Capítulo X

En la casa número 62 de Wilbraham Crescent, la señora Ramsay se estaba diciendo a sí misma, animosamente: «Ya no quedan más que dos días, ya no quedan más que dos días…»

Apartóse de la frente unos húmedos mechones de cabello. Desde la cocina llegó a sus oídos un estruendo imponente. La señora Ramsay no sentía el menor deseo de llegar hasta allí para averiguar qué había ocurrido. ¡Oh, si hubiese sido capaz de desentenderse de todo! Bien… Dos días solamente. Cruzó el vestíbulo, abriendo luego violentamente la puerta de la cocina, para preguntar en un tono menos arrebatado que tres semanas atrás:

—¿Qué habéis hecho ahora?

—Lo siento, mamá —replicó su hijo Bill—. Estábamos jugando a bolos con unas cuantas latas y varias de ellas fueron a parar contra el armario en que guardas la vajilla de loza.

—No era nuestra idea —se disculpó Ted, el otro hijo de la señora Ramsay, el más pequeño de los dos, mostrando deseos de agradar a su madre.

—Coged esas cosas y ponedlas en la alacena. Después barreréis los trozos de loza que hay en el suelo, echándolos seguidamente al cubo de la basura.

—¡Oh, mamá! Ahora no.

—Ahora sí.

—Ted puede hacerlo —sugirió Bill.

—¡Hombre! Me gusta —manifestó Ted—. Siempre cargándomelo todo a mí. Pues mira, no pienso hacer nada si tú no me ayudas.

—Apuesto lo que quieras a que de todas maneras lo harás.

—Apuesto lo que quieras a que no hago nada.

Los dos chicos se enredaron en una furiosa pelea. Ted se vio empujado por su hermano contra la mesa de la cocina. Una huevera que había sobre aquélla empezó a tambalearse peligrosamente…

—¡Fuera de aquí! —gritó la señora Ramsay.

Esta, por fin, logró sacarlos de la cocina, cerrando inmediatamente la puerta. A continuación se puso a recoger los cacharros que habían tirado sus hijos por el suelo, comenzando a barrer los trozos de loza.

«Dos días —pensaba—. Dos días más y habrán vuelto al colegio. ¡Qué perspectiva más agradable para una madre!»

Recordó los comentarios que sobre el particular había hecho una columnista en el diario que habitualmente leía. Sólo seis días felices a lo largo del año para una mujer. Los primeros y los últimos días de las vacaciones. ¡Qué verdad era esto!, pensó la señora Ramsay mientras arrinconaba los restos de varios platos, los mejores de su vajilla. ¡Con qué placer, con qué alegría aguardaba el día de la partida de sus vástagos, llegados a la casa apenas cinco semanas antes! «Mañana», decíase una y otra vez. «Mañana Bill y Ted emprenderán el viaje de vuelta al colegio. Casi no puedo creerlo. ¡No puedo aguantar más tiempo!»

¡Y qué contenta se había sentido cinco semanas antes, al ir a recibirlos a la estación! ¡Con qué tempestuoso afecto la habían acogido! En las primeras horas de estancia en el hogar no se cansaban de corretear por la casa y el jardín. Para la hora del té ella les había hecho un hermoso pastel. Y ahora… ¿Qué era lo que ansiaba ahora? Simplemente: un día de paz. Dejaría de preparar las copiosas comidas cotidianas. Ya no habría de estar dedicada exclusivamente a la limpieza de la vivienda. Amaba a sus hijos… Eran unos chicos magníficos, sentíase orgullosa de ellos, pero… ¡resultaban agotadores! Acababan con sus fuerzas. Su desaforado apetito, su extraordinaria vitalidad, la complacían al mismo tiempo que la anonadaban. Y luego, ¡hacían tanto ruido!

En aquel instante oyó una serie de gritos. La señora Ramsay volvió la cabeza, alarmada. No pasaba nada. Los chicos acababan de salir al jardín. Mejor. Allí disponían de más espacio para sus juegos. Molestarían a los vecinos, probablemente. Confiaba en que optaran por dejar en paz a los gatos de la señora Hemming. Tenía que confesar que le interesaba poco la suerte que corrieran aquellos animalitos. Era que en la tela metálica que rodeaba el jardín de su vecina sus hijos pasaban por el riesgo de dejarse en los alambres sus pantalones. La señora Ramsay echó un vistazo al botiquín, que siempre procuraba tener a mano, en un armario. Se empeñaba en dar determinada orientación a los accidentes naturales a que estaban expuestos sus vigorosos vástagos. Una ingenuidad. En efecto, su primera e inevitable observación, en caso de salir algún herido, era: «Pero, ¿no os he dicho cien veces que no os hagáis sangre en el saloncito? En todo caso venid corriendo aquí, a la cocina, donde cualquier mancha que aparezca en el linóleo puede ser lavada fácilmente».

La señora Ramsay oyó un aullido aterrorizador, cortado bruscamente y seguido de un silencio tan sobrecogedor que no pudo menos que sentirse alarmada, conteniendo de una manera involuntaria el aliento. Verdaderamente, aquel silencio no tenía nada de natural. Permaneció inmóvil unos segundos, sin saber qué hacer, con el recogedor en la mano. Abrióse la puerta de la cocina y apareció ante ella Bill. Su expresión de criatura asustada, casi extática, no cuadraba en su infantil rostro de chiquillo de once años…

—Mamá… Ahí fuera hay un detective acompañado de otro hombre.

—¡Oh! —exclamó la señora Ramsay aliviada—. ¿Qué quieren de mí?

—Preguntan por la dueña de la casa. Creo que desean hablar contigo acerca del crimen… Ya sabes, el que se cometió ayer en la vivienda de la señorita Pebmarsh.

—¿Y qué puedo decirles yo sobre eso? —inquirió la madre de Bill, ligeramente enojada.

Una cosa después de otra, se dijo la señora Ramsay. No había otra manera de avanzar por la vida. ¿Cómo iba a poder preparar su estofado si la policía se dedicaba a importunarla a una hora tan crítica del día?

—Bueno —murmuró resignada—. Supongo que no tendré más remedio que recibir a esos hombres.

Arrojó los trozos de loza al cubo de la basura que había debajo del fregadero y se lavó las manos abriendo el grifo del mismo. Luego se alisó los cabellos, disponiéndose por último a echar a andar detrás de Bill, quien le estaba diciendo ya impacientemente:

—Vamos, vamos, mamá.

El chico escoltaba a su madre en el momento de entrar en el cuarto de estar de la casa. Dos hombres se encontraban de pie allí dentro. Por lo visto se había ocupado de atenderles entretanto Ted, quien no apartaba la mirada de los visitantes.

—¿La señora Ramsay?

—Buenos días, señores.

—Supongo que su chico le habrá dicho que soy el Detective Inspector Hardcastle… ¿Es así?

—Perdóneme, pero esta mañana ando muy atareada. ¿Me entretendrán mucho tiempo?

—Sólo unos minutos —manifestó Hardcastle, tranquilizándola—. ¿Podemos sentarnos?

—¡Oh, sí, sí! Háganlo, por favor.

La señora Ramsay ocupó una de las sillas, mirando a su interlocutor con un gesto de impaciencia. Esperaba que la entrevista fuese aún más breve de lo que le había indicado el inspector.

—No es necesario que vosotros dos os quedéis —señaló Hardcastle afablemente a los chicos.

—¡Ah! Nosotros no nos vamos —replicó Bill.

—Nosotros no nos vamos —repitió como si fuera su eco Ted.

—Querernos enterarnos de todo lo que ha pasado —explicó el primero.

—¡Pues claro! —corroboró su hermano.

—¿Se veía mucha sangre en la habitación? —inquirió el mayor.

—¿Fue todo obra de un ladrón? —quiso saber Ted.

—Callaos —ordenó la señora Ramsay—. ¿No oísteis al señor Hardcastle? ¿No os habéis enterado aún de que no os quiere aquí?

—No nos iremos —aseguró Bill—. Queremos oír todo lo que habléis.

Hardcastle se levantó y cruzando la habitación abrió la puerta. Luego miró gravemente a los dos chicos.

—Fuera —dijo.

No se trataba más que de una palabra, pronunciada sin la menor violencia, serenamente, pero con el acento que emana de la autoridad en tales casos. Sin hacer el menor comentario, Bill y Ted salieron de la habitación lentamente, arrastrando los pies, con desgana, pero sin osar rebelarse.

«Es maravilloso —pensó la señora Ramsay—. ¿Por qué no podré yo conseguir lo mismo de ellos?»

Imposible, reflexionó. Ella era la madre de los chicos. Había oído afirmar que éstos, fuera del hogar, se conducen de muy distinta manera. Lo peor se lo suele llevar siempre la madre. Pero quizá fuese eso lo más conveniente. Los resultados de disfrutar en casa de unos hijos atentos, corteses, que nada más poner los pies en la calle se convertían en auténticos gamberros, originando desfavorables opiniones en relación con sus personas, tenían que ser catastróficos forzosamente. La señora Ramsay recordó qué era lo que de ella querían sus visitantes cuando el inspector Hardcastle volvió a ocupar su silla.

—Si desea hablar conmigo sobre lo acaecido en la casa número 19 ayer —dijo muy nerviosa—, he de advertirle que no sé nada, inspector. Ni siquiera conozco a las personas que habitan allí.

—En esa casa vive una señorita apellidada Pebmarsh. Es ciega y trabaja en el «Aaronberg Institute».

—Es que apenas conozco a nadie en la otra parte de Wilbraham Crescent… —insistió la señora Ramsay.

—¿Se encontraba usted aquí ayer, entre las doce y media, y las tres de la tarde?

—¡Oh, sí! Tenía que hacer la comida y todo lo demás. Salí a las tres, no obstante. Llevé a mis hijos al cine.

El inspector sacó la fotografía, poniéndola en manos de la señora Ramsay.

—Desearía que me dijese si ha visto alguna vez a este hombre.

Su interlocutora contempló la cartulina con incipiente interés.

—No. No creo haberle visto. Y en caso afirmativo no estoy segura de si llegaría a recordar su faz.

—¿No vino a esta casa en ninguna ocasión, presentándose a usted como agente de seguros o vendedor de artículos de uso doméstico?

La señora Ramsay sacudió la cabeza vigorosamente.

—No. A mi casa no ha venido jamás un hombre como ése.

—Tenemos razones para creer que su nombre era R. Curry.

Hardcastle dirigió otra interrogante mirada a la mujer. Esta negó de nuevo.

—Lo siento inspector —dijo en tono de excusa—. Durante las vacaciones es que no tengo tiempo de observar nada.

—Sí, me hago cargo. Aquéllas suelen ser siempre bastante ajetreadas, ¿eh? Sus chicos son magníficos. Se les ve llenos de vida, inquietos… Demasiado inquietos, quizá, ¿verdad?

La señora Ramsay sonrió.

—En efecto. Resultan algo cansados, pero en el fondo son buenos.

—Naturalmente que lo son —aprobó el inspector—. Yo les veo muy despabilados, inteligentes. Antes de marcharse hablaré con ellos si usted no tiene inconveniente. Los chicos se fijan a veces en cosas que pasan desapercibidas a los mayores, aquéllos con quienes conviven.

—No sé qué pueden haber visto. Al fin y al cabo no se trata de la casa de al lado —argumentó la señora Ramsay.

—En cambio sus jardines caen uno enfrente del otro.

—Sí, pero quedan bastante separados.

—¿Conoce usted a la señora Hemming, la ocupante de la casa número 20?

—En cierto modo, por causa de los gatos…

—¿Le gustan a usted los gatos?

—¡Oh, no! No es eso. Me refería a las quejas habituales por ese motivo.

—¡Ah, vamos!, concrete usted… ¿En qué consisten aquéllas?

La señora Ramsay se ruborizó.

—Cuando la gente se dedica a «almacenar» gatos de esa manera —y creo que la colección de la señora Hemming llega a los catorce ejemplares—, surgen en seguida inconvenientes. Los que así proceden acaban haciendo muchas tonterías. A mí me gustan los gatos. Incluso hemos tenido siempre alguno que otro. El último, de piel moteada, era un excelente cazador de ratones. Pero el proceder de esa mujer bien puede calificarse de extravagante. Esos desventurados animalitos se ven obligados a comer lo que ella les prepara, viviendo una existencia de reclusos humanos. Naturalmente, sus gatos llevan a cabo continuos intentos de evasión. Yo haría lo mismo en su lugar. Y mis hijos son buenos realmente. Jamás se atreverían a torturar a un animal, de ningún modo. Yo sostengo que los gatos saben cuidarse por sí solos. No precisan de valedores. Esas menudas bestias son muy sensatas siempre que se las trate sensatamente.

—Lo que usted dice es razonable, señora. Desde luego, pocos ratos libres han de quedarle durante las vacaciones si quiere tener entretenidos y bien alimentados a sus dos hijos. ¿Cuándo vuelven al colegio?

—Pasado mañana —declaró la señora Ramsay.

—Ya tendrá ocasión de descansar entonces.

—Me propongo desquitarme, por supuesto.

El joven que acompañaba al inspector no había hecho hasta aquel momento otra cosa que tomar notas, sin mediar en la conversación. La señora Ramsay experimentó un ligero sobresalto al oírle hablar.

—Debiera usted procurarse los servicios de una de esas chicas extranjeras… Se hacen convenios amistosos au pair. Las muchachas trabajan aquí a cambio de aprender el inglés.

—Me imagino que tendré que intentar algo de eso —respondió la señora Ramsay, pensativa—. Pero se me antoja que me ha de costar trabajo entenderme, en muchos aspectos, con una persona extranjera. Mi esposo se ríe de mí, cuando digo esto. Es que, claro, él se halla en condiciones de tratar de este tema con plena autoridad. Yo no he viajado tanto como él fuera de Inglaterra.

—Se encuentra ausente ahora, ¿no? —inquirió Hardcastle.

—Sí… Tenía que ir a Suecia a principios del mes de agosto. Trabaja como técnico de construcciones. ¡Lástima que se marchara al comenzar las vacaciones! El entiende bien a los chiquillos. Es que en realidad le agrada jugar con los trenes eléctricos tanto como a aquéllos. En ocasiones las vías férreas y los apartaderos y todo lo demás queda instalado en el vestíbulo y la habitación vecina. Se expone una a darse un batacazo al pasar por entre el montón de juguetes —la mujer sonrió indulgentemente—. Los hombres son como los niños.

—¿Cuándo cree que volverá su marido, señora?

—Jamás lo sé —la señora Ramsay suspiró—. Es más bien difícil… saberlo.

La voz le tembló. Colin fijó la mirada en ella con viveza.

—No queremos entretenerla más, señora Ramsay. Hardcastle se puso en pie.

—Tal vez sus hijos accedan a enseñarnos el jardín.

Bill y Ted se encontraban en el vestíbulo y recogieron su sugerencia inmediatamente.

—Desde luego, señor —repuso Bill en tono de excusa, como si quisiera hacerse perdonar su gesto de rebeldía anterior—. Pero ya verá que el jardín no es muy grande.

Había sido realizado un pequeño esfuerzo para mantener el jardín de la casa número 62 de Wilbraham Crescent en orden. A un lado se veía un macizo de dalias y margaritas. Luego había una reducida extensión cubierta de césped irregularmente segado. Los senderos andaban necesitados de alguna labor de azada. Por todas partes se encontraban modelos de aviones, armas espaciales y otras representaciones a pequeña escala de la ciencia moderna en la última etapa de su vida. Al fondo del jardín había un manzano saturado de rojos y redondos frutos. El árbol que se veía junto a él era un peral.

—Eso es todo —dijo Ted. Y luego, señalando la pequeña extensión comprendida entre el manzano y el peral, al fondo de la cual se divisaba perfectamente la casa de la señorita Pebmarsh añadió—. Ahí está el número 19, donde se cometió el crimen.

—Se ve muy bien la casa desde este punto, ¿verdad? —manifestó el inspector—. Y mejor aún, supongo, desde las ventanas de la planta superior, ¿verdad?

—Sí —confirmó Bill—. De haber estado ahí arriba ayer lo hubiéramos visto todo. Pero no nos encontrábamos en casa.

—Fuimos al cine —aclaró Ted.

—¿Se han encontrado huellas dactilares? —preguntó su hermano.

—Las que poseemos no nos pueden servir de mucho. ¿Estuvisteis casi todo el día de ayer divirtiéndoos en el jardín?

—Pues… sí, entrando y saliendo —manifestó Bill—. La mañana, en su mayor parte. Pero no oímos ni vimos nada de particular.

—De habernos hallado aquí por la tarde hubiéramos oído gritos —declaró Ted, pensativamente—. Alguien estuvo chillando desaforadamente a esas horas.

—¿Conocéis a la señorita Pebmarsh, la mujer qué habita en esa casa?

Los chicos se miraron, asintiendo luego.

—Es ciega —dijo Ted—, pero camina por el jardín con mucha soltura. Jamás se vale de un bastón cuando quiere ir de un lado para otro. Una vez nos tiro una pelota que había caído entre sus matas. Fue muy amable…

—¿No la visteis en todo el día de ayer?

Los chicos respondieron que no.

—Por las mañanas no se la puede ver nunca —declaró Bill— porque está siempre fuera; habitualmente sale al jardín después de la hora del té.

Colin estaba examinando un trozo de manguera unido por un extremo a un grifo. Corría aquél a lo largo del sendero del jardín, pasando cerca del peral.

—Ahora me entero de que los perales aquí necesitan ser regados —observó Lamb.

—¡Oh! —exclamó involuntariamente Bill.

El muchacho parecía un poco inquieto.

—Por otra parte —continuó diciendo Colin—, si uno se sube a ese árbol es facilísimo obsequiar con una formidable ducha al primer gato que se atreva a pasar.

En el rostro de Colin Lamb apareció de pronto una amplia sonrisa.

Los dos hermanos comenzaron a rozar nerviosamente con la suela de sus zapatos la gravilla del jardín, mirando hacia todos los lados menos en dirección al joven que les acababa de hablar.

—A eso habéis estado dedicados, ¿eh? —inquirió Colin.

—¡Oh! No les causábamos ningún daño —dijo Bill—. La honda y el tirachinas… Eso sí que es malo —añadió el chico queriendo sentar, por lo visto, plaza de virtuoso.

—Me imagino que en otras ocasiones habréis utilizado el tirachinas.

—Nunca con la intención de hacer daño a esos animales —aseguró Ted.

—Bueno, el caso es que con esa manguera os habéis divertido bastantes veces, sin duda, y que vuestras travesuras han dado lugar a que la señora Hemming formulase ciertas quejas…

—Siempre se está quejando —notificó Bill.

—¿Habéis llegado a saltar la valla de su jardín?

—Eso no es posible a causa de los alambres y telas metálicas que esa mujer ha puesto ahí —manifestó Ted, sinceramente.

—Pero con todo os habéis colado más de una vez en su jardín, ¿es cierto? ¿Cómo conseguisteis burlar todos los obstáculos?

—Pues… Primero hay que saltar al jardín de la señorita Pebmarsh… Deslizándose cierto trecho a la derecha se llega a un pequeño boquete que conduce al de la señora Hemming.

—¿Es que no puedes callarte, idiota? —dijo Bill.

—Supongo que desde que se cometió el crimen habréis llevado a cabo un sinfín de indagaciones en busca de pistas —sugirió Hardcastle.

Los chicos tornaron a mirarse.

—Cuando volvisteis del cine y os enterasteis de lo que había ocurrido apuesto lo que sea a que cruzasteis el boquete del jardín de la casa número 19 para echar un vistazo por los alrededores.

—Pues…

Bill guardó silencio. Mostrábase desconfiado.

—Es posible que vosotros hayáis descubierto algo que a nosotros se nos haya escapado —manifestó Hardcastle gravemente—. En tal caso no tendría más remedio que recompensar vuestro servicio, aparte de agradecéroslo de corazón.

Bill tomó rápidamente una decisión.

—Tráetelo todo, Ted —ordenó a su hermano. Este echó a correr, obediente.

—Temo que no sea nada de interés —admitió Bill—, pero al menos habremos intentado complacerle.

El muchacho miró a Hardcastle ansiosamente.

—No te preocupes. Te comprendo —afirmó el inspector—. Las tareas policíacas llevan consigo un sinnúmero de desilusiones.

Bill pareció sentirse más aliviado.

Ted regresó también a la carrera, entregando seguidamente al inspector un pañuelo de bolsillo anudado. El pequeño bulto que el mismo presentaba tintineaba. Hardcastle extendió aquel trozo de tela, echando una rápida mirada a lo que contenía.

Casi nada: el asa de una taza, un fragmento de porcelana, la mitad de un desplantador, un tenedor herrumbroso, una moneda, una clavija, un cristal y unas tijeras.

—Una colección muy interesante —comentó el inspector con aire solemne.

Compadecióse de los dos chicos, apresurándose a coger el cristal.

—Me llevaré esto. Quizás encaje con otros trozos semejantes. Colin, por su parte, cogió la moneda, examinándola atentamente.

—No es inglesa —declaró Ted.

—No, no lo es —corroboró Colin, quien levantó la vista para fijarla en Hardcastle—. Lo mejor será que nos llevemos esto también —sugirió.

—No digáis una palabra a nadie de esto —ordenó el inspector a los chicos, muy serio, con un expresivo gesto de reserva.

Bill y Ted, encantados, le prometieron hacer honor a su confianza.

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