Capítulo XV

A la encuesta judicial asistió numeroso público. La gente de Crowdean, impresionada por aquel crimen, esperaba que se produjeran revelaciones sensacionales. Los trámites, sin embargo, fueron tan escuetos y fríos como siempre. Sheila Webb no tenía por qué haber aguardado inquieta la llegada de aquel día. Todo quedó liquidado en unos minutos por su parte.

Desde el número 19 de Wilbraham Crescent alguien había llamado al teléfono del «Cavendish Bureau». La joven se había presentado en la casa, entrando en la misma y acomodándose en el cuarto de estar, de acuerdo con las órdenes recibidas. Aquí había descubierto el cadáver de un hombre, para salir en seguida corriendo a la calle, en demanda de auxilio. La señorita Martindale, que también prestó declaración, se sometió a un interrogatorio todavía más breve que el que sufriera su empleada. La persona que le había hablado por teléfono habíale asegurado ser la señorita Pebmarsh, solicitando los servicios de una taquimecanógrafa, con preferencia a las demás la señorita Sheila Webb, dando al mismo tiempo ciertas instrucciones. La señorita Martindale había anotado la hora exacta de la llamada, la 1:49. Con esto dio fin la actuación de la dueña del «Cavendish Bureau».

La señorita Pebmarsh, que declaró después, negó categóricamente haber solicitado de aquella entidad los servicios de una de sus empleadas. El detective inspector Hardcastle se limitó a hacer una reseña muy breve, especificando sencillamente que atendiendo una llamada telefónica se había presentado en el número 19 de Wilbraham Crescent, donde encontrara el cadáver de un hombre. El juez le preguntó:

—¿Ha podido usted identificar a la víctima?

—Todavía no, señor. Por tal motivo deseaba pedirle que la presente encuesta fuese aplazada.

—Será tomada en consideración su propuesta.

Luego le llegó el turno al doctor Rigg, médico del servicio[8], quien facilitó detalles sobre el reconocimiento practicado al cadáver.

—¿Está en condiciones de fijar la hora aproximada en que falleció ese hombre, doctor?

—El examen fue a las tres y media. Yo diría que su muerte se produjo entre la una y media y dos y media.

—¿No se puede concretar más?

—Prefiero no hacerlo. De todos modos, afirmando más, yo aseguraría que ese hombre murió a las dos o pocos minutos antes. Ahora bien, en la determinación de la hora exacta, hay que tener en cuenta muchos factores: edad, estado de salud, etcétera.

—¿Ha llevado a cabo la autopsia?

—Sí, señor.

—¿Qué es lo que le causó la muerte?

—La víctima fue apuñalada. Instrumento empleado: un fino y afilado cuchillo. Tal vez se trate de un sencillo cuchillo de cocina francés. La punta del mismo penetró…

El doctor se explayó en ciertas consideraciones de tipo técnico, detallando la forma exacta en que el arma alcanzó el corazón de la víctima.

—¿Fue la muerte instantánea?

—El hombre debió morir a los pocos minutos de ser atacado.

—¿No es probable que aquél gritara o se defendiera?

—En las circunstancias en que fue apuñalado, no.

—¿Quiere usted explicarnos, doctor, el significado exacto de esa frase?

—Procedí al examen de determinados órganos y a efectuar unas pruebas. Yo aseguraría que el hombre murió con posterioridad a la administración de una droga.

—¿Puede decirnos de qué droga se trataba?

—Sí: hidrato de cloral.

—¿Está en condiciones de explicarnos cómo fue administrada?

—Probablemente, disuelta en alcohol. El efecto del hidrato de cloral es muy rápido.

—Creo que en algunos medios esa sustancia se conoce por el nombre de «Mickey Finn» ¿verdad? —murmuró el juez.

—Correcto, señor —contestó el doctor Rigg—. Seguramente el hombre se bebió confiado el líquido. A los pocos segundos quedaría sumido en un estado de inconsciencia.

—Momento que el atacante aprovechó para apuñalar a la victima, a su juicio, ¿verdad?

—Eso es lo que yo creo. No he descubierto en el cadáver señales de violencia y el rostro ofrecía una pacífica expresión.

—¿Cuánto tiempo permaneció inconsciente ese hombre antes de ser asesinado?

—No puedo decirlo con exactitud. Eso depende siempre de las condiciones físicas del que ingiere la droga. En general, alrededor de media hora o quizá más.

—Gracias, doctor Rigg. ¿Quiere decirnos cuándo hizo la víctima su última comida?

—La víctima no había ingerido alimentos sólidos desde hacía cuatro horas, por lo menos.

—Gracias, doctor. Eso es todo.

El juez paseó luego su mirada por los presentes, diciendo:

—La encuesta se aplaza quince días, es decir, hasta el veintiocho de septiembre.

Los asistentes a aquel acto comenzaron a encaminarse a la salida del edificio en que el mismo acababa de celebrarse. Edna Brent, que había ido allí en compañía de las otras chicas del «Cavendish Bureau» se detuvo junto a la entrada, vacilante. Aquella mañana el «Cavendish Secretarial Bureau» había cerrado sus puertas. Maureen West, una de las jóvenes que trabajaban en el establecimiento, inquirió, dirigiéndose a Edna:

—¿Qué decides? ¿Nos vamos a comer al «Bluebird»? Disponemos de tiempo de sobra.

—Yo de menos que tú —murmuró Edna, que parecía preocupada—. Sandy Cat me dijo que sería mejor que tomara el primer turno para comer. Creí disponer de una hora extra, que pensaba aprovechar para comprar unas cosas.

—De Sandy Cat no se puede esperar más que esto —comentó Maureen—. Abrimos a las dos de nuevo y tenemos que estar todas allí. ¿Buscas a alguien?

—A Sheila. No la he visto salir.

—Se marchó en seguida —le explicó Maureen—, tan pronto hubo declarado. Le acompañaba un joven… No sé quién sería. No pude verle. ¿Te vienes, Edna?

Esta continuaba vacilando. Evidentemente, no sabía qué decisión tomar.

—Vete tú sola, Maureen… De todas maneras, como ya te he dicho, tengo que ir de compras.

Maureen, por fin, se marchó con otra compañera. Edna dio unos pasos… Por fin hizo acopio de fuerzas, decidiéndose a dirigir la palabra al joven agente que se hallaba a la puerta del edificio.

—¿Podría entrar de nuevo? —preguntó—. Quisiera hablar con el hombre que vino a mi oficina, el inspector no sé qué…

—¿El inspector Hardcastle?

—Eso es. El agente de policía que también prestó declaración esta mañana.

—Vamos a ver…

El joven agente descubrió que el inspector se hallaba enfrascado en la conversación que sostenía en aquellos momentos con el juez y uno de sus superiores.

—Al parecer está ocupado ahora, señorita. ¿Por qué no se acerca por la Jefatura más tarde o telefonea? ¿Quiere dejarme algún recado? ¿Se trata de algo importante?

—¡Oh! En realidad creo que no tiene importancia —repuso Edna—. Es que… Bueno… Es que no comprendo cómo puede ser cierto lo que ella declaró porque yo…

La muchacha dio media vuelta, alejándose de allí, con el ceño fruncido, perpleja, preocupada.

Vagó por el Cornmarket y a lo largo de High Street. Su rostro tenía todavía la misma expresión. Aquello de pensar no se había hecho para Edna. No. No era su punto fuerte. Cuanto más se esforzaba por aclarar sus ideas mayor era la confusión en que se debatía su mente.

Hubo un momento en que dijo en voz alta:

—No. No fue así… No pudo haber sucedido lo que ella declaró… Repentinamente, con el aire de la persona que acaba de tomar una firme resolución abandonó High Street para encaminarse por Albany Road a Wilbraham Crescent.

Desde el día en que la prensa anunciara que en el número 19 de Wilbraham Crescent se había cometido un crimen no cesaban de congregarse nutridos grupos de personas frente a la casa que había sido escenario del mismo. Es difícil explicar la fascinación que en determinadas circunstancias ejercen unos muros de hormigón y ladrillo en el público. Durante las primeras veinticuatro horas, a contar desde el momento en que la policía iniciara sus indagaciones, un policía se encargó de hacer circular a los que se paraban allí. Luego, el interés de la masa había disminuido pero no del todo. Las furgonetas de reparto de los establecimientos aminoraban la marcha al deslizarse ante el edificio; veíanse también mujeres empujando coches de niño que se detenían en la acera opuesta cuatro o cinco minutos para contemplar, curiosas, la impecable residencia de la señorita Pebmarsh, otras cargadas con los cestos de la compra, dirigían también hacia el mismo punto sus ávidos ojos, poniendo en circulación ciertos rumores entre sus amigas…

—Esa es la casa… La que cae ahí…

—El cadáver se encontraba en el cuarto de estar… Este me parece que queda a la izquierda…

—El tendero me dijo que era el de la derecha…

—Quizá, quizá. Yo estuve una vez en el número diez y recuerdo perfectamente que el comedor estaba a la derecha del pasillo y el cuarto citado a la izquierda…

—No parece que ahí haya cometido alguien un crimen, ¿verdad?

—Tengo entendido que la joven salió corriendo y dando gritos…

—Se dice que desde aquel día no anda bien de la cabeza. Por supuesto, debió experimentar una tremenda impresión…

—Aseguran que entró por una de las ventanas de la parte posterior de la casa… El hombre estaba guardándose los objetos robados en un maletín cuando entró la chica, descubriéndole…

—La dueña de la casa es ciega. ¡Pobrecilla! Naturalmente, a causa de eso no pudo darse cuenta de lo que ocurría.

—No, ¡pero si se encontraba ausente en aquel momento!

—Pues yo creí lo contrario. Me habían dicho que ella había subido al piso, oyendo al intruso desde arriba. ¡Oh, qué tarde es! Y todavía he de acercarme al establecimiento de la esquina…

Tales eran las conversaciones que por allí se oían. Wilbraham Crescent atraía a la gente de más varia condición con la fuerza de un imán. Todos se detenían allí un segundo para mirar hacia el número 19. Después, satisfecha aquella misteriosa necesidad íntima que parecían sentir los transeúntes, éstos continuaban su camino.

Sumida todavía en un mar de dudas, Edna Brent había llegado frente al número 19 de aquella calle, el blanco de la curiosidad de los habitantes de Crowdean.

Sin advertirlo se encontró formando parte de un grupo integrado por cinco o seis personas, entregadas al pasatiempo colectivo de admirar la casa del crimen.

Edna, muy sugestionable siempre, hacía lo que los otros.

De modo que aquélla era la casa del terrible suceso. Comprobó que las ventanas se hallaban adornadas con unas cortinas limpísimas. Todo aparecía pulcro y ordenado. Y sin embargo, dentro de los muros que tenía delante un hombre había encontrado la muerte. El asesino había utilizado para cometer su fechoría un cuchillo de cocina, un cuchillo ordinario. ¿Quién no tiene en su casa un utensilio como ése?

Arrastrada inconscientemente por el ejemplo de los demás, Edna miraba también, dejando entonces de pensar…

Experimentó un fuerte sobresalto al oír a alguien hablar muy cerca de ella.

Habiendo reconocido la voz, Edna Brent volvió la cabeza sorprendida.

Загрузка...