo que él parece: un individuo acomodado, respetable, ya entrado en años. —Poirot miró al inspector, inquiriendo—: ¿me entiende?

—Pues… —volvió a repetir Hardcastle, deteniéndose.

—Aquí tenemos, por consiguiente, un hombre de edad y aspecto agradable, corriente, cuya desaparición es necesaria para alguien. ¿Para quién? En este punto, por fin, podemos estrechar el panorama demasiado dilatado que hemos estado contemplando. Se conocen ciertas cosas y personas. Se sabe de la señora Pebmarsh y de sus hábitos; no es un secreto la existencia del «Cavendish Secretarial Bureau»; hay una chica, llamada Sheila Webb, que trabaja en esa firma… Por eso le digo a mi amigo Colin «Los vecinos». Converse con los vecinos. Averigüe cuanto pueda acerca de ellos. Explore en sus historias respectivas. Y, sobre todo, procure charlar con todos, aprovechando el menor pretexto. La conversación normal no es sólo una serie de respuestas a determinadas preguntas… Durante el diálogo se le escapan a uno minucias. La gente se mantiene en guardia cuando la conversación es trascendente, peligrosa. En la charla de circunstancias el espíritu se relaja; todos sucumben al alivio de decir la verdad, que no exige esfuerzos, concentración. Hablar sinceramente cuesta mucho menos trabajo que mentir. En ocasiones una palabra, un concepto espontáneo, es más revelador que un largo discurso.

—He ahí una colección de consideraciones admirablemente expuestas —comencé—. Desgraciadamente, en este caso no son aplicables.

—Sí, mon cher, sí. Precisamente hay una breve frase de inestimable valor, a la cual iba a referirme en seguida.

—¿Cuál? —pregunté—. ¿Quién la dijo? ¿Cuándo?

—A su tiempo, mon cher, a su tiempo.

—¿Decía usted, monsieur Poirot? —inquirió cortésmente Hardcastle, llevando de la mano a aquél al tema.

—Tracemos un círculo en torno al número 19. Cualquiera de las personas que caen dentro de él puede ser la autora del asesinato del señor Curry. Citémoslas: la señora Hemming, los Bland, los McNaughton, la señora Waterhouse. Más importante todavía: todas ellas ocupan una posición clara. La señora Pebmarsh pudo haber matado al señor Curry antes de salir de su casa, a la 1:35, aproximadamente; la señorita Webb pudo haber tomado las medidas necesarias para que su encuentro con la víctima tuviese lugar allí, atacando al hombre antes de abandonar la vivienda también para dar la voz de alarma…

—¡Ah! Ahora, monsieur Poirot, va usted al grano ya.

Poirot hizo como si no hubiera oído las palabras del inspector, dando media vuelta para enfrentarse conmigo.

—Y, por supuesto, hay que pensar en usted, mi querido amigo Colin. Usted también ocupa un puesto en este planteamiento. ¿No buscaba un número alto precisamente por la parte en que se hallan los bajos?

—Está bien —repuse indignado—. Veamos qué se le ocurre a continuación. ¡Y pese a todo yo le sirvo la cosa en bandeja!

—Los asesinos son orgullosos, engreídos, a veces —señaló Poirot—. Existía la posibilidad de que usted hubiera querido divertirse un poco… a mi costa.

—Si sigue hablando así me convencerá —contesté.

Comenzaba a sentirme molesto.

Poirot se volvió hacia el inspector Hardcastle.

—Pues sí… En esencia fue eso: me dije que aquél tenía que ser un crimen muy simple. La presencia de los relojes, fuera de propósito; la hora de adelanto que marcaban las manecillas de aquéllos; las estudiadas circunstancias que condujeron al descubrimiento del cadáver… Eso había que dejarlo a un lado, de momento. Eran cosas, según se dice en su inmortal «Alicia», como «zapatos y barcos, lacre, verduras y reyes». Punto vital: un hombre de cierta edad y aspecto corriente ha desaparecido del mundo de los vivos porque estorbaba a alguien. De conocer la identidad del hombre asesinado hubiéramos señalado casi inmediatamente a su probable verdugo. De haber sido un individuo conocido por su afición al chantaje habríamos buscado al que podía ser su víctima; de haber sido un detective hubiéramos procurado descubrir a alguien en posesión de un secreto criminal; de haber sido un sujeto acaudalado, habríamos investigado entre sus herederos… Ahora bien, no sabiendo quién es el finado poco es lo que puede hacerse. Entonces, entre el que tiene una razón para matar y nosotros se levanta una valla casi insalvable.

»Dejando a un lado a la señorita Pebmarsh y a Sheila Webb, ¿qué personas pueden no ser lo que aparentan? La respuesta a tal pregunta es desconcertante. Si exceptuamos al señor Ramsay, ¿quién no es lo que aparenta ser? —Poirot me miró inquisitivamente y yo asentí—. A primera vista no hay engaño en los demás… Bland es un maestro de obras bien conocido en la localidad. El señor McNaughton había estado desempeñando una cátedra en Cambridge; la señora Hemming es viuda de un subastador; los Waterhouse son gente respetable, que reside en Wilbraham Crescent desde hace bastante tiempo. Volvemos, pues, al señor Curry. ¿De dónde procede? ¿Quién le llevó a la casa número 19? Y aquí surge una valiosísima observación o comentario, formulado por una de las vecinas: la señora Hemming. Al decírsele que el hombre asesinado no vivía en el número 19, exclama: «¡Ah, ya comprendo! Le llevaron allí para matarle. ¡Qué raro!» Esa mujer apunta directamente al corazón del problema. He ahí una cosa que suele pasar con los seres que se hallan demasiado concentrados en sus propios pensamientos para prestar su atención a las manifestaciones de los demás. Ella resumió así el crimen: El señor Curry fue al número 19 de Wilbraham Crescent para ser asesinado. ¡Más sencillo no puede ser!

—Esta observación me produjo alguna sorpresa a mí también —murmuré.

Poirot continuó hablando, sin escuchar mis palabras.

—…«Ven y morirás». El señor Curry fue… y pereció asesinado. Pero ahí no acaba la cosa. Era importante que no resultase identificado. No llevaba encima cartera, ni papel alguno. Las etiquetas de su sastrería le habían sido arrancadas. Sin embargo, eso no bastaría. La tarjeta que le presenta como un tal Curry, agente de seguros, representaría solamente una medida temporal. Si la identidad del hombre tenía que ser ocultada permanentemente había que darle una falsa. Yo estaba convencido de que antes o después aparecería alguien reconociéndole: un hermano, una hermana, la esposa… Apareció la esposa. La señora Rival. Este apellido inducía ya a la confianza. Hay una población en Somerset, cerca de la cual he estado en una ocasión, con motivo de la visita que hice a unos amigos… Se llama aquélla Curry Rival… Inconscientemente, habían sido escogidos estos dos nombres: el señor Curry, la señora Rival.

»Hasta ahora se ve el hilo de la trama. Pero lo que más me desconcertó fue la confianza del asesino en que no se produciría una identificación real. En caso de no tener la víctima familia siempre hay en medio patronas, criados, socios. Esto me condujo a la siguiente suposición: nadie sabía que este hombre era echado de menos en alguna parte. Otra suposición más: el hombre en cuestión no era inglés y se hallaba de paso solamente en este país. Esto quedaría abonado por el hecho de que el trabajo de prótesis dental estudiado en el cadáver no se encontraba registrado en ninguna clínica o consulta particular de por aquí.

»Me han procurado ya un cuadro borroso de la victima y del asesino. Nada más que eso. El crimen ha sido inteligentemente planeado y llevado a cabo… Pero ahora surgía un detalle de mala suerte, ése que jamás logran prever las mentes criminales.

—¿Cuál? —inquirió Hardcastle.

Inesperadamente, Poirot echó la cabeza hacia atrás, recitando en tono dramático:


Por falta de un casco se perdió la herradura,

Por falta de una herradura se perdió el caballo,

Por falta de un caballo se perdió la batalla,

Por falta de una batalla se perdió el Reino,

Y todo por la falta de un casco de caballo.


Hércules Poirot se inclinó hacia delante.

—Muchas eran las personas que podían haber asesinado al señor Curry. Sólo una en cambio pudo haber matado o tenido una razón para matar a la joven Edna Brent.

Hardcastle y yo éramos todo oídos.

—Estudiemos el «Cavendish Secretarial Bureau». Trabajan en él ocho chicas. El 9 de septiembre cuatro de las muchachas habían salido para atender a unos clientes de la firma. Como los domicilios de éstas quedaban a cierta distancia del «Bureau», la comida de las jóvenes corría a su cargo. Eran las cuatro que normalmente cogen el primer turno de la comida del mediodía, 12:30 a 1:30. Las restantes, Sheila Webb, Edna Brent, Janet y Maureen, toman el segundo turno, de 1:30 a 2:30. Pero aquel día Edna Brent sufre un accidente a los pocos minutos de abandonar la oficina. Pierde el tacón de uno de sus zapatos en un enrejado del pavimento. No puede andar así por la calle. En consecuencia compra unos bollos y vuelve al trabajo.

Poirot señaló alternativamente con el dedo.

—Se nos ha dicho que Edna Brent anda preocupada por algo. Hace cuanto está en su mano para ver a Sheila fuera de la oficina, pero no lo consigue. Ha sido supuesto que se trata de una cosa que atañe a su compañera, pero no hay pruebas de ello. Existía la posibilidad de que deseara consultarle sobre un detalle que no comprendiera… Lo que sí estaba fuera de toda duda era que quería hablar con Sheila fuera de la oficina.

»Sus palabras al agente después de la encuesta son la única pista para llegar al conocimiento de lo que le atormentaba. La chica dijo algo parecido a esto: "No me explico cómo va a ser cierto lo que ella declaró". Tres mujeres prestaron declaración aquella mañana. Edna pudo haberse referido a la señorita Pebmarsh. O, como se ha venido suponiendo, a Sheila Webb. Aún existe una tercera posibilidad: pudo haberse referido a la señorita Martindale.

—¿A la señorita Martindale? ¡Si su declaración duró tan sólo unos minutos!

—Exacto. No tuvo más que mencionar la llamada telefónica hecha, supuestamente, por la señorita Pebmarsh.

—¿Quiere usted decir que Edna sabía que la señorita Pebmarsh no era la autora de aquélla?

—Creo que es más sencillo aún todo. Sugiero que no se produjo llamada telefónica alguna.

Poirot continuó diciendo:

—Edna pierde el tacón de su zapato. El incidente tiene lugar cerca de la oficina. Vuelve, por tanto, al «Bureau», Pero la señorita Martindale, en su despacho, ignora el regreso de su empleada. Se cree sola en el local. Unicamente necesita decir que a la 1:49 hubo una llamada telefónica. Edna no advierte al principio la significación de lo que sabe. La señorita Martindale llama a Sheila Webb y le dice que tiene que atender a una cliente. Ante Edna no se menciona cómo y cuándo ha sido concertada la cita. Se divulgan las noticias relativas al crimen y poco a poco van concretándose los detalles de la historia. La señorita Pebmarsh llamó, interesándose por que fuera enviada a su casa Sheila Webb. La ciega niega esto. Se afirma que la llamada se produjo a las dos menos diez minutos. Pero Edna sabe que eso no puede ser cierto. No había habido ninguna llamada telefónica a aquella hora. La señorita Martindale tiene que haber cometido un error… Pero la señorita Martindale no se equivoca jamás. Cuanto más piensa Edna en ello más confusa se siente. Ha de decírselo a Sheila. Sheila Webb aclarará sus dudas.

»Y luego viene la encuesta. Están presentes en la sala todas las chicas. La señorita Martindale repite la historia de la llamada y Edna se entera definitivamente de que la prueba aportada tan claramente por la señorita Martindale, con mención de la hora exacta, no puede ser cierta. Entonces habla con un agente, con el propósito de entrevistarse con el inspector. Es probable que la directora del «Bureau», mezclada entre otras personas, oyera las palabras de la chica. Tal vez haya oído a sus empleadas gastando bromas a Edna sobre el incidente del tacón sin comprender lo que el mismo implicaba. Sea como sea, decidió seguir a la muchacha hasta Wilbraham Crescent. Yo me pregunto: ¿por qué se encaminaría Edna a dicha calle?

—Para echar un vistazo al escenario del crimen —explicó Hardcastle con un suspiro—. Hay mucha gente que se conduce así.

—Sí, es verdad. Quizá le hablara al llegar allí la señorita Martindale. Bajando las dos por la calzada, Edna formula su pregunta. Aquélla actúa rápidamente. Las dos se encuentran cerca de una cabina telefónica: Le dice: «Esto es muy importante. Tienes que llamar a la policía en seguida. Vamos, llama… Di que vamos para la jefatura inmediatamente». Edna es de las personas que hacen siempre lo que se les dice. Entra en la cabina y descuelga el teléfono. Entretanto, la Martindale se desliza tras ella, le ciñe el cuello con un pañuelo y la estrangula.

—¿Y no la vio nadie?

Poirot se encogió de hombros.

—Podían haberla visto, pero no la vieron… Por entonces sería la una. La hora de comer. Y las miradas de las personas que se hallaban en aquellos momentos en Wilbraham Crescent confluían en el número 19. Fue una oportunidad audazmente aprovechada por esa atrevida mujer, carente de escrúpulos.

Hardcastle movió la cabeza. Le asaltaban muchas dudas.

—¿La señorita Martindale? No acierto a comprender su papel en la historia.

—No. No se comprende al principio. La señorita Martindale mató, indudablemente, a Edna —¡Oh, sí, ya lo creo!—, crimen del que sólo ella puede ser autora. Empiezo a sospechar que en la Martindale tenemos a la lady Macbeth de este crimen, una mujer despiadada, cruel y carente de imaginación.

—¿Carente de imaginación? —inquirió Hardcastle sorprendido.

—¡Oh, sí! Carente de imaginación, pero eficiente. Lo planeó todo muy bien.

—¿Por qué? ¿Cuál es el móvil?

Hércules Poirot me miró, haciendo oscilar un dedo índice ante mí.

—De manera que la conversación con los vecinos no significa nada para usted, ¿eh? Yo descubrí una frase que me iluminó. ¿No recuerda que después de haberle hablado de la cuestión de vivir en el extranjero la señora Bland le comunicó que a ella le agradaba habitar en Crowdean porque tenía una hermana aquí? Precisamente lo contrario de lo que todo el mundo suponía. Esa mujer había heredado una fortuna un año atrás, procedente de un pariente canadiense, por ser la única superviviente de la familia.

Hardcastle, alerta, se irguió.

—De modo que usted cree…

Poirot se recostó en su butaca, juntando las yemas de sus dedos. Con los ojos ligeramente entornados, prosiguió diciendo:

—Imaginemos que es usted un hombre como tantos otros, sin excesivos escrúpulos, que pasa por algunas dificultades económicas. Un buen día llega a su casa una carta procedente de una firma de abogados en la cual se le notifica que su esposa ha heredado una gran fortuna de un pariente que reside en Canadá. La carta va dirigida a la señora Bland. El único inconveniente reside en que la señora Bland que la recibe no es la auténtica, pues se trata de la segunda esposa, no la primera… ¡Qué disgusto! ¡Qué rabia! Desde luego, posteriormente surge la idea. ¿Quién va a saber que no se trata de la verdadera señora Bland? En Crowdean no hay nadie que sepa que Bland estuvo casado antes con otra mujer. Su primer matrimonio tuvo lugar años atrás, durante la guerra, hallándose él al otro lado del océano. Habiendo muerto su mujer poco después, no tardó en contraer matrimonio de nuevo, casi inmediatamente. Posee el certificado de matrimonio original, varios papeles familiares, fotografías de los parientes canadienses, ya fallecidos… No le costaba mucho trabajo montar el tinglado. De todos modos, vale la pena correr ciertos riesgos. Deciden desafiar el peligro. Se cubren las formalidades legales. Y aquí tenemos a los Bland ya ricos, prósperos, sin preocupaciones de tipo económico…

»Pasa el tiempo y un año más tarde sucede algo… ¿Qué es lo que sucede? Sugiero que alguien se dispone a visitar este país, alguien que habita en el Canadá… Y esta persona conocía a la primera señora Bland suficientemente bien como para no dejarse engañar por una suplantadora. Puede haber sido un miembro de la sociedad de abogados que se ha encargado siempre de los asuntos de esa familia… puede haber sido un amigo íntimo de esa familia… Pero, sea quien sea, se hallaba en condiciones de provocar un conflicto. Tal vez el matrimonio piense en la manera de evitar la entrevista. La señora Bland hubiera podido fingir una enfermedad o marcharse al extranjero… No obstante, eso podría suscitar sospechas. El visitante querría, a lo mejor, ver a toda costa a la mujer y…

—Entonces piensan en el crimen, ¿verdad?

—Sí. Y en este punto me imagino que la hermana de la señora Bland debió ser quien marcara el camino a seguir. Ella fue quien lo planeó todo.

—¿Supone usted que la señorita Martindale y la señora Bland son hermanas?

—Es la única manera de explicarse las cosas.

—Cuando vi por primera vez a la señora Bland pensé que me recordaba a otra persona. Son distintas, pero, desde luego, existe cierta semejanza entre las dos. Sin embargo, ¿qué esperanzas de salir airosos con su proyecto se les ofrecían a esa gente? El hombre sería echado de menos. La policía iniciaría indagaciones…

Hardcastle calló, en espera de la respuesta de Poirot a sus consideraciones.

—En el caso de que este hombre estuviese viajando por el extranjero por puro placer su itinerario resultaría más bien vago… En el Canadá se recibiría, normalmente, una carta de aquí, una tarjeta postal de allá… Transcurriría algún tiempo antes de que sus conocidos se preguntasen qué había sido de él. Al cabo de meses y meses, ¿a quién se le ocurriría relacionar a un individuo llamado Harry Castleton, enterrado ya, con un rico turista canadiense que ni siquiera había sido visto en esta parte del mundo? De ser yo el asesino habría hecho un rápido viaje a Francia o a Bélgica. En cualquiera de estos dos países habría dejado «olvidado» el pasaporte de la víctima, en un tren, o en un tranvía. De esta manera las indagaciones se hubieran orientado hacia otra nación.

Hice un movimiento involuntario y la mirada de Poirot se posó en mí.

—¿Qué pasa?

—Bland me comunicó que recientemente hizo un viaje a Boulogne, un desplazamiento de veinticuatro horas, en compañía de una rubita, según me dio a entender…

—Ese proceder, como ya he dicho, era el más lógico, sí. Bien, indudablemente, se trata de un hábito…

—Todo eso son suposiciones —objetó Hardcastle.

—Pero pueden ser llevadas a cabo las averiguaciones precisas —manifestó Poirot.

Este cogió una hoja de papel de una repisa que tenía ante él, entregándosela a Hardcastle.

—Escriba al señor Enderby, que vive en el número diez de Enimore Gardens, distrito sudoeste siete, quien me ha prometido realizar determinadas indagaciones en el Canadá. Es un abogado muy conocido y extraordinariamente competente y experto en asuntos de carácter internacional.

—¿Y qué me dice de la cuestión de los relojes?

—¡Oh, de los relojes! ¡Los famosos relojes! —Poirot sonrió—. Creo que no tardará en ver a la señorita Martindale como la responsable de este capítulo de la historia. Como el crimen, según declaré, era de lo más sencillo que darse pueda, había que disfrazarlo, dotándolo de detalles fantásticos. Pensemos en ese reloj con la inscripción de «Rosemary». Sheila Webb se lo llevó para que procedieran a su reparación, perdiéndolo en el «Cavendish Secretarial Bureau». ¿Lo aprovechó la señorita Martindale a modo de base de toda su historia? El hecho de que perteneciera a Sheila Webb, ¿fue lo que motivó que escogiese a la chica, puesta a elegir la persona que había de descubrir el cadáver?

Hardcastle atajó a Poirot preguntándole:

—¿Y decía usted que esa mujer carecía de imaginación? ¿Cuándo planeó todo esto?

—¡Si no lo planeó ella! He aquí lo más interesante del caso. Todo había sido concebido por otra mente… Ella fue quien lo aprovechó. Desde el mismo comienzo del asunto localicé el estilo peculiar de la trama, un estilo que yo conocía perfectamente. Me era familiar, en efecto, porque había leído historias de disposición semejante. He tenido mucha suerte. Colin puede decírselo, esta semana asistí a una venta de manuscritos originales de escritores. Entre otros había varios de Garry Gregson. Pocas probabilidades tenía de hallar lo que buscaba, pero, ya lo he indicado, tuve suerte. Aquí… —igual que un prestidigitador, Poirot sacó de un cajón dos libretas parecidas a las que emplean los colegiales para hacer sus ejercicios—. ¡Aquí está todo! Entre los argumentos de otros libros que Gregson planeaba escribir. No vivió para escribir éste… pero la señorita Martindale, que fue su secretaria, conocía la existencia de tal proyecto. No hizo otra cosa que convertirlo en realidad para lograr sus particulares fines.

—Sin embargo, originalmente, en el borrador de Gregson, quiero decir, los relojes debían tener algún significado.

—Sí, desde luego. Sus relojes marcaban las siguientes horas: las cinco y un minuto, las cinco y cuatro minutos y las cinco y siete minutos. Era el número de la combinación de una caja de caudales: 515457. Una reproducción de la Monna Lisa ocultaba la puerta de aquélla. Dentro de la caja —continuó diciendo Poirot, con un gesto de fastidio—, se encontraban las joyas de la Corona rusa. Un argumento que era un tas de bétises. Y, desde luego, figuraba en aquél también… una muchacha perseguida. Sí. A la Martindale todo eso le venía a las mil maravillas. No tenia más que escoger los personajes reales y adaptarlos, señalándoles su papel respectivo… Todas las pistas dejadas conducirían… ¿a dónde? ¡A ninguna parte, exactamente! ¡Oh, si! La señorita Martindale se reveló como una mujer eficiente. Yo me pregunto: ¿le dejaría el escritor algún dinero? ¿Cómo y de qué murió aquel hombre?

Hardcastle no quería ahondar de momento en cosas ya pasadas. Se apoderó de las dos libretas y me quitó de las manos la hoja de papel en que había escrito a toda prisa las señas de Enderby, que Poirot acababa de facilitarle. Por espacio de dos minutos yo había estado contemplando aquella fascinado. Se trataba del trozo de papel que yo le entregara días atrás, en el que bajo el membrete de un hotel se veía una especie de media luna, un número y una letra. El inspector había anotado la dirección del abogado invirtiendo inconscientemente el fragmento de carta. El membrete quedó así en el ángulo inferior izquierdo. Entonces me di cuenta de lo necio que había sido.

—Muy agradecido, monsieur Poirot —dijo Hardcastle—. Por supuesto, nos ha proporcionado usted abundante materia de reflexión. Si sacamos algo en limpio de todo eso…

—Encantado de haberle sido de utilidad.

Poirot se mostraba modesto.

—Tendré que comprobar ciertos extremos…

—Claro, claro…

Hardcastle se despidió, abandonando el cuarto.

Poirot concentró su atención en mí. El hombre enarcó las cejas.

Eh bien… ¿Puedo preguntarle en qué piensa? Parece usted un hombre que acabara de ver una aparición.

—Acabo de darme cuenta de lo tonto que he sido.

—¡Ah! Eso nos sucede a todos con harta frecuencia.

Pero evidentemente, ¡a Hércules Poirot, no! Tenía que pasar al ataque…

—Dígame una cosa, Poirot. Si, como usted ha venido afirmando, pudo llegar a las conclusiones específicas sentado tranquilamente en una butaca de su apartamento, a donde, además, hubiera podido llamar a Dick Hardcastle, ¿por qué razón se molestó en presentarse aquí?

—Ya le he hablado de las reparaciones que se estaban llevando a cabo donde resido.

—Si lo hubiera solicitado le habrían cedido otro apartamento. También hubiera podido trasladarse al Ritz. Este encierra más comodidades que el «Curlew Hotel».

—Indudablemente —contestó Hércules Poirot—. El café aquí… ¡Mon Dieu!, ¡qué café!

—De acuerdo, entonces… Explíqueme pues: ¿por qué?

Hércules Poirot pareció enfadarse.

Eh bien, se lo diré, ya que le cuesta tanto trabajo adivinarlo. Soy un ser humano, ¿verdad? Puedo convertirme momentáneamente en una máquina cuando es necesario; soy capaz de tenderme y reflexionar; estoy en condiciones de solucionar problemas así… Pero soy humano, ya lo he dicho. Y los problemas afectan a seres a mí semejantes.

—¿Así pues…?

—La explicación es tan simple como el crimen inicial de que nos hemos ocupado. Vine aquí arrastrado por un ramalazo de humana curiosidad —declaró Hércules Poirot, irguiendo dignamente la cabeza.

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