Prólogo
La tarde del día 9 de septiembre fue como tantas otras. Ninguna de las personas afectadas por los acontecimientos de aquel día pudo alegar haber abrigado algún presentimiento anunciador de una inminente desgracia. (Con la excepción de la señora Packer, domiciliada en Wilbraham Crescent, número 47, quien especializada en toda clase de presagios, describió con mucha posterioridad a los acontecimientos, las inquietudes y preocupaciones que habíanla asaltado. Ahora bien, la señora Packer, ocupante, quedaba tan apartada del 19, y se hallaba tan escasamente ligada al suceso ocurrido en esta última casa, que no tenía por qué haberse sentido asaltada por presentimiento de ningún tipo).
En el Cavendish Secretarial & Typewriting Bureau, cuya directora era la señorita K. Martindale, el día 9 había ido desarrollándose al ritmo de tantos otros, resultando una rutinaria jornada más. Sonaba de vez en cuando el teléfono, trabajaban las chicas en sus máquinas respectivas y la labor, en general, venía siendo sostenida, sin excesos, ni por encima ni por debajo de otros muchos días anteriores. Ninguna de las tareas que se llevaban entre manos era tampoco particularmente interesante; hasta las dos y treinta y cinco minutos de la tarde del día 9 de septiembre hubiera podido juzgarse una jornada más que iba a pasar sin pena ni gloria.
A las dos y treinta y cinco minutos sonó el zumbido del intercomunicador. Llamaba la señorita Martindale y Edna Brent, en la oficina exterior, se apresuró a contestar. Su voz sonaba ligeramente nasal y un tanto confusa porque al mismo tiempo se paseaba un caramelo a lo largo de la mandíbula.
—Diga, señorita Martindale…
—Edna… Eso no es lo que te he enseñado. Cuando hables por teléfono, o por el intercomunicador, acostúmbrate a pronunciar con toda claridad las palabras, procurando que tu respiración no resulte ruidosa.
—Lo siento, señorita Martindale.
—En cuanto te lo propongas, lograrás lo que te he dicho. Dile a Sheila Webb que venga a verme.
—Salió a comer y no ha regresado todavía, señorita Martindale.
—¡Ah!
Frente a la mesa de trabajo de la señorita Martindale había un reloj. Esta levantó la vista hasta él. Eran las dos y treinta y seis minutos. Seis minutos, exactamente, de retraso. Últimamente, Sheila Webb había estado descuidando su trabajo.
—Dile que venga a verme en cuanto llegue.
—Sí, señorita.
Edna trasladó el caramelo al centro de la lengua, chupándolo con fruición. Luego se dispuso a continuar su interrumpida labor. Estaba pasando a máquina una novela de Armand Levine que se titulaba «Amor al desnudo». Pese al forzado carácter erótico de sus páginas, la joven seguía el texto con un interés relativo. Lo mismo, en definitiva, les ocurriría a los lectores del señor Levine, pese a los desvelos de éste. La obra venía a ser una clara demostración de que no hay nada que sea tan aburrido como la insulsa pornografía. A pesar del señuelo de las sugestivas cubiertas y de los provocativos títulos, las ventas de aquel escritor bajaban año tras año y la última factura, correspondiente a diversos trabajos de mecanografía, le había sido enviada por tres veces, sin que el cobrador lograra nada positivo.
Abrióse la puerta, entrando en el local Sheila Webb, respirando algo agitadamente.
—«Sandy Cat»[1] ha preguntado por ti —le notificó Edna.
Sheila Webb hizo una mueca.
—¡Qué suerte la mía! ¡Un día que llego tarde!
La joven se alisó los cabellos, cogió un bloc y un lápiz y llamó al despacho de la directora.
La señorita Martindale levantó la vista. Era una mujer de cuarenta y tantos años de edad, de aire seguro y vivos modales. Por sus rojizos cabellos y el hecho de ser Katherine su nombre de pila, las chicas que tenía a sus órdenes la designaban, secretamente entre ellas, desde luego, con el apodo de «Sandy Cat».
—Se ha retrasado usted, señorita Webb.
—Lo siento, señorita Martindale. Se ha producido un embotellamiento en el tráfico cuando regresaba.
—A esta hora del día esa clase de incidentes se repiten con mucha frecuencia —la señorita Martindale señaló con un movimiento de cabeza un bloc que tenía sobre la mesa—. Ha telefoneado una tal señorita Pebmarsh. Necesita una taquígrafa a las tres. Se ha interesado por usted especialmente. ¿Ha trabajado con ella en alguna otra ocasión?
—No recuerdo, señorita Martindale. Últimamente, no, desde luego.
—Las señas son: Wilbraham Crescent, número 19.
La señorita Martindale hizo ahora un gesto de interrogación. Sheila Webb movió la cabeza, denegando.
—No me acuerdo de haber estado ahí…
Su interlocutora consultó el reloj.
—A las tres. No le será difícil atender esa llamada. ¿Tenía usted alguna cita esta tarde? ¡Ah, sí! —la señorita Martindale echó un vistazo a su bloc de apuntes—. La del profesor Purdy, en el «Curlew Hotel». A las cinco. Antes de esta hora usted habrá vuelto. De no ser así enviaré a Janet.
La directora hizo un gesto de despedida y Sheila regresó a la oficina.
—¿Algo de interés, Sheila?
—¡Bah! Lo de todos los días. Una vieja que ha llamado desde Wilbraham Crescent… Y a las cinco el profesor Purdy. Ya me figuro lo que me espera, con sus interminables series de nombres relativos a la Arqueología. ¡Uf! ¡Qué ganas tengo ya de que me suceda algo emocionante, que me saque de la rutina cotidiana!
Abrióse la puerta del despacho de la señorita Martindale.
—Olvidaba las instrucciones que me dieron al llamar, Sheila. Las había anotado aquí. Si al llegar usted a la casa comprueba que la señorita Pebmarsh no ha regresado aún, entre. Verá que la puerta no está cerrada con llave. Espere en la habitación situada a la derecha del vestíbulo. ¿Se acordará de todo o quiere que se lo escriba?
—No lo olvidaré, señorita.
—La directora volvió a penetrar en su despacho.
Edna Brent rebuscó bajo su silla, de donde extrajo un zapato de un color bastante chillón y el afilado tacón que se había desprendido del mismo.
—¿Cómo voy a regresar ahora a casa? —gimió la joven.
—¡Oh, Edna! Deja ya de quejarte, por favor… Ya pensaremos en algo —dijo una de las chicas reanudando su trabajo.
Edna suspiró, poniendo en la máquina otra hoja del papel: «El deseo le dominaba… Con dedos temblorosos desgarró la frágil tela que cubría sus senos, forzándola a…»
—¡Maldita sea! Ya me he equivocado —murmuró Edna, buscando encima de la mesa su goma de borrar.
Sheila cogió su bolso y salió.
Wilbraham Crescent era una fantasía en piedra, obra de un constructor victoriano, del 1880 y pico. Y adoptaba la forma de una media luna, hallándose constituida por casas dobles con sus jardines respectivos, orientadas en sentido contrario. Tal disposición suponía para las gentes ajenas a la localidad una fuente de considerables dificultades. Aquellos que llegaban por la parte exterior eran incapaces de localizar los números bajos y los que visitaban primero el lado opuesto se quedaban desconcertados al intentar hallar los altos. Las viviendas ofrecían un aspecto impecable, digno, contando las fachadas con artísticos adornos. La modernización apenas las había afectado, esto es, por lo que afectaba a lo que se veía desde la calle. Las cocinas y los cuartos de baño habían sido las primeras piezas de aquellas casas que conocieran los fuertes aires —el vendaval, mejor dicho—, del cambio.
Nada de particular presentaba la vivienda que ostentaba encima de la entrada el número 19. Las cortinas de las ventanas veíanse muy limpias; el tirador de latón de la puerta brillaba; el sendero que conducía a la entrada principal hallábase bordeado de rosales.
Sheila Webb abrió la primera puerta y después de cubrir la pequeña distancia que le separaba de la otra, oprimió el botón del timbre. Nadie contestó a su llamada y tras aguardar prudentemente un minuto o dos, se decidió a obrar de acuerdo con las instrucciones que le habían dado. La puerta quedó abierta y ella penetró en la casa. La correspondiente a la derecha del vestíbulo estaba entornada. Llamó con los nudillos y esperó un momento, penetrando seguidamente en la habitación. Encontróse con un agradable cuarto de estar, excesivamente recargado de muebles, quizá, para el gusto moderno. Lo que más le llamó la atención fue el número de relojes que descubrió allí… Oyó el tictac de un reloj de caja en un rincón; sobre la repisa de la chimenea había otro de porcelana de Dresden; un pupitre contaba con uno de plata; en un juguetero admiró un ejemplar menudo, de gran fantasía, dorado; sobre una mesa vio otro en su estuche de cuero, de matiz algo desvaído, una pieza de utilidad para el viaje. En uno de sus lados aparecían unas desgastadas letras doradas, componiendo un nombre: Rosemary.
Sheila Webb consultó el reloj del pupitre, no pudiendo evitar un gesto de sorpresa. Marcaba las cuatro y diez minutos, aproximadamente. Su mirada se posó en el ejemplar de la repisa de la chimenea. Sus manecillas señalaban la misma hora.
La joven experimentó un enorme sobresalto al oír por encima de su cabeza un levísimo susurro metálico seguido de un golpe seco. Por la puertecilla de la caja, artísticamente labrada, de un reloj de cuclillo, abierta de pronto, salió el clásico pajarito… ¡Cucú! ¡Cucú! ¡Cucú! En estas notas parecía haber un acento de amenaza. El animalito desapareció, cerrándose la portezuela bruscamente.
Sheila Webb sonrió débilmente y miró a su alrededor, fijando luego la vista de un modo distraído en un extremo del sofá que quedaba no muy lejos de ella. Y fue entonces cuando, repentinamente, se quedó inmóvil, irguiéndose poco a poco después, estremecida.
Tendido en el suelo, acababa de distinguir el cuerpo de un hombre. Tenia éste los ojos entreabiertos, unos ojos que, evidentemente, miraban sin ver. Frente a aquél, que vestía un traje gris oscuro, divisó una húmeda mancha negruzca. Mecánicamente, Sheila se agachó, acercándose al cadáver para tocar sus mejillas, frías, una de sus manos… A continuación rozó con las yemas de los dedos la misma mancha, retirando apresuradamente el brazo, sin apartar un momento la vista del cuerpo inánime, horrorizada…
En aquel preciso instante oyó el ruido de una puerta fuera, volviendo la cabeza rápidamente hacia la ventana. Vio la figura de una mujer caminando por el sendero, con cierta prisa. Sheila tragó saliva… Tenía la garganta completamente seca. Permaneció quieta, como enraizada al suelo, incapaz de moverse, de gritar, mirando hacia delante.
Abrióse la puerta y entró en la casa una mujer alta de algunos años ya, portadora de un gran bolso, del tipo de los que se usan habitualmente para ir de compras. Sus ondulados cabellos tenían muchas hebras grises. La recién llegada los llevaba recogidos hacia atrás. Sus ojos eran grandes, hermosamente azules. La mirada de la mujer pasó sobre Sheila, sin ver la dueña de aquéllos a la joven. De la boca de ésta salió un inarticulado sonido. Aquellos ojos azules se volvieron en dirección a Sheila, buscándola. La mujer inquirió con brusquedad:
—¿Quién anda por ahí?
—Yo… Es que…
La joven se interrumpió, asustada, al ver que la otra se disponía a acercarse a ella pasando por detrás del sofá. Y entonces lanzó un grito.
—No… no se mueva… Tropezará con… Y él… él está muerto…